LA TRADICIÓN NO QUIERE MORIR

 

 

Pastel tras pastel

 

Entre tanto, como el año de 1832 caminase ya a su fin y fuese llegado el tiempo de las elecciones municipales, el Gobierno se sobrecogió de terror, al ver lo postradas que estaban ya las fuerzas de los hombres de buena voluntad y cómo habían crecido en auda­cia y en poder los hombres turbulentos.

Temerosos de que ganasen las elecciones los carlistas y de que los nuevos ayuntamientos no estuviesen bajo la obediencia del Rey, sino a la devoción del infante, determinó con buen acuerdo (Do­noso Cortés sigue siendo fiel fernandista) suspender las elecciones y que los ayuntamientos que debían cesar continuasen en su ejercicio hasta que Su Majestad decretara una nueva ley determinando la manera y forma en que la elección debía hacerse... Entonces fue cuando el Gobierno aconsejó a la Reina el decreto de 15 de noviem­bre (para cortar las alas a los carlistas, visto los efectos de la amnistía a favor de los emigrados principalmente):

« Sabed que, si alguno se negara a estas maternales y pacíficas amonestaciones, si no concurriere con todo esfuerzo a que surtan el efecto a que se dirigen, caerá sobre su cuello la cuchilla ya levan­tada, sean cuales fueren el conspirador y sus cómplices, entendién­dose tales los que, olvidados de la naturaleza de su ser, osaren aclamar o seducir a los incautos para que aclamasen otro linaje de gobierno que no sea la MONARQUÍA SOLA Y PURA, bajo la égida dulce de su legítimo soberano...». Palabras, ¡ay! que había de llevarse el viento. 

En circunstancias tan azarosas fue cuando el señor Cea Bermúdez echó sobre sus hombros el grave peso de la dirección de los negocios públicos (25 noviembre 1832)... Los carlistas y liberales, viéndole subir al poder, se tuvieron por dicho que tenían que venir a prueba con un poderoso adversario, porque aunque los otros minis­tros habían dado en alguna ocasión, como acabamos de ver, señales de querer despertar de su letargo, los partidos todos habían llegado a conocer su flaqueza y, burlándose de sus palabras, se les iban a mayores. El señor Cea Bermúdez comenzó por dirigir a nuestros agentes diplomáticos en el extranjero una circular para que tuviesen entendido, e hicieran entender a la Europa, cuál era, en punto a la gobernación de la Monarquía, su sistema inalterable. Tomando pie de los rumores a que había dado lugar el decreto de amnistía entre propios y extraños, sobre un supuesto propósito en el Gobierno de modificar nuestras instituciones, los desmiente con palabras solem­nes y severas. Pasando más adelante, afirma ser el ánimo del Go­bierno conservar en toda su pureza la religión de los españoles, en toda su benéfica plenitud la autoridad de sus reyes, en todo su vigor sus Leyes Fundamentales, así como también la recta administración de la justicia en todo su esplendor, y la independencia nacional en todo su decoro. Finalmente, el ministro añadía que, conservadas íntegras todas estas cosas, el Gobierno entraría de buen grado y con decidido empeño en el camino de las reformas que a los hombres serios pareciesen convenientes.

Fue recibida esta circular por los carlistas con sobrecejo. Por los liberales, con ira. Por los amigos de una Monarquía templada, pero absoluta, con entusiasmo.

Por eso, a este Gobierno de Cea Bermúdez se le calificará de despotismo ilustrado. Realmente, esta es la impresión que debía de dar y que todavía nos da a través de los documentos históricos. Pero me parece también innegable que podría llamarse el del PASTELEO. Fijémonos en lo que sigue:

Entre tanto los reyes (Fernando se iba reponiendo, si es que en hecho de verdad podía restablecerse completamente), puesto el pensamiento en la manera y forma en que habían de declarar a todos sus vasallos y la Europa entera las malas artes usadas (es manifiesta la parcialidad del lenguaje de Donoso) en San Ildefonso por el bando carlista para arrancar del Rey, arrebatadamente y por sorpresa, el memorable decreto anulando la pragmática, acordaron en 30 de diciembre (1832) ordenar al ministro de Estado (Cea Bermúdez) que hiciese venir a su presencia al día siguiente a los otros ministros de la Corona... Hecho lo que mandaba el rey, y juntas el 31 de diciembre (1832) en su real cámara todas estas personas, mandó Su Majestad leer en voz alta la famosa declaración por la que declaraba que «lo que él había firmado fue arrancado por sorpresa en las angustias de mi enfermedad».

Todos naturalmente dijeron amén. Y para rematar el pastel la reina en decreto de 1.° de enero (1833) mandó que se hiciesen públicas (por haber cesado según ella las causas que habían movido el ánimo del señor Carlos IV a prohibir que se imprimiesen y publicasen) las actas de las Cortes de 1789 sobre la sucesión directa del Trono. Por lo visto, todo se arregló por real decreto a fin de «legalizar» la sucesión de Isabel II de una manera definitiva e «inmaculada».

Martirián Brunsó Verdaguer Pbro.