DE BIEN NACIDOS ES EL SER AGRADECIDOS

Desde el mismo momento en que murió el P. Alba, no he podido hacer otra cosa más que dar gracias a Dios. En la misma habitación en la que murió, en la capilla del Colegio durante el velatorio, desde entonces, junto al sentimiento de tristeza por no tenerle ya a nuestro lado físicamente, mi corazón y mi alma necesitan y deben dar gracias a Dios por tantos y tantos beneficios recibidos de su mano a través del Padre.


Soy hija de un matrimonio católico, que gracias a los tiempos del post concilio y sus sacerdotes, se apartaron de las prácticas religiosas. Pasé mi infancia en el barrio del Besós, en Barcelona. Mis padres se han preocupado siempre por la formación, tanto de mis hermanos como la mía, y por eso, dentro de sus posibilidades, nos llevaron a una de las mejores academias de la zona para que estudiáramos EGB. Mi abuela materna fue siempre la llama de la fe que quedaba encendida en la familia: mujer de misa diaria, y si no podía asistir, de comunión diaria; firme en su fe sencilla, fe del pueblo que transmitió a sus hijos, y que mi madre transmitió a los suyos.

Cuando murió a los 52 años, mi hermano debía hacer su Primera Comunión a un mes escaso y mis padres decidieron que se esperase al año siguiente. Ya había ido durante el curso anterior a Catecismo en la parroquia, pero unos compañeros de su colegio iban a hacer la Primera Comunión en un colegio cerca de Sabadell y el Catecismo lo aprendían en un colegio allí mismo, en el barrio: el colegio Atlántida. Allí mi madre supo que había un centro infantil los sábados por la mañana, y la semana siguiente, arrastrando a sus hijos de 9, 8 y 7 años, llegó a la puerta del Centro.
Tengo muy mala memoria para recordar cosas de mi niñez. Muy pocas cosas recuerdo de cuando era niña, y casi todas tienen relación con el Centro.

Recuerdo mi primera excursión a Sentmenat, andando desde Sabadell, pasando por la Salud. El sábado por la tarde, antes de cenar, rezamos el Rosario en la capilla, y fue la primera vez que vi al Padre Alba. A aquel cura no lo había visto nunca. No lo olvidaré nunca: era la primera vez que yo rezaba el Rosario, y él iba preguntando los misterios, por orden, según los bancos, y recuerdo haber contado las niñas que había delante de mí para ver si me iba a preguntar o no, porque no me los sabía. 

El día antes de morir, en la habitación del hospital, me quedé sola con él, mientras los demás se habían ido a Misa. Cogida de su mano, recé con él los misterios de gloria del Rosario, que son los primeros que recé con él en mi vida.
Aquellos tres niños del barrio Besós de Barcelona saben que, gracias a su abuela, que intercedió desde el cielo, conocieron la obra del Padre Alba. Saben que si no hubiera sido por ellos, no hubieran conocido a Dios, a su Iglesia y a España, su Patria. Aquella misma noche, en Sentmenat, al acabar el Rosario, el Padre nos dio una máxima religiosa, como en el Campamento. Es otra de las cosas que repetía siempre, y que yo desde aquella noche no he olvidado, aunque no la entendí: Por Cristo, por María, por España; más, más y más.

Gracias a él, he aprendido a amar a Cristo: conocí el misterio de Jesús Eucaristía, que por el gran amor que nos tiene se ha quedado en la tierra con nosotros. ¡Cuántos turnos de Adoración Nocturna con el Padre!
He aprendido a amar a María. Fue lo primero que me enseñó, a rezar el Rosario, a decirle a mi bendita Madre del Cielo que la amo, y que me lleve cogida siempre de la mano, hasta el momento de la muerte.
He aprendido a amar a España, mi Patria. Formación en el Centro, las Ultreyas, charlas, Campamentos, Colonias, peregrinación a Santiago...
Gracias a él, hice Ejercicios Espirituales. En ellos, el Señor me hizo ver que me quería toda para Él. Que la única manera de alcanzar la santidad era poner la mano en el arado sin volver la cabeza, y seguirle, a donde Él quisiera.
Y me ha querido en la Sociedad Misionera de Cristo Rey. Después de entrar en el Carmelo y ver que el Señor me quería trabajando activamente en su viña, el Padre me acogió en su casa, para formarme y hacer de mí una misionera de Cristo Rey.

El haber podido estar junto al Padre Alba durante su enfermedad es una gracia muy especial que me ha concedido el Señor. Si ya había aprendido mucho de él durante los 20 años, toda mi vida, que he pasado en el Centro, he aprendido muchísimo más durante esos días. Si lo admiraba por su vida y sus obras, que me hacían ver que era un gran santo, ahora lo sé, lo he visto con mis propios ojos. Sé que los santos han debido morir así, porque no puede ser de otra manera.

Desde el Cielo, Padre, acuérdese de esta su hija, la más pequeña de todas. Ayúdele, ahora más que nunca, a ser santa. El Padre Turú me dijo que si había algún santo que podía interceder por mí en eso, sin duda, era el Padre Alba, porque ya lo había hecho aquí, en la tierra, pues ¿cómo no lo va a seguir haciendo ahora desde el Cielo? Que sepa entregarme al servicio de Dios y de la Iglesia con todo mi ser, con toda mi alma, con todas mis fuerzas. Que cuando llegue el momento de entregar mi alma al Señor, de la manera que Él quiere, pueda morir como usted, entregada totalmente a su Voluntad. Que el resto de mi vida sea una acción de gracias por tantos beneficios como he recibido de su bendita mano. Y ahora que ya está tan cerquita de María, recuérdele de vez en cuando a su hijita que quiere ser, como Ella, esclava de su Divino Hijo, sin titubeos ni regateos, toda para Él, como Él quiera.

Cristina Villuendas