Autor: Horacio Bojorge
S.J.
Ya
adentrándonos en el tercer milenio cristiano se nos exhorta a navegar mar
adentro y a empeñarnos en fundar una civilización del amor. Pero el terreno no
está vacío. También hoy como en toda época se plantea, aunque en términos
propios, el enfrentamiento de las dos ciudades a las que se refiere el
Apocalipsis y San Agustín. El terreno está ocupado en nuestros tiempos por una
civilización feroz cultura de la guerra y de la muerte que nació de la
apostasía de las naciones católicas, apartándose y renegando de los caminos de
la caridad. Su antagonismo con la civilización del amor es ingénito. Y así como
la Iglesia es experta en humanidad, la civilización de la acedia es experta en
provocar y propagar la apostasía, y por ende la deshumanización.
A pesar de lo útil que puede resultarnos, por estos motivos, recuperar la
operatividad profética del tradicional concepto de acedia, no se suele hablar de
ella. Muchos fieles, religiosos y catequistas incluidos, nunca o rarísima vez la
oyeron nombrar y pocos sabrán explicar en qué consista. Y aún los enterados, no
le ven mayor valor que a nivel de una moral privatista.
Sin embargo, la acedia poco importa que no se la sepa reconocer ni nombrar
es una atmósfera que nos envuelve sin advertirla. Se la puede encontrar en todas
sus formas: en forma de tentación, de pecado actual, de hábito extendido como
una epidemia, y hasta de cultura con comportamientos y teorías propias que se
trasmiten por imitación o desde sus cátedras, populares o académicas. Si bien se
mira, la nuestra, puede describirse como una verdadera y propia civilización de
la acedia.
De la Acedia no se suele hablar. No se la enumera habitualmente en la lista de
los pecados capitales. Algunos Padres del desierto, en vez de hablar de pecados
o vicios capitales, hablan de pensamientos. Por ejemplo, Evagrio Póntico,
enumera ocho pensamientos. Con este nombre, estos padres de la espiritualidad
ponen de relieve que estos vicios, en su origen, son tentaciones, o sea
pensamientos; y que si no se los resiste, acaban convirtiéndose en modos de
pensar y de vivir. Cuando se acepta el pensamiento tentador, uno termina
viviendo como piensa y justificando su manera de vivir. Difícilmente se
encontrará su nombre fuera de los manuales o de algunos diccionarios de moral o
de espiritualidad. Muchos son los fieles, religiosos y catequistas incluidos,
que nunca o rarísima vez la oyeron nombrar y pocos sabrán ni podrán explicar en
qué consista.
Sin embargo, como veremos, la acedia sí que existe y anda por ahí, aunque pocos
sepan cómo se llama. Se la puede encontrar en todas sus formas: en forma de
tentación, de pecado actual, de hábito extendido como una epidemia, y hasta en
forma de cultura con comportamientos y teorías propias que se trasmiten por
imitación o desde sus cátedras, populares o académicas. Si bien se mira, puede
describirse una verdadera y propia civilización de la acedia.
La acedia existe pues en forma de semilla, de almácigo y de montes. Crece y
prospera con tanta mayor impunidad cuanto que, a fuerza de haber dejado de verla
se ha dejado de saberla nombrar, señalar y reconocer. Parece conveniente, pues,
ocuparse de ella. En este primer capítulo comenzaremos con las definiciones que
se han dado de ella. Si al lector este camino le resulta difícil o árido, le
aconsejamos empezar por el capítulo cuarto y seguir luego con el segundo,
tercero, y los demás.
1.1.) ¿Qué es la acedia? Definiciones
Una primera idea de lo que es la Acedia nos la dan las definiciones, aunque
ellas solas no sean suficientes para un conocimiento cabal de su realidad.
El Catecismo de la Iglesia Católica (=CIC) la nombra acentuando la í: acedía
entre los pecados contra el Amor a Dios. Esos pecados contra la Caridad que
enumera el Catecismo son:
·
·
·
·
·
El
Catecismo la define así: "La acedía o pereza espiritual llega a rechazar el gozo
que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino" (CIC 2094). Nuevamente,
en otro lugar, tratando de la oración, la enumera entre las tentaciones del
orante: "otra tentación a la que abre la puerta la presunción, es la acedía. Los
Padres espirituales entienden por ella una forma de aspereza o desabrimiento
debidos a la pereza, al relajamiento de la ascesis, al descuido de la
vigilancia, a la negligencia del corazón. `El espíritu está pronto pero la carne
es débil´ (Mateo 26,41)" (CIC 2733)
Por la naturaleza de la obra, el Catecismo no entra en detalles acerca de la
conexión que tienen entre sí estos cinco pecados contra la Caridad. En realidad
puede decirse que son uno solo: acedia, en diferentes formas. La indiferencia,
la ingratitud y la tibieza son otras tantas formas de la acedia.
En cuanto al odio a Dios no es sino su culminación y última consecuencia. De ahí
que por ser fuente, causa y cabeza de los otros cuatro, amén de muchos otros, la
acedia sea considerada pecado capital, y no así los demás. Y aunque el odio a
Dios sea el mayor de estos y de todos los demás pecados, no se lo considera
pecado capital, porque no es lo primero que se verifica en la destrucción de la
virtud sino lo último, y no es causa sino consecuencia de los demás pecados.
1.2.) Tristeza, envidia y acedia.
El Catecismo relaciona la acedia con la pereza. No se detiene a señalar su
relación con la envidia y la tristeza. Sin embargo, la acedia es propiamente una
especie o una forma particular de la envidia. En efecto, Santo Tomás de Aquino,
que considera a la acedia como pecado capital, la define como: tristeza por el
bien divino del que goza la caridad. Y en otro lugar señala sus causas y
efectos: es una forma de la tristeza que hace al hombre tardo para los actos
espirituales que ocasionan fatiga física.
La acedia se define acertadamente, por lo tanto, como perteneciente al género de
las tristezas y como una especie de la envidia. ¿Qué la distingue de la envidia
en general? Su objeto. El objeto de la acedia no es como el de la envidia
cualquier bien genérico de la creatura, sino el bien del que se goza la caridad.
O sea el bien divino: Dios y los demás bienes relacionados con Él.
Nos importa mucho en este estudio establecer y mantener la distinción entre
envidia y acedia, por eso evitamos usarlas como sinónimos, como suele hacerse en
el uso común. En nuestro estudio entendemos la envidia como un pecado moral y la
acedia como un pecado teologal, como la forma teologal de le envidia.
Secundaria y derivadamente, la acedia se presenta, en la práctica, como una
pereza para las cosas relativas a Dios y a la salvación, a la fe y demás
virtudes teologales. Por lo cual, acertadamente, el catecismo la propone, a los
fines prácticos, como pereza. (Sobre la tradición monástica y patrística, y las
dos líneas de interpretación de la acedia como pereza o como tristeza, ver G.
BARDY, Art.: Acedia, en Dictionnaire de Spiritualité. Ascétique et Mystique T.I,
cols 166 169; también B. HONINGS, Art.: Acedia, en Diccionario de Espiritualidad
Dirigido por Ermanno Ancilli, Herder, Barcelona 1983, T.I, Cols. 24 27 que
concuerda con Bardy. Sobre la Acedia Monástica volveremos en 5. y sobre Acedia y
Pereza en 7.1.)
1.3.) ¿Es posible la acedia?
Tal como se presenta por sus definiciones, podrá parecerle a alguno que la
acedia pertenezca a ese tipo de pecados que se suele dar por imposibles e
inexistentes a fuerza de absurdos, aberrantes o monstruosos. Por ejemplo: el
odio a Dios o la apostasía. Pero es que pertenece a la noción y a la esencia del
pecado, el hecho de que sea aberrante y monstruoso, y de que, sin embargo, no
sólo exista a pesar de ser absurdo e inconcebible, sino que muchísimas veces ni
siquiera se lo advierta allí donde está a fuerza de considerarlo como un hecho
natural y obvio.
Por eso, conviene que después de ver su definición, pasemos a describirla,
ilustrarla con casos y ejemplos, señalarla en los hechos y por fin tratar de
comprender su fisiología espiritual.
1.4.) Acedia, acidez, impiedad.
El nombre de la acedia es figurado y metafórico. Encierra un cierto simbolismo
que también, a modo de definición, ilustra acerca de su naturaleza. La palabra
castellana es heredera de un rico contenido etimológico que orienta para
comprender mejor su sentido.
Las palabras latinas acer, acris, acre, aceo, acetum, acerbum, portan los
sentidos de tristeza, amargura, acidez y otras sensaciones fuertes de los
sentidos y del espíritu. Los estados de ánimo así nombrados son opuestos al
gozo, y las sensaciones aludidas son opuestas a la dulzura.
La raíz griega de donde derivan los términos latinos es kedeia: "Akedeia
ha observado un reseñista de la primera edición de esta obra es falta de
cuidado, negligencia, indiferencia, y akedia descuido, negligencia,
indiferencia, tristeza, pesar. Se refiere de modo particular en los griegos
al descuido de los muertos, insepultos, por lo cual no tenían descanso. Es una
negación de la kedeia, alianza, parentesco; funeral, honras fúnebres. Es decir,
son los cuidados que brotan de la alianza, del parentesco, de la afinidad que
brota de la alianza matrimonial. Todo esto tiene grandes resonancias con la
relación nueva de parentesco con Dios que brota de la alianza el Goel, que ha
estudiado Bojorge, de la alianza nupcial que se sella con la encarnación del
Verbo y su muerte y resurrección, de la caridad como amistad con Dios, que se
funda en la communicatio del hombre y Dios y de la societas, la unión que Dios
nos dio con su hijo. El gozo de esta kedéia es la caridad y mueve toda la vida
desde tal relación nueva con Dios. Lo persigue y destruye la acedia, en los
hombres y en la sociedad."
Como puede verse los opuestos griegos kedeia akedeia recubren una área semejante
a los pietas impietas latino, y a nuestro piedad impiedad. La acedia ya se
verá es opuesta y combate las manifestaciones de la piedad religiosa. Según la
etimología latina acedia tiene que ver con acidez. Es la acidez que resulta del
avinagramiento de lo dulce. Es decir, de la dulzura del Amor divino. Es la
dulzura de la caridad, la que, agriada, da lugar a la acedia. Ella se opone al
gozo de la caridad como por fermentación, por descomposición y transformación en
lo opuesto. A la atracción de lo dulce, se opone la repugnancia por lo agriado.
Podría calificársela, igualmente y con igual propiedad, de enfriamiento o
entibiamiento. Como se dice en el Apocalipsis acerca del extinguido primitivo
fervor de la comunidad eclesial: "tengo contra ti que has perdido tu amor de
antes" (Apoc. 2,4); "puesto que no eres frío ni caliente, voy a vomitarte de mi
boca" (Apoc. 3,16).
La relación simbólica entre lo ácido y lo frío era de recibo en la antigüedad.
En la antigua ciencia química y medicinal se consideraba que "las cosas ácidas
son frías". La acedia puede describirse, por lo tanto, ya sea como un
avinagramiento o agriamiento de la dulzura, ya sea como un enfriamiento del
fervor de la Caridad. Por eso no ha de extrañar que haya autores que hayan
preferido referirse a la acedia en términos de tibieza.
Con esto hemos avanzado un paso más hacia la comprensión de este vicio capital.
Como decadencia de un estado mejor, esta pérdida del gozo, de la dulzura y del
fervor, y su transformación en tristeza, avinagramiento o frialdad ante los
bienes divinos o espirituales, parece emparentar con la apostasía o conducir a
ella. Es, en muchos casos, un apartarse de lo que antes se gustó y apreció,
porque ahora, eso mismo, disgusta, entristece o irrita. En este sentido, se
puede decir que la acedia supone una cierta ruptura entre el antes y el ahora de
la persona agriada y ácida. O una ruptura entre su estado ideal y su estado
decaído.
1.5.) Sus efectos.
Al atacar la vitalidad de las relaciones con Dios, la acedia conlleva
consecuencias desastrosas para toda la vida moral y espiritual. Disipa el tesoro
de todas las virtudes. La acedia se opone directamente a la caridad, pero
también a la esperanza, a la fortaleza, a la sabiduría y sobre todo a la
religión, a la devoción, al fervor, al amor de Dios y a su gozo. Sus
consecuencias se ilustran claramente por sus efectos o, para usar la
denominación de la teología medieval, por sus hijas: la disipación, o sea un
vagabundeo ilícito del espíritu, la pusilanimidad, el torpor, el rencor, la
malicia, o sea, el odio a los bienes espirituales y la desesperación. Esta
corrupción de la piedad teologal, da lugar a la corrupción de todas las formas
de la piedad moral. También origina males en la vida social y la convivencia,
como es la detracción de los buenos, la murmuración, la descalificación por
medio de burlas, críticas y hasta de calumnias.
Las Sagradas Escrituras nos ofrecen una galería de retratos de la acedia en
todas sus formas, desde la indiferencia al odio. Y nos dan también pistas para
comprender su naturaleza. Pistas que nos podrán orientar luego para reconocerla
en sus formas históricas y actuales, y podrán encaminarnos para comprender su
mecanismo espiritual. En los casos clínicos bíblicos se aprende una semiología
de la acedia y también mucho acerca de su etiología.
2.1.) La Unción en Betania
Este pasaje evangélico es un ejemplo de acedia que bien puede considerarse
arquetípico. En él vemos en ejercicio al gozo de la caridad y cómo es atacado
por las razones aparentes de la oculta acedia.
Seis días antes de su Pasión, Jesús vino a Betania, donde se encontraba su amigo
Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Le ofrecieron allí una
cena. Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con Jesús sentados a la
mesa. María, tomó una libra de perfume de nardo puro, muy caro, y ungió los pies
de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa entera se llenó con el olor del
perfume. (Juan 12,1 3)
La caridad según la define Santo Tomás de Aquino es amor de amistad con
Dios. El gesto de María manifiesta el gozo de su caridad. Es un gesto gozoso y
gratuito que honra, en Jesús, al amigo divino: huésped, Maestro y Señor. Ese
gesto expresa, con una dádiva costosa, el aprecio de María por Jesús y el gozo
que ese aprecio le produce.
Pero prosigue contando el evangelio Judas Iscariote, uno de los discípulos
de Jesús, el que lo había de entregar, dijo: "¿Por qué no se ha vendido ese
perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?" (Juan 12,4 5)
La objeción de Judas se opone hipócrita y sofísticamente a la misericordia en
nombre de la misericordia. Al descalificar el gesto de María, descalifica su
amor. Lo que para María es expresión gozosa de su amor a Jesús, es para Judas
motivo de tristeza, mezclada de fastidio e irritación. El que ya no comparte la
amistad con Jesús, no puede compartir los mismos sentimientos de la amistad.
Peor aún, tiene sentimientos contrarios: de acedia.
En el relato de este episodio que nos hacen Marcos y Mateo, la reacción contra
el gesto de María, es calificada de indignación: "se indignaron". Ese es uno de
los síntomas o manifestaciones de la acedia: indignarse, irritarse por lo que es
motivo de gozo para los amigos de Dios (Marcos 14,3 9; Mateo 26,6 13).
Al discípulo avinagrado, las muestras de amor a Jesús le dan bronca. Si esa
bronca quiere vestirse de ira santa, disfrazándose con falsas razones, es para
no evidenciarse y guardar aún las apariencias; por puro cálculo hipócrita.
Hay en este detalle de la historia que nos cuenta el evangelio, la revelación de
una importantísima ley del acontecer espiritual: el gozo de la caridad es
atacado con razones. Ley que rige también el acontecer cultural: el espíritu del
desamor es racionalista.
2.2.) La acedia de Mikal, esposa de David
Vayamos ahora al Antiguo Testamento y recordemos el pecado de Mikal, hija de
Saúl, esposa de David. Mikal se irritó viendo a David bailar delante del Arca de
la Alianza en la fiesta de la Traslación. La danza de David era una
manifestación del gozo de la caridad. Y, por el contrario, la irritación de
Mikal por la devoción de David, era manifiesta acedia.
David trasladaba el Arca con grandes ceremonias y fiestas populares. El Arca era
el signo visible de la Presencia del Señor en medio de su Pueblo. Leemos que:
"David y toda la casa de Israel bailaba delante del Señor con todas sus
fuerzas, cantando con cítaras, arpas, adufes, castañuelas, panderetas y
címbalos... David danzaba con todas sus fuerzas delante del Señor, ceñido con un
efod de lino (=vestido sacerdotal). David y toda la casa de Israel subían el
Arca del Señor entre clamores y sonar de cuernos. Cuando el Arca entró en la
ciudad de David, Mikal, hija de Saúl, que estaba mirando por la ventana, vio al
Rey David saltando y danzando ante el Señor y lo despreció en su corazón" (2
Samuel 6,l4 l6)
Y cuando se volvía David para bendecir al pueblo, terminada la fiesta: "Mikal le
salió al encuentro y le dijo: ´¡Cómo se ha cubierto de gloria hoy el Rey de
Israel, descubriéndose hoy ante las criadas de sus servidores como se
descubriría un cualquiera´!" (v.20)
Mikal, ciega para el sentido religioso y gozoso de la acción de David, percibía
la danza con una mirada profana y exterior, despreciando lo que hubiera debido
admirar y compartir. Mikal no estaba de fiesta ni en la fiesta; miraba desde
arriba, por una ventana.
Tanto el hombre de Dios como el pueblo de Dios, cuando celebra públicamente sus
fiestas religiosas, se expone es decir: se muestra y se arriesga al
desprecio de los que miran desde su ventana, desde su óptica exterior al fervor
religioso. A veces, esa burla y ese desprecio consigue acobardar o avergonzar a
algunos fieles.
El Via Crucis y la vuelta ciclista
Pienso en una experiencia recogida en Semana Santa en un pueblo del interior del
Uruguay. Al día siguiente del Via Crucis que habíamos hecho recorriendo las
calles en la noche del Viernes Santo, una mujer me confiaba los sentimientos de
vergüenza que la habían asaltado durante el Via Crucis, debido a la actitud fría
e indiferente de los que nos ignoraban viéndonos pasar. En un pueblo chico,
sentirse ignorado por gente conocida, que muestra avergonzarse de uno, es
doblemente hiriente.
Esta mujer había percibido perfectamente la afectada indiferencia de algunos
frente al paso de los fieles en el Via Crucis. Tanto más chocante, cuanto que en
un pueblo chico, cualquier acontecimiento es motivo para que la gente se
amontone en la vereda a observar con simpatía lo que pasa. Y así, efectivamente,
habíamos visto amontonarse junto al cordón de la vereda de la misma plaza, por
esos mismos días de la Semana Santa, a los espectadores de la Vuelta Ciclista.
¿Cómo no iba a sentir esta sensible mujer de pueblo, la diferencia de
temperatura, viendo a los que se metían en el bar, en el club, en la heladería,
como si no estuvieran pasando tres cuadras tupidas de fieles por la calle
principal? Frente a nosotros eran incapaces de la simple simpatía humana que
saben brindar como puebleros a todo lo humano. En pueblo chico, donde no estar
enterado queda mal, no darse por enterado es ofensivo o descalificador.
Ante esta actitud de acedia, la tentación del creyente, como en este caso, es la
vergüenza. Pero David, hombre de Dios, nos enseña con su ejemplo, la actitud de
firmeza que ha de tener el creyente, ignorando a los que lo ignoran.
La respuesta de David a Mikal
Respondió David a Mikal: "Yo danzo en presencia del Señor [y no, como tú dices,
delante de las mujeres de mis servidores], y danzo ante El porque El es el que
me ha preferido a tu padre y a toda tu casa para constituirme caudillo de
Israel, el pueblo del Señor. Vive el Señor, que yo danzaré ante El y me haré más
despreciable todavía; seré despreciable y vil a tus ojos, pero seré honrado ante
las criadas de que hablas". Y Mikal, hija de Saúl, no tuvo ya hijos hasta el día
de su muerte (vv. 21 23). David la repudió.
2.3.) La acedia de los hijos de Jeconías
Narra el Primer Libro de Samuel (6,13 21) cómo el Arca fue devuelta por los
filisteos a los israelitas, para librarse del azote de la peste. Se alegraron
con el retorno del Arca los habitantes de Bet Shémesh. Excepto una familia, que
fue por eso duramente castigada.
He aquí otro ejemplo de lo que es acedia: ausencia de la debida alegría a causa
de la presencia de Dios; indiferencia.
Estaban los de Bet Shémesh segando el trigo en el valle, y alzando la vista
vieron el Arca. El momento era inoportuno, pues la siega era la ocupación más
importante del año, e interrumpirla para una fiesta era un gravísimo trastorno.
Sin embargo, los piadosos labriegos, al ver venir el Arca se llenaron de
alegría: "y fueron gozosos a su encuentro. Al llegar la carreta al campo de
Josué de Bet Shémesh, se detuvo. Había allí una gran piedra. Astillaron la
madera de la carreta y ofrecieron las vacas que venían tirando de ellas en
holocausto al Señor. Los levitas bajaron el Arca del Señor y el cofre que estaba
a su lado y que contenía los exvotos de oro ofrecidos en desagravio por los
filisteos y lo depositaron todo sobre la gran piedra. Los de Bet Shémes
ofrecieron aquél día holocaustos e hicieron sacrificios al Señor."
"Pero de entre los habitantes de Bet Shémesh,los hijos de Jeconías no se
alegraron cuando vieron el Arca del Señor."
Es de presumir que los hijos de Jeconías lamentaron esa llegada porque
interrumpía la siega. La siega era en sí misma una ocasión festiva. El fastidio
por la aparición del Arca, sugiere que la raíz de la acedia, suele estar, como
en este caso, en el conflicto de los intereses materiales con los religiosos.
A causa de la mezquindad del corazón de los hijos de Jeconías castigó el Señor a
setenta de sus hombres y el pueblo hizo duelo porque el Señor los había
castigado duramente.
2.4.) El Menosprecio de un Profeta
Relacionado con el desprecio hacia el fervor de David, y por lo tanto apropiado
para ejemplificar la acedia en forma de burla o menosprecio, es el episodio que
narra el Segundo Libro de los Reyes. Cuenta que el profeta Eliseo iba subiendo
por el camino hacia Betel cuando unos niños pequeños salieron de la ciudad y se
burlaban de él, diciendo: "¡Sube, calvo! ¡Sube, calvo!"
Él se volvió, los vio y los maldijo en nombre del Señor. Salieron entonces dos
osos del bosque y destrozaron a cuarenta y dos de ellos (2 Reyes 2,23 24)
El relato tiene, al parecer, una intención didáctica, admonitoria, destinada a
inculcar el respeto hacia los hombres de Dios entre la gente menuda, la cual
puede inclinarse, por ligereza infantil, a quedarse festivamente en las posibles
extravagancias exteriores de los hombres de Dios y a incurrir en la burla
irrespetuosa. Como veremos, el menosprecio de los profetas que no siempre se
queda en burlas es algo que Dios reprocha con frecuencia a su pueblo, y uno de
los temas de la diatriba de los profetas y de Jesús.
La acedia tiene sus raíces infantiles, puesto que también desde niños hay piedad
e impiedad, religión e irreligión, gozo de la caridad o envidia. Hay por eso
necesidad de educar, cultivar y corregir el corazón de los niños. A ellos y a
nosotros les inculca este episodio que no hay que distraerse con los lunares de
la santidad; que los hombres de Dios, son hombres de Dios, y que no hay que
menospreciarlos ni reírse de ellos, por más cómico o despreciable que nos
resulte su aspecto. Porque reparar en sus lunares y no ver su santidad, es
ceguera y necedad. Y esos dos osos han destrozado cruelmente a muchos
irreverentes.
La burla: hija de la acedia
La Sagrada Escritura conoce esa forma de impiedad militante, que no es sólo cosa
de niños sino también de grandes: la burla.
Los burlones son los que en el salmo primero se llaman, en hebreo, letsím:
"Dichoso el hombre que no camina según el consejo de los impíos, que en la senda
de los pecadores no se detiene, que no se sienta en el corrillo de los
burlones." (Salmo 1,1)
La burla implica desconsideración, ligereza, irreverencia. Es una expresión de
menosprecio. Es injuriosa, sobre todo cuando se la infiere a quien se debería
honrar y respetar.
En el reproche de Judas a María está ya implícita la lógica del menos precio que
se irá manifestando durante la Pasión: en la venta por treinta monedas, en las
burlas de la soldadesca. La burla nace del menosprecio y siembra más
menosprecio.
En el Antiguo Testamento, el Señor amenaza a su pueblo con convertirlo en
irrisión y en espectáculo del mundo: " ...los convertiré en espantajo para todos
los reinos de la tierra: maldición, pasmo, rechifla y oprobio entre todas las
naciones a donde los arroje, porque no oyeron las palabras que les envié por mis
siervos."
El pueblo elegido se lamenta de que a causa de sus pecados, el Señor los ha
entregado a la burla de sus enemigos: "Nos haces el escarnio de nuestros
vecinos, irrisión y burla de los que nos rodean; nos has hecho el refrán de los
gentiles, nos hacen muecas las naciones." Así es, por dar un ejemplo, el caso
del impío Nicanor, quien se burla de los sacerdotes y de los ancianos y escupe
el Templo. (1 Macabeos 7,34)
En el Nuevo Testamento, la burla que padecen los buenos cristianos, ya no es un
castigo. Es participación en la suerte de su Maestro, que fue burlado y
escupido. La Carta a los Hebreos enumera la burla a la par de los azotes entre
los sufrimientos de la persecución: "unos fueron torturados, rehusando la
liberación por conseguir una resurrección mejor; otros soportaron burlas y
azotes, y hasta cadenas y prisiones, apedreados, torturados, aserrados, muertos
a espada..." (Hebreos 11,35 37)
Detrás de las burlas a personas, a sus nombres, a palabras, signos y símbolos
sagrados, hábitos religiosos, objetos de culto, espacios sagrados, está la
acedia: tristeza e irritación por los bienes que se escarnece. Esa burla, hija
de la acedia, sigue acompañando hoy a la Iglesia como forma de persecución, y es
tan habitual que a muchos ya no les causa extrañeza y pasa a menudo inadvertida
hasta de las mismas víctimas.
Esaú menosprecia la primogenitura
Cuenta la Escritura (Génesis 25,29 34) cómo Esaú le vendió a su hermano Jacob la
primogenitura por un plato de guiso.
Es otro ejemplo clásico de acedia como menosprecio y consiguiente postergación
y pérdida de los bienes espirituales, debido a la compulsión y a la urgencia
de un apetito.
Esaú llegó hambriento del campo y Jacob aprovechó la ocasión: "Véndeme ahora
mismo tu primogenitura". Esaú respondió: "¿Qué me importa la primogenitura?"
Jacob lo urgió para que se la vendiera con juramento: "Y él se lo juró,
vendiendo su primogenitura a Jacob. Jacob dio a Esaú pan y el guiso de lentejas,
y este comió y bebió, se levantó y se fue. Así desdeñó Esaú la primogenitura",
concluye melancólicamente el relato.
Y ya que hablamos de acedia en el corazón de los herederos de las Promesas e
hijos de los Patriarcas, también los hermanos de José menosprecian
envidiosamente a su hermano, ignorantes de que sería él quien los salvaría.
(Génesis 37 45)
2.5.) Rehusar el gozo y el llanto
La acedia se opone al gozo de la caridad y por lógica induce a gozarse y a
alegrarse por lo que entristece a la caridad. Los apetitos de la acedia y de la
caridad son contrarios, como los de la carne y el Espíritu.
Puesto que la Caridad es amistad entre la creatura y Dios, el amigo de Dios se
alegra en el Bien que es Dios y quiere que Dios sea reconocido y amado. El amigo
comparte los gozos y tristezas de su amigo.
La acedia impide precisamente esta participación y comunión en los sentimientos
de Dios. El texto que cito a continuación, en el que Jesús les reprocha su
indiferencia a los que se han rehusado a compartir sus sentimientos, ilustra el
rol que juega la acedia en el drama evangélico:
"¿Con quién compararé a los hombres de esta generación? ¿Y a quién se
parecen? Se parecen a los chiquillos que, sentados en la plaza, se gritan unos a
otros diciendo: Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos entonado
endechas, y no habéis llorado. Porque ha venido Juan el Bautista, que no comía
pan ni bebía vino, y decís: Demonio tiene. Ha venido el Hijo del Hombre, que
come y bebe, y decís: Ahí tenéis a un comilón y a un borracho, amigo de
publicanos y pecadores. Pero, la Sabiduría se ha acreditado por todos sus
hijos."(Lucas 7,3l 35)
La actitud de acedia como un "no" a la fiesta, la ilustran las parábolas de los
invitados al Banquete. En estas parábolas queda claro cómo las preocupaciones de
este mundo ocultan el bien verdadero a los que les entregan el corazón. Los
invitados se excusan de la fiesta a causa de sus ocupaciones, como los hijos de
Jeconías en Bet Shémesh. Los hombres que siguen su apetitos carnales y no creen
(= esta generación"), descalifican a los que obran movidos por impulsos y
apetitos espirituales. No puede haber entre ellos comunión de sentimientos: ni
de gozos ni de tristezas. Por eso pueden parecer insensatos los unos a los
otros.
En la enseñanza de Jesús se puede espigar otros ejemplos de esta distonía de
sentimientos entre sus discípulos y los que no lo son: "Un día en que los
discípulos de Juan y los fariseos ayunaban, vienen a decirle: ¿Por qué mientras
los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan, tus discípulos
no ayunan? Jesús les dijo: ¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras
el novio está con ellos? Mientras tengan consigo al novio no pueden ayunar. Días
vendrán en que les será arrebatado el novio, entonces ayunarán en aquél día."
(Marcos 2,18 20)
Las dos parábolas que siguen a este pasaje, la del parche sobre el vestido viejo
y la del vino nuevo en los odres viejos, aluden a la necesidad de convertirse
totalmente, para poder entrar en comunión con los sentimientos de Jesús y sus
discípulos y poder comprender lo que hacen. (Marcos 2,20 22)
Los gozos y los dolores de los discípulos son contrarios e incompatibles con los
del mundo, como los apetitos del espíritu son contrarios a los de la carne.
(Gálatas 5,17) Por eso dice Jesús a sus discípulos: "Yo os aseguro que lloraréis
y os lamentaréis y el mundo se alegrará" (Juan 16,20). En esta oposición tiene
su explicación la acedia. De ahí que Pablo nos invite a tener los mismos
sentimientos que Cristo Jesús. Miro en este instante a mi Jesús y me río del
mundo entero con Él. Déjeme llorar entre sus brazos todo el día, mientras los
demás se ríen y se divierten, que poco me importa a mí llorar mirando a la
Alegría infinita, gustar la amargura junto a la dulzura divina de Jesús.
(p.160). Citas tomadas de: PURROY Marino, Teresa de los Andes cuenta su vida,
Ed. Carmelo Teresiano, PP. Carmelitas, Santiago, Chile l992,l92 pags.
2.6.) El clamor de las piedras
Los que al tiempo de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén se escandalizaban
por el fervor popular que deberían haber compartido en vez de reprobar, padecían
de esta insensibilidad característica de la acedia:
"Al acercarse a la bajada del monte de los Olivos, la multitud de sus
discípulos, llenos de alegría, se pusieron a alabar a Dios a voz en cuello, por
todos los milagros que habían visto. Decían: Bendito el Rey que viene en nombre
del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas. Algunos fariseos que se
encontraban entre la gente dijeron a Jesús: Maestro, reprende a tus discípulos.
Pero Jesús les contestó: Yo les aseguro que si éstos callasen, las piedras
gritarían." (Lucas l9,37 40)
San Lucas oye en la boca de la multitud de discípulos que aclama a Jesús en su
entrada triunfal a Jerusalén, palabras que recuerdan a las que cantan los
ángeles anunciando el nacimiento a los pastores: "Paz en el cielo y gloria en
las alturas" (Lucas 19,38, ver 2,14). Los ángeles y los humildes hablan, en un
mismo idioma celestial, de los bienes que sólo ellos pueden ver. Al niño lo
anunciaron los ángeles, ahora al Rey lo anuncian los pequeños. Allá los pastores
creyeron, aquí los doctores se indignan.
San Lucas notémoslo aquí de paso es celebrado justamente como el evangelista
de los pobres y sencillos, así como del gozo y de la alegría del Espíritu Santo.
Pero es menos reconocido como el evangelista más sensible para la acedia y que
muestra una mayor aversión a este pecado. Es, por ejemplo, el evangelista de los
Ayes sobre los acediosos (Lucas 6,24 26; 11,39 44). Y en el pasaje que hemos
trascrito antes, contrapone a la fe y al gozo de los discípulos, la protesta
indignada, malhumorada y sombría, característica de la acedia y de la
incredulidad militantes. El hijo mayor, en la parábola del Hijo Pródigo, es otro
ejemplo típico de la misma actitud atrabiliaria (Lucas 15,25 32).
Como se ve, a los acediosos, el júbilo de los buenos les parece reprensible. El
motivo de esta distonía emocional es que no comparten su fe. Verdaderamente son
opuestos el gozo de los discípulos y la tristeza de los que no lo son, aunque le
digan Maestro. Este mismo esquema de comportamiento volveremos a encontrarlo en
la civilización de la acedia de la que trataremos en el capítulo cuarto.
2.7.) El pecado de Caín
Habitualmente se considera el pecado de Caín como un pecado de envidia hacia su
hermano Abel. Y lo es. Pero no de envidia simplemente. Sino de aquella especie
de envidia que llamamos acedia.
Hay acedia en el Pecado de Caín (Génesis 4, 3 8). Acedia respecto del bien de su
hermano, cuya ofrenda fue acepta a Dios. Pero también acedia, respecto de la
complacencia de Dios sobre la ofrenda de Abel. Si Caín hubiese estado en actitud
de amistad con Dios, se habría alegrado por el beneplácito de su Amigo divino,
porque el verdadero amigo se alegra por las alegrías de su amigo.
Es verosímilmente por esa falta de amistad cordial, por lo que dice el texto
que: "el Señor no miró propicio a Caín y su oblación." Si Caín hubiera buscado
con su ofrenda exclusivamente agradar a Dios, se habría alegrado con el gozo
divino, fuera por el motivo que fuese; y en el caso concreto, con motivo de la
ofrenda de su hermano. Caín no envidiaba en Abel ningún bien profano, sino
precisamente su condición de amigo de Dios, de elegido y grato a Dios.
Lo que generalmente se llama envidia de Caín a su hermano es, por lo tanto,
propiamente acedia. Y esta precisión hay que hacerla cada vez que encontramos
envidia hacia un hombre de Dios: profeta, justo o elegido, ya sea en las
Escrituras, ya sea en la historia o en la vida de la Iglesia.
Acedia en la historia de Salvación
San Clemente romano en su Carta a los Corintios, para explicar el mal que está
aquejando a dicha comunidad eclesial, se remonta a trazar un panorama de la
acedia en la historia de la salvación, comenzando justamente por el pecado de
Caín. Parece oportuno y provechoso insertar aquí ese recuento:
"Ya véis, hermanos, cómo los celos y la acedia produjeron un fratricidio. A
causa de la acedia, nuestro padre Jacob tuvo que huir de la presencia de su
hermano Esaú. La acedia hizo que José fuera perseguido hasta punto de muerte y
llegara hasta la esclavitud. La acedia obligó a Moisés a huir de la presencia de
Faraón, rey de Egipto, al oír a uno de su misma tribu: ´¿Quién te ha constituído
árbitro y juez entre nosotros? ¿Acaso quieres tú matarme a mí, como mataste ayer
al egipcio?´ Por la acedia, Aarón y María hubieron de acampar fuera del
campamento. La acedia hizo bajar vivos al Hades a Datán y Abirón, por haberse
rebelado contra el siervo de Dios, Moisés. Por acedia no sólo tuvo David que
sufrir envidia de parte de los extranjeros, sino que fue perseguido por Saúl,
rey de Israel."
2.8.) El Pecado Original
Después de haber dado ejemplos de la acedia como distonía con el sentir y el
beneplácito divino, después de un análisis más afinado del mal de Caín, y
después de los ejemplos bíblicos de desafecto a los elegidos de Dios que
compendia Clemente romano, el lector podrá ahora advertir más fácilmente cuánto
de acedia tuvo el Pecado Original.
Acedia tanto en el Tentador, como en Adán y Eva: "Por acedia del Diablo entró la
muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen" (Sabiduría 2,24)
La Serpiente es la primera que "tiende lazos a los justos que la fastidian"
(Sabiduría 2,12). Lo hace con Adán y Eva y lo hará con Job. (Job 1,1 22) Después
de ella, la raza de sus descendientes se airará de igual modo contra el justo y
querrá también ponerlo a prueba: "Es un reproche de nuestros criterios, su sola
presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas y sigue caminos
extraños... sometámosle al ultraje y al tormento para conocer su temple y probar
su entereza." (Sabiduría 2,14 15.19)
El Tentador los indujo a acedia. Tristeza de no ser como Dios, tristeza a causa
del mandamiento, y de allí se siguió la desobediencia. Así comenzaron:
·
·
Apetito y visión
En el relato bíblico de la caída se nos enseña, en primer lugar, que el apetito
gobierna la visión: "el día en que comiereis, se os abrirán los ojos." Y en
segundo lugar, que la visión, a su vez, excita el apetito: "como viese la mujer
que era bueno para comer y apetecible a la vista."
El pecado ha modificado la manera de percibir. Ha trastornado precisamente la
capacidad de conocer el bien y el mal: "entonces se les abrieron a entrambos los
ojos y conocieron que estaban desnudos." (Génesis 3,5 7)
Esta relación entre apetito y visión es fundamental para comprender la
naturaleza de la acedia. Ella nos orientará a la hora de ocuparnos de la
pneumodinámica de la acedia. (Ver 7.) La acedia, como tristeza por el bien,
supone una ceguera para percibirlo. Sólo la insensibilidad para el bien puede
explicar la aversión hacia él. Este mal implica pues, un trastorno de las
facultades.
2.9.) Dos ayes proféticos sobre la acedia
Nos ayudará a avanzar en la comprensión de la naturaleza de la acedia, recordar
dos ayes proféticos referentes a ella.
El primer Ay que deseamos recordar es el de Jeremías:
"¡Maldito el hombre que confía en el hombre, y hace de la carne su apoyo
apartando del Señor su corazón! Es como el tamarisco en el desierto de Arabá y
no verá el bien cuando venga." (Jeremías l7,5 6)
No ver el bien: acedia como apercepción
"No verá el bien cuando venga". He ahí la a percepción del bien que caracteriza
la acedia. La tristeza por el bien del que se goza la caridad, sólo es posible
cuando no se ve ese bien o se lo ve como un mal. El texto de Jeremías instruye
sobre las causas de esa ceguera.
Si el impío no ve el bien: "los rectos por el contrario lo ven y se alegran,
a la maldad se le tapa la boca." (Salmo 106,42)
Es propio de Dios el mostrar o hacer ver los bienes salvíficos: "En tu luz vemos
la luz" (Salmo 35,10); "Ábreme Señor los ojos y contemplaré las maravillas de tu
voluntad" (Salmo 118, 18); "Al que sigue el buen camino le haré ver la salvación
de Dios." (Salmo 49,23)
Sin la ayuda de la gracia de Dios, ni los mismos miembros del pueblo de Dios
serían capaces de ver y reconocer las grandes gestas de la salvación: "Habéis
visto todo lo que hizo el Señor a vuestros propios ojos en Egipto con Faraón,
sus siervos y todo su país: las grandes pruebas que tus mismos ojos vieron,
aquellas señales, aquellos grandes prodigios. Pero hasta el día de hoy no os
había dado el Señor corazón para entender, ojos para ver, ni oídos para oír."
(Deuteronomio 29,1 3)
En cuanto a los bienes del Nuevo Testamento, Jesús afirma que es necesario nacer
de nuevo y de lo alto para "ver el Reino." (Juan 3,3.5)
Llamar "mal" al "bien": acedia como dispercepción
El otro Ay profético contra la acedia, se encuentra en el libro de Isaías:
"¡Ay, los que llaman al mal bien y al bien mal; los que dan la oscuridad por
luz, y la luz por oscuridad; que dan lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!
¡Ay, los sabios a sus propios ojos, y para sí mismos discretos!" (Isaías
5,20 21)
Entristecerse por el bien del que goza la caridad, como hace la acedia, es dar
por mal ese bien; es dar lo dulce por agrio o por amargo, dar la luz por
tinieblas. El texto de Isaías describe el mecanismo perverso de la acedia y lo
explica por la soberbia que se guía por el propio juicio, sometido y esclavizado
por la pasión caída. Son los que, como dirá San Pablo, aprisionan la verdad con
la injusticia. (Rom 1,18)
Esta confusión de bien por mal, este trastorno de la percepción, puede llamarse
dispercepción y es característica de la acedia. Podría hablarse, en otras
palabras, de falta de discernimiento: "Vosotros que odiáis el bien y amáis el
mal." (Miqueas 3,2) "Justificar al malo y condenar al justo, ambas cosas abomina
el Señor." (Proverbios 17,15)
El alimento del niño mesiánico, y el del pueblo de los tiempos mesiánicos será
"cuajada y miel para que aprenda a rehusar lo malo y elegir lo bueno." (Isaías
7,15 16; 22) La cuajada agria y la miel dulce enseñan a distinguir los sabores
del bien y del mal: de la dulzura y el gozo de la caridad, y del agriamiento de
la acedia. Aquí también, los sabores adiestran la visión.
La divina presencia que tiene lugar con la llegada del Emmanuel, enseña al
pueblo a discernir el bien y el mal.
2.10.) La Acedia como ceguera
La relación entre apetito y visión, que establece la Sagrada Escritura, es
fundamental para comprender la naturaleza de la acedia. Los dos ayes proféticos
sobre la acedia que acabamos de recordar, el de Jeremías y el de Isaías, se
complementan para enseñarnos cuál es la naturaleza de este mal. Primero como
apercepción del bien: "no verá el bien cuando venga." Y luego como
dispercepción: "dar el bien por mal y el mal por bien."
Trataremos a continuación de una serie de episodios y temas bíblicos que
ilustran la apercepción dispercepción características de la acedia: la
idolatría de las naciones y del pueblo elegido; la ceguera de los discípulos de
Jesús; la ceguera de los guías espirituales de Israel; el menosprecio y rechazo
de los profetas; el desprecio de la Tierra prometida, el menosprecio del
testimonio de Jesús, la acedia de Pedro frente a la Cruz.
La idolatría como ceguera
La ceguera para el bien, mal común de la humanidad, como que es consecuencia del
pecado original, es la causa del pecado de idolatría, común a todas las culturas
vecinas del pueblo de Dios. En ocasiones también incurre en idolatría el pueblo
de Dios, para cuyos miembros es una tentación perenne, como lamentan Moisés y
los Profetas.
La polémica contra la idolatría, los idólatras, los ídolos y los fabricantes de
ídolos, es un tema recurrente en la Sagrada Escritura, desde el Pentateuco hasta
los Sapienciales. Y continúa en el Nuevo Testamento, en la predicación de Jesús
y de los Apóstoles.
La idolatría aparece tipificada, en una serie de textos bíblicos, como
apercepción: ceguera, insensibilidad, embotamiento de los sentidos. Y también
como dispercepción: dureza del corazón, al cual, como órgano del discernimiento,
le corresponde distinguir el bien y el mal.
Los idólatras son tan insensibles o casi para percibir el bien y el mal, o
para discernir el uno del otro, como los ídolos que se fabrican.
Isaías dice: "¡Escultores de ídolos! Todos ellos son vacuidad; de nada sirven
sus obras más estimadas; sus servidores nada ven y nada saben, y por eso
quedarán abochornados... no saben ni entienden, sus ojos están pegados y no ven;
su corazón no comprende. No reflexionan, no tienen ciencia ni entendimiento... A
quien se apega a la ceniza, su corazón engañoso lo extravía. No salvará su vida.
Nunca dirá: ´¿Acaso lo que tengo en la mano es engañoso?´" (Isaías
44,9.l8 l9a.20)
En esto, los sabios coinciden con los profetas. El autor del libro de la
Sabiduría pondera el enceguecimiento de los egipcios idólatras y por eso mismo,
enemigos del pueblo de Dios: "¡Insensatos todos en sumo grado y más infelices
que el alma de un niño (que no discierne el bien del mal), los enemigos de tu
pueblo que un día lo oprimieron! Como que tuvieron por dioses a todos los ídolos
de los gentiles que no pueden valerse de sus ojos para ver, ni de su nariz para
respirar, ni de sus oídos para oír, ni de los dedos de sus manos para tocar, y
sus pies son torpes para andar." (Sabiduría 15,14 15)
También el Salmista considera que los idólatras son tan ciegos e insensibles
como la obra de sus manos: "Los ídolos de ellos son plata y oro, obra de mano de
hombre. Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen,
nariz y no huelen. Tienen manos y no palpan, tienen pies y no caminan, ni un
solo susurro en su garganta. Como ellos serán los que los hacen, cuantos en
ellos ponen su confianza." (Salmo 113b(115),4 8) Esta ceguera les impide ver la
Gloria de Dios y por eso preguntan: "¿Dónde está su Dios?" (v.2) Son ciegos para
la Omnipresencia, que es, en cambio, evidente para los fieles: "nuestro Dios
está en los cielos y en la tierra y hace todo lo que El quiere." (v.3)
Algo más matizada y benévolamente juzga a los idólatras el Sabio. El idólatra
dice "vale ciertamente más que los ídolos que adora: él, por un tiempo al
menos, goza de vida, ellos jamás." (Sabiduría 15,17b)
Lo cual no impide que el sabio considere que es una misma clase de ceguera la
que llevaba a los impíos:
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Ceguera del pueblo elegido
Desgraciadamente, Israel no les va en zaga a las naciones cuando se enceguece
detrás de los ídolos. En la Escritura se habla en los mismos términos de la
idolatría de los gentiles que de la del pueblo elegido: ceguera, insensibilidad
del corazón.
Aún previendo el endurecimiento del corazón y la incredulidad de su pueblo, y
sólo por fidelidad consigo, el Señor les envía, a pesar de todo, a Isaías: "Ve y
di a ese puebo; ´Escuchad bien, pero no entendáis; ved bien pero no comprendáis.
Haz torpe el corazón de ese pueblo y duros sus oídos, y pégale los ojos, no sea
que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se
convierta y se le cure´" (Isaías 6,9 10)
Como se ve, el tema bíblico del corazón endurecido y el corazón de piedra que
Dios quiere transformar y cambiar en un corazón nuevo, de carne, corre paralelo
con el de la ceguera y la insensiblidad de los sentidos y tiene que ver con la
salvación del mal de acedia. Es el mal del corazón insensible para el bien
verdadero e incapaz de conocer a Dios. Jeremías no exceptúa al pueblo elegido de
esa ceguera, semejante a la idolatría de los paganos: "Pueblo necio y sin seso,
tienen ojos y no ven, oídos y no oyen." (Jeremías 5,21) Y a Ezequiel lo
compadece el Señor en estos términos: "Tú vives en medio de una casa de
rebeldía: tienen ojos para ver y no ven, oídos para oír y no oyen." (Ezequiel
12,2)
El pueblo de la Alianza se había precipitado en la idolatría desde sus más
tempranos comienzos, apenas Moisés tardó un poco en bajar del monte Sinaí con
las tablas de la alianza:
"Anda le dijeron a Aarón haznos un dios que vaya delante de nosotros, ya que
no sabemos qué ha sido de Moisés, el hombre que nos sacó de Egipto." (Exodo
32,1) Terrible ceguera y blasfemia, no ver en la salida de Egipto la obra de
Dios, sino la de "el hombre" Moisés. Y mayor atrocidad aún atribuir al ídolo la
salvación obrada por Dios: "Se han hecho un becerro fundido y se han postrado
ante él; le han ofrecido sacrificios y han dicho: ´Este es tu dios, Israel, el
que te ha sacado de Egipto´"(Exodo 32,8)
Por lo tanto, hasta el pueblo elegido puede enceguecerse para el bien y
entristecerse por lo que debería ser su alegría en la Alianza. Puede comportarse
como un pueblo de dura cerviz, que provoca la ira de Dios. (Éxodo 32,9)
No está libre de tentación de acedia ni siquiera el buen Josué, cuando cela a
Eldad y Medad porque profetizan, en vez de alegrarse como Moisés. (Números
11,26 29)
Aún en los casos en que el pueblo elegido ve mejor y más que los paganos, la
Escritura enseña que eso no se debe a méritos o capacidades propias, sino porque
el Señor le hace capaz de ver: "Habéis visto todo lo que hizo el Señor a
vuestros propios ojos en Egipto con Faraón, sus siervos y todo su país: las
grandes pruebas que tus mismos ojos vieron, aquellas señales, aquellos grandes
prodigios. Pero hasta el día de hoy no os había dado el Señor corazón para
entender, ojos para ver, ni oídos para oír." (Deuteronomio 29,1 3)
Conviene notar por último, antes de abandonar este recorrido por los textos, y
en vistas a los análisis sobre las causas de la acedia que haremos más adelante,
que lo que precipita al pueblo elegido en la acedia suele ser o la impaciencia o
el miedo. Impaciencia en los sufrimientos de la travesía por el desierto o miedo
a sus enemigos. Las privaciones borran la memoria de las gestas divinas de
liberación, debilitan su esperanza en las promesas de Dios, le impiden ver las
obras del Señor que lo acompañan, y esperar que lo auxiliará contra sus
enemigos, como le asegura.
Ceguera en el Nuevo Testamento
Jesús entiende la situación espiritual de sus discípulos como prolongación de la
incredulidad de Israel. Los sabe sometidos a las mismas tentaciones y
debilidades. Por eso los amonesta en el mismo estilo y parecidos términos.
Veamos un ejemplo.
En un momento en que se preocupan más de su pan que del Reino, Jesús los ve en
peligro de contagiarse de la "levadura de los fariseos y de la levadura de
Herodes", y los reprende así: "¿Por qué estáis hablando de que no tenéis panes?
¿Aún no comprendéis ni entendéis? ¿Es que tenéis la mente embotada? ¿Teniendo
ojos no veis y teniendo oídos no oís? ¿No os acordáis de cuando partí cinco
panes para cinco mil?"
El hambre, que fue una celada fatal para Esaú y para la generación del desierto,
amenaza ahora con hacer caer a los discípulos en su lazo.
Es que como enseñaba Jesús las preocupaciones de esta vida ahogan la semilla
de la Palabra sembrada en los corazones (Marcos 4,19). Y, como explica
ulteriormente San Pablo: la avaricia, la codicia, el afán de los bienes de este
mundo, son como un pecado de idolatría (Colosenses 3,5): a fuerza de perseguir
los bienes materiales con afán desmedido, hacen insensibles y ciegos para los
bienes espirituales.
El Apóstol se hace eco de la diatriba bíblica contra los idólatras, cuando les
reprocha a los gentiles su ceguera e insensibilidad para percibir al Creador a
través del espectáculo de las creaturas:
"En efecto, la cólera de Dios se revela desde el cielo contra la impiedad e
injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia; pues lo que
de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque
lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia
a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son
inexcusables; porque, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios,
ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en vanos razonamientos y su
insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron estúpidos,
y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de
hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles."
Aquí también, la perversión de la visión está vinculada con la perversión de los
apetitos: "Aprisionar la verdad con la injusticia", como dice el Apóstol, es
distorsionar la percepción del bien por la pasión y el apetito desordenados. Y
una vez aprisionada la verdad, ya no es posible liberarse y se queda esclavizado
y a merced de los apetitos.
He aquí la misma doctrina, a la que aludimos antes, acerca de la circularidad
entre gusto y visión, entre conocimiento y pasión, entre percepción y apetito,
inteligencia y voluntad. La ceguera de los ojos tiene que ver con las pasiones
del corazón.
Por no haber reconocido a Dios a través de las creaturas, se desviaron sus
apetitos y se pervirtieron: "Por eso Dios los entregó a las apetencias de su
corazón, hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos
que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a las
creaturas en vez del Creador... Por eso los entregó Dios a pasiones infames...
entrególos a su mente réproba." (Romanos 1,24 28)
Hemos citado largamente estos textos de Pablo, porque ellos ofrecen una
descripción del fenómeno de la acedia como apercepción y dispercepción, así como
de los pasos de su proceso.
"Ciegos guías de ciegos"
No solamente los gentiles idólatras reciben el epíteto de ciegos, también a los
guías espirituales del pueblo elegido les reprocha Jesús su ceguera: "Son ciegos
que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo"
(Mateo 15,14). Los discípulos como hemos dicho no están exentos de incurrir
en la misma insensibilidad y hacerse merecedores del mismo juicio. A
continuación del reproche a los escribas Jesús, vuelto hacia Pedro lo amonesta:
"¿También vosotros estáis todavía sin inteligencia?" (15,16) Los discípulos
tienen que guardarse de la levadura de los escribas y fariseos, que es la
incredulidad y la hipocresía, porque les es igualmente fácil incurrir en ellas.
Por eso los ayes de Jesús, pueden tener también algo de advertencia disuasoria
para sus propios discípulos:
"¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas!... ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué
es más importante, el oro o el Santuario que hace sagrado el oro?... ¡Ciegos!
¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda?...
¡Guías ciegos que coláis el mosquito y os tragáis el camello!" (Mateo 23,13 32;
citamos los vv. 13.17.19.24)
"Esta generación pide una señal"
La ceguera de escribas y fariseos se pone singularmente de manifiesto ante los
signos y milagros que hace Jesús.
Dándolos por inexistentes, le piden alguna señal. Jesús se niega a darles
ninguna, excepto la que es El mismo: "Se presentaron los fariseos y comenzaron a
discutir con él, pidiéndole una señal del cielo, con el fin de ponerle a prueba.
Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice: ´¿Por qué esta
generación pide una señal? Yo os aseguro: No se le dará a esta generación
ninguna señal´... Abrid los ojos y guardaos de la levadura de los fariseos y de
la levadura de Herodes." (Marcos 8,11 12.15)
A esta altura del relato evangélico de Marcos, Jesús ha hecho innumerables
curaciones y milagros. Acaba de dar el signo de la segunda multiplicación de los
panes ante una multitud, como va a recordárselo a sus discípulos un poco más
adelante (8,19 20). Esa capacidad del pueblo elegido para tentar a Dios, se
mezcla, como una levadura agria, con los prodigios del maná.
El salmista refiere las quejas y gemidos de Dios por esta dureza de corazón de
sus elegidos: "Volvían una y otra vez a tentar a Dios, a exasperar al Santo de
Israel." (Salmo 77(78),41)
¿Cuál es pues la levadura de la que los discípulos deben guardarse?: es la
actitud de los que piden signos en el cielo, como resultado de su apercepción y
ceguera para ver los signos de Dios.
Los discípulos deben guardarse de esa misma actitud agria.
No hay que pedirle a Dios que haga signos "en el cielo", es decir visibles para
nosotros y que podamos ver desde donde nosotros estamos, sin movernos ni cambiar
de posición ni de lugar, o sea sin convertirnos. Somos nosotros, quienes
siguiendo a Jesús, tenemos que estar allí donde El hace sus signos; como estaba
la multitud que lo seguía en descampado y asistió a la multiplicación de los
panes. Ese es el gran signo que han olvidado los discípulos hambrientos.
Tenemos que ser capaces de ver los signos que Dios dio, sin que se los
pidiéramos. Los que El soberanamente quiere dar y allí donde a su divino
arbitrio quiera darlos. Pero pedírselos, es tentarlo y menospreciar los que ha
dado.
Mataron a los profetas
Los ayes sobre escribas y fariseos concluyen con unas palabras de Jesús que
ponen en relación su incredulidad con la de sus antepasados: "Sois hijos de los
que mataron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros
padres!" (Mateo 23,31 32)
Es éste un tema de la predicación de Jesús que pone de manifiesto otra faceta
del pecado de acedia: la ceguera hereditaria para reconocer a los mensajeros de
Dios.
"Edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los
justos, y decís: ´Si nosotros hubiéramos vivido en el tiempo de nuestros padres,
no habríamos tenido parte con ellos en la sangre de los profetas´ con lo cual
atestiguáis que sois hijos de los que mataron a los profetas! ¡Colmad también
vosotros la medida de vuestros padres!
¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo vais a escapar a la condenación de la
Gehenna? Por eso, mirad: os voy a enviar a vosotros profetas, sabios y escribas:
a unos los mataréis y los crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras
sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad, para que recaiga sobre
vosotros toda la sangre de los justos derramada sobre la tierra desde la sangre
del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis
entre el Santuario y el altar. Yo os aseguro que todo esto recaerá sobre esta
generación." (Mateo 23,30 36)
El mártir Esteban se hace eco de esta diatriba de Jesús. Ella proviene del mismo
celo caritativo por la corrección del pueblo amado, de la misma fortaleza ante
el martirio y de la misma capacidad de perdonar que tuvo Jesús:
"¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre
resistís al Espíritu Santo! ¡Como fueron vuestros padres así sois vosotros! ¿A
qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban
de antemano la venida del Justo, de aquél a quien vosotros ahora habéis
traicionado y asesinado, vosotros que recibisteis la Ley por mediación de
ángeles y no la habéis guardado" (Hechos 7,51 53).
"Despreciaron una Tierra envidiable"(Salmo 105(106),24)
El Salmo se refiere, con esta frase, al episodio narrado en Números caps. 13 14
y en Deuteronomio 1,19 46. Lo comenta, y da en una pincelada su significación
espiritual, que es una acusación de acedia: despreciar el bien. Recordemos el
episodio.
El pueblo no se alegró con el bien de la Tierra Prometida, que le pintaban Caleb
y Josué, los buenos exploradores, testigos fidedignos de la bondad de la tierra,
fieles a la verdad. El pueblo, en cambio, prefirió creer al testimonio de los
malos exploradores, testigos falsos porque estaban enceguecidos por el miedo a
los habitantes de la Tierra. El miedo les hacía olvidar las promesas del Señor,
desconfiar de su asistencia, dudar de su amor y en consecuencia calumniar
acrimoniosamente la tierra.
Pero menospreciar la tierra de la Promesa, equivalía a menospreciar al Señor que
había prometido introducirlos en ella para dársela en propiedad: "¿hasta cuándo
me va a despreciar este pueblo? ¿hasta cuándo van a desconfiar de mí, con todas
las señales que he hecho entre ellos?" (Números 13,11). "... Ninguno de los que
han visto mi gloria y las señales que he realizado en Egipto y en el desierto,
que me han puesto a prueba ya diez veces y no han escuchado mi voz, verá la
tierra que prometí con juramento a sus padres. No la verá ninguno de los que me
ha despreciado." (Números 14,22 23)
Los exploradores habían subido a explorar la tierra en "el tiempo de las
primeras uvas." (Num 13,20) Es decir el tiempo más hermoso y en el que la
fertilidad de la tierra que mana leche y miel lucía en el esplendor de sus
frutos: "una espléndida tierra, tierra de torrentes y de fuentes, de aguas que
brotan del abismo en los valles y en las montañas, tierra de trigo y de cebada,
de viñas, higueras y granados, tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra
donde el pan que comas no te será racionado y donde no carecerás de nada; tierra
donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerás el bronce. Comerás
hasta hartarte y bendecirás al Señor tu Dios en esta espléndida tierra que te ha
dado" (Deuteronomio 8,7 10)
"Subieron pues, y exploraron el país, desde el desierto de Sin hasta Rejob, a la
entrada de Jamat. Subieron por el Négueb y llegaron hasta Hebrón donde residían
los descendientes de Anaq. Llegaron al valle de Eshkol (que significa racimo) y
cortaron allí un sarmiento con un racimo de uva que trasportaron con una pértiga
entre dos, y también granadas e higos" (Números 13,20 23). Los exploradores
llevaban consigo la evidencia del Bien de la Promesa, capaz de regocijar con su
vista. Pero ellos no los vieron.
"Tomaron en su mano los frutos del país, nos los trajeron y nos comunicaron:
´Buena tierra es la que el Señor nuestro Dios nos da´. Pero vosotros les
reprocha Moisés os negasteis a subir y os rebelasteis contra la orden del
Señor vuestro Dios. Y os pusisteis a murmurar en vuestras tiendas: ´Por el odio
que nos tiene nos ha sacado el Señor de Egipto, para entregarnos en manos de los
amorreos y destruirnos. ¿A dónde vamos a subir? Nuestros hermanos nos han
descorazonado al decir: ´es un pueblo más numeroso y más alto que nosotros, las
ciudades son grandes y sus murallas llegan hasta el cielo. Y hasta gigantes
hemos visto allí." (Deut. 1,25 28)
El pueblo estaba ciego no sólo para las obras de Dios, sino para sus motivos:
atribuía a odio las obras de amor; confundía el plan de salvación con un plan de
destrucción. Por eso, debido a su incredulidad, raíz de acedia, se entristecía
por lo que debería alegrarse.
Moisés trató de alentarlos moviéndolos a creer en el amor y en la asistencia de
Dios: "Yo os dije: `No os asustéis, no tengáis miedo de ellos. El Señor vuestro
Dios, que marcha delante de vosotros, combatirá por vosotros, como visteis que
lo hizo en Egipto, y en el desierto donde has visto que el Señor tu Dios te
llevaba como un hombre lleva a su hijo, a todo lo largo de este camino que
habéis recorrido hasta llegar a este lugar. Pero ni aún así confiasteis en el
Señor vuestro Dios que era el que os precedía en el camino y os buscaba lugar
donde acampar, con el fuego durante la noche para alumbrar el camino, y con la
nube durante el día." (Deut. 1,29 33)
A pesar de las muestras de amor y de asistencia divina que el pueblo había visto
como le recordaba Moisés se mantenía ciego. ¿Cuál iba a ser el castigo?:
"esta generación incrédula, no verá la tierra prometida ni entrará en ella".
Su ceguera, su increduliad, su acedia, se harán proverbiales. Los rabinos
hablarán de ella como "la generación del desierto" y la enumerarán en una misma
lista con otras generaciones impías: la generación del Diluvio y la generación
de Sodoma. Ninguna de esas generaciones, piensan los maestros de Israel,
heredarán la tierra, ni entrarán en el siglo futuro: "El Señor oyó el rumor de
vuestras palabras y en su cólera juró así: ´Ni un solo hombre de esta generación
perversa verá la espléndida tierra que yo juré dar a vuestros padres, excepto
Caleb hijo de Yefunné´" (Deut. 1,34 36)
Jesús: Explorador y Testigo
El diálogo de Jesús con Nicodemo (Juan 3,1 21) presenta a Jesús como Explorador,
que viene a dar testimonio de la verdadera Tierra Prometida: el Reino de Dios,
que viene. El pasaje del evangelio según San Juan está lleno de alusiones al
episodio que tratan Números 13 14 y Deuteronomio 1,19 46.
Jesús se presenta como testigo de lo invisible, sabiendo de antemano que lo hace
ante un pueblo rebelde que no ha creído en otros testimonios acerca de lo
visible: "En verdad, en verdad te digo, nosotros hablamos de lo que sabemos y
damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro
testimonio. Si al deciros cosas de la Tierra no creéis ¿cómo vais a creer si os
digo cosas del Cielo? Nadie ha subido al Cielo, sino el que bajó del Cielo, el
Hijo del Hombre que está en el Cielo." (Juan 3,11 13; ver Num 14,7 9)
En aquel entonces la generación incrédula no pudo ver ni entrar en la Tierra
Prometida y tuvo que venir una nueva generación para verla y entrar en ella.
Ahora, para ver el Reino y entrar en él, es necesario nacer de nuevo, pertenecer
a la nueva generación bautismal, nacida del agua y del Espíritu. (Juan 3,3.5)
Jesús ve en la incredulidad contra la que él choca, la prolongación de un mismo
misterio. Jesús hablará de "esta generación", no en sentido temporal
cronológico, sino con el mismo sentido acuñado por la escolástica rabínica:
"Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser dice: ¿Por qué esta
generación pide una señal? Yo os aseguro: no se dará a esta generación ninguna
señal" (Marcos 8,12)
"Quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y
pecadora, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él cuando venga en la
gloria de su Padre con los santos ángeles" (Marcos 8,38)
"¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo
tendré que soportaros?" (Marcos 9,19)
"¿Con quién compararé a esta generación? Se parece a los niños sentados en las
plazas..." (Mateo 11,16).
"Esta generación", en boca de Jesús, se dice en el sentido de raza; de
descendencia rebelde de la serpiente rebelde. Es la acedia hereditaria que hemos
señalado antes. Son los descendientes de los que quisieron apedrear a Moisés y a
los exploradores (Números 14,10; Exodo 17,4), de los que se burlaban de Eliseo y
de los que no recibieron a los enviados de Dios. A ellos refiere Jesús la
parábola de los viñadores homicidas (Marcos 12,1 12).
La acedia de Pedro ante la Cruz
Por eso, cuando Pedro se niega a recibir el testimonio de Jesús acerca del
misterio de la Cruz, se hace acreedor del nombre de Satanás, y en vez de piedra
fundamental se convierte en piedra de escándalo (Mateo 16,18), no sólo para los
más pequeños (Marcos 9,42), sino para Jesús mismo. (Mateo 16,23)
También Pedro estaba ciego. Una vez curado de su mal de acedia, el mismo
apóstol, "confirmará a sus hermanos" (Lucas 22,31 32) y enseñará la
bienaventuranza de la Cruz: "Si sufrierais a causa de la justicia, dichosos
vosotros... Ya que Cristo padeció en la carne, armaos también vosotros de este
mismo pensamiento: quien padece en la carne, ha roto con el pecado... No os
extrañéis del fuego que ha prendido en medio de vosotros para probaros, como si
os sucediera algo extraño, sino alegraos en la medida en que participáis en los
sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la
revelación de su gloria. Dichosos vosotros si sois injuriados por el nombre de
Cristo... Si alguno tiene que sufrir por ser cristiano, que no se avergüence,
que glorifique a Dios por llevar este nombre."
Esta es la fe de Pedro, la "piedra" fundamental de la doctrina y de la parenesis
martirial sobre el bautismo.
Pablo hablará, llorando, de los enemigos de la Cruz de Cristo (Filipenses
3,17 19). La suya es una tristeza cristiana a causa de la tristeza carnal. Para
Pablo la gloria estará en la Cruz de Cristo. En su perspectiva, cristiana, el
horror a la Cruz, el horror al martirio, el horror al sufrimiento por ser
cristiano, el horror a la bienaventuranza, es acedia.
Esta recorrida algo prolija por episodios y textos bíblicos relativos a la
acedia, pero muchos de ellos no referidos por lo común explícitamente a ella,
habrá servido esperamos para familiarizar al lector con el ámbito de
actitudes de espíritu ejemplares y arquetípicas de la acedia. Servirá de
orientación y fundamento de lo que sigue.
En la obra anterior traté de la acedia de los perseguidores, de los perseguidos
y de Satanás como instigador de la persecución. Allí queda dicho que el Príncipe
de este mundo es el tercer personaje que interviene en el martirio. En realidad
es él el principal antagonista de los mártires. Es él el que inspira y azuza a
los perseguidores. Él, el que pretende ‘corromper el pensamiento y el sentir’
del cristiano; y el que, cuando no ha logrado hacer apostatar al cristiano,
previendo el triunfo del mártir, trata de impedir o de postergar la hora del
martirio. Deseo completar la presentación de ese aspecto martirial con la
doctrina de los Santos Padres acerca de la acedia demoníaca y en particular en
la obra poético teológica de Aurelio Prudencio. Quiero también agregar un par de
pinceladas a los otros dos temas: acedia de los perseguidores y de los
perseguidos, que completan el cuadro de la obra anterior.
1. El pecado demoníaco
Dijimos que los Santos Padres al referirse al archipecado del Ángel malo, se
dividen al explicarlo, los unos como soberbia y los otros como envidia o acedia.
La acedia que es envidia o sea tristeza por el Bien que es Dios, y que implica
la soberbia de afirmar el querer propio contra la Voluntad divina es el mejor
de los nombres para el pecado del Ángel malo, del cual deriva luego el de
nuestros protoparientes. Así lo define el libro de la Sabiduría: "Por acedia del
diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan (tanto la acedia como la
muerte) los que le pertenecen." (Sabiduría 2,24; ver también 6,23 y 7,13)
Así lo afirma también muy tempranamente Clemente Papa y tras él Justino y
Teófilo de Antioquía. San Ireneo ha sido llamado ‘el arquitecto de la doctrina
sobre la envidia primigenia del diablo.’ A partir del siglo III la patrística se
bifurca. Los Padres occidentales, Tertuliano y Cipriano mantienen
fundamentalmente la doctrina plasmada en Ireneo. La escuela de Alejandría se
aparte de la doctrina ireneana. A partir de entonces la teoría de la envidia
primigenia del diablo pierde terreno progresivamente hasta desaparecer. La
inflexión comienza en Orígenes y prosigue con Clemente Alejandrino. Según
Orígenes, el pecado del diablo fue la soberbia. Basilio, Gregorio Nazianceno,
Jerónimo, Agustín, harán triunfar definitivamente la teoría origenista del
pecado diabólico como soberbia y sepultarán la doctrina tradicional culminada en
Ireneo.
Conviene señalar que, con este cambio de interpretación, la acedia dejaba de
verse en primer lugar como un misterio del espíritu, una ceguera del alma, una
tristeza, y tendía a moralizarse: una desobediencia soberbia, una pereza
culpable. Se introducía un deslizamiento desde el misterio de la fe a la esfera
moral. Comenzaba así un corrimiento en la noción de acedia que aún hoy nos
afecta.
San Juan Crisóstomo decía: “Como se pasa del amor al odio, así puede pasarse del
odio al amor.” Eso sucede cuando se experimenta la voluntad divina como opuesta
y dañosa para la propia. Por diversos caminos se vuelve siempre a la lucha entre
los apetitos de la carne y los del espíritu, de que nos ocupamos en el libro
anterior. Pero el misterio de la acedia no puede explicarse en términos
puramente morales. Es un misterio de orden espiritual.
2. La acedia del Demonio, según Aurelio Prudencio
El poeta cristiano Aurelio Prudencio se hace eco en sus obras de la doctrina
común en la Iglesia de los primeros siglos acerca de la envidia del demonio y de
su rol en las persecuciones. Para Prudencio, la historia de la salvación, no
sólo en las situaciones de martirio sino también en las luchas de la vida
ordinaria del cristiano, es una serie de confrontaciones entre la envidia
destructiva del demonio y la gracia salvadora de Dios.
En su obra Peristéfanon el combate de los mártires reactualiza la victoria que
alcanzó Cristo, mediante su pasión y resurrección, sobre la envidia del demonio.
Los diversos martirios que Prudencio celebra en los himnos del Peristéfanon, son
modelos que el poeta destaca para inspirar y animar a los cristianos del común,
que están empeñados en el combate de la vida cristiana: modelos que han de
inspirarlos para vivir una vida virtuosa, ennoblecida, digna de redimidos que
rechazan las tentaciones.
En Peristéfanon 13, Cipriano aparece deseando el martirio, que le abriría las
puertas del Paraíso, y manifiesta su temor de que la envidia de Satanás disuada
al juez y le arrebate la gloria. Prudencio usa una expresión tradicional en la
Iglesia de su época, para referirse a la envidia de Satanás: la envidia del
tirano, o la envidia tiránica. Para Prudencio y para la Iglesia de su época, el
demonio era el más cruel y osado de los tiranos. En su obra Hamartigenia, en la
que trata del origen del pecado, Prudencio presenta la caída original como una
revolución de Satanás contra la legítima autoridad divina. Induciendo a Adán a
pecar, el Enemigo usurpó el poder de Dios sobre el hombre y el poder del hombre
sobre la creación, e instaló su tiranía. En cuanto las autoridades romanas
oprimían y perseguían injustamente al pueblo de Dios, actuaban como tiranos,
inspirados por la envidia del Tirano.
Comentando el martirio de San Cipriano, San Agustín afirma que el demonio
hablaba por la boca del juez sin que éste comprendiera lo que estaba diciendo.
En efecto, el juez trataba de impedir la muerte de Cipriano, con lo que impedía
su coronación.
En atención a los fieles a los que quiere confortar y edificar, Prudencio
presenta a Cipriano como ejemplo de fidelidad a las promesas del bautismo y de
firmeza en no volverse atrás hacia la vida supersticiosa y pecadora de su pasado
pagano. La envidia tiránica, cobrando forma de clemencia acediosa, pretende
precisamente eso, hacerlo volver atrás. Pero Cipriano quiere dar ejemplo de
fortaleza a toda su grey y Jesús le concede la gracia de convertirse en un
conductor de mártires (dux cruoris); en un maestro de la espiritualidad
martirial, creíble y autorizado porque practicó lo que predicaba.
Era ésta una segunda motivación que tenía la envidia de Satanás para postergar y
eludir su martirio. El martirio de Cipriano no sólo le abría al mismo obispo las
puertas del cielo, sino que dejaba un ejemplo influyente y un modelo de conducta
virtuosa para las generaciones venideras de creyentes. Siguiendo el ejemplo de
Cipriano, muchos cristianos comunes vencerían las tentaciones de la carne con
las que el tirano envidioso trata de encadenarlos a este mundo efímero.
En Peristéfanon 7, Prudencio, a raíz del martirio del obispo Quirinio, subraya
que el martirio es una gracia que hay que implorar a Dios, pues el demonio trata
de impedirla cuando ve al mártir decidido a morir.
Prudencio expone esta doctrina no sólo en atención a las situaciones de
martirio, sino en atención a la lucha de los fieles en su vida ordinaria,
mostrándoles que tanto el martirio como los heroísmos que exige la vida
cristiana, han de comprenderse enmarcándolos en el vasto contexto de la historia
bíblica de la salvación, en cuyo origen está la envidia satánica, la cual sigue
operando en sus tentaciones.
3. Aborrecido aroma de Dios
Otro autor en el que encontrábamos testimoniada la acedia del demonio como
protagonista de la persecución y el martirio era San Justino. Este como vimos
les reprochaba a los paganos el injusto trato que inferían a los cristianos y
lo atribuía a instigación de los demonios.
Es común en los Apologistas cristianos la observación de que la persecución es
algo tan irracional que no tiene explicación humana: “La carne aborrece y
combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, sólo porque le
impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos,
sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres [...] los
judíos los combaten como a extranjeros y los gentiles los persiguen y, sin
embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su
enemistad.”
En numerosos Padres y Apologistas se expresa este pensamiento acerca de la
acedia del demonio y de los perseguidores con la imagen del perfume aborrecido.
Justino, como vimos, argumentaba afirmando que los cristianos, como lo dice su
nombre, son ungidos y por eso perfumados con un perfume divino. Por esta unción
con el óleo de Cristo, San Pablo les llama a los cristianos "buen olor de
Cristo."
San Agustín alega esta expresión paulina cuando comenta el combate de los
mártires. Pero nos interesa destacar aquí en qué sentido lo hace: mostrando cómo
ese aroma de la virtud cristiana pone en evidencia la acedia de los
perseguidores: "Somos buen olor de Cristo en todo lugar... siempre somos buen
aroma; para unos olor de vida para la vida, y para otros, olor de muerte para la
muerte. Este perfume da vigor a los que aman y mata a los que no ven. En efecto,
si los santos no resplandeciesen, no aparecería la envidia de los impíos. El
olor de los santos comenzó a sufrir persecución; pero, al igual que los frascos
de perfume, cuanto más los rompían, tanto más se difundía su aroma." Y en otro
lugar exhorta: “no seas acedioso y el buen olor no te causará la muerte.”
4. Burla y persecución
He aquí un testimonio que complementa lo dicho en En mi sed me dieron vinagre,
acerca de la burla como forma de persecución, de martirio y de apostasía.
En otros tiempos "cuando se atacaba la religión se la atacaba como una cosa
seria. Pero el siglo XVIII la atacó con la risa. La risa pasó de los filósofos a
los cortesanos; de las academias a los salones; subió las gradas del trono; y se
la vio en los labios del sacerdote; tomó asiento en el santuario del hogar
doméstico, entre la madre y los hijos. ¡Y de qué, pues, gran Dios! ¿de qué se
reían todos? ¡Se reían de Jesucristo y del Evangelio! ¡Y era la Francia!"
exclama el P. Lacordaire, O.P. en su Sermón del 14 02 1841 en la Catedral de
Nôtre Dame de Paris, con motivo de la restauración de la Orden de Predicadores
en Francia. Y el predicador continúa: "¿Qué hará Dios? [...] Dios podía dejarla
perecer, como dejó perecer tantos otros pueblos por las faltas que habían
cometido. No quiso hacerlo; y resolvió salvarla por una expiación tan magnífica
como grande había sido su crimen. La dignidad real estaba envilecida: Dios le
devolvió su majestad llevándola al cadalso. La nobleza estaba envilecida: Dios
le devolvió su dignidad llevándola al destierro. El clero estaba envilecido:
Dios le devolvió el respeto y la admiración de los pueblos, permitiendo que
fuese despojado y muriese en la miseria..."
5. Del diario de Perpetua: La lucha de los amores.
Quiero reparar aquí lo que considero una omisión en el libro anterior,
reproduciendo un fragmento del diarioo memorias de la prisión de la mártir
Perpetua. Se trata de una página única en la historia de la literatura
cristiana. En nuestra obra anterior la glosábamos. Y concluíamos así: “La muerte
por la espada le llegó a Perpetua cuando ya había mortificado y ofrecido a
Cristo el sacrificio de sus mayores afectos, a Quien, puesta a prueba por el
Demonio, había demostrado amar más que a los suyos; más que a su esposo, que a
su padre y a su hijo”. He aquí fragmentos del propio relato de Perpetua:
"Mi padre, consumido de pena, se cercó a mí con la intención de derribarme, y me
dijo: Compadécete, hija mía, de mis canas; compadécete de tu padre, si es que
merezco ser llamado por ti con el nombre de padre. Si con estas manos te he
llevado hasta esa flor de tu edad, si te he preferido a todos tus hermanos, no
me entregues al oprobio de los hombres. Mira a tus hermanos, mira a tu madre y a
tu tía materna; mira a tu hijito, que no ha de poder sobrevivirte. Depón tus
ánimos, no nos aniquiles a todos, pues ninguno de nosotros podrá hablar
libremente si a ti te pasa algo. Así hablaba como padre, llevado de su piedad,
mientras me besaba las manos y se arrojaba a mis pies y me llamaba, entre
lágrimas, no ya su hija, sino su señora. Y yo estaba transida de dolor por él,
pues era el único de toda mi familia que no había de alegrarse de mi martirio...
Otro día... apareció mi padre con mi hijito en brazos, y me arrrancó del estrado
suplicándome: Compadécete del niño chiquito. Y el procurador Hilariano... dijo:
Ten compasión de las canas de tu padre, ten consideración de la tierna edad del
niño. Sacrifica por la salud de los emperadores. Y yo respondí: No sacrifico...
Y como mi padre se mantenía firme en su intento de derribarme, Hilariano dio
orden de que se le echara de allí, y aún le dieron de palos. Yo sentí los golpes
a mi padre como si a mí misma me hubieran apaleado. Así me dolí también por su
infortunada vejez... Como el niño estaba acostumbrado a tomarme el pecho y estar
conmmigo en la cárcel, envié al diácono Pomponio a reclamárselo a mi padre. Pero
mi padre no lo quiso entregar, y por quererlo así Dios, ni el niño echó ya de
menos los pechos ni yo sentí más hervor en ellos."
Después de habernos referido a las enseñanzas sobre la acedia que se desprenden
de la Sagrada Escritura y de la experiencia del martirio, corresponde ahora
describir diversas formas de este mal espiritual, tal como se ha dado y se da en
nuestro tiempo y entre nosotros. Ya tuvimos ocasión antes, a propósito de
algunos pasajes bíblicos como por ejemplo el de Mikal en la traslación del
Arca de referirnos, por adelantado, a fenómenos de acedia tomados de nuestra
actual experiencia.
4.1.) El abandono del fervor religioso
Dijimos cómo la dulzura del amor a Dios puede agriarse y el fervor enfriarse.
Esto es algo que sabemos, tanto en teoría como por experiencia, sobre todo los
religiosos. Y digo sobre todo nosotros, porque es sobre todo a nosotros que se
nos ha advertido de ese peligro ya desde el noviciado, cuando por lo común nos
parecía una posibilidad más bien teórica; pero también, porque es sobre todo a
nosotros que nos pasa el enfriarnos, y agriársenos el vino de la caridad, a
pesar de todas las advertencias. A Santa Teresa le pasó; y en sus escritos se
puede ir a ver la descripción de su crisis espiritual, que fue una crisis de
acedia.
Sin saber cómo ni por qué esto es cosa que vamos a tratar de comprender y
explicar en el capítulo séptimo por una lenta e insensible transformación
espiritual, lo que un día resultaba dulce y fuente de dulzura, lo que encendía
en calor de devoción, lo que hacía fácil pagar los costos de vivir según Dios,
termina haciéndose tedioso, insoportable. Entonces, si no se supera la prueba,
perseverando en la noche, se puede involucionar y regresar del espíritu a la
carne.
Entonces se descalifica lo vivido para justificar lo que se vive. Se justifica
racionalizándola la ruptura de la conciencia con su historia anterior.
Junto con lo vivido se descalifica a los autores, libros y maestros
espirituales, que iluminaron y nutrieron un día el fuego de los entusiasmos y
los fervores de la conversión. Se queman, real o figuradamente, libros, notas y
diarios espirituales; algunas veces con asco, y en ocasiones hasta con saña;
otras veces con vergüenza por aquel tiempo en que sinceramente se buscaba a
Dios; a menudo por simple pérdida del interés y deslizamiento en la
indiferencia.
La vida sacramental, que fue fuerza y alimento para andar alegres por el camino
de Dios y los rumbos de sus promesas, se convierte en una obligación y una
carga. Cuando se puede, como es el caso de los laicos, se la abandona. Cuando no
se puede, como suele ser el caso de los religiosos, por lo general más atados
por compromisos institucionales, se la mantiene formalmente: "este pueblo me
honra con los labios pero su corazón está lejos de mí." (Isaías 29,13) O
refunfuñando, como murmuraban los israelitas en el desierto: "estamos hartos de
este manjar miserable." (Números 21,5)
A semejanza del pueblo de Israel que "se impacientó por el camino" (Números
21,4), se abandona el de las virtudes teologales y se rumbea por otros, de
vuelta a Egipto y a los consuelos que dan las creaturas.
Este fenómeno no es exclusivo de la vida religiosa. Se da en todos los ámbitos
de la vida eclesial, en todos los cuales, sin excepción, es dable observar
procesos de regresión espiritual, en sentido contrario al de la conversión.
Después de haberse convertido de la embriaguez de las creaturas y del mundo y
haberse vuelto hacia Dios, se retorna de Dios hacia la mundanidad. Como lo
lamentaba ya el apóstol en la comunidad primitiva:
"Más les valiera no haber conocido el camino de la justicia que, una vez
conocido,volverse atrás del santo precepto que les fue trasmitido. Les ha
sucedido lo de aquel Proverbio (26,11) tan cierto: `el perro vuelve a su vómito´
y `la puerca lavada, a revolcarse en el barro´" (2°Pedro 2,22)
El retorno al mundo y la apostasía son a veces claros y ruidosos. Otras veces,
en cambio, lo mundano se reencuentra y se instala dentro del ámbito eclesial o
congregacional, y es ahora allí donde se busca el vano honor, el poder y hasta
el lucro. En estos casos, la apostasía puede seguir recubriéndose con las formas
de la religiosidad.
En ese mundo de apariencia intraeclesiástica, donde las etiquetas de la piedad
siguen usándose para encubrir la búsqueda de sí mismos y los negociados de los
propios intereses en vez de los de Cristo, se ha perdido el gozo de la gracia.
Por eso prospera allí la acedia de quienes se ensombrecen ante los gozos
auténticos de la caridad, como ante un reproche a su falsía. En lugar del gozo
de la gracia puede encontrarse entonces, como sucedáneos, unos fervores y unos
entusiasmos pelagianos, en la realización de los propios planes y propósitos.
Y cuando se extinguen hasta estos fuegos fatuos de fervores humanos
entre las últimas cenizas del amor divino que ya no quema el corazón, y dado que
éste necesita algún calor, se le proporciona el de las emociones que ojalá
sean siempre inocentes de la industria del entretenimiento. Da pena ver a
religiosos y porqué no, también a los cristianos, destinados por vocación
bautismal a fermentar el mundo en contemplación ante la televisión como ante
un sagrario.
4.2.) La honorable apostasía
"No se trata de apostasías alocadas" decía Dimas Antuña, describiendo el
abandono o el descuido práctico de las virtudes teologales en la vida de muchos
"buenos cristianos". A veces la acedia es una melancólica renuncia a los gozos
de la caridad, para refugiarse, quizás con desesperanzadas o desesperadas
añoranzas, en la práctica honrada de las virtudes morales y humanas. Para eso
observaba agudamente Antuña no se necesita el Bautismo, y los paganos supieron
escalar dignamente, sin él, altas cumbres morales.
Cuando se ha agriado el mosto de las virtudes teologales, hay una forma de
compensar el desconsuelo y la desesperanza resultantes del alejamiento de lo
divino, que consiste en volcarse a la búsqueda de la grandeza de lo humano.
La acedia es tristeza opuesta al gozo de la caridad, pero no se opone a otros
gozos. Antes al contrario, impulsa a volverse, por compensación, hacia otros;
como son la afabilidad, la elevación y la nobleza del trato, la generosidad, el
culto de las amistades, de los vínculos familiares o sociales, la beneficencia,
las actividades generosas y altruistas, la cultura literaria y artística, el
culto del trabajo o de la profesión.
Cuando se cultiva las virtudes humanas en lugar de las teologales, volcando en
ellas todas las energías del alma, hasta parece que se las hace florecer más que
entre los creyentes. Y, si se hace de ellas motivo de gloria, se las cultiva con
fervor religioso.
Pero no hay que dejarse deslumbrar incautamente por el brillo de las virtudes
humanas cuando éstas se nutren de la savia restada a las teologales.
Cuando el hombre ha perdido de vista la bondad de Dios y busca consuelo en la
contemplación de su propia bondad, logrará quizás extremarse en el cultivo y el
logro de metas morales, aventajando en apariencia en eso incluso a muchos
creyentes, pero su esfuerzo moral está secretamente viciado en su raíz por la
autocomplacencia y, no raras veces, por el menosprecio hacia la fe de los
creyentes. No estamos lejos de la autojustificación por las obras de la ley,
contra la que Pablo luchó siempre tan ardientemente y que vuelve a introducirse
por la puerta de atrás.
4.3.) De la tristeza a la aversión
La acedia va animada por la doble dinámica que define al pecado: Aversio a
Deo et conversio ad creaturas (apartarse de Dios y volverse a las cosas.)
Fuerza teófuga y cosípeta
Hay que reconocer, con todo, que ir a refugiarse en el consuelo de las virtudes
morales y humanas cuando se han abandonado las teologales, no es la peor forma
de fuga hacia las cosas. Dice Santo Tomás, citando a Aristóteles: "nadie puede
permanecer largo tiempo en la tristeza, sin delectación". Y comentando estas
palabras del Filósofo, continúa: "es necesario que de la tristeza se origine
alguna otra cosa. Y esto puede suceder de dos maneras: la primera, alejándose el
hombre de las cosas que lo contristan [llamémosle la fuerza teófuga de la
acedia], y la otra, pasando a otras cosas en las que se deleita [llamémosle la
fuerza cosípeta de la acedia]. Como es el caso de aquellos que no pueden gozarse
en las delectaciones espirituales y por eso se entregan a las corporales."
Por una lógica interna, la pérdida del gozo de Dios, que tiene su fuente en la
fe, tiende a dejar al hombre a merced de los apetitos y placeres naturales. En
la "rodada cuesta abajo" que origina la fuerza cosípeta de la acedia, hay muchos
niveles y escalones. Y el que nos ha ocupado no es el más bajo.
En cuanto a la fuerza teófuga, tiende, como vimos, a convertirse en teófoba. Es
decir, a convertirse de tristeza en odio a Dios. Santo Tomás, sobre las huellas
de Aristóteles, explica convincentemente la mecánica de dichas pasiones en estos
términos: "así como de la delectación se origina el amor, así de la tristeza el
odio. Porque así como somos movidos a amar lo que nos deleita, en cuanto que por
eso mismo lo consideramos bajo la razón de bien, igualmente nos inclinamos a
odiar las cosas que nos contristan, en cuanto por este concepto las consideramos
malas."
Siendo la acedia tristeza por el bien de Dios, y por todos los bienes
espirituales derivados y conexos con dicho bien, esos bienes, en cuanto que
entristecen, terminan por hacerse odiosos como veremos comprobado por múltiples
hechos de experiencia.
4.4.) El combate de la filantropía contra la caridad
Del odio contra Dios y contra el nombre católico nació la impugnación de la
caridad en nombre de la filantropía.
La reducción de las Virtudes Teologales a su versión secularizada, operada por
la Ilustración racionalista, apuntaba a "aplastar a la infame", o sea a la
Iglesia Católica. La acedia alcanzaba así en ese movimiento histórico, primero
religioso (la Reforma), luego cultural (la Ilustración racionalista) y por fin
político (la Revolución Francesa y el Terror) su culminación lógica en el
odio. Por odio se pretendió la sustitución de todo lo católico, la ruptura con
el pasado y la Tradición, la aniquilación de la Iglesia, sin retroceder ante la
eliminación selectiva de cabezas o el etnocidio. Se sustituyó el almanaque y el
culto; la fe por la razón, la caridad por la fraternidad, la esperanza por las
utopías sociales y se intentó terminar con la era cristiana.
Los mitos dieciochescos reaparecieron en el siglo diecinueve con ligeras
variantes. A la fraternidad como sucedáneo de la caridad vino a sustituirse la
filantropía.
La fuga desde Dios hacia la humano se convirtió en dogma y en sistema de
racionalistas y librepensadores, herederos de la saña anticatólica de raíz
protestante y tronco jansenista.
El mito del progreso legitimó el etnocidio de las poblaciones católicas,
consideradas bárbaras y atrasadas.
El catolicismo y el clero fueron considerados como causas del retraso y la
barbarie de esos pueblos. Con estos esquemas dogmáticos pensaron en el Río de la
Plata un Domingo Sarmiento y un José Pedro Varela, voceros de una clase de
doctores, sacerdotes y levitas de la nueva religión del Progreso. Fue razón
contra fe, filantropía contra caridad, progreso contra esperanza.
La sustitución de la trilogía de las virtudes teologales por una trilogía de
virtudes humanas, cambió al Dios Trino y Uno de la Revelación, primero por el
Dios de la Razón deísta y luego, desembozadamente, por los naturalismos crasos,
los panteísmos, los materialismos. Era a la cultura entera, a la civilización de
Occidente, a la que se pretendía y se logró en gran medida apartar de Dios y
reconducir a las cosas. Siglo tras siglo, desde el XVIII hasta el nuestro, la
acedia no cejó de corroer los bienes de que se goza la caridad, con una
constancia sobrehumana y por lo tanto no fácilmente explicable por factores
puramente intrahistóricos.
Se ha de ponderar que cuando decimos: "bienes de los que goza la caridad" no se
trata de abstracciones. Esos bienes, no fueron simplemente ideas, ni siquiera
instituciones eclesiásticas. Fueron personas: hombres, familias, pueblos
católicos, naciones católicas, portadoras de un modo de ver la vida, de una
cultura, de una fe, de convicciones propias, y de un modo propio de concebir la
existencia. El martirio alcanzó así, durante esos siglos, dimensiones de
etnocidio.
Los siglos de la acedia. La civilización de la acedia
Serían nombres adecuados para darle a esa época, que habitualmente llamamos Edad
Moderna, en una historia de la Virtudes Teologales que todavía está por hacerse.
No se entenderá cabalmente nuestro presente y las formas anónimas de que se
reviste actualmente la acedia, a menos de examinar lo sucedido realmente en la
historia con las virtudes teologales, y en particular con el gozo católico de la
Caridad.
Romano Guardini ha diagnosticado sagazmente la actitud hipócrita que él llama el
fraude de la Edad Moderna: "aquella doblez, que consistió en negar de una parte
la doctrina y el orden cristiano de la vida, mientras se reivindicaba de la otra
para sí la paternidad de los resultados humano culturales de esa doctrina y de
ese orden. Esto hizo que el cristiano se sintiera inseguro en sus relaciones con
la Edad Moderna: por todas partes encontraba en ellas ideas y valores cuyo
abolengo cristiano era manifiesto, y que, sin embargo, eran presentadas como
pertenecientes al patrimonio común. En todas partes tropezaba con elementos del
patrimonio cristiano, que, sin embargo, eran esgrimidos contra él."
El nombre de la Edad Moderna parece denotar esa condición modal de oponerse al
catolicismo, que la caracteriza. El anticatolicismo moderno imita los modos
cristianos para combatir lo cristiano; desde la Reforma protestante misma,
invocó principios de cuño cristiano e introdujo modalidades cristianas para
oponerse a lo cristiano y abolirlo. Fue, como lo señala Guardini, una época que
se opuso al cristianismo por impostura.
Ante esta hipocresía de la Edad Moderna, Guardini reclama: "Es preciso que el
incrédulo salga de la niebla de la secularización, que renuncie al beneficio
abusivo de negar la Revelación, apropiándose sin embargo de los valores y
energías desarrolladas por ella; es preciso que ponga en práctica seriamente la
existencia sin Cristo y sin el Dios revelado por El, y que tenga la experiencia
de lo que eso significa."
Nosotros agregaríamos que sería conveniente y quizás necesario para que se
pudieran abrir los ojos de algunos, que los gobernantes ateos de pueblos
creyentes hiciesen de una buena vez la experiencia de tener que gobernar masas
totalmente descristianizadas. Pues históricamente les fue fácil imponerse
despóticamente a poblaciones católicas dóciles, acostumbradas a respetar la
autoridad, lo que les permitió aprovecharse de sus reservas morales al mismo
tiempo que hacían todo lo posible para destruir las fuentes y las raíces de esas
reservas. Les fue muy fácil deshumanizar a la vez que se apoyaban en las
reservas de humanidad acumuladas por siglos de fe. Guardini previno que "se va a
desarrollar un nuevo paganismo, pero de naturaleza distinta que el primero... Si
el hombre actual se hace pagano, lo será en un sentido totalmente diferente al
del hombre del tiempo anterior a Cristo." Asistiremos entonces a "una tentativa
no sólo de colocar la existencia en contradicción con la Revelación Cristiana,
sino de basarla en fundamentos independientes de la misma y totalmente
secularizados... La edad futura tomará en serio aquellos aspectos en que se
opone al Cristianismo. Hará ver que los valores cristianos secularizados no son
sino sentimentalismos, y el ambiente será transparente: lleno de hostilidad y
peligro, pero puro y sincero."
Sería necesario como lo ha hecho Guardini con éste advertir y reparar también
en otros hechos históricos silenciados y tenazmente ignorados, a pesar de que
rompen los ojos, para comprender que la acedia, la aversión y finalmente el
odio, fueron el resorte de movimientos religiosos, culturales y políticos, cuyas
consecuencias continúan haciéndose sentir en nuestros días. Debido a la tiranía
del pensamiento que instauró la Civilización de la acedia, hasta la misma
memoria histórica ha quedado distorsionada y cercenada. Hay hechos que no se
considera de buen gusto recordar y que sólo es posible volver a traer a la
memoria a riesgo de ser descalificado. Hay también evaluaciones que están
proscritas. Hay, por fin, una historia oficial contada por la acedia.
De poco ha valido que los grandes mitos modernos del Progreso, de la
Filantropía, del Hombre naturalmente bueno, del Estado bienhechor, de la
Libertad de Pensamiento, Prensa y Comercio, de la Sociedad justa, libre y sin
clases, de las Leyes del Mercado hayan ido siendo desmentidos sarcásticamente
y de manera cruel por las guerras mundiales calientes o frías, la ruina social
de los pueblos colonizados, los totalitarismos de estado más brutales y
embrutecedores de las sojuzgadas naciones, las persecuciones religiosas más
sangrientas o taimadas y tenaces.
De poco ha valido, ante la fragilidad de la memoria de muchos y ante la
penetración de la acedia en las academias históricas, que los horrores vistos en
los últimos siglos, dieran el mentís más formal al optimismo antirreligioso y a
las ideologías del progreso nacidas de la acedia y del odio a Dios. Aún no se
han reconocido las verdaderas raíces del fenómeno que ha sumido a Occidente, y
desde él al mundo, en una lluvia ácida: una lluvia de acedia.
Sería tarea y misión de algún historiador creyente ofrecernos una comprensión
profética del rol que la acedia jugó como motor de la historia en los siglos de
la Modernidad hasta nuestro días. Quedaría en evidencia lo que hemos tratado de
esbozar aquí: que la acedia no es sólo una fuerza negativa en el ámbito
individual, del alma del hombre frente a Dios, sino un espíritu que se ha
mostrado históricamente como generador de filosofías, políticas, legislaciones,
revoluciones, culturas y conductas; y que lamentablemente ha inspirado
persecuciones a las poblaciones católicas, con guerras, deportaciones,
liquidaciones, empobrecimiento y extinción por medios socio económicos, como son
las medidas de política habitacional y demográfica. Un conato de etnocidio
semejante al sufrido en Egipto por Israel, que por lo visto era
prefiguración del que había de padecer la Iglesia.
Acedia y Apostasía
Consecuencia de los factores metahistóricos que han dominado estos últimos
siglos del segundo milenio, ha sido la gran apostasía.
Las persecuciones siempre produjeron apostasías. Y la persecución en gran escala
la produjo en gran escala. Es dentro de esa gran apostasía histórica donde han
de enmarcarse las apostasías individuales para poder comprenderlas en vistas a
encararlas pastoralmente. Y es pienso en ese marco, en que serán sopesadas
por el Señor en el Juicio.
A menos de integrar entre los instrumentos intelectuales de comprensión de la
historia las categorías teológicas acedia, persecución, apostasía las
interpretaciones históricas de los creyentes, y muy particularmente las de los
teólogos, seguirán girando en círculos, o resbalando por la superficie, sin
encontrar rumbo cierto; sin penetrar en la comprensión espiritual de fenómenos
que, sin embargo, rompen los ojos.
Pongamos por ejemplo la tirria inexplicable de estados y gobiernos contra sus
propias naciones católicas; la tristeza, vergüenza o fastidio de los gobernantes
por el catolicismo de sus gobernados; los ingentes esfuerzos por combatir la fe
católica de los pueblos, como si la fe fuera fuente de todos los males y
atrasos; o la indiferencia y la abstención de todo estímulo o protección
jurídica de este bien de la Humanidad.
Esas indiferencias o tristezas por bienes que deberían alegrar, son acedia.
Espontáneamente acude a la memoria el ejemplo de los diarios de viajeros
protestantes a través de países católicos, como España o América española, que
miraron a estos pueblos desde afuera y fustigaron sus costumbres desde sus
prejuicios anticatólicos. Si en ellos esos prejuicios son comprensibles, lo son
menos en gobernantes que mamaron en pechos de piadosas criollas católicas. Sin
el conocimiento de la acedia y de la lluvia ácida, nos hubiera resultado del
todo incomprensible la verdadera entidad espiritual y religiosa de estos hechos.
4.5.) Los "empachados" de Cristo
Como me los definió con frase certera una religiosa,son otro tipo humano que
padece de acedia.
Son con frecuencia exalumnos de colegios católicos. Provienen a menudo de
familias señaladas en la piedad. Suelen excusarse de no practicar ni ir a Misa
los domingos, con el slogan: "ya me obligaron a ir a Misa para el resto de mi
vida".
Puede decirse a veces, en su descargo, que son fruto de una cierta forma de
violencia religiosa, por imposición de las formas exteriores de la piedad,
desentendiéndose de la motivación interior. Pero el fenómeno merece atención y
análisis, para comprender que se trata de acedia.
No pecaron de acedia cuando se los obligaba, pero sí ahora. En efecto, como nota
Santo Tomás: "si uno se entristece de que alguien le obligue a hacer obras de
virtud a las que no está obligado [por ejemplo asistir a la misa diaria del
colegio], no peca de acedia", pero sí "cuando se contrista de las que debe hacer
por Dios", como es ir a alegrarse con los demás cristianos "de la Resurrección
de su Salvador y de los demás bienes de la salvación."
Como incapacidad de alegrarse en, con y por Dios, la acedia es la causa de que
no se le vea sentido a la práctica dominical. Santo Tomás observa que: "La
acedia contraría el precepto de la santificación del Domingo, en el cual, en
cuanto es precepto moral, se manda el descanso de la mente en Dios, y a la cual
santificación del Domingo se opone la tristeza de la mente acerca del bien
divino."
Los católicos que no van a Misa por acedia porque no es la acedia el único
motivo de la inasistencia son creyentes tristes o tristes creyentes, en cuanto
están privados del gozo de la caridad. Lo cual no significa negar que puedan ser
gente muy sana y divertida por otros motivos y en otros sentidos.
La inasistencia dominical de los católicos es un problema pastoral de primera
magnitud, y la acedia que la causa es de larga data. Me ha tocado conocer
catequistas que no iban a Misa los domingos y párrocos que los consideraban
buenos catequistas. Nadie ignora que durante mucho tiempo se les dijo a los
jóvenes que sólo había obligación de ir a Misa "si uno lo sentía". Pero no se
les enseñaba posiblemente por crasa ignorancia o crasa inadvertencia que "no
sentirlo" pudiese ser acedia, una tentación que aparta del amor a Dios. Ni se
les enseñaba tampoco, que consentir la tentación de acedia, pudiese ser un
pecado contra el amor a Dios. No se les enseñaba, en suma, a cumplir el primero
y tercero de los mandamientos. Lo cual no es friolera.
Hay que reconocer es verdad que las Misas dominicales no siempre ni en todas
partes relucen con el brillo festivo del gozo de la Caridad. A veces una
predicación algo o muy jansenista, un moralismo y legalismo que culpabiliza
a los asistentes, descargando sobre ellos el reproche que merecen los ausentes o
los que nunca vienen, ensombrecen "la fiesta de Dios". Otras veces, como si no
le bastara a la fiesta con ser fiesta y manifestar el gozo, se instrumenta la
Eucaristía para otros fines, como buscándole sentido y justificación en alguna
utilidad. Hay que reconocer también, que algunas manifestaciones de gozo
gritonas, estentóreas, grandilocuentes o declamatorias, echando mano a músicas
profanas con letra religiosa, o a instrumentos que hablan más a la sensibilidad
que al espíritu manifiestan un tipo de gozo que no es exactamente aquél que
nace de las virtudes teologales, sino más bien una cierta excitación, entre
extática y orgiástica, parecida a las que provocan las sectas, con sus
manipulaciones y extorsiones deshonestas del sentimiento religioso.
Gozo y consolación
La Liturgia católica enseña a distinguir entre gozo espiritual y consolación
sensible. La consolación sensible brota del gozo, pero no necesariamente. Ni es
misión de la ceremonia litúrgica mover a consolación sensible de los fieles ni
procurarla. En la celebración litúrgica puede y debe poder expresarse la
multitud creyente en la unidad de la fe y la caridad, pero en la multiplicidad
de situaciones existenciales: espirituales, anímicas y emocionales. De ahí
como enseñaba Romano Guardini en su "Espíritu de la Liturgia" la necesidad,
sabiamente reconocida y acatada por el rito romano, de mantener una gran
sobriedad emotiva, y expresar, sin notable conmoción, las verdades capaces de
conmover a quien se abra y las acoja.
En efecto, el conmoverse corre por cuenta del fiel, y de la acción del Espíritu
Santo en cada alma. Sería injusto imponerle a la liturgia ni pre ni
postconciliar la misión, ni cargarla con la responsabilidad o con la culpa,
del entristecimiento o avinagramiento de la Caridad en amplios sectores del
pueblo católico. Pero su inasistencia a Misa arguye de la pujanza del mal de
acedia.
Habrá que reconocer deficiencias en el nivel festivo de las celebraciones
dominicales; habrá que reconocer quizás su mayor o menor extensión y
generalización; se podrá reconocer la parte que en la acedia del pueblo pueda
haber tenido la acedia intracultual, o sea: la de la comunidad cultual y la del
mismo celebrante. Pero lo que nos interesaba aquí, era diagnosticar como mal de
acedia una de las principales causas, ya que no la única, del conocido síndrome
de abstencionismo dominical o "apostasía del domingo".
Hechos los descargos y los descuentos, dadas muchas posibles explicaciones, el
hecho pastoral está ahí. Y sin diagnóstico no hay tratamiento. Reconocerlo como
acedia, permite orientarse en la elección de los remedios.
Algunos apóstatas del domingo, amparándose en una alegada probidad moral, de
cuya carencia acusan a los que van a Misa, no sin cierta autosatisfacción y
autocomplacencia soberbiona, se muestran agriados y desconformes con todo lo que
tiene que ver con la misa dominical: liturgia, cantos, predicación, y con el
mismo pueblo fiel, al que miran con un cierto asco y al que fácilmente
descalifican moralmente, o motejan. Falsas razones, que esconden, o no les
permiten ver incluso a ellos mismos, sus verdaderos motivos. Mejor dicho, los
verdaderos impedimentos, para encontrarse, no con la misa, sino con el gozo del
amor de Dios, que habita, mal que les pese, entre esos fieles a los que no
logran abrazar gozosamente en su corazón con caridad de hermanos. San Pablo era
muy clarividente respecto de las limitaciones de los miembros de la Iglesia,
pero no se entristecía ácidamente, sino que se alegraba de que Dios hubiera
elegido lo que no era nada a los ojos del mundo y de que brillase la gracia de
la divina elección sobre tanta humana fragilidad.
4.6.) Las campanas del Domingo
Las campanas han sido secularmente medio de expresión de los gozos y de los
duelos de la comunidad creyente. Que es tanto como decir los gozos y las
tristezas de la caridad.
No es de asombrarse que al acedioso, que se rehusa precisamente al gozo y al
llanto de la Iglesia, le moleste el toque de las campanas del templo vecino. Lo
que hay detrás de sus reclamos, no es molestia por un ruido, sino por la
manifestación de los sentimientos de la fe. No se molestará ni promoverá quejas
o denuncias, por escapes libres, motos, buses, jets, altoparlantes ni
discotecas.
Lo asombroso es que a algunos les haya bastado el reclamo de esas almas agrias
para que, sin discernir los verdaderos motivos espirituales de la protesta, y
con tanta facilidad que raya en ligereza, hayan reducido a silencio las
campanas.
Han dado satisfacción a la acedia, pensando quizás que era un deber de buena
vecindad o hasta un asunto de derechos humanos. Pero lo han hecho a costa de los
derechos de los fieles, y sin reparar en sus sentimientos. Esta insensibilidad
no sólo no excusa de culpa, la agrava. Porque esa ceguera para el bien de los
fieles ¿no arguye un cierto grado de indiferencia y de complicidad con los
motivos de la acedia? En efecto, los derechos de los fieles que han sido pasados
por alto y postergados, son los de la Iglesia, y en último término los de Dios.
La equidad exigiría dar a cada uno lo suyo con igual sensibilidad para las
razones de la acedia que para las de la caridad. Y no parece que el silencio de
las campanas, donde se ha impuesto, haya resultado de un juicio ecuánime.
Hablando de los malvados, enemigos de los justos, dice el libro de la Sabiduría:
"ellos eran insoportables para sí mismos... todo los aterrorizaba y los helaba
de espanto... hasta el silbido del viento y el canto de los pajaritos en la
enramada." (Sabiduría 17,17 20)
Sería triste que el terror de los malvados impusiera silencio a los pajaritos. Y
más triste que los pajaritos se aviniesen a quedarse callados por ceder al
capricho tiránico de los avinagrados y a sus falsas razones. Como le pasó al
zorzalito de la fábula de Castellani, ante la crítica del gorrión.
4.7.) Alrededor del Corpus y otras procesiones
"Yo me acuerdo y se me derrama el alma por dentro, cómo iba entre los gritos de
júbilo y alabanza de la muchedumbre festiva." (Salmo 42,5)
Me digo lo del salmo, recordando las procesiones del Corpus Christi en mi
juventud, cuando pasábamos alegres por la avenida l8 de Julio, la arteria
principal de Montevideo. Una procesión que en tiempos heroicos había salido a la
calle desafiando los gritos y las pedradas de los enemigos de la fe católica. En
mis años mozos, todavía se dejaban ver algunos signos de aquella violencia.
Al llegar a l8 y Yaguarón, pasábamos cantando ante los postigos cerrados del
diario El Día. Por supuesto, el diario no podía enterarse así de nuestro paso.
Al día siguiente no lo mencionaba en su edición. A pesar de su deber profesional
de informar, sus periodistas ignoraban una muchedumbre de miles de personas,
donde desfilaban con sus estandartes todas las parroquias y organizaciones
parroquiales, sus cofradías, los colegios católicos, algunos de ellos con sus
bandas, la escuela de enfermeras católicas, los scouts, formados detrás del
clero y de los religiosos, encabezados todos por el obispo, revestido de pluvial
y humeral suntuosísimo, bajo el palio que llevaban los venerables prohombres del
catolicismo uruguayo, miembros de la Archicofradía del Santísimo Sacramento,
quienes lo escoltaban como un grupo de apóstoles. Entre una nube de incienso, el
obispo avanzaba, abrazado al Santísimo contra su pecho.
Ese día, cada año, intencionada coincidencia, tenía lugar el clásico de fútbol
en el estadio Centenario. Y naturalmente tanto El Diario de esa tarde, como El
Día, al día siguiente, se ocupaban del estadio e ignoraban la procesión. El
clásico de fútbol servía de coartada para que los diarios pudiesen hablar de
otra cosa. Eramos la mayoría ignorada.
¿No es éste un fenómeno verdaderamente extraño y asombroso? ¿A quién podía
asustar o molestar aquella multitud pacífica y gozosa? ¿Qué oscuras tristezas
o terrores removía su paso en aquellos corazones enfermos que se asustaban de
los himnos cristianos como del canto de los pajaritos en la enramada? ¿Nos
ignoraban o se escondían de nosotros?
Hoy y aquí, en Luján
Nos ignoraban de la misma manera que se quiere ignorar hoy, por citar un ejemplo
actual, al millón de jóvenes que peregrina a pie a Luján. Alguien hay que
organiza, aún hoy, porque eso no se organiza solo ni casualmente, la venida de
Madonna y de Michel Jackson para ese mismo 8 de Octubre, como pude observar,
estando en Argentina, en l993. Alguien dirige aún hoy, el manejo minimizante y
superficial de la cobertura informativa sobre ese acontecimiento, a través de
los medios de comunicación. Un millón de jóvenes a pie, caminando decenas de
kilómetros, no se puede pasar a la página cincuenta y tres del tabloide, como
estilan hacerlo, si no hay algún pretexto; algo con qué ocupar la primera página
y las páginas centrales.
Además de arrumbada en las páginas de trastienda del tabloide, la noticia
resbala por encima del significado, lo trivializa. Ciego para el acontecimiento
espiritual, el periodista parliparla sobre los puestos sanitarios y las ampollas
en los pies de los peregrinos. De modo que aún ocupándose del hecho, lo ignora
con una mirada profana, no quiere verlo y oculta o descuenta su verdadera
entidad. Mira desde afuera y sin ver, sin querer ver, como Mikal desde su
ventana. Y al no contar lo que es, cuenta lo que no es.
Los Exploradores Eucarísticos
Hemos recordado en su lugar lo sucedido en el desierto con la recusación del
testimonio de los exploradores, y lo vimos repetirse en el rechazo del
testimonio de Jesús. Esos episodios son arquetípicos de la acedia de todos los
siglos. Sirven para entender lo que sigue ocurriendo con las obras del
Resucitado en su Iglesia y a través de su Iglesia; en sus fieles y por el
ministerio de sus fieles.
Sin fe es imposible ver las obras del Resucitado y alegrarse de su acción. Peor
aún: sin fe, es posible permanecer insensible o llegar hasta a empeñarse en
combatir, como si fueran males, los bienes de la gracia, los carismas y los
dones del Espíritu; oponerse a las obras de Dios; ponerse a pedir signos sin ver
los que rompen los ojos y decir NO a las fiestas de Dios.
Y quiero dar un ejemplo concreto. Recuerdo el tiempo de mi adolescencia, por
allá por el final de la década de los 40 y comienzos de los 50. En esos años de
mi conversión, los fieles católicos, durante la Misa, y sobre todo después de la
Comunión, se sumían, arrodillados y con el rostro entre las manos, en una
fervorosa y profunda acción de gracias. Todo su porte daba testimonio. Desde que
volvían de la barandilla del comulgatorio, con los brazos cruzados sobre el
pecho y la cabeza baja, o con las manos juntas delante del rostro inclinado;
hasta que se hincaban en el reclinatorio o en el piso, en algún rincón del
templo. Eran testimonios vivientes de un íntimo diálogo de fe y de oración con
el Señor. Era posible "ver" al Señor hablando con ellos. Durante unos minutos se
transfiguraban, convertidos en verdaderos ostensorios vivientes. Templos.
Testigos mudos de su gloria interior. En ellos se hacía visible la comunión del
cielo y de la tierra, del hombre y Dios.
Considero hoy, que aquél era un verdadero y auténtico "pentecostalismo" católico
avant la lettre. En aquellos cenáculos, yo veía arder las llamas del amor
divino, en los rostros iluminados y encendidos por el fervor, sobre las cabezas
inclinadas de la asamblea eucarística, silenciosa y orante, a la vez reverente y
recatada. Pienso que el movimiento pentecostal que vino después, nació de la
nostalgia de aquel perdido camino del fervor. Y aún hoy no comprendo por qué ni
cómo se pudo, y aún se puede, acusar de "sacramentalismo" a ese rico pasado
eucarístico.
En los años durante los cuales se extinguió aquel fenómeno, yo ya no estaba
entre los fieles del templo. Había ingresado en la vida religiosa y mi formación
me llevó de un país a otro. No pude por lo tanto presenciar ni observar
directamente el proceso de cambio. Tampoco comprendía lo que iba sucediendo,
porque yo mismo estaba envuelto en las marejadas y los cambios. Fue sólo años
después de la instalación del frío y de la creciente pérdida de la reverencia,
que por obra de la misericordia, se me abrieron los ojos y comencé a preguntarme
acerca del hecho y de sus causas.
La abolición de los reclinatorios en algunos templos y otros lugares, a veces
contrariando los hábitos de oración que estaban aún extendidos entre muchos
fieles, me han puesto a pensar. He encontrado sacerdotes me viene a la memoria
entre varios un afable párroco holandés de trato amable y hasta exquisito,
humanamente acogedores, cuya única arista dura, y a veces acerada, daba contra
los fervores de los humildes. ¿Acaso el celo por retirar los reclinatorios viene
de un secreto temor de que puedan volver aquellos extinguidos extáticos
eucarísticos?
Considero que aquellos eran, sin embargo, nuestros exploradores eucarísticos.
Exploradores de la gloria de la Presencia oculta bajo las especies.
Con su porte exterior, por más chocante que hoy resulte a los que llevamos el
alma calada hasta los tuétanos por la llovizna cultural de la acedia, mostraban
el Bien de la Tierra Interior, el Bien celestial, en el que entran y pueden
contemplar los nacidos de lo alto. En ellos resonaba la voz del viento del
Espíritu, que es audible, pero no se sabe de dónde viene ni a dónde va.
Me pregunto, no sin cierto temor, si a nuestra "generación", en sentido
histórico y teológico, no se le aplicará también el reproche del Salmo no sólo
por éste, sino por tantos otros pecados de acedia : "Despreciaron una tierra
envidiable" (Salmo 105(106),24). "Vosotros no recibisteis el testimonio acerca
de mí que daban mis exploradores eucarísticos, embriagados con el vino de
Eshkol".
Hoy no sólo se han perdido formas del fervor sino también de la reverencia.
Alguien podría pensar que se trate de una mayor confianza, cercanía y
familiaridad con Dios y por lo tanto de un progreso. Pero la cercanía de Dios no
se experimenta a costa de su distancia y su grandeza. La familiaridad verdadera
tutela el respeto; y la comunión se espanta de la profanación. Es un real
problema pastoral ese deslizamiento insensible que conduce a muchos a tomar en
vano, ya no sólo el Santo Nombre, sino también el Santo Cuerpo y Sangre:
"menospreciaron una tierra envidiable".
Me ha tocado observar recientemente, desde un confesonario, el retorno de los
fieles a sus lugares después de la comunión. Y como no quiero juzgar que se haya
extinguido en tantos el fuego de antaño, pienso que hoy, para adorar, bajan a su
corazón como a una catacumba, mientras su porte exterior da cobertura a la
obligada clandestinidad de Dios en esta cultura de la lluvia ácida, que gotea ya
hasta dentro de nuestros templos.
La aversión hacia las muestras exteriores y sensibles de la devoción, de la
consolación y del fervor, es una de las formas actuales de la acedia
sociocultural, instalada incluso entre muchos dentro de la Iglesia. Se siente
rechazo por las manifestaciones exteriores de la virtud de religión, por las
exteriorizaciones del fervor o la devoción: en el rostro, en la voz, en la
actitud o postura corporal, en el tono del predicador, en el velo de la mujer
suprimido a pesar de la autoridad paulina y dos mil años de uso.
Hay en muchos ambientes católicos un embargo social para las manifestaciones
exteriores, sensibles y emocionales de la fe. Y en cuanto esto significa un
rechazo de la manifestación testimonial de una experiencia no sólo interior,
sino "total" y que quiere expresarse en "todo el hombre", la considero en
estrecho paralelo religioso con el descrédito de los exploradores de la tierra
prometida, y del testimonio de Jesucristo acerca de "las cosas del cielo." (Juan
3,12 13)
Se desestima y descalifica esas manifestaciones de fervor. Sin embargo, ellas
son "signos" de Dios que no se quiere ver, al mismo tiempo que se pide otros
signos, allí donde uno caprichosamente desearía verlos (Marcos 8,11 15). Hoy se
exige de Dios otros signos y de los fieles otros testimonios.
Y en esto, no en otra cosa, radica el fenómeno de la secularización.
4.8.) Acedia y persecución
¿También es acedia esta tristeza o indignación viendo al pueblo de Dios? Claro
que sí. El bien espiritual de que se entristece la acedia, es Dios mismo, pero
también las personas que le están de cualquier manera relacionadas, puesto que
lo visibilizan.
Tales son por ejemplo las personas creyentes, piadosas o religiosas. Tales los
predicadores, que inducen con su predicación o con su ejemplo (como es el caso
precisamente del humilde pueblo fiel), a los bienes espirituales.
El pueblo católico es el portador de las gracias de Dios, de los dones del
Espíritu Santo y de las Virtudes teologales y cristianas. En cuanto obra de
Dios, la Iglesia, pueblo de Dios, es signo al que se contradice. Su imagen
pública muchas veces se presenta enturbiada, intencionalmente deformada.
Acedia e imaginario católico
Existe una correlación muy estrecha entre la secularización y determinada imagen
del mundo (o Weltbild), en oposición a otras imágenes del mundo posibles, entre
ellas la católica, cuyo arte sacro, al igual que todas las demás dimensiones de
su Mundo Imaginario, vienen a quedar expuestas eo ipso al ciclón de la
confrontación cultural.
En el proceso de secularización convergen, en su oposición al imaginario
católico, corrientes aparentemente tan dispares y opuestas como el materialismo
antiteísta y el extremo trascendentalismo espiritual teísta. El proyecto de
desmitologización, tan afín al nuevo Weltbild secularista, es de raíz
protestante. Bultman emprende precisamente su proyecto de desmitologización con
el afán pastoral de compatibilizar el Weltbild creyente con el del Hombre de
Hoy.
Dado que las imágenes sagradas reflejan concretamente el imaginario creyente,
ambos corren pareja suerte. Movidos e inspirados por el Espíritu Santo,
estimulados por el magisterio, confirmados por el amén de los fieles;
incomprendidos por los de afuera, acusados de idolatría, sometidos a detorsiones
que los profanan o ridiculizan; considerados abusivamente como del dominio
público y desprotegidos de los más mínimos amparos legales de que disfruta
cualquier propiedad intelectual, son llevados y traídos por todas las corrientes
e intereses no eclesiales o antieclesiales, con todos los fines, desde los
comerciales a los antirreligiosos; simplemente torpes, o bien malévolos y
hostiles. Agresiones semejantes se contienen en otros films como "El Pájaro
canta hasta morir" que se aplica a demoler la imagen del sacerdote, el obispo y
el cardenal, contaminándola en la imaginación. La ingeniería de la imagen los
une, mediante asociaciones negativas, al terror en los thrillers, o a lo
satánico en algunos conjuntos de rock, o a la perversión sexual y el impudor. La
imagen sagrada y su imaginario quedan así expuestos a quedar apretados en la
pinza de la agresión y el menosprecio por un lado, y la vergüenza y la
autocensura por el otro.
Estos hechos sociales y culturales muestran que las imágenes y el imaginario
creyente son también, como bienes de los que se goza la caridad, objeto de la
acedia y blanco de la persecución proveniente del proyecto secularizador.
Soneira reafirma lo dicho con la siguiente cita: "Los estudios de Martin, Fenn,
mis colegas y yo, claramente demuestran que la laicización no es un proceso
mecánico imputable a fuerzas impersonales y abstractas. Es, por un lado, llevada
a cabo por gente y por grupos que manifiestan que quieren laicizar la sociedad y
sus subestructuras. Pero por otro lado, estudios sobre profesionalización del
bloque católico de la Iglesia en Bélgica y Holanda, dejan en claro que ciertas
categorías (sociales) también, si no de manera explícita, están secularizando
(laicizing) a los bloques católicos y cristianos. Una vez que aceptamos que la
secularización, como un proceso de laicización, es el resultado de grupos
opuestos de intereses, entonces el resultado es claramente un proceso no
lineal." (K. DOBBELAERE "Secularization: A Multi dimensional Concept" en Current
Sociology, 29(l981)2, pp. 68 69). Soneira concluye: "O sea que el proceso de
seuclarización no es un proceso necesario y lineal, sino más bien dialéctico,
producto de actores, personas y grupos, con intereses concretos contradictorios.
Por lo tanto, procesos de desecularización y resecularización son también
concebibles" (L.cit.).
4.9.) Acedia y Mass Media
Los medios de comunicación de masas, que ignoran y menosprecian habitual y
notoriamente al pueblo creyente, portador de la cultura del amor, y destinado a
ser el protagonista en la construcción de la civilización del amor, son a menudo
agentes de una anticultura del amor. Y en la misma medida en que hay en ellos
tristeza por el bien de Dios, o por las obras de Dios, hay en ellos acedia y
obran movidos por ella.
Pero no sólo padecen de acedia sino que además la siembran. ¿Cómo? De muchas
maneras. Ante todo provocando a vergüenza a los "pequeños que creen en mí."
Alejando además, a muchos, de la Iglesia, porque les siembran de prejuicios el
camino hacia ella.
Este es el género de escándalos (piedras de tropiezo) que ponen en el camino del
seguimiento de Jesús, los que, según él mismo declara, merecen, por eso mismo,
ser arrojados al fondo del mar, con una piedra de molino atada al cuello.
Los Mass Media, no sólo ignoran por lo general el bien allí donde está, no sólo
impiden reconocerlo, sino que contribuyen a oscurecer el juicio sobre el bien y
el mal. (Isaías 5,20)
Esto lo producen magnificando el espectáculo del mal en el mundo, abrumando el
corazón de los pequeños y de los débiles y provocando en ellos la tristeza y la
desesperanza.
No sólo no se interesan por la virtud, ni la destacan: a menudo la declaran
positivamente aburrida y no interesante. Con sus sensacionalismos y sus
preferencias, magnifican la calamidad natural, el crimen nefando o macabro.
Silencian el bien y gritan el mal. En las telenovelas, seriales y videos, se
glorifica los siete pecados capitales, haciendo de ellos un espectáculo
deleitable. Pero no se hace lo mismo con la verdadera hermosura moral de las
virtudes. No digamos ya de las virtudes teologales, pero ni de las morales y
humanas, que constituyen la verdadera hermosura y dignidad de la persona, según
la simple y recta norma de una razón natural.
No son fácilmente excusables quienes son profesionales y conocen bien lo que es
la psicopolítica y la psicología social.
Lluvia ácida
El inerme consumidor de los Mass Media, recibe así una visión distorsionada y a
veces pervertida, de la realidad del mundo. Los Medios que lo informan,
escamoteándole la visión del bien, le confiscan a menudo su capacidad de
observación y de juicio, le enjuagan la memoria con un torrente de información.
El hombre está cada vez más sobreinformado y cada vez menos enterado.
Por otro lado, la industria del entretenimiento le ofrece la posibilidad de la
distracción perpetua, con perpetuo olvido de los sentidos últimos y de sus
responsabilidades inmediatas. La acedia escamotea el recuerdo de Dios, fin
último del hombre, así como la conciencia de que la dignidad del hombre reposa
en, y dimana de, su condición de creatura, y que por lo mismo se realiza en su
relación con su Creador, y en el asumir sus responsabilidades respecto de las
demás creaturas.
Pero no sólo la prensa invade el tiempo dominical. Las ofertas de la industria
del espectáculo, que es superfluo elencar, rivalizan ese día en conquistar el
tiempo de grandes y chicos.
Los grandes ocultadores actuales del bien verdadero, los grandes propagadores de
acedia, son comparables por eso a una lluvia ácida que se precipita
permanentemente sobre la Humanidad.
Pero no se ha de extrañar, si se tiene en cuenta que el Dios que se revela en
Cristo, ha elegido revelarse de tal modo que contraríe la soberbia del hombre, y
consiguientemente lo entristezca, ya que los signos y los bienes que le ofrece,
contrarían o no satisfacen sus apetitos.
Una pastoral de la acedia no puede excusarse de un enfrentamiento con los Mass
Media y con los hábitos de consumo de prensa y radiotelevisión de fieles y no
creyentes.
4.10. "No te avergüences del Evangelio"
Como se desprende de lo que venimos dibujando a grandes rasgos, la acedia
reviste en nuestros días dimensiones culturales y puede llamarse en cierto
sentido mal du siècle, o puesto que abarca ya varios siglos de historia, mal des
siècles.
Ella está implicada en el fenómeno de la persecución, que Jesucristo anunciaba
como infaltable a su Iglesia y que toma en cada época formas propias. En la
nuestra, la persecución toma formas que venimos tratando de señalar, muy propias
y particulares.
En otros tiempos "cuando se atacaba la religión se la atacaba como una cosa
seria. Pero el siglo XVIII la atacó con la risa. La risa pasó de los filósofos a
los cortesanos; de las academias a los salones; subió las gradas del trono; y se
la vio en los labios del sacerdote; tomó asiento en el santuario del hogar
doméstico, entre la madre y los hijos. ¡Y de qué, pues, gran Dios! ¿de qué se
reían todos? ¡Se reían de Jesucristo y del Evangelio!"
Burla y menosprecio
La burla y el menosprecio que como se ve no son de ahora logran confundir a
algunas conciencias creyentes, inquietándolas, como si aquello que en ellos es
gracia y don de Dios, como por ejemplo su pertenencia eclesial, sus actos
exteriores de piedad, de oración y de culto, fuesen algo torpe, malo o
deshonroso de lo que debieran ruborizarse.
"En otros tiempos el mundo se escandalizaba del cristianismo ¡cosa que tiene
sentido! pero ahora que al mundo se le ha metido en la cabeza que es cristiano
y que se ha apropiado del cristianismo, sin notar para nada la posibilidad del
escándalo, ahora, naturalmente, el mundo se escandaliza del verdadero cristiano.
No cabe duda que será muy difícil salir de semejante engaño... El mundo sigue
escandalizándose del cristiano verdadero, sólo que ahora, generalmente, la
pasión del escándalo ya no es tan desenfrenada que pretenda exterminar al
cristiano verdadero. [Permítasenos advertir aquí, que Kierkegaard se refiere al
exterminio al modo del Imperio romano. Porque hoy, como hemos dicho, existen
otras formas taimadas y ocultas de etnocidio que apuntan igualmente al
exterminio por medios de políticas económicas y culturales]. Esta es una cosa
bien explicable. En aquellos tiempos en que el mundo estaba convencido de que no
era cristiano, había algo por qué luchar, algo en que jugárselo todo, a vida o
muerte. Pero ahora que el mundo, de forma engreída y tranquilona, está
convencido de que es cristiano, ahora, naturalmente, la exageración del
cristiano verdadero, sólo es algo para tomarlo a la risa. La confusión,
evidentemente es mucho más terrible que en los primeros tiempos del
cristianismo. Desde luego, entonces era terrible, pero había sentido en que el
mundo luchase a vida o muerte contra el cristianismo. En cambio ahora ¿no es
algo lindante con la insensatez, esa sonrisa levemente sarcástica que tiene que
soportar el verdadero cristiano de parte del actual irenismo superior de nuestro
mundo convencidamente cristiano?" (S. Kierkegaard, Las Obras del Amor, I, p.
336 337.)
Esas burlas apuntan a provocar la vergüenza y el rubor acerca de aquello por lo
que precisamente merecerían ser honrados y respetados, porque constituye en
ellos la fuente de su dignidad y de su grandeza: su elección divina, su
vocación, y su misión.
Debido a esas burlas y menosprecios, manifestados en forma de fría indiferencia,
de afectada ignorancia, o de positivo escarnio, derisión o contumelia, se
enturbia en algunos católicos la gloria de la propia pertenencia. Hasta el punto
de que algunos pueden sentir la tentación de negar, disimular o hasta abandonar
una pertenencia eclesial que es fuente de bochorno. La burla alcanza de este
modo su objetivo, provocando un gravísimo daño. Hace tropezar a los pequeños en
el seguimiento del camino de Cristo. Los aparta del pueblo de reyes, profético y
sacerdotal, con menosprecio de la propia elección, vocación y misión divina.
Este crimen lo llamó Jesús: "escandalizar a los pequeños que creen en mí"
(Marcos 9,42 y paralelos), y lo juzgó digno como hemos dicho de un durísimo
castigo. Pablo tuvo que exhortar a Timoteo nada menos a no avergonzarse del
evangelio, ni de las cadenas de San Pablo (2 Timoteo 1,8.12). Avergonzarse, o lo
que se conoce como "respeto humano", es un término técnico de la teología
cristiana del martirio, casi sinónimo de apostatar. El Evangelio lo remonta a la
enseñanza de Jesús:
"El que se avergüence de mí y de mis palabras, en esta generación adúltera y
pecadora, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él cuando venga en la
gloria de su Padre con los santos ángeles" (Marcos 8,38)
La persecución, en cualquiera de sus múltiples formas, ha sido siempre causa de
apostasía; también lo ha sido en sus formas de irrisión, de burla, de
menosprecio o de ignorancia afectada. Más todavía cuando esas burlas son
tenaces, generalizadas, sistemáticas, y continuas, como sucede con las que se
convierten en hábitos culturales y cristalizan en costumbres y tradiciones
sociales. Ante ellas la protesta cristiana, digna y mansa, pero infatigable,
firme y clarividente, es un deber indeclinable.
La burla como persecución
La burla, como dijimos antes, sigue acompañando hoy a la Iglesia como
bienaventuranza dolorosa y como forma de persecución.
Pensamos en el manoseo irreverente del hábito religioso por parte de agencias de
publicidad en sus avisos publicitarios; en la distorsión de la imagen sacerdotal
o de las religiosas en telenovelas que la manosean y ensucian, en shows o
videoclips blasfemos que hacen de la profanación una industria y de la ofensa de
la sensibilidad de los creyentes un negocio.
Afín a este mismo fenómeno espiritual, por otro extremo que sólo en apariencia
le es opuesto, están las asociaciones negativas de los símbolos, objetos y
personas sagradas en espectáculos del género de terror.
Esta industria no se detiene ni siquiera ante la profanación pornográfica y
perversa. Detrás de esa manipulación destructora del imaginario creyente, a la
que nos hemos referido (ver 3.7.), están la acedia y el odio: primero la
tristeza y luego la bronca contra Dios, contra los creyentes y lo que ellos aman
y consideran sagrado.
Como escalón previo al odio, la acedia prepara la persecución sangrienta. En
efecto: la burla y el menosprecio, como descalificación social, son precursores
de la sangre y son verdadera persecución.
Entre todas las formas de persecución, quizás sea la burla la más cobarde e
innoble. Sin embargo, desde el Viernes Santo hasta el fin de los tiempos
acompaña y rodea a la Cruz, al Crucificado y a su Iglesia: "peregrina entre las
persecuciones del mundo y los consuelos de Dios."
La irrisión se opone a la justicia
La justicia es dar a cada uno lo que le es debido. A cada uno se le debe un
cierto grado o forma de respeto, honor y consideración, tanto en el trato
interpersonal como en el social. El respeto y el honor debidos, son asunto de
justicia.
En justicia, debemos los creyentes, la alabanza, la adoración y la glorificación
al Dios creador y salvador. En justicia se debe a los progenitores el respeto y
la honra. A todo ser humano se le debe el respeto que merece su condición
humana, independientemente de sus méritos o deméritos personales. Respeto
merecen el padre por ser padre, la madre por ser madre. Y respeto merece la
virtud, y aún simplemente las canas. Respeto se debe a las autoridades, y
también merecen el suyo los más humildes y desamparados. Cada uno merece honor y
respeto, aunque todos en diversa forma, pues a cada uno se le debe el propio.
A cualquiera de ellos que se les escamotee el honor y el respeto debidos, se le
infiere injuria, es decir: se le hace injusticia. La irrisión y toda otra manera
de escamotear el debido honor y respeto, son pues actos contrarios a la
justicia. Son pecados contra la justicia.
Se debe respeto al Pueblo de Dios. Por muchos motivos. El primero y principal,
por ser obra de Dios mismo. Por eso, toda burla, ignorancia afectada o cualquier
otra forma de discriminación que le escamotea el debido reconocimiento, es
injusticia que se le hace. Tanto más grave injuria cuanto mayor es el respeto
que se le debe y el escarnio que se le infiere. Pero es también injuria que se
hace al mismo Señor ignorando y escarneciendo su obra.
Pero aún quien no crea y por lo tanto no reconozca el carácter divino de su
dignidad, le debe por lo menos el mismo respeto que a cualquier otra convicción
religiosa. Y parecería que es justamente con los católicos con los que hay
patente de libre corso para la irrisión.
En este tiempo en que tanto se habla de los derechos humanos y de la justicia,
parece olvidado el derecho al honor y al respeto, y parece perdida la conciencia
moral en lo que toca al pecado de derisión y contumelia.
Piénsese en el manoseo del hábito de la religiosa y de su imagen, entrañable
para los fieles creyentes, de virgen consagrada a Cristo, en telenovelas como
"La extraña dama" o "Con pecado concebida", o en Videos como "Cambio de
hábitos", imitado luego por la publicidad de un producto cosmético. La empresa
Benetton, por ejemplo, mostró en inmensos affiches la imagen de un joven
sacerdote de sotana negra besándose con una monja de hábito blanco. Y podía
verlas el Papa en alguna de sus visitas, desde el emplazamiento del altar. Más
recientemente aún, la empresa Volkswagen ha abusado del cuadro de la Ultima Cena
de Leonardo da Vinci para promocionar una marca de autor. Bajo la imagen, se le
hace decir a Nuestro Señor: ´Amigos míos, regocijémonos, pues ha nacido un nuevo
Golf´. Felizmente, esta vez, el Episcopado de Francia ha reaccionado en defensa
de la sensibilidad de los fieles. Los obispos desean que se abra de una vez por
todas un debate público para establecer que no es adecuado el uso de temas
religiosos con fines puramente comerciales y lucrativos. Los responsables de la
agencia publicitaria DDB, André Bouchard y Jean Denis Pallain, admitieron que al
idear la campaña eran conscientes de que los avisos podían resultar chocantes
para los creyentes, pero quisieron apelar igualmente al sentido del humor de la
gente. El portavoz del Episcopado francés replicó que con esta campaña, los
responsables ´se apropian de un patrimonio simbólico que hace a la esencia más
íntima de millones de creyentes. Es inadmisible, sostuvo, que la empresa lo haga
´no con un interés artístico sino con fines puramente comerciales.´ Nosotros
anhelamos que se reserven los símbolos religiosos exclusivamente a sus fines
específicamente religiosos y se los considere propiedad religiosa, es decir
sagrada, de los creyentes.
"El que a vosotros desprecia, a Mí me desprecia"
En el juicio final de las naciones paganas (Mateo 25, 31 46), se dice que éstas
serán juzgadas por su actitud misericorde o inmisericorde respecto de los
"hermanitos míos más pequeños".
Se trata de los discípulos de Jesús.
Sería innecesario tener que decirlo y menos aún tener que argumentarlo y
probarlo con textos, si la exégesis racionalista y kantiana, no hubiera
reinterpretado filantrópicamente este texto, escamoteando así su naturaleza
cristocéntrica y eclesiológica; y si esta interpretación no se hubiese divulgado
después por desgracia hasta hacerse predominante, y hasta ser recibida
incluso entre los predicadores y hasta entre algunos exegetas y teólogos
católicos.
Son numerosos los textos evangélicos que enseñan esta ley de solidaridad e
identificación entre Jesús y los que creen en El. En ellos Jesús se refiere a
sus discípulos con el título de "pequeños". He aquí algunos tomados del mismo
Mateo:
"Quien a vosotros recibe a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquél
que me ha enviado...y todo aquél que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca
a uno de estos pequeños por ser discípulo, os aseguro que no perderá su
recompensa" (Mateo 10,40.42)
"Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el
Reino de los Cielos... quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en
el Reino de los Cielos... y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí
me recibe. Pero el que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí...
guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños... no es voluntad de vuestro
Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños" (Mateo 18, 3 6.10.14)
Esta ley de identificación nos enseña acerca del misterio de la acedia y de
cómo, lo que se hace contra los amados de Dios, va dirigido contra Dios. "Las
afrentas con que te afrentan caen sobre mí" confesaba el salmista. (Salmo 68,10)
Los enemigos de Dios dicen del justo: "su sola presencia nos es insufrible."
(Sabiduría 2,14)
La acedia tiene por objeto a Dios y a todo lo que tiene relación con El, los
hombres con él vinculados, su lenguaje, los signos, símbolos y acciones
simbólicas que expresan esa relación.
Por el contrario, la Caridad honra a Dios en sus creaturas, especialmente en sus
amigos: "Tus amigos son por mí muy honrados, Señor" (Salmo 138,17)
4.11.) Acedia jurídica
La indiferencia por el bien ha invadido también la órbita jurídica de nuestra
cultura. El derecho es celoso en amparar los bienes económicos como si fueran
sagrados. Pero no toma en cuenta para ampararlos, los bienes sagrados. Parece
que en estos asuntos el derecho se lava las manos como Pilatos.
Los hombres, pero particularmente los católicos, están hoy desamparados
jurídicamente ante el abuso de sus símbolos sagrados, los cuales pueden ser
escarnecidos, burlados, profanados públicamente con total impunidad. Pueden
usarse en publicidad o en la industria del espectáculo como si fueran cosas del
dominio público.
El orden legal vigente ampara la propiedad intelectual y las marcas comerciales.
No hace mucho, la Compañía Walt Disney demandó a los organizadores del Oscar
porque usaron la figura de Blanca Nieves sin su autorización. El personaje
creado por Walt Disney es propiedad de la Compañía y su uso le pertenece. Es un
derecho en el que lo protege la ley.
Pues bien, Blanca Nieves goza de mayor protección legal que un Crucifijo o que
las personas mismas de Cristo y de María. Las imágenes sagradas de los católicos
no están protegidas, no ya contra su uso, sino contra cualquier abuso. Se puede
abusar de ellas para todos los fines imaginables y los católicos no tienen
ninguna forma de oponerse y reclamar por caminos legales.
Se puede abusar del nombre de la Virgen como nombre de artista de una Vedette
porno. Se puede hacer propaganda de un fiambre, presentando risible y
burlescamente el sacramento y al ministro de la penitencia. Se puede presentar
una marca de reloj con una parodia de la resurrección. Se puede presentar un
cosmético usurpando el hábito de las religiosas. La figura misma del sacerdote y
de la religiosa son llevadas y traídas, manoseando esas imágenes en telenovelas
irreverentes. Con los nombres de nuestros dogmas de fe y los artículos del Credo
se hace lo mismo. Habitualmente los símbolos sagrados católicos se asocian con
imágenes terroríficas en el género de terror.
No hay amparo legal para este grupo humano cuyas imágenes son así manipuladas y
destruídas por la más moderna y sofisticada ingeniería de la imagen, puesta al
servicio de la acedia. No hay amparo legal para los sentimientos de los fieles
así agredidos en su imaginario creyente. Y no estamos hablando de países
musulmanes sino de países como Italia, España y Argentina, donde hay mayorías
católicas ultrajadas por minorías despóticas.
El envilecimiento de la conciencia
Esta impunidad para el manoseo y para el insulto, trae como consecuencia
lamentable, el acostumbramiento de un pueblo entero a ser objeto de persecución
burlesca. La irreverencia crónica, el no ser respetado perpetuamente, el no ser
considerado ni tenido en cuenta, introyectado y convertido en hábito, acaba
embotando el sentido del propio respeto y dignidad. El pueblo termina por
considerarse en verdad inferior y ridículo, en verdad indigno y nulo.
En esa situación, que es la actual, hay muchos fieles que, habituados al
escarnio, habiendo perdido además el sentido de la sacralidad de sus símbolos y
de la reverencia que ellos y los demás les deben, víctimas de estas acciones
psicopolíticas, han perdido también la autoestima. Ya no son capaces de
estremecerse con las profanaciones. Peor aún, llegan a celebrar, también ellos,
los inventos blasfemos del corro de los burlones; festejan las humoradas que se
hacen a su propia costa; a costa del pueblo santo y de su Dios.
Esa pérdida de la autoestima y del sentido de la propia dignidad, es ya una
forma de la pérdida de la fe, del debilitamiento de su sentido de pertenencia
eclesial. Es insensibilidad para un mal, y por lo tanto, como toda forma de
apercepción del bien, como toda forma de dispercepción, tiene algo de acedia y
es incoación de la apostasía.
En efecto: algunos creyentes, imaginando que así lograrán evitar las burlas de
la acedia, toman distancia de la Iglesia y se suman al coro del mundo hostil.
Asumen la autodenigración como forma de elegancia, de distinción; como sello o
blasón de libertad de espíritu.
La lucha por el reconocimiento de los derechos de Dios es irrenunciable. Y
también lo es la lucha por el reconocimiento de los derechos de la conciencia
creyente a la propiedad de sus símbolos, de sus signos, de sus cantos y
melodías, de sus imágenes sagradas, de su mundo imaginario. Y consiguientemente
a la protección legal de esos bienes contra los abusos de la industria de la
persecución.
Los símbolos religiosos cristianos pertenecen al pueblo de Dios, a la Iglesia,
porque los ha producido. Y el pueblo creyente tiene derecho a ser amparado en el
respeto a su propiedad espiritual, que es de orden muy superior a la intelectual
y a la económica.
El orden jurídico y legal vigente desconoce el derecho del creyente a ser
respetado en esa esfera religiosa. Es esta una laguna lamentable por otra
parte más artificial que natural de la actual situación jurídica, que lo deja
inerme ante las mencionadas formas de agresión. A esta situación de desamparo
que acabamos de describir, y que es otra faceta más de la cultura y de la
civilización de la acedia, creo que puede llamársela con justicia: acedia
jurídica.
4.12.) Adiestramiento para la acedia
En nuestros tiempos muchos creyentes han tenido poderosos motivos para lamentar
serlo. Los poderes de este mundo no le han hecho fácil la vida.
El comunismo soviético empleó el conductismo de Pavlof para cambiar el modo de
pensar y la conducta de los creyentes, e invertir su apreciación del bien y el
mal.
En los procesos que en los regímenes comunistas llevaban a cabo los tribunales
del pueblo, se procuraba arrancar la autoacusación mediante halagos o amenazas.
En cuanto apuntaban a arrancar la confesión de que había sido malo todo cuanto
el creyente antes reputara bueno, estos procesos procuraban inducir la acedia y
provocar la apostasía. El solo hecho de estar en la mira del aparato policíaco
comunista y de sus crueles métodos disuasorios, eran motivos suficientes para
que más de un creyente estuviera tentado de lamentarse de su fe.
Con el fin de lograr el "arrepentimiento" (una verdadera y propia re conversión
o apostasía), se aplicaron los lavados de cerebro, basados en los reflejos
condicionados, como modificadores de la conducta. Dicho prontamente, se
castigaba al creyente hasta disuadirlo, o se lo mandaba a morir al Archipiélago
Gulag, como lo bautizó A. Soljenitsin. Se re adiestraba al creyente, para
recuperarlo y convertirlo en un buen ciudadano soviético.
No a todos era necesario enviarlos a prisión. Porque no todos eran pertinaces y
recalcitrantes. Los procesos del tribunal del pueblo eran públicos porque tenían
una finalidad de disuasión colectiva. Eran una amenaza para todo buen
entendedor. No importa qué lejos estuviese el creyente medroso, así estuviese
más allá de los mares, igualmente se lo intimidaba. Los procesos, locales,
tenían efectos mundiales. Como sucediera otrora con la guillotina, hasta donde
llegaba la noticia se expandía el terror.
Los estímulos condicionantes empleados por la ciencia del lavado de cerebros, se
fueron sofisticando y se hicieron más universales y de amplio espectro. Se
comenzó a usar estímulos menos violentos que los procesos y las prisiones.
La aprobación o la desaprobación, el halago cultural o editorial para el
escritor que empleaba el discurso conveniente, o el silenciamiento. Se premiaba
la autocrítica "espontánea" de los católicos, hasta que se fue convirtiendo en
moda aplaudida y premiada, prestigiante, el decir todo mal de sí mismos.
Grandes editoriales, semanarios, periódicos, libros, sirvieron a la finalidad de
un gigantesco operativo de brain washing, para modificar la opinión pública
católica, e imponer a los católicos una conciencia culpable; para lograr la
confesión y autoacusación en gran escala; para que deploraran lo que habían sido
y declararan que su pasado había sido global y radicalmente malo; para que
rompieran con ese pasado, lo cual equivalía a romper con la obra de Dios en dos
mil años de Iglesia.
Se inducía así una declaración de acedia y menosprecio no ya individual y
privada, sino que afectaba la conciencia colectiva de la Iglesia suceda los que
están empeñados en acusarla, y al acecho de sus confesiones para usarlas en su
contra. Esas torcidas espectativas y esas manipulaciones, no crean precisamente
las condiciones de libertad y dignidad que exige la confesión. Condiciones y
espacios que sí se aseguran, dentro de la Iglesia, a los arrepentidos, de cuya
confesión de culpa ésta no saca ninguna ventaja, de ninguna índole.
En otros tiempos, relativamente más felices, ocurría que algún que otro creyente
envidiara, más o menos ocultamente, la suerte de los infieles, porque por
ejemplo no tenían que guardar los mandamientos y demás obligaciones de la vida
cristiana. Claro acto de acedia, o sea de tristeza por el bien propio; y, en
este caso, por el bien de ese camino de sabiduría que son las Diez Palabras.
Pero en comparación con eso, la calamidad que descargó en este siglo sobre los
católicos, los presionó a maldecir de sí mismos y los acusó de gravísimos
cargos, como enemigos de la Humanidad y del bien común, sólo parece comparable a
la acusación neroniana. Aunque por lo masivo y artero de sus métodos, quizás no
tenga igual en el pasado.
Tatiana Goricheva experimentó en carne propia lo que puso por título a uno de
sus libros "Hablar de Dios resulta peligroso". Bien pudo decir, sencillamente,
que era peligroso el mero hecho de creer en Dios.
La peligrosidad de la condición creyente, no la disimuló Jesús a sus discípulos,
y ha de ser siempre parte esencial de la instrucción catequística. De lo
contrario, la persecución, tomando impreparados, desprevenidos e ignorantes a
los fieles, los precipita más fácilmente en el escándalo de verse rechazados de
una manera inexplicable; rechazo cuya significación espiritual faltos de la
debida instrucción no pueden comprender. Por los caminos de ese escándalo de
la cruz, dan, sin capacidad de resistencia, en una fácil apostasía. Tanto más
fácil, cuanto que no se los ha instruído tampoco sobre la gravedad de este
pecado contra la fe. Quizás la generalización de la apostasía que presenciamos
en nuestros días. Es a esos fenómenos, a los que tradicionalmente se los
denominó, en el lenguaje de la fe, con el nombre de apostasía. Y en ese sentido
tradicional usamos la palabra, conscientes de que existe alrededor de ella, como
de otras tantas del vocabulario creyente, un tabú que inhibe de utilizarla, se
deba a esas lagunas en nuestros programas de instrucción catequística. Toda
catequesis debería recalcar e insistir en que seguir a Cristo es algo peligroso:
"¡Ten cuidado de no empezar en seguida lo que has oído, a no ser que
verdaderamente tu seriedad estribe en querer de veras negarte a ti mismo!"
Si advertir estas cosas no es tan necesario en regímenes totalitarios
anticristianos, donde al catecúmeno le resulta obvio y archiconocido, lo es
ciertamente en las engañosas situaciones del mundo occidental, al que todavía,
de vez en cuando, aunque hoy con menos frecuencia que en otros tiempos, le da
por llamarse cristiano.
Versión occidental
En la prosecución de los mismos fines, aunque con medios más refinados, la
impiedad occidental, no le fue en zaga a la oriental, la cual no era, al fin y
al cabo, sino una hija suya de carácter más cruento.
A este propósito, hablando en Harvard, A. Soljenitsin describía en estos
términos la artera versión occidental de la censura soviética:
"El Occidente, que no posee censura, opera sin embargo una selección puntillosa
al separar las ideas de moda de las que no lo son: y aún cuando estas últimas no
se apagan por la fuerza de una prohibición, no pueden expresarse verdaderamente
ni en la prensa periódica, ni en el libro, ni por la enseñanza universitaria. El
espíritu de vuestros investigadores es libre jurídicamente, pero está investido
por todas partes por la moda."
Este régimen de censura por silenciamiento y publicidad dirigida, promueve desde
afuera pero en forma que se hace sentir también ¡y cómo! dentro de la
Iglesia, mediante los medios e instituciones culturales de los que se vale el
stablishment, la versión occidental de la autoacusación católica.
Así se puso de moda, predominantemente entre los cuadros intelectualizados del
catolicismo, la autocrítica a ultranza, autodenigradora y autodemoledora. La
meta de esta autocrítica es selectiva. No se trata, como en el mundo comunista,
de liquidar, sino de reorientar, "purificando" a la Iglesia de lo que se
considera "incompatible con el mundo de hoy"; o en lenguaje bultmanniano
"incompatible con la moderna Weltanschauung".
Pero en el fondo se trata de lo mismo. En ambos mundos, cada uno con sus métodos
propios, lo que se busca es la "reeducación", o sea una cierta domesticación de
la Iglesia. Se trata sólo de versiones diferentes de un mismo sueño. La versión
occidental del sueño marxista que aspira a las Iglesias católicas nacionales,
domesticadas por el César, es una Iglesia "del mundo", dócil a los poderes
políticos mundiales.
La nueva actitud, complaciente con el César y dura con el Papa, se ha extendido
dentro de la Iglesia. He aquí cómo la ha descrito el Cardenal Ratzinger:
"A este autoanálisis flagelador, practicado por muchos contra la propia Iglesia
católica, se unía una disposición poco menos que angustiosa a aceptar con
absoluta seriedad todo el arsenal de las acusaciones contra la Iglesia, sin
excluir una sola. Y esto significaba, al mismo tiempo, un cuidadoso esfuerzo por
no volver a incurrir en nuevas culpas ante los otros, por aprender de ellos, y
hasta donde ello fuere posible, por no buscar ni ver en ellos sino los aspectos
positivos. Esta radicalización de la fundamental exigencia bíblica de la
conversión y del amor al prójimo, desembocó en la inseguridad de la propia
identidad, que se estaba cuestionando por doquier, pero sobre todo, en la
profunda ruptura respecto de la propia historia, cuyas páginas se antojaban
totalmente salpicadas de suciedad, de suerte que se hacía de todo punto
impresincible un comienzo radicalmente nuevo."
Las palabras del Card. Ratzinger, describen una actitud de acedia: una
disposición a dar por malos, indiscriminadamente, todos los bienes propios, y a
declarar bueno todo lo ajeno.
Falsa e indiscreta humildad. Si bien la consideración de los propios defectos
ayuda para evitar el engreimiento y dispone a la humildad, el despreciar los
dones de Dios que uno posee, el ignorarlos o negarlos, el avergonzarse de ellos
ante los hombres como si fuesen males, el ocultarlos por evitar ser motejados de
arrogantes... todo eso no es humildad, sino falsa humildad, ingratitud y acedia.
A tan deplorable situación llegan algunos creyentes por no tener bien claro que
como ya lo prevenía Jesús mismo "no se puede servir a dos señores". No es
posible tener contentos a Dios y al mundo.
Al cristiano que vive en el mundo occidental hay que desengañarlo con palabras
como las de Kierkegaard: "Cuando en este mundo un hombre se decida a cumplir,
aunque fuera del modo más modesto, el deber de permanecer en deuda de mutua
caridad, tendrá que enfrentarse irremediablemente con la dificultad definitiva y
entrar en combate con la oposición mundana... ¡Ah, el mundo piensa muy poco o
nada en Dios! A esto se debe el que no pueda por menos de interpretar al revés
toda forma de vida cuyo pensamiento más esencial y constante sea cabalmente el
pensamiento de Dios." Leo Moulin, un ateo y agnóstico, insospechable de
parcialidad procatólica, dice en este mismo sentido, con la autoridad que le da
su condición de catedrático de historia: "Haced caso a este viejo incrédulo que
sabe lo que dice: la obra maestra de la propaganda anticristiana es haber
logrado crear en los cristianos, sobre todo en los católicos, una mala
conciencia, infundiéndoles la inquietud, cuando no la vergüenza, por su propia
historia. A fuerza de insistir, desde la Reforma hasta nuestros días, han
conseguido convenceros de que sois los responsables de todos o casi todos los
males del mundo. Os han paralizado en la autocrítica masoquista para neutralizar
la crítica de lo que ha ocupado vuestro lugar.
"Feministas, homosexuales, tercermundialistas y tercermundistas, pacifistas,
representantes de todas las minorías, contestatarios y descontentos de cualquier
ralea, científicos, humanistas, filósofos, ecologistas, defensores de los
animales, moralistas laicos: Habéis permitido que todos os pasaran cuentas, a
menudo falseadas, sin discutir. No ha habido problema, error o sufrimiento
histórico que no se os haya imputado. Y vosotros, casi siempre ignorantes de
vuestro pasado, habéis acabado por creerlo, hasta el punto de respaldarlos. En
cambio, yo (agnóstico, pero también un historiador que trata de ser objetivo) os
digo que debéis reaccionar en nombre de la verdad. De hecho, a menudo es cierto.
Pero si en algún caso lo es, también es cierto que, tras un balance de veinte
siglos de cristianismo, las luces prevalecen ampliamente sobre las tinieblas.
Luego, ¿por qué no pedís cuentas a quienes os las piden a vosotros? ¿Acaso han
sido mejores los resultados de los que han venido después? ¿Desde qué púlpitos
escucháis contritos ciertos sermones?"
Se ha de observar, por fin, que dado que en el ensañamiento autoflagelador y en
la autoacusación sistemática ante los tribunales del mundo, hay una conducta de
acedia, negadora del bien divino y de sus bienes derivados, el concepto de
acedia es fundamental para encarar la cura pastoral de estas conductas
compulsivas de autodenigración. Y debido a que son inducidas mediante
manipulaciones y estímulos propagandísticos ocultos se los ha llamado Hidden
Persuaders: Persuasores Ocultos de los cuales las víctimas no son del todo
conscientes, se ha de ser cautos en pronunciarse precipitadamente sobre el grado
de reponsabilidad moral de los que han sido sometidos a tales lavados de cerebro
culturales. Pero no se debe subvalorar el daño objetivo que infieren y se
infieren.
4.13.) Las "broncas" en la Iglesia
El tema de las compulsiones autoflageladoras, inducidas desde afuera de la
Iglesia por los poderes de este mundo, nos lleva como de la mano a ciertas
formas de acedia intraeclesiales.
Se hace difícil elencar exhaustivamente la variedad de formas en que existe la
acedia de unos fieles contra otros fieles; es decir entre fieles, dentro mismo
de la Iglesia.
El mal es tan antiguo como la Iglesia misma. Pero no se lo reconoce ni se lo
diagnostica, en nuestros días, con la misma sagaz clarividencia pastoral de un
Clemente romano:
"Dióseos toda gloria y dilatación y vino a cumplirse lo que está escrito: ´Comió
y bebió y se dilató y engordó y recalcitró el amado´ (Deuteronomio 32,15) De ahí
nacieron emulaciones y envidia, contienda y partidos, persecución y desorden,
guerra y cautividad. Así se levantaron los "sin honor contra los honrados", los
sin gloria contra los gloriosos, los insensatos contra los sensatos, los jóvenes
contra los ancianos. La justicia y la paz huyeron lejos de vosotros, por haber
abandonado cada uno el temor de Dios y dejar que se debilitaran los ojos de la
fe en El. Ya no caminábais según las ordenaciones de sus mandamientos ni
llevábais una conducta conforme a Cristo, sino que cada cual se extravió por las
sendas de las pasiones de su corazón malvado, habiendo concebido dentro de
vosotros una acedia injusta e impía."
Tampoco hoy, es oro todo lo que reluce, en lo que alguno, desprevenidamente,
pudiera tomar como corrección fraterna, o como "crítica que viene del amor", o
algún otro, dolosamente, pretendiera hacer pasar por tales. Aún en los casos en
que los fieles se señalan, unos a otros, defectos reales e indiscutibles, hay a
menudo, de contrabando, una secreta alegría de tener algo qué señalar, o una
intención descalificadora en el hecho de buscarlos y señalarlos.
Otras veces, en el corregir al otro, hay un tácito alegato en pro de la propia
justicia. Consciente o inconscientemente se descalifica al otro para calificarse
a sí mismo. Ya sea ante los propios ojos, ya sea, con mayor frecuencia, ante la
mirada del mundo, al que se mira de reojo, esperando su aprobación.
El modo de corregir de San Clemente no es éste. En su sabiduría y caridad
pastoral, San Clemente no se coloca a sí mismo fuera de los males que corrige.
Por eso es digno de ser tomado como maestro en su modo de corregir: "Todo esto,
carísimos, os lo escribimos no sólo para amonestaros a vosotros, sino también
para recordárnoslo a nosotros mismos, pues hemos bajado a la arena y tenemos
delante el mismo combate."
¿Dónde están hoy en cambio los elogios al ser creyente? ¿Dónde los elogios
al pueblo católico? La misma palabra católico va en camino de convertirse en
nombre que avergüenza.
Se enciende fácilmente dentro, azuzado alegremente desde afuera, con la misma
leña de la autoflagelación, un "todo contra todos" intraeclesial. La
autoacusación no es acusación de sí mismo, sino de los demás católicos. La
declaración de las culpas "propias" es en realidad a veces acusación de culpas
ajenas. Se hace examen repartiendo culpas y golpeando pechos ajenos. Se
"evalúa", pero a los demás: los fieles a sus sacerdotes, los sacerdotes a sus
fieles, el obispo a todos y todos al obispo. Los reproches suben y bajan y se
entrecruzan en todas direcciones, sin respetar ni al Papa. La acusación, la
irritación, la burla, la vergüenza, la malquerencia, la descalificación. Y, si
es posible, todo ventilado en público y agitado golosamente por la prensa y los
medios.
Lo que decía ya San Pablo a sus Gálatas sigue teniendo hoy particular vigencia:
"Si os mordéis y os devoráis mutuamente, ¡mirad no vayáis mutuamente a
destruiros!" (Gálatas 5,15). Cuando se deja de mirar el bien que Dios obra y de
gozarse en él, la acedia abre la puerta a la autocontemplación, a la necesidad
de autojustificarse por las propias obras, a la discusión por el bien a
realizar, o por el bien no realizado.
El partido del mundo
La persecución que viene desde fuera de la Iglesia, siempre agravó las
divisiones intraeclesiales. Así lo enseña la experiencia histórica bimilenaria
de la Iglesia. La persecución, no sólo produjo mártires, también produjo
apóstatas. No sólo produjo solidaridad y consolidación de la comunión, también
produjo desentendimientos, divisiones y partidos. No sólo fue ocasión de que
brillara la caridad de unos, fue también causa del enfriamiento de la caridad de
otros. No sólo alimentó fidelidades, también indujo a traiciones.
Pablo, en sus Cartas pastorales, escritas cuando ya se había desatado la
persecución por parte del Imperio romano, advierte contra: "La enfermedad de las
disputas y contiendas de palabras, de donde proceden las envidias, discordias,
maledicencias, sospechas malignas, discusiones sin fin" (1 Timoteo 6,4 5)
"Discusiones necias y estúpidas que engendran altercados" (2 Timoteo 2,23; ver
Tito 3,9 11). Por lo visto, la persecución no suscitaba en todos la solidaridad
y la cohesión, sino todo lo contrario en muchos.
Las discusiones producen, pues, según lo muestra tanto la historia como la
experiencia, división y partidos. Y como consecuencia de la fragmentación de la
comunidad, se disgrega la asamblea. La Carta a los Hebreos atestigua el abandono
de la asamblea (Hebreos 10,25), en un contexto de persecución, apostasías y
divisiones. Y la experiencia contemporánea del catolicismo, en países comunistas
como Polonia o China, ilustra y confirma, con ejemplos de historia reciente, las
enseñanzas de la historia antigua.
La deserción de las asambleas litúrgicas es otro síntoma del mismo mal. Y puede
iluminarnos para comprender mejor las causas del ausentismo dominical: el
enfriamiento de la caridad; la pérdida del gozo de estar juntos. Es que en
tiempos de persecución parece prudente tomar distancia de los perseguidos.
A nadie le gusta la hostilidad del mundo ni la persecución. La irritación del
mundo contra los fieles termina causando irritación entre los fieles. Algunos,
queriendo evitarla, piensan equivocadamente que podrán bienquistarse al mundo
dándole razón y cediendo a los pretextos de los críticos y de los perseguidores.
Surge así un "partido del mundo", que aspira a la asimilación, y a través del
cual la persecución se introyecta en la comunidad misma, con formas
intraeclesiales de mundanidad mental, con diversidad de criterios y con críticas
a los demás. Críticas que defienden puntos de vista mundanos con razones
cristianas. Por eso, esta tentación del mundo internalizado, y defendido con
etiquetas y argumentaciones "cristianas", es singularmente pérfida y engañosa.
Almas bienintencionadas, al ver que el mundo se escandaliza de la fe y de la
vida creyente, sueñan con quitar el escándalo. Y se irritan contra lo que les
parece rigidez en los que se apegan a sus fidelidades, como causantes de la
persecución. Sin embargo el escándalo es inherente a la situación del cristiano
en el mundo.
Romano Guardini ha captado y descrito, como vimos antes, en su libro El Ocaso de
la Edad Moderna, el mecanismo mundano pero internalizado por el "catolicismo
crítico" de oponerse al catolicismo en nombre de alguno de los propios valores
cristianos. Jugar el cristianismo contra el catolicismo, contra la Iglesia.
Oponer la parte al todo. La razón a la realidad. Mecanismo descalificador que
nos hace recordar al que impugnaba la misericordia en nombre de la misericordia.
En este contexto surgen las discusiones nocivas a que alude San Pablo y de las
que tenemos huellas en la restante literatura cristiana primitiva. Qué hacer,
hasta dónde ceder, si readmitir o no a los lapsi (los que habían apostatado en
la prueba), bajo qué condiciones. El tratado de San Cipriano sobre la
Persecución es un ejemplo de esta situación de perplejidad eclesial, en el que
la persecución proyecta sombras de irritación dentro de la Iglesia y acusaciones
mutuas de rigorismo o laxismo.
4.14.) Permanecer en el amor fraterno
Vergüenza por el propio pueblo
Las persecuciones del mundo, las burlas y menosprecios, consiguen que algunos
creyentes se avergüencen del pueblo católico al que pertenecen. Se enfría así el
gozo que la caridad encuentra en los hermanos por la misma fe alegría que
canta el salmista: "Ved qué paz y qué alegría convivir los hermanos unidos"
(Salmo 132,1) y sobreviene la acedia.
Es algo feo, como avergonzarse de los propios padres. Suele suceder que la fe
que se recibió en un ambiente humilde, o de personas muy humildes, ya no
prestigia más al promovido intelectual, social y económicamente.
Desde la altura a la que lo catapulta su nueva autoestima mundana, se avergüenza
y reniega de los pobres de Yahvé de los que recibió la fe, así como también de
esa misma fe, que él identifica con su abyección. Se avergüenza de la tía María
que le enseñó a persignarse, le explicó el crucifijo y le anunció, cuando era
niño, las creencias que ahora esconde en el desván.
Dado que esos humildes son fieles y son capaces de permanecer fieles
precisamente porque son humildes son conservadores. Fastidiosamente
conservadores. Se empeñan, aferrados a sus fidelidades, en conservar cosas que
resultan anticuadas e irritantes a los ojos del mundo del progreso. Cosas que
los promovidos piensan que hay que olvidar.
Tratan pues, a veces, de "aggiornar", reeducar y promover a los fieles humildes.
O, en el mejor de los casos, los explican y justifican como una variante popular
de lo católico: catolicismo o religiosidad popular.
Ríos de tinta "culta" han corrido para tratar de hacer potable y permitir tragar
la oblea de lo que se dio en llamar con esos nombres para defenderlo de quienes
simple y llanamente querían liquidar el fenómeno. En ese sentido hay que
reconocer mérito notorio a los que defendieron desde la teología pastoral, al
pueblo creyente de los santuarios, el agua bendita, las velas, las imágenes y
los sacramentales. Porque donde no existió esa defensa o bien fue débil, la
acedia secularista arrasó sin piedad con todo o casi todo.
En realidad, lo que se ha dado en llamar religiosidad popular o catolicismo
popular, no es una forma inferior de catolicismo, sino que es el catolicismo
verdadero, tal como lo ha conservado y lo vive el pueblo de Dios que es la
Iglesia. Y, por el contrario: lo que sí es una subespecie degradada, o una forma
algo sincrética de catolicismo, es esa que podría llamarse religiosidad
intelectual.
Es esa una forma de catolicismo que, si se analiza atentamente, reedita hoy
fenómenos teñidos de gnosticismo, maniqueísmo, racionalismo, jansenismo y otros
prejuicios anticatólicos, de origen protestante e ilustrado. Una forma de
catolicismo en la que se han desdibujado, diluído y perdido, rasgos
específicamente católicos, que sí se conservan precisamente entre el humilde
pueblo fiel.
El catolicismo intelectualizado es de tendencia iconoclasta, racionalista,
enemigo de signos, símbolos y sacramentales, puritano y enemigo del gozo
popular. Tiene tintes maniqueos, por su menosprecio de lo sensible, lo corpóreo
y lo material, cuando se trata de fe; ya que fuera del ámbito religioso no opone
mayores objeciones contra cuerpo, sentidos, dinero y materia.
Abundan en su actitud, en su pensamiento y expresiones, lo que San Ignacio de
Loyola llamaría "razones aparentes, sutilezas y asiduas falacias", con las que
hielan, en el corazón del pueblo fiel, la alegría y el gozo que viene de Dios.
Creo que lo que sigue ayudará a comprender hasta qué punto se equivocan en su
mirada sobre el pueblo creyente.
¿Pueblo Supersticioso o Pueblo Sacerdotal?
El pueblo fiel acude a sus santuarios a pedir bautismo para sus hijos tanto como
trabajo, pan, salud, ayuda en situaciones económicas y afectivas, laborales y
familiares. Todo, en fin, lo que toca a sus vidas humanas. Viven todo esto
religiosamente y creyentemente. Ellos no han tenido que esperar ni al Concilio
Vaticano II, ni a la Christifideles Laici, para hacer lo que Dios les manda y la
Iglesia les enseña: "consagrar las realidades temporales". En eso de tomar
amorosa, religiosa y obedientemente la tierra, el trabajo, la mujer y los hijos,
son como Abraham.
Sin embargo, ¿quién no ha escuchado la acusación de que la suya es una
religiosidad interesada, materialista, comercial, mágica, mezclada de
supersticiones e impurezas? Y curiosamente, en boca de quienes, por otro lado
reclaman la promoción del laicado y reivindican para él la vocación de consagrar
las realidades temporales. Quizás este doble discurso se explique porque,
desconformes con el laicado que hay, aspiran a otro que se sueñan a su imagen y
semejanza.
Concediendo que haya impurezas en esta religiosidad de los pobres, no serán
ciertamente de origen filosófico, ni ilustrado, ni menos que menos maniqueas.
Por el contrario, en los altivos y despectivos reproches que se les hacen, sí
que hay regustos de herejías: maniqueo cátara ("la materia es mala"); o luterana
("la naturaleza humana está totalmente corrompida"); o de un espiritualismo
desencarnado, muy del gusto de la aristrocracia jansenista ("pureza de ángeles y
soberbia de demonios"). En fin, sabores todo menos que católicos.
En el airón altivo y la razón aparente, en el dedo acusador contra la plebs
sancta, se traiciona un mismo aire de familia con Aquél que "acusa a nuestros
hermanos delante de Dios día y noche" (Apocalipsis 12,10). El mismo aire
familiar que tiene la antes citada especie de los que fustigan a "esos que van a
Misa", como si cualquiera fuera mejor que ellos por el solo hecho de no ir. El
mismo aire de los que se tienen o se dan a sí mismos por la aristocracia moral
autojustificada, y se apartan, para no mancharse, de una comunión con gentes
condenables y de nefasta reputación.
Estos críticos practican, sin advertirlo, una curiosa forma de autoexcomunión
por motivos de virtud. Son ellos mismos quienes se apartan de la comunión y
pertenencia: "Salieron de entre nosotros porque no eran de los nuestros, si
hubieran sido de los nuestros habrían permanecido entre nosotros" (1 Juan 2,19).
"Pues este es el mensaje que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos
a otros. No como Caín que, siendo del Maligno, mató a su hermano... todo el que
aborrece a su hermano es un asesino." (1 Juan 3,11 12.15)
Prohibidísimo pues, enajenar acediosamente el corazón contra la plebs sancta y
aborrecer a los hermanos en la fe. Pues de ellos habla Juan.
Después han venido los interesados en sacar patente de corso contra los hermanos
en la fe, y han embrollado la palabra "hermano" entendiéndola como hemos visto
en brumoso sentido filantrópico. Pero en esto: "apartan sus oídos de la
verdad." (2 Timoteo 4,4)
"Con aspecto de piedad, niegan su eficacia"
En la historia de la Iglesia, los que menospreciaron a los fieles "del común",
en nombre de una fe mejor y más ilustrada, se llamaron a sí mismos gnósticos.
Diríamos hoy: ilustrados, instruidos, poseedores del conocimiento y la ciencia
de Dios.
San Pablo arroja sobre ellos acusaciones graves, afirmando que se mueven por
motivos de codicia, que son fautores de desastres en muchas familias, y que van
halagando las pasiones de mujerzuelas. Cualidades nada recomendables para
reconocerles liderazgo ni magisterio moral o religioso. Pablo pone en guardia a
Timoteo contra ellos diciendo: "siendo más amantes de los placeres que de Dios,
tendrán la apariencia de la piedad, pero desmentirán su eficacia" (2 Timoteo
3,5)
He aquí, en dos pinceladas, un retrato espiritual que es una radiografía. Estos
hombres no aman el gozo de la caridad, el gozo de Dios: son más amantes de los
placeres que de Dios. Su piedad, por lo tanto, es fachada. Es sólo apariencia
hipócrita, que conviene a sus fines terrenos. Pero de hecho se oponen a los
efectos de la verdadera piedad, los descalifican, los desdicen y hacen con ellos
todo lo que la acedia les dicta. Porque son, como lo muestra la radiografía
paulina, acediosos disfrazados de devoción, capaces de sorprender la buena fe de
Timoteo.
La pintura corresponde a los gnósticos. Gente a quienes sus conocimientos
reales o fingidos y su labia en temas religiosos, les da apariencia de
devoción y de entendidos en las cosas de Dios. Pero ellos llevan el agua
espiritual a su molino. El perfil espiritual del gnóstico es el del "mago"
Simón, personaje arquetípico que dio nombre al pecado de simonía (Hechos
8,9 24). Ellos buscan sus intereses y no los de Cristo (Filipenses 2,21).
Ananías y Safira, a su manera, inauguran un abuso del mismo estilo, queriendo
traer a Dios a sus fines (Hechos 5,1 11). Y esta actitud espiritual es la misma
que Jesús reprobaba en los escribas, quienes recababan honores y ganancia de su
saber religioso (Marcos 12,38 40)
Los gnósticos se gloriaban de su ciencia. Pero la suya era una ciencia sin
caridad, conocimiento sin amor. En su ejemplo brilla el mecanismo de la acedia:
menosprecian a los simples fieles, a quienes consideran ignorantes. Son ciegos
para la fidelidad y la caridad que hay en ellos sin tanto alarde de teologías.
Gnosis es acedia, es ciencia que extingue el gozo de la caridad. Al estilo de
las razones de Judas.
Conocimiento sin amor es el fenómeno demoníaco por excelencia. En el Evangelio,
los demonios son los primeros en reconocer y proclamar a gritos que Jesús es el
Hijo de Dios. Pero eso no los alegra, sino que los entristece y los hace temblar
(Marcos 1,23; 3,11; 5,7; Santiago 2,19)
4.15.) La corrosión del lenguaje creyente
Es un hecho en que se repara poco, pero al que bien vale la pena atender, para
comprender sus causas, entenderlo y ubicarlo.
¿Por qué las palabras más hermosas y dignas del lenguaje creyente, precisamente
las que designan las realidades más bellas y santas relativas al amor a Dios y
al prójimo, es decir a la Caridad, están como manchadas y profanadas?
Beato y beatitud, devoción y devoto, fervor, gozo, caridad, limosna,
misericordia, virtud, tradición, católico...
Beato; devoto.
Las palabras beato y devoto, por una asociación despectiva y descalificadora:
"viejas beatas, viejas devotas", se usa justamente para denigrar a un grupo
humano digno de todo honor, entre otros motivos porque brilla en él el don y la
gracia de la perseverancia en la fe (CIC 162), y de la fidelidad a través de las
pruebas de toda una vida. Y como si eso fuera poco, tienen con frecuencia el
carisma de la oración, el espíritu de intercesión, el don de piedad, la virtud
de la religión.
¿Dónde está el motivo para despreciar esos dones y obras de Dios en sus fieles
humildes? ¿Qué importancia tienen estos pequeños, estos pobres de Yavé, para que
merezcan ser tenidos en cuenta para descalificarlos cuando sería suficiente
ignorarlos? ¿Qué motivo sino la acedia puede trastocar así en motivo de
desprecio lo que debería ser motivo de aprecio? ¿Qué crimen tan grave puede
hallarse en estas almas, para descalificar tan grandes dones del Señor? ¿O por
qué la falsedad de algunas, puede dar motivo a descalificar a tantas? Por
acedia.
La acedia se impone al gozo de la caridad, y hace prevalecer la calumnia y el
desdoro sobre esta categoría del pueblo fiel.
Hay que advertir, entender y cortar este abuso del lenguaje, con firmeza y justa
indignación.
Fervor, gozo, virtud
También se da entre los fieles, y aunque parezca absurdo especialmente entre los
religiosos, el desprestigio del fervor, del gozo y de la virtud. El desprestigio
tanto de las palabras como de las realidades que ellas nombran. Porque el
desprestigio de las palabras proviene del desprecio de las realidades, y no
viceversa. Es la mente la que mancha el lenguaje; la acedia la que lo corroe y
aherrumbra. Es necesario vigilar y rechazar el uso de las palabras en su falsa y
viciosa acepción: virtud por gazmoñería o tontería. Hay que rechazar su
desviación irónica.
Las palabras santas y nobles, empiezan a usarse en sentido perverso,
significándolo con un sonsonete, y así comienza el proceso de su corrupción. Y
lo que inicia la acedia malévola, continúa usándolo el desprevenido. Hay, en
esto, descuidos culpables. Debemos sabernos y ser, reponsables del uso del
idioma. Porque el uso del lenguaje no es neutro sino eficaz. En su uso se
realiza la virtud de la veracidad. Y esta virtud aborrece denigrar con los
términos propios de la alabanza.
Aunque la perversión de las palabras provenga de la perversión de los juicios,
es verdad que una vez pervertidas las palabras, ellas arrastran y llevan detrás
de sí, sembrándola, la perversión de la opinión y del juicio. Y de la perversión
del juicio es de donde manan, como de mala fuente, todas las injusticias.
Caridad
La palabra Caridad es otra de las víctimas ilustres. Su corrupción tiene su raíz
en el rechazo acedioso de la Caridad. La acedia se entristece por el orden de la
Caridad, que es el recto orden o jerarquía de los amores, y lo rechaza.
La Caridad es "Amor a Dios sobre todas las cosas y de las creaturas por amor a
Dios." (CIC 2093)
La acedia propone, por el contrario, que es mejor amar al otro por sí mismo que
amarlo por Dios. Y el acedioso quiere ser amado por sí mismo, no por amor a
Dios. Se impugna la Caridad como un amor indirecto, de segunda. Esta impugnación
reposa sobre un gran error o sobre una gran distracción, y en todo caso sobre
una gran ignorancia de la Verdad sobre el amor.
Lo que se presenta como una defensa del derecho a ser amado por uno mismo, sin
relación a su Creador o Salvador, es, en realidad, desentenderse del orden de la
Creación y de la Redención, y por ese camino, desentenderse de un hecho de fe:
que el Amor de Dios es fuente y garantía de todos los amores, y que, por serlo
los fundamenta, los posibilita y los rige.
La Caridad es el amor a la creatura, más fiel a lo que ella es; es el amor más
veraz y fiel a su verdad. Porque la creatura es relación a su Creador y
Salvador. Ignorar esa relación es ignorar su verdad. La creatura viene de Dios,
va a Dios, ha sido comprada y rescatada por la sangre de Cristo. ¿Quién puede
pensar que la ama respetando su verdad, si aspira a la vez a ignorar sus
relaciones constitutivas con su Creador y Salvador? El que rechaza esas
relaciones como motivos de amor, no sólo se pone al margen de la caridad, sino
que está ya al margen de la fe; no sólo está lejos del buen amor, sino lejos de
la verdad.
Pretender amar a los demás por sí mismos, sin tener en cuenta su verdad de
creatura redimida, no sólo no es amarlos mejor, sino es, en realidad, odiar lo
que son y rechazar su auténtico bien, que es su relación con Dios.
Ya hemos visto que el descrédito y el menosprecio de la Caridad tiene sus raíces
culturales. Nos hemos ocupado del combate histórico entre la Caridad y la
Filantropía (Véase 4.4.). Se quiso oponer a la Caridad la Filantropía, como amor
del Hombre al Hombre por sí mismo, sin referencia a su relación con Dios,
ignorada o negada en forma más o menos explícita. Pero si amar es querer el bien
de alguien: ¿cómo se puede pretender que se lo ama si uno se desentiende de su
mayor bien que es Dios?
La respuesta a esta pregunta pondrá de manifiesto hasta qué punto la oposición a
la Caridad en nombre de la Filantropía provino de la acedia, que considera malo
al bien de la creatura. El culto de la Filantropía reposa sobre el fundamento de
la negación de Dios como bien del Hombre.
El enturbiamiento y el desprestigio de la palabra Caridad tiene su origen
histórico en esas impugnaciones.
Limosna
Una degeneración semejante ha sufrido el uso de la palabra limosna. Hoy es
sinónimo de "dádiva humillante". Pero sólo puede llegar a entenderse así esta
hermosa palabra, si antes se ha malentendido y mal practicado la hermosa
realidad que ella designa según la tradición.
Limosna, del griego eleemosyne, quiere decir "misericordia". Eleemosyne es la
palabra griega con que los Setenta, tradujeron el término hebreo Tsedakáh, que
quiere decir justicia. En hebreo no andan lejos los conceptos de justicia y
misericordia, como que son atributos divinos.
La limosna cristiana, como misericordia, es fruto de la Caridad. La doctrina
tradicional enumera tres frutos de la Caridad: paz, gozo y misericordia. Mal
puede dar humillando el que ama y se apiada.
Pero además, en la misericordia se realiza la plenitud de la justicia, porque en
ella da lo que no es debido quien no lo debe, no ya por obligación, sino por
liberalidad amorosa y caritativa. En la caridad se realiza la plenitud de lo
debido, como dice Pablo: "con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor"
(Romanos 13,8)
La limosna es, pues, sinónimo de misericordia y por lo tanto abarca el mismo
amplio espectro de obras que la misericordia: espirituales y corporales. Un
amplio espectro de formas de salir al encuentro de las necesidades del prójimo
para auxiliarlo. La Caridad es la que aproxima, aprojima, hace prójimos a los
que, si no fuera por consideración al amor que Dios les tiene, no nos
sentiríamos ni obligados, ni movidos a compadecer ni socorrer.
Hay tantas formas de limosna o misericordia como hay necesidades humanas que
socorrer. El Catecismo de la Iglesia Católica enumera: Instruir, aconsejar,
consolar, confortar, perdonar, sufrir con paciencia, dar de comer, dar techo,
vestir al desnudo, visitar a los enfermos y presos, enterrar a los muertos (CIC
2447). En la lista tradicional, tal como se encuentra en la Summa de Santo
Tomás, se enumeran las corporales: dar de comer al hambriento, de beber al
sediento, vestir al desnudo, dar posada al peregrino, visitar al enfermo,
redimir al cautivo y enterrar a los muertos; y las espirituales: enseñar al que
no sabe, dar consejo al que lo necesita, consolar al triste, corregir al
equivocado, perdonar las injurias, sufrir pacientemente las adversidades y orar
por todos.
La eleemosyne o limosna es, pues, más que una determinada obra, una actitud del
corazón ante el prójimo, que no es ciega ni insensible, sino que ve su necesidad
y trata de ponerle remedio. Es la perfección de la justicia cristiana, como lo
enseña Jesucristo: "Bienaventurados los misericordiosos" (Mateo 5,7), poniendo
como ejemplo la conducta misericordiosa del Padre (Lucas 6,36). Y como lo enseña
también Juan Pablo II en su Encíclica Dives in Misericordia (=Rico en
Misericordia). Se trata nada menos que de la justicia cristiana en cuanto debe
exceder a la de los escribas y de los paganos (Mateo 5,20.46 47), incluyendo el
amor a los enemigos.
La devaluación de esta palabra toca por lo tanto al corazón mismo del ser
cristiano y priva al lenguaje creyente de un vocablo esencial para expresarse a
sí mismo en lo que tiene de más propio y diferencial. ¿Cómo no deplorar esta
obra de la acedia que desacredita las virtudes teologales y las hace
despreciables y por fin odiosas?
Hay que reconocer que no habría corrupción del lenguaje cristiano si no hubiera
corrupción de la vida cristiana. La corrupción del lenguaje es consecuencia del
pecado. Ese es un hecho evidente. No es tan sabido en cambio el rol que
desempeña la acedia en ese deterioro de los instrumentos de expresión.
Católico, catolicismo
Los términos ´católico, catolicismo, Iglesia católica´ tienden cada vez más a
evitarse y a ser reemplazadas por ´cristiano´ y otras formas más o menos
circunlocutorias, aún dentro de la Iglesia católica y por parte de sus líderes.
Para la ideología liberal, según la cual todas las religiones son iguales y con
mayor razón son iguales todas las iglesias cristianas, la sustitución de
´católico´ por ´cristiano´, fija, en el uso del idioma, la tesis de la
indiferencia religiosa, y contribuye a difuminar lo propio y diferencialmente
católico. Lo específico católico se reduce por subsumción en lo genérico
cristiano. Y si esto se diluye todavía en lo ´occidental cristiano´, la muerte o
desaparición lingüística se ha consumado. Pero a esta tendencia lingüística más
propia de las mentalidades y hábitos mentales liberales, se suma otra, más
propia de la vertiente ideológica de izquierda. Esta, preferencia reservar el
uso de los términos católico a, catolicismo, Iglesia católica, para los caso en
que se señalan los ´abusos católicos´ y todas las leyendas negras de la historia
de la Iglesia, como precisamente opuestos a los principios y la conducta
cristiana. Por este camino, la palabra ´católico a´ terminará por irse cargando,
en un futuro, como ha ido sucediendo con otros términos, de connotaciones
negativas. El liberalismo practicó sobre todo durante el siglo pasado, la
sustitución de sentido de lo ´católico´ por lo reaccionario, oscurantista,
opuesto a la ciencia y al progreso. Y hoy, los autores ´postmodernos´ vuelven a
hacerlo.
El desprestigio de este grupo de palabras tiene serias consecuencias para el
sentido de identidad de los católicos, porque son los términos que designan
directamente su identidad, su ser diferencial.
Hemos dado una serie de ejemplos, pero uno puede preguntarse: ¿qué palabra hay
que no haya sido manchada en el vocabulario de la comunidad creyente? O, como
deploraba el Concilio Vaticano I ya en el siglo pasado ¿qué nombre de los
venerables misterios de nuestra fe no es profanado con sentidos ajenos y aún
contrarios al propio?
Resulta que tenemos un lenguaje pero que no podemos usarlo libremente, porque se
ha desdorado y manchado tanto, que a menudo nos autocensuramos, apelamos a
circunloquios, echamos mano de términos del lenguaje común (decimos amor en vez
de Caridad, por ejemplo), o tenemos que volver a explicar una y otra vez el
sentido y la definición correcta de cada término.
Afortunadamente, no faltan nunca en la Iglesia los modelos y ejemplos vivos, que
basta señalar, para remitir a las acepciones vivientes del lenguaje de la fe.
Porque así como la corrupción del lenguaje cristiano es efecto del pecado, su
purificación es obra de la santidad, que nunca falta en la Iglesia. Y el remedio
al mal que aquí nos ha ocupado, no es tanto una tarea escolar o académica, ni
siquiera doctrinal y catequística, cuanto un asunto de santidad.
4.16.) La corrosión de los signos
El lenguaje creyente no consta solamente de palabras, sino también de signos,
símbolos, imágenes, acciones simbólicas o ritos, mediante los cuales los fieles
se expresan ante Dios y se comunican entre sí.
La fe, la esperanza y la caridad hacia Dios, se expresan exteriormente en mil
formas de adoración, de alabanza y de acción de gracias. Es lógico que la acedia
se entristezca también con ese tipo de exteriorizaciones del gozo de la Caridad,
tradicionales en la Iglesia católica. Y en efecto ha sucedido así a lo largo de
la historia de la Iglesia.
La reforma protestante recapituló en gran parte lo que se había impugnado tantas
veces a lo largo de siglos. San Ignacio de Loyola elenca, en sus Reglas para
Sentir con la Iglesia, los bienes impugnados, saliendo al paso de una dolencia
ácida que ganaba en su época dimensiones sociales, culturales y políticas.
En sus reglas, San Ignacio aconseja alabar las prácticas sacramentales,
cultuales, rituales y devocionales del pueblo fiel católico. Son de alabar la
confesión y comunión frecuentes, el oir misa a menudo, los cantos, salmos y
largas oraciones en los templos y fuera de ellos, los rezos, cantos del Oficio
Divino, la vida consagrada en religión con votos de obediencia, castidad y
pobreza, la veneración de reliquias de santos y el invocarlos como intercesores,
visitas y estaciones de iglesias, peregrinaciones, indulgencias, candelas
encendidas, ayunos y abstinencias, penitencias interiores y exteriores,
ornamentos y edificios de iglesias, imágenes de santos y del Señor, preceptos de
la Iglesia, etcétera.
Lo que la Reforma impugnó primero desde dentro y luego desde afuera, lo
internalizaron más tarde de nuevo las tendencias jansenistas en la Iglesia,
continuando sus impugnaciones desde adentro. De ahí que la lista de San Ignacio
no haya perdido significación con el paso del tiempo, porque las mismas cosas
siguen siendo impugnadas hoy, y sigue siendo hoy bueno el alabarlas.
También hoy es conveniente y aconsejable alabar imágenes en los templos;
reclinatorios para que puedan arrodillarse los fieles por devoción; agua bendita
en las pilas en los templos y en casa de los fieles; alabar el ornato de los
templos, el cultivo del sentido de lo sagrado y de su expresión incluso física;
el respeto del silencio dentro de los templos; alabar hábitos religiosos y veste
clerical, velo de las religiosas y mantillas o velos de las mujeres dentro del
templo; alabar música, cantos e instrumentos sagrados; alabar venerables
tradiciones y memoria de los que nos precedieron en la fe, como son monumentos,
placas conmemorativas, aniversarios recordatorios, conservación de sus escritos
y documentos, que expresan la caridad con los que fueron y gratitud al Señor por
ellos. Alabar en fin todo aquello en lo que se goza la Caridad.
Conviene tratar aparte de cómo se presenta la acedia en la vida monacal y
religiosa. Dado que allí se busca la perfección de la Caridad, la tentación de
acedia puede agudizarse, exasperarse y revestir formas paroxísticas específicas.
Numerosos maestros espirituales nos han dejado descripciones tanto de la
tentación como del mal de acedia en la vida consagrada, así como enseñanzas y
doctrina acerca de los modos de lucha y los remedios.
5.1.) La tentación de acedia ataca al monje
Veamos aquí algo de lo que nos dicen sobre la acedia los Padres del monacato.
Casiano, Evagrio Póntico y otros Padres del desierto, ponen la acedia en
relación con ciertas horas del día. Esto se explica teniendo en cuenta los
efectos físicos de los ayunos monacales y del clima del desierto, el
consiguiente debilitamiento físico, la languidez, que predispone a la tristeza o
a la irritabilidad contra la vida monástica. "Por eso explica Santo Tomás
los que ayunan hasta el mediodía, cuando comienzan a sentirse faltos de
alimentos y afectados por el calor del sol, son atacados más vivamente por la
acedia" (Summa Theol. Q.35 Art.1 ad 2m.)
Casiano observa que: "principalmente hacia la hora sexta la hora de la siesta
la acedia tienta al monje, acometiéndolo en tiempo marcado, como la fiebre
palúdica, produciendo en su alma paciente los accesos más agudos a horas fijas y
determinadas."
El mismo Casiano considera que: "los eremitas y monjes solitarios son más
combatidos por la acedia, y que es un enemigo más tenaz y frecuente de los que
viven en el desierto." Y en otro lugar, describe a la acedia como "ansiedad de
corazón o tedio." Es ésta una denominación interesante y a tener en cuenta,
porque nos permite comprender cuánto hay de acedia en lo que llamamos
aburrimiento, ya sea dentro como fuera de la vida religiosa.
Casiano considera por último que una causa de la acedia es la falta de
aprecio por los bienes recibidos de Dios, lo cual, además de ser una ingratitud,
es causa de envidia y acedia. Es necesario apreciar los bienes de Dios en los
demás, pero no menos los que uno mismo ha recibido. Negarlos o ignorarlos es
falsa humildad y raíz de tantos males del espíritu. La ingratitud que como se
recordará es uno de los pecados contra la Caridad que enumera el Catecismo de la
Iglesia Católica, y es una de las formas o de las consecuencias de la acedia
quita la alabanza a Dios, la alegría al alma y por fin la salud al cuerpo.
5.2.) Tristeza por el bien divino
San Gregorio considera la acedia como tristeza. La distingue de otras formas de
tristeza, y entre ellas, de la envidia. Distinción que es un gran avance en la
sabiduría espiritual y pastoral de nuestra tradición y que será provechoso
recuperar.
San Gregorio enseña que la malicia de la acedia le viene de ser "tristeza por el
bien de Dios y por los bienes espirituales que están relacionados con el bien
que es Dios."
A este trastocamiento que lleva a entristecerse por el bien divino, subyace una
perversión de la percepción y del juicio creyente, una aprehensión de lo bueno
como malo y de lo malo como bueno.
5.3.) Cuadro clínico de la acedia monástica
Veamos la descripción de la acedia que hace Evagrio Póntico al describir los
"Ocho Pensamientos":
"El demonio de la acedia, al que también se le llama demonio del mediodía o
demonio meridiano, es el más pesado y duro de sobrellevar de todos (es decir de
los pecados capitales o pensamientos que atacan al monje y de los que viene
hablando). Ataca desde dos horas antes del mediodía y asalta al alma hasta dos
horas después del mediodía.
Primero produce la sensación de que el sol se hubiese detenido o avanzase muy
lentamente y de que el día tuviese cincuenta horas (¡el tiempo no pasa nunca!)
Luego lo obliga a andar asomándose por las ventanas, lo empuja fuera de su
cuarto para observar la posición del sol, para ver si falta mucho para la hora
de nona (o sea tres horas después del mediodía, hora de comer en los monasterios
de entonces en la región); o para ver si no anda por ahí alguno con quien
conversar (y pasar el tiempo encontrando algún consuelo y distracción con las
creaturas, que alivie el vacío interior y la ansiedad, el tedio o aburrimiento).
Además le inspira una viva aversión hacia el lugar donde está (el monasterio);
por su estado de vida; por el trabajo (su oficio y cargo en el monasterio). Le
inspira la idea de que la caridad ha desaparecido (Dios y su amor se han
desvanecido; ninguno me quiere); que no hay nadie que lo pueda consolar
(aislamiento interior, dificultad de comunicación, falta de esperanza de poder
salir de la desolación que disuade de comunicarla al Padre espiritual o al
Abad.)
Si por casualidad ha sucedido en esos días que alguien lo haya entristecido, el
demonio se vale de eso para aumentar su aversión. Le hace desear estar en otro
lugar (en el mundo, o en otro monasterio, en cualquier lado menos aquí), donde
se imagina ilusoriamente que podrá encontrar (allí sí) con más facilidad lo que
aquí necesita y no encuentra (por ejemplo la devoción, el fervor y el consuelo
divinos); donde podrá tener un oficio menos penoso, más entretenido o más
provechoso. Razona que servir a Dios no es cuestión de lugar, porque está
escrito que a Dios se le puede servir en todas partes (Ver Juan 4,21 26); pero
no piensa ¿por qué entonces no aquí?
Se añade a esto el recuerdo de sus parientes y de su vida anterior; le hace
imaginar lo larga que será su vida (¡si un día tarda tanto en pasar!),
poniéndole por delante de los ojos las fatigas de la vida ascética. Mueve, como
quien dice, todos los resortes para que abandone la lucha ascética (abandone su
vocación.) La descripción de Casiano coincide con la de Evagrio.
Este demonio no es seguido por otro, como pasa con los demás. Después de esta
lucha, suceden, en el alma que vence, un estado de paz y una alegría inefables".
Buen consejo final, que mueve a esperanza al así tentado.
¿Pero qué sucede si el monje no soporta tan duro embate? ¿Qué pasa cuando la ola
de la tentación da con una voluntad endeble, en vez de dar contra una decisión
dura como una roca?
San Isidoro de Sevilla se ocupa de la tibieza de los monjes en estos términos
que pintan el deterioro de una voluntad revenida: "Quienes no practican la
profesión monástica con intención inflexible, cuanto con más flojedad se dirigen
a conseguir el amor sobrenatural, tanto con mayor propensión se inclinan
nuevamente al amor mundano. Porque la profesión que no es perfecta, vuelve a los
deseos de la vida presente, en los cuales, por más que de hecho no se vea atado
el monje, pero ya se ata con amor de pensamiento. Porque el ánimo que considera
dulce a esta vida, está lejos de Dios. Y alguien así no sabe qué es lo que debe
apetecer de los bienes superiores, ni qué es lo que ha de huir en los bienes
inferiores."
Muchos de estos "desearían volar a la gracia de Dios, pero luego temen carecer
de los gustos mundanos. Ciertamente, el amor de Cristo los atrae, pero la
codicia del siglo los retrae, de modo que se olvidan de los votos que han
pronunciado porque están aprisionados por los vanos contentamientos." Así sucede
que se incurra por fin en culpa allí mismo donde se había comenzado con tanto
mérito, porque "quien ha prometido renunciar al siglo, se hace reo de
transgresión si cambió de voluntad; y así se hacen dignos de ser severamente
castigados en el juicio divino los que menospreciaron cumplir de hecho lo que en
su profesión prometieron." Se trata en efecto de un cierto menosprecio del amor
recibido, al trocarlo por el amor a las creaturas.
San Isidoro ve detrás de esto la acción del enemigo: "Con muchas argucias de
consejos, pone el diablo asechanzas para que, quienes tenían hecho voto de estar
contentos con poco y con escaseces, adquieran muchísimas cosas."
5.4.) Las hijas de la acedia
El texto de Evagrio Póntico que leímos antes, muestra claramente cómo de un
estado de espíritu nacen diversos pensamientos e impulsos. El tentado por la
acedia, ha perdido la memoria de los consuelos divinos, tiene la voluntad
debilitada por la tristeza y la ansiedad, su percepción del tiempo y de las
relaciones está alterada y su inteligencia y juicio embotados. Se siente
atormentado por la pérdida de vista del Bien divino y tentado de ir a buscar
consuelo en las creaturas. Está ansioso, hastiado, y no encuentra satisfacción
ni en su trabajo, ni en sus hermanos, ni en el lugar donde vive. Su alma está,
como la describe San Ignacio de Loyola: "toda perezosa, tibia y triste.
Esta realidad la expresan autores espirituales refiriéndose a los efectos de la
acedia como a las hijas de la acedia, designando así los pecados y males
múltiples que nacen de ella:
San Isidoro de Sevilla dice que de la acedia nacen siete vicios:
·
·
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·
·
·
·
Parece que San Isidoro atiende en esta lista a los impedimentos que la acedia
pone para la oración, y los defectos que produce en ella. En cambio, parece que
San Gregorio, en la lista de hijas de la acedia que sigue, atiende a efectos más
generales.
Según San Gregorio, las hijas de la acedia son seis:
·
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·
·
Si se compara estas listas con el retrato del monje aburrido, perezoso y tentado
de acedia que nos pintó Evagrio, puede comprobarse que son el resultado de una
atenta observación y sistematización de la experiencia espiritual.
Nótese por fin, que la acedia se agudiza por las privaciones y el ayuno, es
decir por la mortificación de los apetitos corporales, lo cual desata el
conflicto de estos apetitos contra los del espíritu que les son contrarios.
(Gálatas 5,17) Esta es la lucha del monje.
5.5.) Acedia en la Vida Religiosa apostólica
Además de la acedia monástica, ya bien descrita por los Padres del Desierto, hay
muchas otras formas de acedia que hacen sus estragos sin que se las reconozca,
porque no se las ha descrito en sus formas variantes. Los Padres del desierto
nos han dejado una precisa descripción de cómo la acedia ataca al monje, pero se
engañaría quien pensase que sólo a los monjes los acecha ese mal y que ataque a
todo el mundo sólo con esos síntomas.
En la vida monástica la acedia se observa en condiciones de
laboratorio. Sin embargo, no es tentación exclusiva de religiosos contemplativos
y monjes de clausura. Con algunos rasgos diferenciales puede observarse en la
vida de todos los religiosos y demás creyentes. Pero la tentación de acedia se
presenta mucho más intensa y violentamente cuando el alma se propone avanzar por
el camino de la Caridad, como es el caso de los religiosos, que aspiran a la
perfección.
En los religiosos de vida activa la tentación de acedia se disimula a veces bajo
las formas de su actividad apostólica, que extremada y transformada en
activismo, conduce al abandono de la oración y a una efusión pelagiana en la
acción, como si de ella fuese a provenir el fruto espiritual.
Las Virtudes Teologales pueden languidecer en el alma del apóstol, cuando éste
se pone a sí mismo o se busca a sí mismo en la acción apostólica, olvidándose de
la gracia eficaz para confiar en la eficacia de su acción propia; o lo que es
más grave, desviando la acción apostólica de sus fines últimos hacia sus propios
fines.
En la acción apostólica se puede buscar uno a sí mismo. Puede buscar el éxito en
las propias tareas apostólicas, la consideración, el reconocimiento y el
respeto, en una palabra, no tanto ni en primer lugar la gloria y santificación
del Nombre del Padre cuanto el propio buen nombre y prestigio.
Entre los religiosos de vida activa, donde la acción es importante, puede
buscarse la dominación y es más fácil aspirar al mando bajo apariencia de bien,
ilusionándose en que bajo el propio mando se hará más bien y mejor.
Por fin, como las obras apostólicas implican muchas veces el uso de cuantiosos
bienes económicos y materiales, puede cobijarse de este modo, fácil e
inadvertidamente, la codicia y el deseo del lucro en el corazón de los
religiosos activos, no sólo en individuos aislados, sino incluso a nivel
congregacional.
Por todas estas puertas, los religiosos de vida activa pueden volver a
instalarse en el mundo que habían dejado. Como dijimos antes, pero parece
oportuno reiterarlo aquí: lo mundano se reencuentra y se reinstala en el ámbito
congregacional, y es ahora allí donde se busca el lucro, el vano honor y el
poder. En ese mundo que conserva una apariencia eclesiástica, se sigue usando
las etiquetas de la piedad para encubrir la búsqueda de sí mismos y los
negociados de los propios intereses en vez de los de Cristo, pero en él ha
desaparecido el gozo de la gracia. Prospera allí la acedia que se ensombrece
ante los gozos auténticos de la caridad, como ante un reproche a su falsía. Unos
fervores y unos entusiasmos pelagianos, en la realización de los propios planes
y propósitos, son los sucedáneos del consuelo de la gracia.
Y cuando se extinguen hasta estos fuegos fatuos de fervores humanos entre las
últimas cenizas del amor divino que ya no quema el corazón, y dado que éste
necesita algún calor, se le proporciona el de las emociones que ojalá sean
siempre inocentes de la industria del entretenimiento. Da pena ver a
religiosos llamados a ser agentes de la Civilización del Amor, convertidos en
espectadores pasivos, absortos en la contemplación del espectáculo de este
Mundo, en éxtasis ante la televisión como ante un sagrario.
Un ejemplo actual
"A los dos años de haber profesado, me llegó el primer traslado. Destino:
Capital Federal. Ciudad que nunca me gustó por la aglomeración de gente, por la
misma idiosincrasia de sus habitantes, y porque estando en medio de una
multitud, uno puede llegar a sentirse angustiosamente solo, tal es la
indiferencia para con los que pasan al lado.
Inconscientemente, ese rechazo lo trasladé al plano espiritual, de tal manera
que para mi sensibilidad, uno era el Jesús provinciano, y otro el capitalino.
Para poder rezar, necesitaba cerrar los ojos, "viajar" a la Capilla de nuestra
Casa Madre, y olvidarme del Jesús" porteño, cancherito y sobrador" que me
imaginaba tener delante.
Cada vez se me fue haciendo más difícil la oración. El sagrario era simplemente
una caja, vacía de contenido y significado, ante la que "perdía" una hora diaria
sólo porque mis formadoras habían insistido siempre en que no abandonara esa
hora por nada del mundo. En realidad, lo que me empujaba a perder la hora, era
más la fe en ellas, que no la fe en Dios y en su Presencia. No pasó mucho hasta
que este vaciamiento alcanzara también a la celebración Eucarística y demás
actos de piedad. Me resultaba ridículo ese hombre que, todos los días, se
disfrazaba con tanto trapo, para hacer siempre lo mismo, decir siempre lo mismo,
y en definitiva, nada útil. Me acercaba a comulgar porque recordaba haber estado
en mi sano juicio cuando lo hacía con fervor, y que si realmente había algo de
cierto en lo que entonces había creído, llegaría el momento en que todo volvería
a ser como antes. El Sacramento de la Reconciliación, era una obligación más, y
no la más grata por cierto, pero al que en ningún momento logré ver como mi
tabla de salvación. El Rosario, rezado en comunidad, era lo más monótono y
enfermante del día. Es cierto que lo rezábamos demasiado ligero pero, como a
todo lo demás, veía ridículo hacerlo de ese modo. Sin embargo, si por alguna
razón debía rezarlo sola, lo más frecuente era que, directamente, lo suprimiera.
Lo mismo con la Liturgia de las Horas.
Creo que todo esto despertó en mí el deseo de huir de alguna manera. Y así
terminé dejando mi tendencia natural al silencio y a la lectura, supliéndola con
largas mateadas con las chicas del interior que vivían con nosotras, sumándome a
cuanta salida hubiera que hacer a la calle aunque volviera aturdida con la
ciudad y, lógicamente, el televisor...
En cuanto al apostolado, llegué a temer las horas de Catequesis con el
Secundario. Iba tensa y volvía deshecha. No podía entregar lo que no tenía. Y
con las alumnas estaba a la defensiva: temía que hicieran preguntas, que
emitieran opiniones y "me mataran" lo poco o nada que me sostenía.
No sabría decir exactamente, cuánto tiempo estuve así, pero sí que fue la mayor
parte del año. Los Ejercicios anuales no pasaron de ser "un respiro", en el que,
por muy corto tiempo, todo volvía a tener algún sentido. No tardé mucho en
volver a caer en el mismo cuadro.
Estando así, llegó el tiempo de presentar la solicitud de la Renovación de
Votos. Tuve fuertes tentaciones de no hacerla, pero una y otra vez me venía a la
memoria la frase que un sacerdote el que me había bautizado me dijera antes de
ingresar en la Congregación: "El Señor es el menos interesado en que te
equivoques. Si buscas sincera y honestamente cumplir su voluntad, ésta se te
manifestará en tus Superiores". Finalmente tomé coraje y la presenté, convencida
en mi interior de que no me aceptarían. ¿Cuál no sería mi sorpresa cuando,
después de dos meses o más, la Secretaria General me notificaba que había sido
aceptada!
A partir de ese momento "algo" se liberó en mí. Me sentí más liviana y como un
rayito de luz que entraba de a poco en mi mente y en mi corazón, y me permitía
ver que el mismo Dios que me había elegido seis años atrás, volvía a elegirme
ahora. Y comencé el camino de retorno a Él."
Análisis del caso
Este ejemplo presenta un proceso de ingreso en, y de salida de un estado de
acedia. Obsérvese lo siguiente.
El punto de partida parece ser un cambio de destino, resistido, o por lo menos
no vivido con motivaciones sobrenaturales, por lo cual el espíritu de la joven
religiosa queda a merced de prejuicios, sentimientos y razones puramente humanas
que bloquean las perspectivas espirituales y apostólicas del Reino. Los
sentimientos provincialistas y antiporteños son sentimientos mundanos,
contrarios a la caridad universal y bloquean en el corazón de la joven religiosa
el surgir de los gozos de la caridad que pudieran provenir de su nueva
situación. Queda inhibida así su creatividad espiritual y se inicia un proceso
de involución mundanizante. Dar auténticas motivaciones sobrenaturales de todo
cambio de destino, sobre todo a religiosas jóvenes, es cosa que los superiores
no deberían descuidar. Pero a veces, a nivel congregacional, son cosas que,
erróneamente, se dan por supuestas o se imparten de manera puramente formalista
y exterior.
Nótese la capacidad creadora de lenguaje despectivo, que expresa, en forma
burlesca y agresiva, un interno despecho, proveniente el estado de acedia. En
este caso, la religiosa manifestaba raramente esas expresiones y ellas eran
invento y creación suya. Pero cuando abundan los casos en una comunidad, o
cuando uno de sus miembros hace proselitismo de su acedia, el lenguaje puede
socializarse y las expresiones burlescas se enseñan y se aprenden de otros. Así
se convierten en modo de hablar, en cultura de la acedia dentro de la vida
religiosa. Recuerdo el caso de un joven sacerdote que, muy celebrado por sus
compañeros, zahería la liturgia tradicional diciendo: "Y levantando los ojos al
cielo... ¿qué vió?: ¡las vigas del techo!..."
En nuestro ejemplo, tanto la dolencia espiritual como su verdadera entidad de
mal de acedia, pasaron inadvertidas, tanto a la misma religiosa como a su
superiora y hermanas. No estaban preparadas doctrinalmente para reconocer el mal
y buscarle remedios. Esta impreparación, es responsable de muchas "pérdidas de
vocaciones". En las encuestas y análisis sobre los motivos del abandono de la
vida sacerdotal y religiosa, los encuestadores, por la misma ignorancia, se van
detrás de pistas secundarias o falsas.
A falta de auxilios exteriores, en el caso de esta religiosa, el remedio le
viene desde dentro, por la acción del Espíritu y la gracia. Se ha de notar el
papel que tiene la memoria en ese proceso. Memoria de pasadas comuniones y de
tiempos de gracia vividos en su historia. Memoria del dicho de un sacerdote,
hombre de Dios que motiva la interpretación espiritual de la concesión de los
votos.
Una forma de acedia: la acedia docente o escolar
Tras la primera edición de En mi Sed me dieron vinagre, lectores amables me han
hecho llegar "muestras" de acedia, de las más diversas formas, recogidas en
diversos terrenos de la vida eclesial de hoy. Sensibilizado para el tema, yo
mismo he podido advertir su presencia y distinguir sus formas propias en
situaciones matrimoniales, familiares, comunitarias, congregacionales,
presbiterales, parroquiales... Se va dibujando así ante mis ojos una variada
morfología de la acedia, de la que quiero compartir aquí un capítulo.
Intento presentar ahora la que llamaré acedia escolar, docente o colegial. Es
una tentación propia de religiosos docentes. Me refiero a los que enseñan, por
carisma congregacional, en colegios, escuelas y otras instituciones de
enseñanza.
Como veremos en el capítulo 7º, la acedia nace de los apetitos de la carne
mortificados por los del espíritu. Así la acedia monástica nace con motivo de
los ayunos, el aislamiento, la soledad, el silencio y la renuncia de los
consuelos de este mundo, propios de la vida monacal.
Pero la vida docente en colegios y en comunidad religiosa, no es menos ardua y
exigente. Aunque los motivos sean otros, también la vida docente mortifica la
carne, exige la renuncia de sí mismo y se presta, por eso, para engendrar acedia
hacia la vida y las actividades propias de esa vocación.
Esos motivos de acedia escolar, algunos de los cuales voy a enumerar a
continuación, han de ser superados cultivando la mística de la vocación docente,
una fuerte espiritualidad y un encendido fervor apostólico docente. Para ello
uno ha de estar alerta acerca de los motivos y embates de la acedia y se ha de
remotivar permanentemente en el carisma propio.
Si no se reconocen los casos individuales de acedia y si no se los trata a
tiempo, la acedia escolar puede convertirse en epidemia y afectar a toda una
congregación. Puede llegar a institucionalizarse y a racionalizar sus motivos,
declarando irracionales los derroches y los sacrificios del amor docente.
Motivos clásicos de la acedia escolar
Siempre ha sido tarea ardua enseñar en un colegio. No todos, ni en toda
circunstancia, han sido capaces de vivir alegre y entusiastamente las renuncias
que exige la disciplina escolar: la servidumbre escolar: el cepo de los horarios
escolares durante todo un año lectivo; la fatiga escolar: que se acumula y se
hace aplastante hacia fin de año; la claustrofobia escolar: la monotonía de las
horas, días y semanas entre los muros del colegio, que pueden llegar a
experimentarse como un horizonte estrecho y hasta como el encierro de una
prisión; el esfuerzo escolar: las fatigas del aula; la preparación de clases y
la corrección de los deberes y ejercicios de los alumnos; la formación
pedagógica permanente que exige estudio y continua actualización de los
conocimientos; la ascesis escolar: la abnegación necesaria para superar
serenamente los problemas y conflictos de disciplina que se plantean
incesantemente en el ámbito colegial; la neurosis escolar: la depresión o la
sensación de sinsentido después del fin de cursos, cuando el colegio queda
vacío...
Todos esos han sido siempre motivos de acedia escolar. En todos los tiempos hubo
docentes amargados por alguno de semejantes motivos, y los recuerdan siempre sus
alumnos.
Más motivos, actuales, de acedia escolar
Pero en las circunstancias del mundo actual los motivos de la acedia escolar
tienden a agudizarse y diversificarse. Diríamos que la acedia aggiorna sus
motivos, amplía y diversifica su repertorio. A ello contribuyen muchos factores.
La disolución familiar multiplica los niños problema. Éstos, que eran antes
excepción, ahora son en algunos lugares tan numerosos que parecen ir rumbo a
convertirse en desalentadora mayoría. Los nuevos "huérfanos de padres vivos",
como los ha llamado Juan Pablo II en su Carta a las Familias, se hacen a veces
tan difíciles de manejar como las tunas. Estos "abandónicos" (vulgo guachos,
proverbialmente mal agradecidos) se cobran a menudo de la autoridad docente las
deudas que sienten que les debe la autoridad paterno materna; y con la
característica injusticia y crueldad infantil, suelen desahogar en sus maestros
los rencores que abrigan contra sus padres. Son las antípodas del alumno
agradecido que hace tan gratificante el ejercicio de la vocación docente. Bastan
unos poquitos, a veces uno, para arruinar con su inconducta la atmósfera del
aula.
A esas actitudes hostiles, a los problemas de conducta con que se expresa esa
hostilidad y a los consiguientes cortocircuitos disciplinares, se suma la
creciente desmotivación infanto juvenil para el aprendizaje. Algunos hablan de
un ´derrumbe espectacular´ de los niveles tanto del interés por, como de la
capacidad para aprender. Según me confiaba afligido un viejo maestro: "El
rendimiento intelectual no ha dejado de descender por décadas y no se sabe
cuándo tocará fondo".
Pero el desinterés de los jóvenes es particularmente doloroso para los
religiosos cuando se lo encuentran, redoblado si es posible, en las clases de
religión o catequesis; precisamente allí donde ellos aspirarían a comunicar a
las nuevas generaciones los misterios que les son más entrañables y que
constituyen los motivos últimos de su consagración religiosa. Cierta vez me
llamaron a tomar las clases que había dejado una religiosa, la cual había
entrado en crisis de fe debido a la indiferencia de sus alumnos de catequesis.
En este caldo cultural proliferan problemas aún más graves que los de disciplina
en el aula, el deterioro del clima docente, el desinterés y el bajo rendimiento
intelectual. Me refiero a las relaciones afectivas y emocionales prematuras, de
las que fácil e insensiblemente se pasa a la disolución moral. Los "abandónicos"
(insatisfechos afectivos crónicos), se convierten en esos adolescentes que vemos
"arreglarse" precozmente, y que a falta del amor de sus mayores, buscan
ávidamente el de sus semejantes. Cuanto mayor ha sido el abandono
paterno materno más precoz parece ser el desquite afectivo que se procuran estos
casi preadolescentes, con la captación de una parejita. Dentro de ese contexto
tienen lugar las relaciones sexuales prematuras y los igualmente prematuros y
catastróficos embarazos precoces.
Junto con la insatisfacción afectiva, entra también el sinsentido en el corazón
de los jóvenes y los arrastra en forma creciente a la droga y en ocasiones
también al suicidio.
¿Puede imaginarse el ambiente de un aula donde, a la distracción crónica que
introduce la preparación del viaje de fin de año, se suma el bombazo de una
compañera embarazada por un compañero, o el escándalo de ribetes policiales que
provoca un condiscípulo cuando se descubre que se drogaba y pasaba droga? ¿Qué
paz tienen esos corazones adolescentes para interesarse por las materias
curriculares?
Evidentemente, estamos en otros tiempos. En la institución escolar de nuestros
días se plantean, debido a estos nuevos hechos, situaciones para las que nadie
estaba preparado. Ni a nivel de la misma institución colegial, ni muy a menudo a
nivel de las instancias de conducción o gobierno escolar: civiles y/o
congregacionales. Se genera así una incómoda y frustrante sensación de
impreparación o incapacidad ante situaciones que parecen desbordar a todos. Una
ola contracultural parece arrasar todos los diques escolares y ponerlos en
evidencia como insuficientes, ineptos y anticuados. ¿Para qué seguir gastando el
tiempo y la vida en esta tarea frustrante y en apariencia cada vez más ineficaz
e inútil?
Los problemas que venimos enumerando son potencialmente aún más conflictivos
porque, habiéndose resquebrajado la unanimidad de los juicios, no sólo morales
sino también psico pedagógicos, las medidas que toman ante ellos las autoridades
del colegio pueden y suelen ser criticadas y condenadas por los padres, por
docentes, y a veces, ni siquiera gozan de la unánime conformidad de la comunidad
religiosa. La demagogia de muchos docentes los impulsa a condescender y a ceder
sin límites ante los desbordes juveniles y los jaques culturales. Eso no
facilita las cosas a los pocos que sienten que deben resistir y mantener ciertas
exigencias aún a costa de ser impopulares. ¿Habrá que seguir luchando con
molinos de viento?
Las cosas se complican aún más, cuando, en ocasión de los flirteos con la
marihuana o de la drogadicción de algunos alumnos, se entra en terrenos donde se
puede incurrir en delito o en riesgoso contacto con la corrupción de autoridades
o funcionarios policiales y hasta judiciales. ¿Qué hacer con esos forasteros que
rondan las puertas del colegio pasando droga y de los que se desentiende todo el
mundo, hasta la policía?
Súmense los conflictos con padres que transfieren al colegio la culpa por la
educación que no supieron dar ellos mismos a sus hijos. También de parte de
estos padres "abandonadores", le llegan al docente reproches en vez de
agradecimientos.
Dentro del mismo cuerpo docente no faltan los conflictos y motivos de acedia.
Los religiosos están en una delicada situación de colegas con sus codocentes
laicos. En el colegio repercuten las medidas de paros sindicales, que exigen
cada vez negociaciones y acuerdos. Suele haber también situaciones difíciles en
ocasión de despedir docentes, de redistribuir horas dejadas por un docente que
se retira, de incorporar a alguien nuevo en su lugar, de nombrar o ascender
personal a cargos de dirección.
Por si todo esto fuera poco, ha venido a sumarse la creciente complejidad de la
legislación y reglamentación escolar. La responsabilidad legal y hasta penal que
puede derivar de accidentes ocurridos dentro de la escuela, hace que aún
incidentes nimios hayan de ser tratados cautelarmente como graves.
La Ley Federal de Educación ha significado en la Argentina un jaque a todos los
niveles: desde el edilicio, pasando por el ingente papeleo burocrático, hasta la
sobrecarga que exige el estudio de los mismos y/o la asistencia a los cursos de
capacitación o reciclaje. Esta nueva Ley ha trasmitido algunos metamensajes
negativos, aptos para sembrar desánimo entre docentes y directivos. Uno de ellos
es la implícita evaluación negativa de todo lo que se sabía y trasmitía durante
años. Otro, la obsolescencia e inutilización por vía legal, de la capacitación
de algunos docentes. En algunos de ellos, especialmente los más antiguos, al
desánimo por tener que reemprender a su edad un reciclaje profesional exigente,
se suma el hecho de que ven amenazadas sus fuentes de ingresos para la
supervivencia familiar, a la que ya estaban atendiendo con una máxima carga
horaria.
Otra fuente de preocupación: en algunas provincias las autoridades recortan,
retacean, mezquinan o retrasan los pagos de aportes del gobierno. O los vinculan
a tales condiciones que de hecho lesionan el principio de libertad de enseñanza.
Se practica una cierta extorsión administrativa sobre la enseñanza eclesial.
Estas vejaciones económicas agregan un factor más de preocupación administrativa
a los religiosos, a la vez que de irritación a su personal docente laico por
más fiel y adicto que sea a la institución escolar cuando ve retrasado el pago
de sus haberes. También estos malestares refluyen sobre el ánimo de los
religiosos.
A veces, los cambios de legislación y reglamentaciones, se convierten en un
verdadero jaqueo legislativo que mantiene continuamente en vilo a los
responsables y obliga a movilizaciones desgastantes y fatigosas a la larga.
Desde el Congreso sobre la Educación parecería que no ha cesado ese jaque
educativo en la Argentina.
El frente interno
Por fin, aunque no sea lo menos importante, están los motivos comunitarios y
congregacionales que preocupan o entristecen. En los colegios o comunidades
docentes el número de religiosas/os que componen la comunidad, lejos de crecer
va disminuyendo, a veces drásticamente; donde amenaza seguir disminuyendo a
falta de relevos en el horizonte, la sobrecarga de trabajo llega a ser agobiante
y esa falta de perspectiva de relevos desmoraliza y causa desesperanza. Cada vez
más tareas y problemas recaen sobre las espaldas de cada vez menos hermanas. La
fatiga de las hermanas que llevan el peso de los colegios se agrava en el caso
de hermanas jóvenes que, además de una carga horaria docente respetable, están
realizando paralelamente cursos de capacitación; o en el de hermanas directoras
ocupadas en cursos de reciclaje para adaptarse a la nueva Ley y en la
presentación de proyectos educativos que van y vuelven con observaciones y
nuevas exigencias.
Pongamos por fin las dificultades para cultivar el espíritu y la mística de la
propia vocación. No es fácil encontrar directores espirituales o confesores ni
animadores espirituales en localidades pequeñas y alejadas; ni el tiempo para
nutrirse con buenas lecturas que alimenten luego la oración. Esto despierta en
los religiosos más responsables y celosos por su vida de piedad, sentimientos de
culpa por el déficit en los ejercicios espirituales; la sensación de propia
imperfección y la insatisfacción consigo mismo al no lograr superar los propios
problemas espirituales y aún morales. Al frente de lucha de los motivos
exteriores se suma este otro frente interior de motivos de acedia, que impiden o
destruyen la consolación y el gozo de la caridad. En estas situaciones prolifera
fácilmente la desesperanza, la tibieza real o sentida, la instalación en estados
permanentes de desolación que son potencialmente destructores y peligrosos para
la vocación de las más jóvenes y para la alegría en su vocación de las mayores.
Sobre estas situaciones se instala fácilmente la acedia, la tristeza en vez del
gozo por su vocación y su tarea docente.
Algunos rasgos de acedia docente
La enumeración de los motivos ya permite imaginar muchos rasgos posibles de la
acedia docente. He aquí algunos, espigados entre las "muestras" recibidas.
Hemos llamado la atención más arriba sobre la capacidad creadora de lenguaje
despectivo de la acedia. Cuando se pierde la devoción fácilmente se moteja y se
hace burla de los demás y pulla de lo que la alimenta. Así, la acedia escolar,
entre otros motes ha creado el de: conventillo escolar, para referirse a la
institución y sus conflictos. Es un ejemplo, al que sin duda los familiarizados
con el ambiente podrán agregar un montón.
Alguien sentirá que está "fuera de foco" y que no coinciden sus intereses
personales con el mundo escolar. No consigue apropiarse la misión docente. O
sentirá rechazo por la comunidad escolar motejándola de diversas maneras. No
verá ni estará dispuesto a reconocer intereses o motivaciones nobles y
verdaderas en los demás, juzgando cualquier tipo de comentario o consulta como
chusmerío docente.
Se atormentará con los juegos de prestigio y poder que se juegan en las
instituciones humanas y también en las docentes. Y si es directivo tendrá que
tomar decisiones a pesar de su fastidio y sus temores; incluso previendo, con
juicios temerarios de por medio, las reacciones de fulano y mengano.
Se tomará la falta de madurez propia de los adolescentes como maldad, casi se
diría que ontológica, contra la que no se puede luchar.
Experimentará deseos de huir de esa realidad escolar. Le resultará imposible
verla como un campo idóneo para un trabajo apostólico y misionero. No logrará
ver la obra de Dios presente, sin embargo, en algunos miembros por lo menos, de
su comunidad educativa.
En fin, y en pocas palabras, tendrá más ojo para los males que para los bienes
de la obra apostólica docente. Y cuando a pesar de todo, vea algún bien, no
encontrará gozo en él, pues es posible que lo perciba como ´logro de los demás´,
que pone en evidencia el propio fracaso. Ya no le alegrarán los triunfos de la
propia ´camiseta´. Podrá cobrar tirria a las entregas de premios, etc.
No es de extrañar que de aquí pueda surgir una ´doctrina´ bastante bien
articulada que racionalice la inutilidad de los colegios y la necesidad o la
conveniencia de dejarlos. O por lo menos se exprese dubitativa y
cuestionadoramente sobre estos asuntos.
Tentaciones de fuga con apariencia de bien
Si nuestro lector está familiarizado con el ambiente de un colegio gestionado
por una comunidad religiosa docente, estos hechos no le serán desconocidos y
podrá sin duda completar el elenco. Los he enumerado, hasta la saciedad, para
señalar que la sumatoria de todos ellos, hace hoy de la vocación docente una
situación tanto o más propicia a la acedia que la de un monje estilita en la
peor canícula del peor desierto.
Y así como entre los monjes la acedia producía la tentación de fuga, las
tentaciones de fuga individuales o colectivas son numerosas y diversas en la
vida docente. Para reconocerlas como tentaciones, puesto que son todas nobles y
buenas, racionalmente inobjetables, basta con fijarse en un solo signo: no van
ni llevan hacia el colegio, sino que sacan y "salvan" de él.
Una forma de la tentación de fuga que llega a caballo de la acedia podrá ser la
vida contemplativa. Otra podrá ser la reorientación hacia un concepto más amplio
de educación. Otra, todavía, la opción por los más pobres y el dejar los
colegios para ir a insertarse en las Villas o en parroquias suburbanas, para
atender un dispensario o tomar algunas horas de catequesis. Estos son los casos
más nobles y los más peligrosos, porque como tentaciones bajo especie de bien,
llegan fácilmente a insitucionalizarse.
En los demás casos, se asiste al repliegue liso y llano sobre los propios
intereses. Se obtiene algún título que permita salir e insertarse en el mundo
laboral. Algunas veces, ¡oh ironía del destino! en algún colegio de la
congregación que se abandonó.
Acedia escolar congregacional
Con este libro queremos llamar la atención sobre las formas sociales y
culturales de la acedia. Particularmente grave es la situación cuando la
tentación de acedia escolar, deja de ser asunto privado, de un religioso en
particular, y se congregacionaliza. Es decir, cuando ya no es un individuo sino
una comunidad y hasta toda una congregación, la que está afectada, sin
advertirlo, por una forma socializada e institucionalizada de acedia escolar.
Entonces, la institución, no sólo ya no ayudará a los individuos a discernir y
vencer la tentación, sino que la sembrará activamente en sus miembros,
desalentará a los fervorosos, culpabilizará a los que aún quieran cultivar la
mística de su carisma y llegará incluso a convertir su tentación en doctrina;
racionalizará sus deserciones y terminará dejando los colegios, convencida de
que está prestando un servicio a su congregación y a la Iglesia. Nada
significará para ellas que, desde el obispo hasta el último fiel, todos
manifiesten su dolor por el cierre del colegio. ¿No es bien posible que en
muchos casos de abandono de instituciones escolares y de crisis de
congregaciones educativas ocurridos en las últimas décadas, haya intervenido la
tentación que tratamos de señalar aquí?
Está muy amenazada hoy la alegría de la vocación docente en un colegio de una
congregación religiosa. Las religiosas del colegio tienen que presenciar a
menudo que, habiendo alcanzado la acedia a superioras y formadoras, éstas no
quieren que sus jóvenes "sufran lo que yo sufrí en aquél colegio"; por lo que
las envían a alguna pequeña comunidad inserta en medios populares; tratan de
reorientar desde la formación el futuro de la congregación hacia otros rumbos y
se desentienden de los reclamos de las que aún creen en los colegios que quiso
el fundador.
En algunas congregaciones, donde la acedia docente institucionalizada ha ganado
a superioras mayores y formadoras, las hermanas que llevan el peso de los
colegios tienen que mirar con hambre y desde lejos a un puñadito de hermanas
jóvenes que están en formación... para otra cosa. El metamensaje es claro e
hiriente.
La acedia institucionalizada formula profecías contra los colegios y su futuro,
o mejor dicho, profetiza que no tienen futuro. Y pone todos los medios para
realizar esas profecías, aplastando toda resistencia que pudiera demostrarlas
falsas. Los que en medio de todo esto aún encuentran el gozo de la caridad en su
vocación docente, están hoy en un huerto de los olivos.
Conclusión
He tratado de describir los motivos y formas del tipo de acedia que ataca a la
vocación docente de religiosos y congregaciones religiosas. He mostrado cómo los
motivos de acedia se agigantan debido a la lucha contracultural moderna y
postmoderna y cómo logran su objetivo desanimando y entristeciendo a educadores
y congregaciones educativas católicas. La sumatoria de esos motivos constituye
una presión muy fuerte que ha empujado y de hecho amenaza con seguir empujando a
la acedia escolar a muchos religiosos docentes. Conforma una cierta atmósfera de
acedia escolar que puede contagiar a enteras congregaciones enseñantes y puede
escalar hasta sus gobiernos congregacionales.
Sobre esa tentación de acedia llegan cabalgando diversas tentaciones,
individuales o colectivas, que cohonestan la fuga y la deserción del frente de
lucha docente: la vida contemplativa, el concepto amplio (el otro es tácitamente
calificado de estrecho) de educación, la opción por los pobres y la inserción en
los medios populares, etc.
Es necesario advertir el fenómeno espiritual y combatirlo con medios
espirituales. En lugar de desertar el frente de lucha, hay que concentrar las
fuerzas y hacer un esfuerzo doblemente lúcido y creativo para poner sobre nuevas
bases las obras docentes y asegurar su libertad docente frente a los intentos de
sojuzgamiento o liquidación que provienen de la cultura dominante.
6.1.) Razones contra gozo
Dice San Ignacio de Loyola que es propio de Dios y de sus Angeles, en sus
mociones, dar verdadera alegría y gozo espiritual, quitando toda tristeza y
turbación inducida por el enemigo. Y que lo propio del enemigo es tratar de
turbar y entristecer al alma, militando contra las alegrías y gozo de la
Caridad. Esta regla de discernimiento, sin nombrarla, de hecho describe la
acedia como fenómeno espiritual.
San Ignacio observa que el instrumento del cual se vale el enemigo de la caridad
para sembrar tristeza y turbación en el alma consolada, es de orden racional:
razones aparentes, sutilezas y engaños repetidos. He aquí el texto de la regla
ignaciana de discernimiento a que nos referimos:
"Propio es de Dios y de sus Angeles en sus mociones dar verdadera alegría y gozo
espiritual, quitando toda tristeza y turbación que el enemigo induce, del cual
es propio militar contra la tal alegría, trayendo razones aparentes, sutilezas y
asiduas falacias."
Lo que San Ignacio describe en esta regla, es precisamente el ataque de la
acedia contra la caridad en su forma más refinada. Ignacio observó y hace notar
en sus reglas de discernimiento, que el arma del enemigo contra el gozo, es de
orden intelectual: la razón, los pensamientos; y que esos pensamientos serán
tanto más peligrosos y engañosos, cuanto más apariencia de verdad y de bien
tengan.
Un ejemplo arquetípico que ilustra la mecánica de esta tentación es la escena de
la Unción en Betania. (ver 2.1.) Hemos visto cómo Judas se opone al gozo de la
misericordia en nombre de la misericordia y con argumentos de misericordia. Su
desamor es fecundo en encontrar razones y pretextos contra el amor, y es hábil
en revestirlos de apariencia honorable. En realidad no tiene otra cosa que
oponerle sino razones. Razones de la hipocresía que son sólo excusas.
Donde el enemigo encuentra gozo de la caridad, acude con su jarro de vinagre
ideológico.
San Ignacio ha descrito en su Regla una ley del acontecer espiritual que se
comprueba, además, tanto en la experiencia de los Ejercicios Espirituales como
de la vida corriente: a la inspiración inicial se le opone casi inmediatamente
un "pero", una objeción; al buen deseo le asalta una duda, una pregunta, o
simplemente una acusación descalificadora; al llamado de Dios, razones y
objeciones; "Señor, soy un muchacho, no sé hablar" (Jeremías 1,7 9, ver Exodo
4,1.10 11; Isaías 6,5).
Escrúpulos
Otra ofensiva de esta misma índole contra el gozo de la Caridad son los
escrúpulos, cuya naturaleza es la misma: un pensamiento que milita contra el
gozo del alma justa:
"Si ve (el enemigo) que un alma justa no consiente en sí pecado mortal ni venial
ni apariencia alguna de pecado deliberado, entonces el enemigo, cuando no puede
hacerla caer en cosa que parezca pecado, procura (por lo menos) hacerle poner
pecado donde no hay pecado, así como en una palabra o pensamiento mínimo."
Ya se deja ver la condición sádica de la acedia del enemigo y su ensañamiento
contra el gozo de la Caridad.
Los escrúpulos enseña San Ignacio por un tiempo, aprovechan al alma. Pero
hay almas a las que los escrúpulos, convirtiéndoles el gozo de la gracia en
tormentos de ley, pueden disuadirlas del camino del fervor de la caridad y la
amistad con Dios. El tormento de los escrúpulos puede llegar a hacer odiosa la
amistad de Dios y precipitar al alma en la acedia, o alejarla del camino
ascético y hacerla volver a derramarse en las cosas.
Esta doctrina ignaciana de discernimiento es necesaria para preservar el gozo de
la caridad, y la caridad misma, contra los ataques abiertos o embozados. Los
pensamientos y razones aparentes que se presentan al alma como buenos y santos,
son sin embargo los que, cuando han fracasado los demás medios, saca a relucir
el enemigo del gozo, para emplear contra él sus armas más sofisticadas y
temibles. Contra las razones con apariencia de bien y de verdad, el gozo siempre
tiene, de antemano, la discusión perdida. Porque en toda discusión siempre es el
gozo quien "se va al pozo."
Se sigue que en la vida espiritual, hay que proteger el gozo y el consuelo de la
caridad contra las razones aparentes, contra los espíritus discutidores,
perfeccionistas, impugnadores, suspicaces (los maestros de la sospecha),
escépticos o simplemente distractivos. Como se protege el buen vino del contacto
con el aire para que no se avinagre.
6.2.) Desolación contra consolación
En sus Reglas de Discernimiento, San Ignacio describe los efectos de la Gracia
en el alma, con el nombre de consolación. Y llama desolación a lo contrario. Por
la descripción que hace de "lo contrario", es reconocible la tentación de
acedia.
Al describir la consolación, san Ignacio la homologa con las tres virtudes
teologales: "llamo dice finalmente consolación todo aumento de esperanza, fe
y caridad, y toda alegría interior que llama y atrae a las cosas celestiales y a
la propia salud de su alma, aquietándola y pacificándola en su Criador y Señor."
San Ignacio notó la relación especular entre gozo y virtudes teologales, así
como la existencia de sus contrarios, cuyo primado detenta la acedia.
La primera serie de Reglas de Discernimiento trata de la desolación, y contiene,
en efecto:
·
·
·
·
·
Veamos un ejemplo que muestra cómo desde un estado de auténtica consolación
puede pasarse insensiblemente a otro, falso, que termina en el disgusto. Relata
una religiosa:
" A terminar de despegarme del mundo había contribuido la visita de diez días
que hice a mi casa al terminar el postulantado y antes de ingresar al Noviciado.
Durante todo el año del postulantado había extrañado mi casa, mi ciudad, mis
amigos. Fui pensando que diez días iban a ser pocos para reencontrarme con todos
y con todo. Sin embargo, una vez en casa, tres o cuatro días fueron suficientes
para sentirme como pez fuera del agua: me molestaba el televisor prendido todo
el día, el equipo de música de mis hermanas, la trivialidad de mis amigos, y por
sobre todo, la ausencia del Santísimo para quedarme un rato con El, a cualquier
hora del día. Aquellos diez días se me hicieron eternos y volví al Noviciado con
grandes deseos: `con grande ánimo y liberalidad´. Durante un tiempo todo fue
hermoso. Los Ejercicios previos al ingreso a la nueva etapa de formación me
habían encendido en fervor, y no había cosa que no fuera para mí motivo de gozo.
Sentía que "en El era, me movía y existía". Sin embargo, poco a poco, sin saber
cómo ni cuándo comenzó, empecé a sentir que su Presencia me asfixiaba. Ese estar
en El que tanto gozo me había causado, de pronto se transformó en cárcel. Mirara
donde mirara, hiciera lo que hiciera, en todo estaba Dios. Era como un aire
enrarecido que, a la vez, me cerraba las puertas para `otros aires´. Era
demasiado Dios. Me sentí saturada de Él. En ningún momento sentí un rechazo
abierto hacia su Presencia, sólo quería un poco menos."
La tentación de acedia, no advertida o consentida, puede instalar al alma en un
estado permanente de acedia. Y aunque por inadvertencia no hubiese culpa en
ello, habría grave daño del sujeto y se impedirían grandes bienes. La desolación
sentida y no resistida, peor aún si aceptada, precipita a la larga o a la corta
en el avinagramiento, que puede terminar siendo culpable, y a veces puede
llegar, a la postre, a perseguir militantemente al gozo. La oposición de la
desolación y de la falsa consolación, a la consolación, reflejan la oposición de
la acedia al gozo de la caridad.
Por eso, la Contemplación para alcanzar Amor, es el mejor antídoto contra la
acedia, a estar a las recetas de Casiano, que vimos antes, y a las de San Benito
y de Santo Tomás a la que nos referiremos más adelante.
6.3.) Acedia en ejercicios de mes
Durante el Mes de Ejercicios no es raro que aparte de las desolaciones comunes
y por eso más fácilmente reconocibles sobrevengan mociones de acedia que a
veces no se sabe reconocer como tales. Por lo cual conviene estar alerta para
cuando se presenten.
Una ejercitante refiere al que le da los ejercicios que en la meditación del
descenso de Cristo a los Infiernos, le ha venido un sentimiento de tristeza al
contemplar cómo el Señor va al rescate de Adán:
"Estaba leyendo la segunda lectura del Oficio del Sábado Santo, como preparación
para la contemplación del descenso de Jesús a los Infiernos. Es un texto de una
antigua Homilía sobre el Santo y Grandioso Sábado. Durante toda la lectura me
había emocionado mucho. Antes de comenzarla, ya estaba muy agradecida y
enfervorizada en el Señor, con imágenes bien vivas y con la consolación propia
de la tercera semana. Pero al llegar al paso de la lectura donde Cristo,
tomándolo a Adán de la mano, lo levanta, y le dice: "Despierta tú que duermes",
y sobre todo al llegar al lugar donde le dice: "tienes preparado un trono de
querubines." me asaltó una tristeza fuerte de que a Adán le dieran esa gloria
después de su caída. Inmediatamente me dí cuenta de este sentimiento y le dije
al Señor: "Señor, no quiero este pensamiento, no quiero pensar esto", pero el
pensamiento no me dejaba. Hasta que lo escribí para contarle la moción al
director de Ejercicios. Sobre esto me venían sentimientos de vergüenza y
mociones para que no lo contara. A lo que respondí con un propósito firme: "No,
Señor, yo lo contaré". Y al instante se me pasó aquella moción de tristeza y me
volvió el fervor anterior."
Sabor agrio a Herodes
Reporto aquí la experiencia de otro ejercitante, que me contó un director de
ejercicios de mes, porque refleja sugestivamente la acedia como sensación de
agrio.
El caso es el siguiente. Un ejercitante, en la aplicación de sentidos sobre el
misterio de la adoración de los Magos, gustaba la personalidad de Herodes como
un dulce que se ha fermentado ligeramente y está agriado. Es obvio que el pecado
de Herodes como dijimos antes: (3.1.) es un pecado de acedia, porque se
entristece por lo que los ángeles anuncian como un gozo y era efectivamente la
realización de la gran esperanza mesiánica del pueblo de Dios. Es llamativo que
el ejercitante "gustara" esta acedia y la hipocresía conexa, con ese sabor
agrio. El ejercitante estaba repitiendo la experiencia primitiva de los
cristianos, que encontraron ácido ese pecado.
Otros ejemplos
Durante los Ejercicios de Mes se alcanza un grado de concentración y atención
espiritual muy grande, que permite advertir y reconocer movimientos interiores
que pasarían inadvertidos en la vida cotidiana.
He aquí algunos ejemplos más de movimientos de acedia advertidos en Ejercicios
de Mes y reconocidos como tales por el ejercitante.
Primer ejemplo:
"Estaba rezando la Liturgia de las Horas. Al leer la segunda lectura del Oficio
de Lecturas, que era un texto de San Agustín, me sobrevino un marcado
sentimiento de fastidio cuando confiesa haberse abrazado al único Mediador
Jesús, y haber encontrado en El el medio para acercarse a la Luz y al Alimento
que veía tan inalcanzables. Rechacé ese sentimiento por reconocerlo como
tentación, oponiéndole una segunda lectura del pasaje, animada con sentimientos
de alegría y gratitud".
Segundo ejemplo:
"Durante el día me vino al pensamiento la pregunta acerca de si María había
podido tener tentaciones. Hablándolo con el director, éste me dijo que no
necesariamente la Virgen María hubiese debido tener tentaciones. Más tarde, en
ese día, mientras rezaba el Rosario, se me vino a la mente lo conversado con el
Padre director de Ejercicios. En un momento dado, no fue un pensamiento, tampoco
un sentimiento, ni siquiera una frase interior: fue como una mirada que me
invitaba a mirar despectivamente a María Virgen (mirada "acediosa"), con un
despecho mezcla de envidia ("¿por qué Ella?") y de desvalorización ("¡así
cualquiera!). Cuando me percaté de ello, miré a María con todo el amor, gratitud
y admiración que pude encontrar en mi corazón, y los alimenté el tiempo que
quedaba del Rosario, terminándolo con un canto en su honor."
A la luz de estos ejemplos y de los que vimos en el capitulo anterior, se
reconocerá qué frecuentes y qué poco advertidos son los movimientos de acedia
que se producen en el alma de los consagrados. Y qué daños individuales y
comunitarios, no sólo como pérdida del fervor sino hasta de la fe, pueden
producir si no se los advierte y rechaza con prontitud y decisión. Aún cuando,
por inadvertencia, la tentación no se convierta en pecado, tiene igualmente
efectos devastadores para las gracias recibidas. Bien dice San Ignacio que "la
desolación es contraria a la desolación" y procura destruirla.
Se comprende también cuánto bien se impide en la Iglesia por el desconocimiento
de este mal.
Después de describir el fenómeno de la acedia llega el momento de hacer un
esfuerzo por comprenderlo; por investigar las causas de este hecho
espiritualmente tan extraño; y por explicar la "mecánica" de esta disfunción
espiritual. Llamo pneumodinámica de la acedia a esta exploración de las fuerzas
espirituales y psicológicas implicadas en la acedia, por analogía con el
capítulo de las ciencias físicas llamado dinámica, que se ocupa del estudio de
las fuerzas naturales.
¿Cómo es posible que alguien se entristezca por el bien de Dios?
Lo que parece imposible y absurdo en teoría, hemos visto que es una notoria
realidad de experiencia. Tratemos pues de mostrar cómo es posible lo que
parecería imposible.
7.1.) Apercepción y dispercepción
La acedia se presenta, ya lo adelantábamos en 2.9., como una a percepción y una
dis percepción del bien. Apercepción porque no se percibe el bien.
Dispercepción, porque se lo percibe como un mal.
Como distorsión de la percepción del bien, se trata en primer lugar de un
problema de la función cognoscitiva. Un problema del conocimiento del bien y del
mal. La acedia supone, pues, en primera instancia de análisis, una corrupción de
la inteligencia. Como toda envidia, la acedia es una forma de "invidencia", o
sea de imposibilidad de ver el bien.
Si nos preguntamos ahora cuál es la razón o la causa de esa corrupción de la
inteligencia, nos encontraremos con un apetito. O sea con un factor volitivo que
perturba la percepción. El bien no se puede ver porque no se lo quiere ver.
Pero si seguimos preguntando acerca de la causa de la perturbación de ese
apetito, volvemos a encontrar otra vez una apercepción o dispercepción previa.
La visión determina el apetito. A su vez, el apetito determina la visión. No se
quiere ver porque no se ve bien.
Observamos así una circularidad de inteligencia voluntad inteligencia.
Conocimiento amor conocimiento. O para decirlo en términos bíblicos:
visión sabor visión; mirar gustar ver. No se conoce bien sino lo que se ama. Y
no se ama lo que no se conoce.
La visión perturba el apetito y el apetito perturba la visión.
La perturbación del apetito puede deberse a diversas causas:
·
·
·
·
Acedia y pereza
Es este el lugar propicio para abrir un paréntesis donde tratemos de la pereza,
ya que tradicionalmente se la ha considerado tan cercana a la acedia, que se la
da por hija suya o se las define como sinónimas o equivalentes.
La voluntad perezosa no quiere mover a la inteligencia a creer para conocer el
bien verdadero y la orienta hacia otros bienes. Así se conectan acedia y pereza;
indiferencia o tibieza para amar, e indolencia para conocer al Dios
infinitamente amable.
¿La consecuencia?: efusión en las cosas. La voluntad perezosa mueve a la
inteligencia hacia los objetos que no debe y la desvía de aquellos que debería
conocer. La pereza, pues, inicialmente, no inhibe toda actividad, sino que
comienza trocando una actividad debida por otra indebida.
Es como el niño que se agota jugando en lugar de hacer los deberes; hasta que
cae rendido de fatiga por hacer lo que no habría debido, y es incapaz ya de
hacer lo que hubiera debido. O como el joven que va y viene sobre el trueno de
su moto pero no tiene a dónde huir para no estar donde debería.
La imagen proverbial del perezoso es la del apático dormilón. Pero esa es sólo
la fase terminal de su dolencia. Por lo común el perezoso comienza hiperactivo
antes de terminar deprimido. Es un ansioso que pasa de la conmoción a la apatía,
de la agitación al agotamiento.
Porque la pereza, contra lo que sugiere equivocadamente la opinión común, no
consiste en no hacer nada. Consiste en no hacer lo debido. El perezoso puede
obligarse a mil ocupaciones no obligatorias con tal de no cumplir con su
obligación.
¿Pero qué pasa cuando el perezoso no quiere cumplir con sus deberes y
obligaciones supremas; cuando no quiere poner los actos de fe, esperanza y
caridad; cuando se niega al ejercicio de las virtudes teologales?
Al rehuir ocuparse de los bienes últimos y supremos que dan el sentido último a
su existencia, es como el caminante que se desentiende de la meta a donde debe
llegar y se va por todos los desvíos. O como el que se pierde en el desierto y
termina girando en círculos hasta que cae exhausto sin haber llegado a ninguna
parte.
Huye primero del sentido. Pero esa huída de lo esencial lo aboca a tener que
vivir luego huyendo del sinsentido. ¿Cómo? ¿hacia dónde? Hacia los sentidos
provisorios; hacia alguna actividad que lo entretenga, que lo ayude a encontrar
siempre nuevas escapatorias al asedio del aburrimiento, entreteniéndolo con
algún minúsculo sentido inmediato: el baile de una noche, el paseo, el bar, el
club, el hobby, la novela... y tantas otras formas de "evasión", como
acertadamente se les dice. Sentidos forzosamente provisorios, puesto que el
perezoso huye de los últimos y definitivos, de los permanentes y eternos. Y dado
que los no últimos muy pronto lo dejan o él los deja, tarde o temprano,
fatalmente, vuelve a quedar a merced de la invasión del sinsentido: del tedio,
la náusea, el aburrimiento, en una lucha desigual y perdida de antemano con ese
mar que lo inunda, y en la que se agita hasta que se agota.
¿Cómo puede llegar, si no, el perezoso a hablar de "matar el tiempo"? ¿Cómo
puede el tiempo convertírsele en un enemigo, hasta el punto de tener que
matarlo? El tiempo del perezoso es el tiempo de Cronos, el dios cruel que devora
a sus hijos, porque los engendra en un tiempo que no está abierto a la
eternidad. Un tiempo meta de sí mismo que, como el Ouroboros, es como una
serpiente que se devora la cola. Y el Hijo de Cronos se convierte en parricida.
Dado que sólo las virtudes teologales, llenan de eternidad el tiempo y lo
vivifican con vida eterna, y dado que la acedia ciega a su víctima para esos
bienes y la pereza le impide mirarlos, ambas clausuran su corazón para el
encuentro con Dios.
Observábamos antes la circularidad de inteligencia voluntad inteligencia;
conocimiento amor conocimiento; visión sabor visión; mirar gustar ver.
Encontramos aquí una circularidad correspondiente y equivalente:
acedia pereza acedia pereza. Hay una retroalimentación de ambos pecados
capitales. Este hecho nos explica por qué en la tradición se encuentra definida
la acedia como una cierta forma de pereza.
7.2.) Los dos apetitos antagónicos
"Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la
carne. Pues la carne tiene apetitos contrarios al espíritu, y el espíritu tiene
apetitos contrarios a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que
no hacéis lo que quisiérais" (Gálatas 5,16 17)
Siendo antagónicos el espíritu y la carne, son antagónicos también los quereres
o sea los apetitos de uno y otra.
Los apetitos se especifican por su objeto: son distintos cuando tienen objetos
distintos, y son opuestos cuando tienen objetos opuestos.
Los dos apetitos de los que habla San Pablo, son antagónicos porque tienen
objetos contrarios entre sí, como muestra el contexto próximo y de toda la
carta: El apetito espiritual tiene como objeto la gloria de Cristo, de la Cruz y
de la gracia; mientras que el apetito carnal tiene como objeto la gloria vana,
que viene de la carne, de la circuncisión, de las obras de la ley. De esos
apetitos por bienes diversos, resultan también obras o sea conductas, formas
de vida distintas y opuestas: las obras de la carne y las obras del espíritu
(Gálatas 5,18 23).
Para Pablo, las expresiones vivir según el Espíritu (vv.16.25) y pertenecer a
Cristo (v.24), son equivalentes: "Los que son de Cristo Jesús, han crucificado
la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu,
obremos según el Espíritu. No busquemos la gloria vana provocándonos los unos a
los otros y envidiándonos mutuamente" (Gálatas 5,24 26).
La vida cristiana supone por lo tanto, en la visión de Pablo, una opción por un
bien por encima de otro bien; y supone, consecuentemente, la opción por un
apetito en contra del otro; de una conducta, unas obras y una vida, en contra de
las opuestas. La opción por un apetito en contra de otro, significa la
mortificación de un apetito por el otro, de un deseo por otro mejor. Pablo ve
así la ley de la Cruz, inserta en la existencia cristiana.
La vida cristiana presupone una opción previa a toda otra elección y que es
fuente de todas las demás: entre la carne y el espíritu. Y esa opción ha de ser
mantenida y realizada en obras o conductas que la ratifiquen. De lo contrario
queda evacuada y como anulada.
Los dos amores opuestos
Encontramos la misma oposición dramática en la doctrina del Apóstol Juan. Sólo
que aquí no se habla de apetitos sino de amores opuestos: "No améis al mundo ni
lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo el amor del Padre no está en él.
Puesto que todo lo que hay en el mundo la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos y la vanagloria de las riquezas no viene del Padre
sino del mundo." (1ª Juan 2,15 16)
Nótese cómo también en San Juan, el amor del mundo se desglosa en apetitos, que
Juan llama concupiscencias, las cuales apuntan a una gloria vana, igual que en
la visión paulina.
También en la visión de Juan, los amores son opuestos porque tienen objetos
opuestos. La oposición está en que los bienes que son objeto del amor mundano
son pasajeros, mientras que los bienes objeto de la caridad son permanentes: "el
mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la voluntad de Dios
permanece para siempre" (v.17). Los objetos, unos transitorios y otros perennes,
son los que confieren transitoriedad o perennidad a sus correspondientes amores,
y en consecuencia al sujeto que ama. Dios hace perenne al que lo ama
confiriéndole la comunión con su vida eterna (1ª Juan 1,1 3; 5,13).
Los bienes pasajeros son, por eso mismo, prescindibles y en algunos casos
prescindendos. Dios, en cambio, es el Bien imprescindible y el amor a Dios debe
gobernar los demás amores. Pero para el hombre caído, el Bien divino es por eso
un Bien arduo, difícil de alcanzar. La dificultad en alcanzarlo puede ocupar de
tal manera la atención, que se pierda de vista el Bien por mirar la dificultad.
Entonces lo arduo del Bien es percibido como un mal.
La rebelión de la concupiscencia
Hay que advertir bien, que los bienes pasajeros no son de suyo y según el
orden primitivo de la creación, anterior al pecado original ni
irreconciliables ni opuestos al bien permanente ni a la comunión de las
creaturas con el Creador. En la visión creyente, en efecto, el bien de las
creaturas proviene del Creador y ha de servir a la comunión con Él.
Es la oposición e irreconciliación de los apetitos del hombre herido por el
pecado, la que proyecta su irreconciliación y su antagonismo sobre esos bienes.
Es la oposición de los apetitos de la carne a los del espíritu consecuencia
del pecado original la que produce gozos y tristezas, paces e iras, deseos y
temores opuestos entre sí, respecto de unos bienes u otros.
Cuando el bien de Dios aparece como privando o amenazando privar de sus
bienes propios al apetito carnal y mundano, entonces, ese bien es tenido por
mal, y sobreviene la acedia, la tristeza, la ira y hasta el odio.
Dado que a veces el amor a Dios imperará la renuncia a bienes prescindibles, esa
renuncia implica una mortificación de los apetitos concupiscentes y la
consiguiente tristeza o ira de dichos apetitos.
Esa mortificación del apetito carnal por el espiritual, o del amor mundano y sus
concupiscencias por el amor divino, es la que, por excitación de lo irascible
del apetito carnal mortificado, inclina a considerar al Bien divino como causa
de la privación de un bien, o sea como causa de un mal. Y esto explica la
acedia, permitiéndonos entenderla como una tristeza de los apetitos de la
concupiscencia, ante aquél Bien que los priva de hecho, o puede privarlos, de
sus bienes específicos.
En realidad, no son los bienes los opuestos entre sí, sino los apetitos. El
fundamento de la incompatibilidad de los apetitos contrarios no es la
inconmensurabilidad de sus respectivos bienes, unos transitorios y otros
duraderos, sino el hecho de que tanto los unos como los otros no son realmente
conocidos y apreciados en su bondad si no es por la fe. Sólo la vida en el
Espíritu, que presta su real consistencia a los bienes eternos, puede
subordinarle los efímeros y sacrificárselos si es necesario. De modo que la
oposición radical, no es la que pudiera ponerse entre los bienes, o la que puede
experimentarse entre los apetitos, sino la que existe entre percepción creyente
y la percepción incrédula, entre la percepción espiritual y la percepción
carnal.
Y esa percepción y evaluación creyente de los bienes, tiene también a los
propios apetitos y a sus respectivas solicitaciones, como objeto bueno o malo, y
elige o desecha uno u otro de esos apetitos, en cuanto quiere y consiente en
querer con el uno y no quiere y se niega a querer con el otro. De modo que el
cristiano toma posición ante sus propios quereres, como buenos o malos, como
bienes o males.
La mortificación es la virtud cristiana por la cual se acepta la crucificción de
un apetito en aras del otro, como estilo de vida. San Juan ve en esa capacidad
de la fe para hacer morir los apetitos contrarios, la verdadera victoria del
creyente, su participación en la victoria del crucificado.
Así se explica el surgimiento de la vida monástica como el propósito de llevar
la mortificación y la renuncia a un grado heroico, en un estilo de vida donde se
radicalizan las virtudes teologales. Las privaciones ascéticas mueven a
disgusto, a tristeza y por último a ira, contra los bienes espirituales en cuya
búsqueda se embarcara el monje en su aventura ascética. Donde el deseo
espiritual se radicaliza, también se agudiza la resistencia y la tentación de
acedia, que como vimos da lugar al duro combate del monje.
Así también se explica por el contrario la acedia con que el pecador rechaza
los diez mandamientos y se entristece por la voluntad divina como obstáculo que
se opone a la realización de sus deseos.
Así por último se explica por qué la civilización de la acedia, enemiga de
la Cruz, se opone a la Iglesia y a la revelación cristiana, la cual pone límites
a la voluntad del Hombre, sometiéndola a la voluntad divina, a ejemplo de
Cristo.
Causa y efecto del Pecado Original
El estado de irreconciliación de la carne con el espíritu, que es como hemos
visto el punto de inserción de la acedia en el organismo espiritual de la vida
cristiana, es consecuencia del pecado original. Diríamos que es "la"
consecuencia más propia de dicho pecado. Por lo cual bien merece la acedia ser
considerada como la consecuencia más característica del pecado original y como
una prueba y argumento del mismo.
Los Santos Padres al referirse al archipecado del Angel malo, se dividen al
explicarlo, los unos como soberbia y los otros como envidia. La acedia que es
envidia o sea tristeza por el Bien que es Dios, y que implica la soberbia de
afirmar el querer propio contra la Voluntad divina es el mejor de los nombres
para el pecado del Angel malo, del cual deriva luego el de nuestros
protoparientes. Así lo define el libro de la Sabiduría: "Por acedia del diablo
entró la muerte en el mundo y la experimentan (tanto la acedia como la muerte)
los que le pertenecen" (Sabiduría 2,24; ver también 6,23 y 7,13). Así lo
interpreta muy tempranamente Clemente Papa y tras él Justino y Teófilo de
Antioquía. San Ireneo ha sido llamado ´el arquitecto de la doctrina sobre la
envidia primigenia del diablo´. A partir del s. III la teología patrística se
bifurca. Los padres occidentales, Tertuliano y Cipriano mantienen
fundamentalmente la doctrina tradicional plasmada en Ireneo. La escuela
Alejandrina se aparta de la doctrina ireneana. A partir de entonces la teoría de
la envidia primigenia del diablo pierde terreno progresivamente hasta
desaparecer. La inflexión comienza con Orígenes y prosigue con Clemente
alejandrino. Según Orígenes, el pecado del diablo fue la soberbia. Basilio,
Gregorio Nazianceno, jerónimo, Agustín, harán triunfar definitivamente la teoría
origenista del pecado diabólico como soberbia y sepultarán la doctrina
tradicional culminada en Ireneo.
La acedia es, por lo tanto, efecto y causa del pecado original. Y sin esta
categoría teológica no es posible hacer buena teología de la historia ni buena
teología espiritual; y es difícil acertar en el diagnóstico pastoral o en la
cura de almas, en la dirección espiritual o en el discernimiento y por ende en
el buen gobierno de sí mismo y de los demás.
El Pecado Original ha escrito Juan Pablo II "es verdaderamente la clave para
interpretar la realidad. El Pecado Original no es sólo una violación de una
voluntad positiva de Dios, sino también, y sobre todo, de la motivación que está
detrás. La cual tiende a abolir la paternidad (de Dios), destruyendo sus rayos
que penetran en el mundo creado, poniendo en duda la verdad de Dios, que es
Amor, y dejando la sola conciencia de amo y de esclavo. Así, el Señor aparece
como celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre; en consecuencia, el
hombre se siente inducido a la lucha contra Dios. Análogamente a cualquier otra
época de la historia, el hombre esclavizado se ve empujado a tomar posiciones en
contra del amo que lo tenía esclavizado."
Ese fue el drama de los siglos de la acedia. Y quizás el drama de los siglos
tout court. Porque refiriéndose a toda otra época de la historia, el Papa nos
remite a la resistencia del hombre a lo sagrado. Este no es sólo un dato
teológico, sino también un hecho de experiencia universal, descrito por la
ciencia de las religiones. Como fenómeno universal conviene decir algo de él a
continuación.
7.3. Temor de Dios y miedo a Dios
Resistencia universal ante lo Sagrado
Lo sagrado es ambivalente, a la vez atrae y repele al hombre, quien manifiesta
ante lo sagrado una tendencia contradictoria. "Por un lado dice Mircea Eliade
trata de asegurarse y de incrementar su propia realidad mediante un contacto
lo más fructuoso posible con las hierofanías y cratofanías; por otro, teme
perder definitivamente esa `realidad´, al integrarse en un plano ontológico
superior a su condición profana; aún deseando superarla, no puede abandonarlo
todo. La ambivalencia de la actitud del hombre frente a lo sagrado no se nos
manifiesta sólo en el caso de las hierofanías y cratofanías negativas (miedo a
los muertos, a los espíritus, a todo lo `maculado´), sino también en las formas
religiosas más desarrolladas. Incluso una teofanía como la que revelan los
místicos cristianos inspira a la mayoría de las personas atracción, pero también
repulsión (cualquiera que sea el nombre que a esa repulsión se dé: odio,
desprecio, temor, ignorancia voluntaria, sarcasmo, etc.)"
Mircea Eliade observa que en el corazón mismo de la experiencia religiosa
encontramos la tendencia contraria y apunta la resistencia a lo sagrado: "La
actitud ambivalente del hombre ante algo sagrado que a la vez le atrae y le
repele, que es benéfico y peligroso, se explica no sólo por la estructura
ambivalente de lo sagrado en sí mismo, sino también por las reacciones naturales
del hombre ante esa realidad trascendente que le atrae y le aterra con igual
violencia. Esta resistencia se acentúa aún más cuando el hombre se encuentra
totalmente solicitado por lo sagrado, cuando se ve llamado a tomar la decisión
suprema: abrazar plena y definitivamente los valores sagrados o mantenerse
frente a ellos en una actitud equívoca." Es, como hemos visto el caso de la vida
monacal, o el de las encrucijadas de la conversión o el pecado.
Eliade retoma aquí las tesis de Rudolf Otto, en su obra Lo Sagrado, donde ha
señalado y descrito el efecto fascinante y atemorizador a la vez, que ejerce lo
divino sobre el hombre.
Sin embargo, la resistencia ante lo sagrado es ambivalente. Y acerca de este
fenómeno, la teología bíblica tiene más para enseñarnos y para precisar.
Temor o miedo
El Temor de Dios, es para la Escritura, el comienzo de la sabiduría (Salmo
110,10). Pero para el autor sagrado, este temor no es sinónimo de miedo, sino
más bien de respeto.
El que respeta a Dios afirma que Dios es bueno en su grandeza. Si teme algo de
El, es el justo castigo de su propia maldad. El temor de Dios es por lo tanto la
afirmación del Bueno como bueno y de lo malo (en mí mismo) como malo. Es, por
eso, comienzo de la sabiduría y condición previa y necesaria del amor a Dios.
Nadie ama lo que no respeta.
El respeto ( del latín re spectus, derivado a su vez del verbo re spicere =
mirar dos veces) es la mirada atenta, la consideración correcta que mira y
advierte, reconociéndolo, al que tiene delante. En el caso de Dios, es alguien
inconmensurablemente superior y distante, a pesar de todo lo que pueda acercarse
por su bondadosa condescendencia.
El respeto a Dios, es por lo tanto también consideración y reverencia. Es, como
le gusta decir a San Ignacio de Loyola: acatamiento.
El temor de Dios es algo interno al amor, es temor de ofender, temor de no ser o
de no hacerse digno de la condescendencia de que se es objeto. Es temor "filial"
como explican los Santos Padres: el temor que tiene el buen hijo de disgustar a
su Padre. Lo distinguen así del temor "servil", o miedo del esclavo ante su amo.
Este temor servil, tampoco es desdeñable cuando se trata de disuadir al pecador
del pecado que lo domina, y es útil donde falta el temor filial.
El miedo a Dios, en cambio, supone que alguien (que se estima bueno a sí mismo)
considera que Dios puede dañarlo. Tiene por eso miedo a Dios. Considera que Dios
no es bueno sino malo; si no malo necesariamente en sí mismo, al menos para sí.
Este miedo es opuesto al temor de Dios. Porque si del temor nace y en él se
funda la Caridad, en el miedo hay tristeza por ser Dios quien es. De este
miedo a Dios sólo puede brotar el odio a Dios. "Los demonios dice Santiago
2,19 creen pero tiemblan".
El conocimiento demoníaco excluye el amor, mientras que el amor como veremos
enseguida exorciza el miedo (1ª Juan 4,18).
7.4.) El gozo como fuerza
Puesto que la acedia se opone al gozo de la caridad, conviene considerar cuáles
son los efectos previsibles de su neutralización por parte de la tristeza que se
le opone.
El gozo del Señor es vuestra fortaleza
"El gozo del Señor es vuestra fortaleza, no estéis tristes" (Nehemías 8,5). La
frase es del sacerdote Esdras el día en que leyó la Ley de Moisés ante el pueblo
en la plaza que estaba frente a la Puerta del Agua, en Jerusalén, durante la
Fiesta de los Tabernáculos restaurada. Se trata del gozo resultante de escuchar
la Palabra de Dios y de creer en ella, del gozo de la fe y el amor a Dios.
Por su parte, Jesús, en la última cena y para fortalecer a sus discípulos de
cara a la prueba de la Pasión y a las futuras persecuciones, habla de un gozo
suyo y de sus discípulos: "Os he dicho estas cosas para que mi gozo esté en
vosotros y vuestro gozo sea pleno" (Juan 15,11).
Son las Palabras de Jesús las que están destinadas ahora a ser fuente de gozo
para sus discípulos, como lo eran en tiempo de Esdras las de la Ley para el
pueblo. Por el contexto, se ve claramente que el gozo de Jesús es el que
proviene de su amor al Padre, y que el gozo de los discípulos es el que
provendrá de su amor a Jesús y de ellos entre sí. Se trata pues claramente en
este pasaje, del gozo de la Caridad al que se opone la acedia. El contexto de
anuncio de tribulaciones y pruebas, sugiere la misma misteriosa vinculación
entre gozo y fortaleza: "vuestra tristeza se convertirá en gozo" (16,20). La
frase nos recuerda el género paradójico de las bienaventuranzas. Hay una
misteriosa pero íntima vinculación entre este gozo y la paciencia en las
tribulaciones. El amor da fuerza para sufrir incluso la ingratitud: "todo lo
soporta, todo lo perdona...(1 Cor 13,7).
La historia de Sansón (Jueces 13 16), ilustra con su fondo y su forma, lo que
decimos. En el episodio del enjambre de abejas y el panal de miel que Sansón
encuentra en el cadáver del león, y en la adivinanza que Sansón propone a los
filisteos inspirándose en este hecho, se reflejan los temas de la dulzura y la
fuerza. Tanto la fuerza del amor de Sansón por Dalila, como la del vigor físico
de Sansón, que forman la trama de esta historia.
El héroe es débil por su pasión hacia Dalila y fuerte por su amor al pueblo de
Dios: "Del que come salió comida y del fuerte salió dulzura"(Jueces 14,14).
"¿Qué hay más dulce que la miel y qué más fuerte que el león?" (14,18). La
debilidad de Sansón por amor hacia una enemiga ingrata y traicionera, refleja a
su manera el drama del amor de Dios. La misma que lo devora, lo hace vivir.
Sansón es fuerte en su debilidad, por fidelidad a la ingrata, como Dios. El
mismo nombre de Sansón, Shimshon, derivado de "Sol" (en hebreo = Shémesh),
sugiere a la vez la dulzura y la fuerza del sol, además de sugerir una
asociación mesiánica. El corazón de Sansón es fiel a su pueblo y fiel a la
enemiga y los amores contrapuestos no se contrarrestan en él.
Dulzura de la miel y fuerza para el combatiente fatigado encontramos también en
el episodio de Jonatán, quien exhausto del combate, y habiendo hallado un panal
abandonado: "alargó la punta de la vara que tenía en la mano, la metió en el
panal y después llevó la mano a la boca y se le iluminaron los ojos" (1 Samuel
14,27). La fatiga de la lucha enturbia la visión del bien. La dulzura de la
victoria, después de dispersados los enemigos abejas que abandonaron el panal
devuelve la visión y el goce del bien.
El Cantar de los Cantares, celebra también conjuntamente la dulzura (Cantar
5.10 11.16; 7,7 10) y la fuerza del amor divino, más fuerte que la muerte
(Cantar 8,6) capaz de soportarlo todo (1 Cor 13,7d).
El gozo de la Caridad es uno de los frutos del Espíritu Santo. Si es dable
establecer la correspondencia del gozo, fruto del Espíritu, con alguno de los
dones del Espíritu Santo enumerados en Isaías 11,2s., nos inclinaremos,
aleccionados por estas páginas bíblicas, a relacionarlo con el don de fortaleza.
Y efectivamente, el Catecismo de la Iglesia Católica enumera gozo y fortaleza,
íntimamente unidos, entre los dones y frutos del Espíritu Santo (CIC 1830 1832).
El amor echa afuera el temor
"El amor perfecto expulsa el temor", dice San Juan, con una expresión griega:
éxo bállei, que tiene retintines de exorcismo (1 Juan 4,18). El amor produce un
gozo que expulsa el temor y por lo tanto la tristeza, ya que ambos, temor y
tristeza, se dan por presencia de un mal o ausencia de un bien.
¿Por qué el amor expulsa el temor? Porque: "el temor mira al castigo" y quien
todavía mira al castigo y teme, "no ha llegado a la plenitud del amor".
El amor nace de la visión del bien. El temor de la perspectiva de un mal (=el
castigo), que proviene de otro mal (=mi pecado). El que ama y el que teme están
atendiendo a dos cosas diversas: el que ama atiende y considera al Dios amable;
el que teme está mirando a su propio pecado y al castigo que merece. Cuando la
mirada está puesta en Dios y fija en él por el amor perfecto, ya no se mira a sí
mismo y por lo tanto tampoco al castigo. Y así se entiende por qué "el amor
perfecto echa afuera al temor".
Amor y temor reposan pues sobre dos miradas diversas, sobre la atención a dos
objetos formales diversos. Y de esas dos miradas provienen dos fuerzas opuestas:
un amor y un temor opuestos entre sí, un gozo y una tristeza opuestos.
Como tristeza opuesta al gozo, la acedia enerva la fuerza divina en el alma
creyente. No sólo mina su capacidad de hacer el bien, sino que también corroe su
capacidad de oponerse al mal y la paciencia para sufrirlo.
Mi fuerza se realiza en la debilidad
"Virtus in infirmitate perficitur" dice San Pablo (2 Corintios 12,9). Virtus
significa en latín vigor, fuerza. Se trata naturalmente aquí, no de la fuerza
física, sino de la fortaleza para obrar el bien. El vigor del creyente es un
vigor espiritual. Y ese es el sentido original de la palabra latina virtus, y de
la castellana virtud: la capacidad de hacer el bien. El amor sufriente,
crucificado, muestra la grandeza de su fuerza precisamente en la debilidad,
manteniéndose pacientemente adherido al bien a pesar del mal.
La fuerza de la caridad es la fuerza del amor sufriente. Un amor que da fuerza
para luchar y para padecer por el bien. El cáliz de la Pasión que el Señor
acepta en su agonía, simboliza la comunión con la voluntad de su Padre: por un
lado como comida (= "Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre"); por otro lado
como bebida ("El Cáliz que me ha dado mi Padre ¿no lo he de beber?"); y por fin
como una cierta embriaguez de esa voluntad, que acepta la del Padre "en lugar
del gozo que se le proponía" y habiendo "soportado la cruz sin miedo a la
ignominia", por lo cual "está sentado a la derecha del trono de Dios" (Hebreos
12,2).
Es posible considerar la Agonía del Huerto como un combate o una lucha en
griego: agón entre dos gozos opuestos y dos tristezas opuestas. Por un lado el
gozo del amor al Padre, que se complace en hacer su voluntad. Por otro lado el
gozo, que se le propone, de un reino de este mundo (Lucas 4,6; Juan 6,15). Por
un lado la tristeza del alma humana ante la muerte; por otro lado la tristeza
por el pecado (Lucas 19,41ss; Marcos 11,17) como rechazo y menosprecio al Padre;
y la tristeza del corazón del Hijo que prefiere la muerte a contristar él
también al Padre.
Al gozo que se le proponía, opuso Jesús un gozo superior. En ese conflicto de
ambos gozos nace el drama de la acedia en el corazón de los hombres. El dilema
es, entonces, mortificación, paciencia o acedia. Y el antídoto de la acedia:
fortaleza y gozo de la Caridad.
Jesús, sacó la fuerza en su debilidad de la embriaguez del Cáliz de su Amor
al Padre, y de su misericordia por la muchedumbre humana necesitada de rescate.
Locura y debilidad de Dios
Para entender la psicogénesis de la acedia, hay que tener en cuenta las
antinomias o paradojas en las que es maestro san Pablo: "la locura de Dios es
más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que
la fuerza de los hombres" (1 Corintios 1,25).
La fuerza no viene de las palabras, sino de Dios. Estas locuras del lenguaje
sólo puede permitírselas quien somete el lenguaje al ministerio del anuncio; sin
poner su confianza en la fuerza persuasiva del discurso, porque confía gozoso en
la virtus de la Caridad:
"No quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste, crucificado. Y me
presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación
no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron
una demostración del Espíritu y del Poder para que vuestra fe se fundase, no en
sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios" (1 Corintios 2,2 5).
Nada de retórica, nada de dialéctica, nada de adulación, o halagos, nada de
captación de la benevolencia, nada de amenazas, nada de manipulación
psicológica, nada de demagogia de las pasiones, nada de cálculo político ni de
human relations. Lo que brilló a los ojos de los Corintios en la locura de Pablo
fue la locura de Dios mismo a través de su Apóstol. En la humillación de Pablo,
es la humillación de un Dios suplicante la que se muestra con una evidencia
sobrehumana.
"Dejaos reconciliar con Dios". Esta es la fuerza de la predicación de Pablo, a
la que no sirven sino que estorban los vigores retóricos o dialécticos. Es la
fuerza de la gratuita oferta y del vehemente ruego de reconciliación, de los
cuales Pablo se sabe, y se muestra, ministro y dispensador:
"Todo proviene de Dios que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el
ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo [en la insensatez y debilidad,
en la injusticia de su Cruz], estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no
tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nuestros
labios la palabra de la reconciliación. Somos pues embajadores de Cristo, como
si Dios os suplicara por medio de nosotros: en nombre de Cristo os suplicamos:
¡reconciliaos con Dios!. A quien no conoció pecado, le hizo pecado, por
nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Corintios
5,18 21)
Pablo se presentó así, apóstol humillado de un Dios que se humilla ante el
hombre suplicándole la reconciliación y haciéndose culpable a sí mismo en su
Hijo, para ganar el amor de los culpables a costa del inocente. ¿Cuál puede ser
la fuerza de semejante locura?
Ante un Dios así calla el temor al castigo y puede nacer y llegar a su
perfección el amor cristiano: la Agapé (1 Juan 4,18), el Camino Mejor (1
Corintios 12,31).
Verdaderamente parece necio y ridículo un Dios así. Parece sólo apto para
engendrar acedia entre los hombres de un mundo fundado en el zarpazo de la
prepotencia, la imposición del poderoso, en la astucia retórica y dialéctica, en
la retorsión del lenguaje para adulaciones o intimidaciones sofísticas, o en
el mejor de los casos en la justicia del talión sin sombra de perdón o
misericordia. Una humanidad predispuesta a imaginarse dioses patrones,
dictadores, que esclavizan a los hombres y rivalizan con ellos.
Pero el corazón de los Corintios se rindió ante este Dios, perfil divino
absolutamente inédito en la interminable galería de las imaginaciones humanas
acerca de la divinidad, que lleva, en su propia disimilitud con todo lo que el
alma de hombre alguno sería capaz de imaginar e inventar, una cierta garantía de
sobrehumana y divina verdad. Ellos eran gente de un mundo donde lo divino ya se
había hecho vulgar, comercial, industrial, político, turístico y doméstico.
Pablo les traía la oferta de un Dios tan absolutamente a contrapelo de todos los
que habían fabricado o domesticado ellos mismos, que no tenía, por fin,
apariencia humana sino realmente sobrehumana y divina. Un Dios que sólo podía
ser creído a fuerza de inimaginable e inverosímil.
Y ante ese Dios, débil por amor, gracias a la fuerza de ese Espíritu Santo que
suplica comunión y reconciliación sin tomar en cuenta las trasgresiones, los
Corintios encontraron por fin el gusto de creer.
7.5. Gozo y Virtudes Teologales
El gusto de creer
Hay un gusto, o sea un gozo en conocer y reconocer al Dios verdadero y en
aceptarlo por la fe. La inteligencia del hombre está creada para conocer a Dios
y cuando lo encuentra lo reconoce con fruición como a su objeto adecuado; como
la persona a cuyo conocimiento está destinado por creación. La inteligencia del
hombre está creada para posibilitar ese encuentro en el que consiste la
felicidad del hombre.
El gusto de creer, pertenece al del gozo de la caridad. Es su comienzo o
incoación. Pero es una gracia. Lo que brota espontáneamente de la caída
naturaleza humana, del corazón humano herido por el pecado, cuando se lo
confronta con la oferta de la fe cristiana, es más bien la indiferencia, la
incomprensión, el disgusto, la aversión al Dios crucificado: la acedia, capaz de
convertir a Pedro, piedra fundamental de la Iglesia, en piedra de tropiezo para
Jesús y los demás discípulos. (Mateo 16,18.23)
"Para dar la respuesta de la fe, es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta
y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el
corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en
aceptar y creer la verdad."
Termómetro de las virtudes
El gozo es fruto de la Caridad. Por lo tanto es indicio de la existencia y de la
salud de esta virtud teologal. Pero la Caridad supone la Fe y la Esperanza, de
modo que cualquier defecto de ellas debilita la Caridad.
Resulta así que el gozo junto con la paz y la misericordia es como un test
de la salud espiritual y del vigor de las virtudes teologales. Es como un
termómetro en el que repercute el ejercicio de esas virtudes.
Si se desea imitar el cauce pastoral paulino, hay que poner por delante las
virtudes teologales y por lo tanto el gozo específico que de ellas dimana. La
pastoral paulina es gaudiocéntrica porque está centrada en las virtudes
teologales, como fundamento y fuente de las demás virtudes cristianas.
¿Hay que aclarar que el gozo de las virtudes teologales no es como los gozos
mundanos? No todo gozo bullicioso o bullanguero, no todo gozo sensible, refleja
el estado real del alma. Quizás no haya mejor reflejo sensible de lo que ese
gozo produce en el hombre, pacificándolo, que el canto gregoriano y la música
sacra.
Es un gozo que no se pierde en medio de las tribulaciones y las pruebas, sino
que en ellas es fuente de fuerza. Un gozo que está en lo profundo de los
corazones abatidos y de los que sufren todo lo que las bienaventuranzas
prenuncian.
En el Concilio Vaticano II, la Iglesia manifestó su conciencia de sí misma con
aquella frase de San Agustín que refleja esta aparente paradoja: "La Iglesia
peregrina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (Lumen
Gentium 8).
La espiritualidad ignaciana, de la que nos hemos ocupado (6.), ofrece los
elementos para una pastoral gaudiocéntrica. En dicha espiritualidad, la doctrina
de consolación y desolación se ha convertido en un camino sapiencial para
liberarse de los afectos desordenados y goces falsos, y una vez liberados de
ellos, elegir según Dios, buscando y hallando el beneplácito divino en la
ordenación de la propia vida. Esto es guiarse en todo por la búsqueda de la
complacencia y el gozo de Dios.
7.6.) Apéndice: El problema de los remedios
El tema de los remedios para la acedia no entraba dentro de los límites que
habíamos fijado inicialmente a este ensayo. No era nuestro propósito tratar de
ellos expresamente. Algunos pasajes de nuestra exposición aluden a ellos. Por
ejemplo al recordar la doctrina de Casiano, Isidoro, Benito, Tomás de Aquino e
Ignacio de Loyola. Pero un amable lector del manuscrito encontró decepcionante y
hasta negativo que "después de hablar tanto sobre un mal, no se tratase
expresamente acerca de sus remedios".
Para complacerlo, agregué un párrafo breve, en el que recordaba los remedios que
ofrecen Casiano, San Benito, Santo Tomás y San Ignacio de Loyola, remitiéndome a
los lugares del ensayo donde se habla de ellos.
Ese párrafo le pareció después demasiado exiguo a otro lector, quien halló
llamativo "que habiendo dado tanta importancia y centralidad al tema de la
acedia, se dedicasen solamente diez líneas y apenas nominalmente a su
remedio", y que "dada la amplitud de la exposición del tema, se esperaría que se
deben ofrecer líneas o pautas de reeducación suficientemente explicitadas".
Yo no había considerado insuficientes esas líneas, en parte porque estaba y sigo
persuadido de la validez, de la utilidad y la suficiencia de esos remedios
tradicionales, que al lector le parecieron exiguos y nominales. Y en parte
también porque, desde mi óptica de autor, familiarizado y conforme con los
límites autoimpuestos a mi escrito, que no aspiraba a ser un tratado sino
modestamente un ensayo, y más allá de considerar suficientes para un ensayo las
referencias a los remedios diseminadas en él, me seguía sintiendo satisfecho y
optimista con la virtud curativa de la descripción misma del mal. Confianza que
contribuía a alimentar en mí la experiencia de otros lectores de este trabajo.
Debo decir que no termina de imponérseme la lógica según la cual quien conoce y
sabe describir un mal, deba por eso forzosamente conocer y exponer también sus
remedios. El que hace algo bueno no se obliga por eso a hacerlo todo o a hacer
lo mejor. Se puede conocer el virus y la etiología de una enfermedad, pero
carecer de la vacuna. No tengo rubor en confesar que había limitado el objeto de
mi ensayo a disertar sobre el mal, creyendo hacer con eso sólo, algo de
provecho. Y porque no tenía elaboradas ni la doctrina ni las razones acerca de
su tratamiento. Gracias al deseo de estos lectores, he tenido la oportunidad de
ponerme a reflexionar, más a fondo y con mayor detención, aunque siempre como
ensayista, sobre este "problema" porque vaya si lo es de los remedios o del
tratamiento del mal de acedia.
Tampoco termina de convencerme, como le parecía al primer lector arriba citado,
que sea "negativo" hablar extensamente de un mal. Como dijo el Arcipreste de
Talavera: "si el mal no fuere sentido, el bien no sería conocido." El solo hecho
de llamar la atención sobre un mal inadvertido, es ya de por sí algo positivo.
La experiencia de otros lectores del manuscrito de este estudio, me convence de
que señalarles este mal del que padecían, o del cual vivían rodeados y en
algunos casos acosados, y cuya verdadera índole ignoraban, fue de por sí
beneficioso por el mero hecho de comprenderlos en su exacta naturaleza y saber
nombrarlos. El demonio de la acedia se exorciza ya con reconocerlo e imperándolo
por su nombre.
Cualquier médico o enfermero entenderá que un buen diagnóstico es la mitad de la
curación, aunque el diagnóstico no sea todavía, de suyo, un acto terapéutico. Y
no creo que a un médico se le ocurriría reprocharle al clínico su diagnóstico
por no ser, también, terapéutico; ni porque diagnostique un mal incurable o del
que se ignora el remedio. Toda diagnosis tiene un valor intrínseco positivo si
es acertada.
Pero he aquí que sucede, además, que en psicología y en psicoanálisis, cuando el
paciente reconoce las causas y los orígenes de sus síntomas, no sólo puede
decirse que ese reconocimiento contribuye a curar su neurosis, sino que se
afirma que por eso mismo se logra la curación. Quizás este ejemplo pueda sugerir
de qué modo la sola presentación de la acedia que hemos hecho, le puede servir
ya de remedio en gran medida, sin necesidad de disertar aparte sobre sus
remedios. En los asuntos del alma y del espíritu, la sola anagnórisis del mal es
ya su terapéutica.
Hechas estas puntualizaciones, agradezco todavía el reclamo de esos benévolos
lectores, que me ha dado la oportunidad de abundar aquí en precisiones y en la
elucidación de asuntos que están en juego al abordar el problema del tratamiento
o de los remedios de la acedia. En atención a su deseo, que considero puede ser
el de otros muchos lectores de este libro, he reunido la información dispersa a
lo largo de mi ensayo dentro del marco de estas reflexiones sobre el referido
problema.
Los remedios: complejidad y sencillez
En realidad, tienen razón nuestros amables y críticos lectores: el problema de
cómo remediar la acedia exigiría ser tratado extensa, profunda y minuciosamente.
Tal es su importancia y tal su complejidad. Sería deseable tratarlo con similar
extensión a la dedicada a disertar sobre el mal mismo. Difícilmente se podría
darle en menos espacio un tratamiento condigno y satisfactorio. Habría que
tratarlo diferenciadamente en los distintos niveles en que la acedia se
presenta: a nivel de tentación, de pecado actual e individual, de vicio capital,
de mal social, de cultura y de civilización. Habría que tratarlo a nivel de
doctrina y de teología dogmática, en cuanto que implica una determinada
concepción de la vida cristiana; a nivel de teología espiritual, de dirección
espiritual y cura de almas; a nivel de liturgia, de pastoral social, de acción
cultural, de evangelización y de acción misionera; a nivel de gobierno
eclesiástico y congregacional. En fin, a todos los niveles en los que la acedia
incide se encuentra y se manifiesta. Concedo que todo esto excede mi capacidad.
Puesto que la acedia tiene dimensiones de civilización, el remedio a los vicios
de una civilización debe investir dimensiones de civilización. El tratamiento de
la acedia en los individuos exige tener en cuenta la incidencia que tiene en su
mal la pandemia cultural y civilizacional en la que están inmersos. La acedia no
sólo reclama una terapéutica, pide una higiene, una profilaxis y una
epidemiología.
Hablando del remedio para la Civilización de la Acedia, pensamos espontáneamente
en la Civilización del Amor, que vienen reclamando proféticamente los Papas,
desde Pablo VI, pero que, con otros nombres, lucharon por instaurar sus
antecesores desde Pío IX, que yo sepa. De esta Civilización del Amor habría que
disertar aparte y largamente, para no dejar insatisfechos a los que reclaman
recetas de acción inmediata para aquí y ahora. Además habría que disipar el
equívoco que se alberga en muchas cabezas que, cuando oyen hablar de
Civilización del Amor, entienden Civilización de la Filantropía, en vez de
entender que se trata de la Civilización de la Caridad.
Siendo la acedia lo opuesto al gozo de la Caridad, merecería la pena que
alguien, capaz de hacerlo, hiciese un tratado sobre la Caridad enfocado a la
pastoral de la acedia. Pero quizás, eso no sería necesario. Bastaría con
impostar la pastoral sobre el cultivo preferencial y prioritario de las virtudes
teologales. Automáticamente se estaría contribuyendo así a remediar la acedia en
todos sus niveles. No es otra cosa la que, por otra parte, proponen tanto la
tradición como la nueva evangelización. Ni otra cosa la que propone el Papa en
su Carta sobre el Tercer Milenio. Ni otra la que propone San Ignacio al
ejercitante en sus Ejercicios.
¿Habrá pues que pensar en remediar la acedia, o más bien en cultivar y preservar
la gracia de la Caridad allí donde Dios la ha puesto y nos ha encargado
cultivarla? El mejor remedio es conservar el don de la salud. Así, el mejor
remedio contra la acedia es conservar la gracia de la Caridad. Presiento que
entran en juego aquí dos concepciones de la existencia cristiana.
Según una de esas dos concepciones, Dios ya ha hecho lo principal y nosotros
hemos de ser fieles servidores y ministros de lo que Él hizo, viviendo de tal
manera que conservemos en nosotros los dones recibidos en ese comienzo y origen
divinos. La originalidad de la vida cristiana, está en ser fieles al origen. La
novedad se concede como gracia a esa fidelidad. Si no perdemos lo que Dios nos
ha dado y conservamos lo que ha obrado en nosotros, la lámpara encendida del
bautismo y la túnica blanca, entonces nos hacemos acreedores a recibir lo que
Dios nos promete. El cristiano está así inmerso en el actuar de Dios. Por la
fidelidad al pasado divino, se nos entrega el presente y el futuro divinos. Lo
nuestro es ser fieles. Esta es la visión que se desprende de los escritos de San
Juan, con su insistencia en el permaneced, y también la de Pablo, Pedro y muy en
especial de la Carta a los Hebreos. Nuestra libertad se ejercita en ese servicio
de fidelidad a lo que Dios ha hecho, hace y hará.
En la otra visión, lo que Dios hace o ha hecho se da por supuesto, y de lo que
hará se habla poco. Y en eso mismo se muestra la poca o relativa importancia
existencial y práctica que se le da. Parecería que lo que Dios ha hecho es sólo
capacitarnos y echarnos a andar para que hagamos lo que decidamos hacer, lo cual
es, por lo menos en la estimación práctica, lo principal: lo que debemos hacer.
Con un énfasis algo legal en lo del debemos. No es ésta la impostación de la
vida cristiana más propicia al cultivo y la preservación del gozo de la Caridad.
El discurso acerca de la gracia de la Caridad, centra la atención donde debe
estar: en el Autor del bien, en la acción divina en y con nosotros, y en los
gozos y consuelos verdaderos que deben ser atesorados, preservados y cultivados.
Y a los que se debe responder generosamente.
El discurso acerca de los remedios en cambio encierra el riesgo de volver a
centrar la atención en la acción humana del pastor, como médico o reeducador,
perdiendo de vista, por darla por supuesta, la parte de Dios en todo esto.
Reconociendo, pues, toda la complejidad del tema de los remedios de la acedia,
hay que reconocer también, sin embargo, que el principio curativo es muy simple:
el remedio contra la acedia es el gozo y los consuelos de la Caridad. A todos
los niveles: al de la tentación, del pecado, del vicio capital, al de la cultura
y de la civilización. Y el médico o agente principal de la curación, es Dios. La
curación de la acedia, no viene tanto "desde abajo" cuanto "desde arriba".
Si estas consideraciones que venimos haciendo se sopesan, se hará evidente cómo
al hablar del mal, simultáneamente apuntábamos y contribuíamos ya a su remedio.
Por ejemplo, cómo al hablar de la pastoral de las Virtudes Teologales y de la
pastoral gaudiocéntrica, señalábamos pistas de sanación, o si se prefiere hablar
así: de reeducación. Toda evangelización consiste en educar en las Virtudes
Teologales: enseña a creer, a esperar los verdaderos bienes, a amar a Dios y al
prójimo por Dios. Y enseña a encontrar en esto los verdaderos gozos y consuelos,
prefiriéndolos a cualquier otro que se ofrezca.
Al describir la complejidad de un mal de dimensiones culturales y
civilizacionales, despejábamos de entrada la ilusión de que para el mal de
acedia, a cualquiera de sus niveles, pudiese existir tratamientos humanos,
remedios de acción automática o recetas caseras de sencilla aplicación, como
para suscitar engañosas esperanzas de que los pastores pudiéramos arreglarnos en
esto por nosotros mismos y sin Dios. No existen los filtros mágicos que pudieran
aplicar aprendices de brujo en una pastoral exitista, cortoplacista, eficacista
y pelagiana. Esa sería una pastoral trágicamente portadora de acedia, que
propagaría el contagio de lo que aspira a curar.
La Civilización de la Caridad, como la Jerusalén Celeste, desciende de lo Alto
(Apoc. 21,10). Antes que obra humana es gracia posibilitante. Al igual que el
Reino de Dios, es cosa que se pide, antes que cosa que se construye a lo Babel.
Sólo los que piden estas cosas porque las saben imposibles e inalcanzables por
sí mismos, están en condiciones de ser capacitados para obrar y contribuir
eficazmente en su realización como dóciles servidores y ministros de los
impulsos divinos.
Cambiar la Humanidad es obra sobrehumana, que sólo la Iglesia puede acometer
porque a ella le ha sido encomendada junto con los medios de gracia necesarios
para llevarla a término; y que sólo a la Iglesia le es dado verificar
parcialmente en sí misma, como modelo de una Humanidad redimida, realizándola en
sus santos cuando viven el gozo de la Caridad. En ese sentido la Iglesia es
remedio de la Civilización de la Acedia y semilla de la Civilización de la
Caridad. Escuela donde se aprende a vivir los gozos y los consuelos de la
Caridad, irradiándola desde su liturgia hacia sus demás dimensiones. El remedio
de la acedia del mundo pasa por la preservación del tesoro de gozo y de consuelo
de la Caridad que el Señor derrama en el corazón de los fieles. La Iglesia es la
administradora y guardiana maternal de ese tesoro que Dios le confía, para
salar, iluminar y fermentar el mundo. La depositaria del Gaudium et Spes es la
que puede remediar el Luctus et Angor del mundo. Y en su liturgia hace presente
una isla de eternidad en el tiempo.
La Caridad, remedio de la acedia, es, pues, gracia: ya sea en la Iglesia, en el
alma, en la cultura o en la Civilización. De ahí que el remedio contra la acedia
sea específico y diferente, no manipulable, no planificable, indomeñable. No
aplicable con criterios de eficacia puramente racional, natural y humana. Fácil
de nombrar, difícil de aplicar.
Antes de que nosotros describiéramos la acedia, ya estaba Dios ocupado en
remediarla. Lo nuestro sería darnos cuenta de eso y secundarlo.
La doctrina sobre la Gracia nos persuade de que la Civilización de la Caridad, o
sea el remedio de la acedia, es algo que pertenece más al orden de las cosas que
se piden, que al de aquellas que el hombre puede aplicar y dosificar por sí
mismo. A nivel teórico dogmático, la Civilización de la Caridad, como remedio a
la acedia, reivindica los postulados de la doctrina ortodoxa sobre la gracia,
opuestos a la visión eficacista y pelagiana que es madre de la acedia. Mientras
que la Caridad tiene su gozo en la gratuidad de los dones y gracias divinas, el
eficacismo pelagiano y kantiano se niega a alegrarse con nada que no sea fruto
del propio esfuerzo, planificable y evaluable. A la pastoral de la
gracia eficaz, concebida como un ministerio o sea como un servicio subordinado a
la gracia divina, se opone un concepto de pastoral de la eficacia humana a cuyo
servicio debería ponerse y acudir la ayuda divina.
A nivel doctrinal, el remedio a la acedia pasa, pues, por la inversión de
aquella óptica a la que da lugar una cultura exitista, eficacista; cultura de
los planes y de la evaluación de los logros, que traspone al plano espiritual o
pastoral los métodos propios del mundo empresarial, desentiendose de los
factores no cuantificables, no planificables ni evaluables como son las gracias,
los dones y los consuelos. La óptica doctrinal correcta y católica, enfatiza por
el contrario la Gracia: lo que Dios obra, inflamando en su amor, consolando y
pacificando al alma en su Señor y Creador, lo cual no es naturalmente ni
previsible, ni planificable, no se sujeta a cronogramas, ni se deja evaluar de
otra manera que por el discernimiento espiritual.
Soñar en remedios eficacistas para la acedia, u ofrecerlos a quien tales
pidiese, equivaldría a querer curar la acedia con más acedia, agravando el mal y
extendiéndolo en vez de curarlo. Pero en este caso no vige la ley de homeopatía:
el pecado no puede curarse con más pecado, ni el mal con más mal, ni el desorden
con más desorden.
Las recetas tradicionales
¿Habremos de aguardar entonces a que Dios instaure una nueva Civilización para
encarar la pastoral de la acedia? De ninguna manera. Es necesario echar mano con
confianza a las recetas tradicionales que nos ofrecen acreditados maestros,
algunos de ellos fundadores de escuelas de espiritualidad. Esas son las mismas
recetas con que la Iglesia fermentó el mundo y la civilización antigua. La fe
les reconoce eficacia y confía en ellas, no por su sencillez, sino porque son el
canal por donde escurre el torrente de la gracia divina.
Casiano, como vimos, proponía la gratitud por los bienes divinos como remedio
para la acedia. Enseña que la acedia viene de la ingratitud, más propiamente:
consiste en la ingratitud por los beneficios recibidos, por las gracias y
consuelos. Se ha de corregir el menosprecio con el aprecio. Así de sencillo.
Casiano recomienda resistir con energía la tentación de acedia: "enseña la
experiencia que con el ataque de la acedia no se ha de condescender, ni se ha de
huir, sino que se lo ha de vencer resistiéndolo."
San Benito, en un logion de la conicidad monástica que no excede una línea,
prescribe en su Regla: "No anteponer nada al amor de Cristo". Este consejo va en
la línea terapéutica de la higiene y la profilaxis: conserva como un tesoro la
Caridad que se te ha dado, guarda la gracia, no permitas que invadan tu corazón
amores que desalojen la Caridad, no aprecies los goces terrenos más que los
divinos, no sea que se te conviertan en tristeza por Dios.
En la misma dirección amonesta San Isidoro de Sevilla, como vimos también antes,
poniendo en guardia contra la tibieza, contra el volverse atrás, abandonando el
amor primero.
San Gregorio Magno aconseja: "el vicio de acedia, o sea el tedio del corazón, se
expulsa pensando siempre en los bienes celestiales. La mente que se ocupa en la
consideración de bienes que tanto alegran y regocijan, no se puede aburrir de
ninguna manera." Aquí aparece en el ambiente monástico el trabajo orante o la
oración durante el trabajo. La "contemplación en la acción" que propondrá San
Ignacio de Loyola tiene aquí sus raíces, pero es posible en la vida laical.
Santo Tomás, sobre las huellas de Casiano, considera que la causa de la acedia
es no apreciar o menospreciar los bienes que le vienen a uno de Dios. Y en
consecuencia propone como remedio el pensar y meditar en los bienes
espirituales. Se trata evidentemente de una meditación creyente, de un ejercicio
de la fe. Él descubrimiento de los bienes que ve la fe, está entre los motivos
del gozo de creer. Es la fe informada por la caridad la que conforta y consuela,
pacifica y hace bueno.
San Ignacio de Loyola pone en primer plano de su doctrina espiritual el aprecio
y el cultivo de la consolación, que es el gozo de la caridad en todas sus
formas. Sus reglas de discernimiento describen las diversas formas consolatorias
de la Caridad. Esto es particularmente útil. La sola palabra gozo en efecto
no siempre basta para comprender a qué variedad y complejidad de fenómenos
espirituales concretos se alude con ella y a cuáles correlativamente se
opone la acedia. San Ignacio adiestra para reconocer las distintas formas de la
consolación, y para recibirlas en el corazón, amparándolas contra los ataques de
la desolación o del desorden.
San Ignacio enseña también, en sus reglas de discernimiento a guardarse de la
acedia que acosa en forma de tentación. Coincidentemente con Casiano, recomienda
resistir virilmene el ataque de la acedia. Se ha de resistir a la desolación y
hacer todo lo contrario de lo que sugiere que hagamos.
Por fin, su Contemplación para alcanzar Amor, al final de sus Ejercicios
Espirituales se revela según vimos como el antídoto específico contra el mal
de acedia; como un ejercicio de perseverancia en el bien, a la vez que como la
forma más indicada de fomentar una vida gozosa y consolada por la Caridad.
Un autor moderno propone: "Los remedios contra una tan insidiosa enfermedad
espiritual son el espíritu de penitencia, que mantiene despierta, lista y pronta
al alma para el servicio de Dios y fiel en la observancia tanto cristiana como
religiosa; una justa medida en el trabajo, porque previene el tedio en las
prácticas de piedad y la náusea por las cosas divinas; la meditación y la
lectura espiritual cotidianas, la práctica frecuente de los sacramentos de la
confesión y de la eucaristía; y finalmente, una predicación iluminada o una
reflexión de los novísimos, porque estos adquieren en la existencia gris del
hombre con acedia, una eficacia particular y saludable."
Remedio obvio pero arduo
Aunque el remedio sea simple y sencillo, lo difícil y problemático es su
aplicación. Que un acedioso apetezca conformarse con los gozos y los consuelos
que vienen de la consideración de las gracias y bienes recibidos, es algo tan
milagroso como la conversión de un pecador. Diríamos que es como convencer a una
adolescente anoréxica de que ha de comer. Para ella, una cosa tan sencilla sería
su salvación. Pero eso es precisamente lo que ella aborrece. Poco adelantamos
con saber el remedio si no sabemos cómo despertar su apetito. Y es precisamente
el apetito espiritual del acedioso lo que está enfermo y habría que revertir.
Ese ha sido tradicionalmente el problema llamado de la "perseverancia", tanto
del creyente en su fe, como del que ha sido llamado en su vocación, o del
ejercitante en las gracias recibidas en Ejercicios.
El pronóstico que puede darse acerca de las posibilidades de curación del mal de
acedia, es reservado. El autor de la Carta a los Hebreos por ejemplo no se
muestra optimista acerca de la posibilidad de que los anoréxicos de Dios vuelvan
a recuperar su perdido apetito: "Por lo que se refiere a los que una vez han
sido iluminados, que saborearon el don celestial, que se hicieron partícipes del
Espíritu Santo y gustaron la dulzura de la palabra de Dios y los prodigios del
mundo futuro, pero luego cayeron en la apostasía, es imposible volverlos a
renovar por el arrepentimiento; ellos crucifican de nuevo por su cuenta al Hijo
de Dios y lo exponen a la burla pública" (Hebreos 6,4 6)
No es fácil que quien una vez declaró menos importante la consolación y el gozo
que antes gustara, y quien a pesar de haberla gustado se volvió a derramar en
las cosas, cambie su corazón para volver a dar la prioridad a lo que desestimó.
Ahí radica toda la dificultad de aplicar el remedio a quien le produce arcadas.
Porque lo que para remedio de nuestro mal la tradición unánimemente receta, es
el aprecio y la búsqueda del gozo y del consuelo espirituales. Pero eso es
precisamente lo que, como hemos visto, ya no alegra, o alegra menos, o
entristece y hasta enfurece al acedioso. Y como en medicina espiritual, es el
paciente el único que puede dejarse aplicar por Dios el remedio, no está en la
mano del director espiritual o del pastor, aplicar el remedio de la conversión a
quien no quiera convertirse.