Nació en Adanero, pueblecito de la provincia de Ávila, el 17 de mayo de 1869. Realizó sus estudios eclesiásticos en la capital de la diócesis, pasando después a Valladolid, donde obtuvo con brillantez la licenciatura en Derecho. Como sacerdote regentó dos canonjías: la magistral de León y la lectoral de Madrid. El 16 de enero de 1910 fue consagrado obispo en la iglesia de los Paúles de Madrid. Su primer campo pastoral fue la diócesis de Lugo, en donde permaneció durante diez años. En junio de 1920 fue a Jaén, punto de partida de su pontificado. En su escudo rezaba el lema:“Quien a Dios tiene, nada le falta”. |
El 18 de julio de 1936 estaban concentradas en la capital las fuerzas de la Guardia Civil de toda la provincia, al mando del teniente coronel Pablo Iglesias Martínez, el cual no hizo ninguna tentativa para alzarse, lo que facilitó el triunfo del Frente Popular, cuyos elementos más exaltados se lanzaron a la calle dispuestos a barrer los focos facciosos. Primero se dirigieron al palacio episcopal, reclamando a voces las armas que suponían existir en el interior. Cuando estaban intentando descerrajar las puertas a culatazos, el obispo se las abrió de par en par, comprobando las turbas que allí no había armas, pero prometieron volver.
En la mañana del 2 de agosto los dirigentes comunistas Nemesio Pozuelo y José Aroca entraron en el palacio episcopal con la intención de izar la bandera roja en el balcón de la fachada. Realizado este cometido, manifestaron al doctor Basulto que abandonara el local, al que ellos tenían asignado un nuevo destino. En compañía de sus familiares y de Félix Pérez Portela, vicario general, fueron conducidos a los bajos del palacio, siendo custodiados por milicianos. Por la tarde recibió la visita del profesor filoizquierdista de la Escuela Normal Pasagalli, el cual le hizo saber al obispo que debía despojarse de la sotana para ser conducido a la catedral en condición de detenido. Como sea que en la catedral había más de 1.200 presos, la situación se hizo insostenible, lo que determinó el que se dirigieran a las autoridades para proceder a un traslado de reclusos a la cárcel de Alcalá de Henares, saliendo la primera expedición el 10 de agosto.
En la mañana del día 11 le fue pasada al obispo una confidencia, haciéndole saber que su nombre y el de sus familiares figuraban en lista para aquella noche en el segundo tren que iba a salir con el mismo destino. Fueron unas trescientas personas las que fueron materialmente prensadas dentro del tren.
El jefe de estación de Santa Catalina, inmediata a la de Atocha, Luis López Muñoz, testigo presencial, hizo la siguiente declaración una vez finalizada la contienda: “Cuando hacia las doce del día 12 de agosto llegó el tren a la estación de Santa Catalina, grandes grupos de mozalbetes armados lo esperaban y comenzaban a dar gritos de alegría, pidiendo que se les entregaran los prisioneros. Entonces se presentaron dos camiones de guardias civiles y de Asalto, que intentaron conducir el tren hasta Alcalá de Henares; pero el populacho se opuso. Se llamó por teléfono al ministerio de la Gobernación y a la Dirección de la Guardia Civil consultando el caso; como las órdenes no eran muy concretas, se puso al aparato un individuo llamado Arellano, que, según parece, era el jefe de los libertarios, y tuteando al ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, le dijo que, si no les entregaban los prisioneros, matarían a los guardias. Contestación del ministro:”Si es la voluntad del pueblo, que se los entreguen”.
Los guardias se retiraron, dejando el tren abandonado y en poder de los revoltosos, que le hicieron andar por la vía de Vallecas. Antes de llegar a este pueblo, en un sitio llamado Caseta del Tío Raimundo, detuvieron el tren, siendo aproximadamente las tres de la tarde. Allí fueron haciendo bajar a los prisioneros y los fusilaron en tandas. El que mató al señor obispo declara que lo hizo disparando una escopeta cargada de plomo a una distancia de metro y medio”.
Dos de los supervivientes, Jacobo Navarro y Leocadio Moreno, dijeron que el obispo cayó de rodillas, exclamando: “Perdona, Señor, mis pecados y perdona también a mis asesinos”.