Evocación, por Eugenio Vegas
Latapie
"¡Vosotros no sabéis por qué me
matáis! ¡Yo si sé por qué muero: por que vuestros hijos sean mejores que
vosotros!", se cuenta dijo Maeztu momentos antes de ser fusilado, dirigiéndose a
quienes se disponían a matarle.
Ramiro de Maeztu no murió increpando a sus asesinos ni lamentándose de su mala
suerte, sino ofrendando su
sangre para que fecundara la tierra española y para obtener del Señor que
bendijera y llevase al recto camino a los
hijos de sus verdugos.
Preso arbitrariamente al iniciarse el Alzamiento Nacional en julio de 1936,
Maeztu fue sacado de la cárcel de las
Ventas en la madrugada del 29 de octubre, y, en el momento de salir, se postró a
los pies de un sacerdote, también
cautivo, y le dijo: "Padre, absuélvame", recibiendo viril y piadosamente esa
absolución que recuerda la de los
antiguos cruzados antes de entrar en combate o, más propiamente, la de los
mártires antes de salir a la arena del
circo a ser destrozados por las fieras.
"Amad a vuestros enemigos. Haced
bien a los que os aborrecen y maldicen", decretó, con caracteres de orden
imprescriptible y eterna, quien ofrendó su vida por la salvación de todos los
hombres, sin exceptuar a los que le
daban muerte inhumana. Y Maeztu, empapado de espíritu cristiano, supo ser
discípulo del Maestro divino y morir
sin rencores y sin odios, bendiciendo a los hijos de sus matadores.
Maeztu murió amando y no odiando. Su muerte es la más bella página que jamás
escribió en su vida. Con contarse
éstas por millares, es aquella cuya meditación mayor bien puede hacernos.
Un misionero de nuestros días
refiere que en sus trabajos de evangelización en el Japón, tuvo como catecúmeno
a
un militar de elevada categoría, que deseaba hacerse cristiano. Paulatinamente
iba explicando el misionero a su
discípulo las bases fundamentales de nuestra Fe; pero, al llegar a la
explicación del "Padre nuestro", el militar
japonés le dijo que desistía de hacerse católico, pues había algo que en modo
alguno podía admitir, y ese abismo
infranqueable lo constituían las palabras "así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores". El misionero
insistió, le explicó la belleza y primacía de la virtud del Amor, pero el
japonés, triste y abatido, tras varios días de
luchas íntimas, le comunicó que le era imposible perdonar a determinados
enemigos y se despidió del misionero,
con despedida que él creía definitiva. Pero el germen vivificador había caído en
un alma noble, y años más tarde,
el militar japonés buscó de nuevo al misionero y le pidió le bautizara, pues ya
podía perdonar. En su elemental
teología el pagano había puesto el dedo en la llaga: por encima de la Fe, por
encima de la Esperanza, se encuentra
la virtud del Amor. Verdad ésta que hace decir a San Pablo que si no tenemos
Caridad, de nada nos sirve tener una
fe que mueva las montañas, ni entregar todos nuestros bienes a los pobres, ni
nuestro cuerpo al fuego.
Se puede afirmar que Maeztu, en sus últimos años, vivió con la obsesión de que
moriría mártir de su Religión y de
su Patria, y en frecuente oración para cumplir noblemente su destino. Cuántas
veces no le oímos, los habituales de
la tertulia de "Acción Española" exclamar, triste y esperanzado a la vez: "Yo
noto que soy cobarde y por eso pido a
Dios me conceda morir, al menos con dignidad". En repetidas ocasiones se
avergonzó de no haber muerto a los
pies de un sagrario o en el atrio de un templo el día 11 de mayo de 1931, cuando
un reducido número de
extraviados, con la complicidad pasiva del Gobierno provisional de la República
y la tolerancia cobarde de los
católicos, incendió decenas de iglesias y conventos en Madrid.
En enero de 1934, en uno de
aquellos banquetes de "Acción Española" en los que se comía durante una hora y
se
hablaba o se oía hablar durante tres o cuatro, don Ramiro, con aquella oratoria
tan suya de iluminado, después de
explicar sus esfuerzos prodigados en vano durante la Dictadura para convencer a
los gobernantes de que la
revolución se venía encima y que se apercibieran a cerrarle el paso, dijo
textualmente: "Esta fue mi lucha durante
quince meses, hasta que un día la revolución se echó encima de nosotros. Mis
compañeros prefirieron el destierro;
yo, no; porque prefiero que me den cuatro tiros contra una pared, pero aquí he
de morir. Mis espaldas no las han de
ver nunca mis enemigos. Y entonces, un día oímos aquello de uno, dos, tres y las
gentes en el Retiro y las
multitudes soeces. Se nos ha dicho que ésta ha sido una revolución pacífica:
pacífica porque no se ha vertido
sangre. Pero si la sangre no vale lo que la hiel, lo que la Injuria soez, lo que
el sarcasmo, lo que el griterío de la
masa desmandada! ¿No os habéis encontrado con un tropel de doscientas,
trescientos o cuatrocientas personas
insultando a vuestro jefe hereditario, y no habéis sentido la impotencia de ser
uno solo y no poder arremeter con
las doscientas, trescientas. cuatrocientas personas, y no habéis experimentado
el deseo de que todo aquello os
arrollara, porque es preferible que los cerdos pasen por encima de uno, por
encima de su cadáver, que no seguir
tolerando tantas bajezas, tantas ruindades, tantas cosas soeces, tanta
barbarie?"
Un día de marzo o de abril de 1936, otro glorioso mártir de la Nueva España, don
Victor Pradera, al regresar a su
hogar, después de presidir una conferencia de la Sociedad Cultural "Acción
Española", refiere a su esposa, que al
encontrarse con Maeztu, éste le había dicho "Don Victor, ¿cuando nos asesinan a
usted y a mi ?" Hoy dos mujeres,
que en el silencio y el retiro lloran la muerte de estos precursores y maestros
de la España Eterna, al encontrarse no
podrán por menos de sentir un estremecimiento, al recordar el terrible
vaticinio.
La insistencia con que Maeztu
repetía que moriría asesinado, llegaba, a veces, a ser tomada en broma por los
más
asiduos de aquella tertulia de la redacción de "Acción Española", de la que don
Ramiro fue uno de los pilares
fundamentales desde su fundación. Era tal su cariño a la tertulia que si algún
rarísimo día había de faltar, se
excusaba de antemano o telefoneaba. Su ingreso en las Academias de Ciencias
Morales y de la Lengua, motivó
que los martes y jueves, días en que celebraban sesión dichas Corporaciones,
llegase a nuestra tertulia a última
hora, vestido con chaqueta ribeteada y comentando los temas y noticias de que
allí se habían hecho eco. Pradera
era otro de los asiduos. Al evocar hoy el recuerdo de aquellas reuniones, de
aquellas gentes y de aquellos sueños y
temas que nos apasionaban, siento remordimientos por no haber sabido gozar, en
su día, de tantos tesoros
espirituales allí acumulados y de la compañía de aquellos hombres que con su
vida ejemplar, han conseguido
incorporar sus nombres a la Historia.
Aquel saloncito en que nos
reuníamos, toma ante mi mente la categoría de hogar santo, nueva Covadonga de la
España que amanece. Aquel salón viene a presentárseme como una catacumba del
siglo XX, en que los futuros
mártires se confortaban entre sí para afrontar, fieles a Dios y a España, el
trance final; y también como tienda de
campaña. en la que reunidos los jefes de la Cruzada en las vísperas de su
iniciación, cambiaban consignas y
forjaban planes y arengas.
"Contracorriente", había nacido "Acción Española", contracorriente crecían las
adhesiones a sus principios, y con
esta palabra agresiva y heroica de ir "Contracorriente", tituló genéricamente
Maeztu los artículos que, en
colaboración regular publicaba en la prensa de provincias. Y al marchar
contracorriente Maeztu, y tras de él el
grupo de escritores e intelectuales que le consideraban como su maestro, no se
les ocultaba en nada, lo terrible de
la misión que cumplir y el riesgo probabilísimo de muerte a que se exponían. Fue
en los primeros años de la
siembra, dos meses antes del histórico 10 de agosto, cuando, en el memorable
banquete de la Cuesta de la
Perdices, pronunció don Ramiro las siguientes austeras palabras, ayer objeto de
retóricos aplausos y que hoy
podrían esculpirse en las rocas graníticas de ese Escorial por Maeztu aquel día
evocado, con el gotear no
interrumpido de lágrimas de madres españolas que lloran desde hace años la
pérdida de sus hijos, muertos
heroicamente, en el reír de su juventud, por haber seguido el camino de espinas
que el Maestro les señalara: "Pero
ahora clamaba yo digo a los jóvenes de veinte años: venid con nosotros porque
aquí, a nuestro lado, está el
campo del honor del sacrificio: nosotros somos la cuesta arriba, y en lo alto de
la cuesta está el Calvario, y en lo
más alto del Calvario, está la Cruz". Y en efecto. tras cinco años de trabajar
contracorriente, al coronar "la cuesta
arriba" sin tiempo para otear la tierra de promisión por él descrita. La prisión
primero y la muerte después.
Consumaron la realización de sus enseñanzas y profecías y el traquido de balas
asesinas fue el postrer bélico
clamor de aprobación a una vida perfecta de apostolado y amor.
Hombre, de cualquier país que seas, que sientas correr por tus venas sangre
española o que a España debas la
integridad de tu fe religiosa! ¡Español de la Península, de América, de
Filipinas o de cualquier otra región del
mundo!: al adentrarte en la lectura de este libro, amor de los amores del autor,
concede a cada frase y cada línea el
valor y el sentir que a su verdad confiere la autoridad suprema de estar
confirmado con sangre de mártir. Con
emoción recuerdo la pasión y el amor que Maeztu puso en la obra que hoy se
reimprime y que, capítulo a capítulo,
fue escribiendo y corrigiendo a nuestra vista. La DEFENSA DE LA HISPANIDAD no es
un mero producto de la
erudición y del talento de su autor; es algo. muy superior a todo eso; es una
obra de amor ardiente, apasionado, que
consigue suplir y superar las frías abstracciones de la inteligencia. Yo he
visto llorar a Maeztu leyendo la
"Salutación del Optimista", de su amigo Rubén. Nunca olvidaré aquellas lágrimas
que comenzaron a brotar de los
ojos de Maeztu al repetir las palabras proféticas: "... la alta virtud resucita
que a la hispana progenie hizo dueña de siglos"
Lágrimas que habrían de trocarse en cataratas y sollozos, que le obligaron a
suspender la lectura al llegar a la
invectiva:
"¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos y que al alma
española juzgase áptera y ciega y
tullida?"
El amor, la pasión, la decisión, el
ímpetu, fueron las cualidades más destacadas en Maeztu. En su juventud amó y
sostuvo algunos principios falsos, aunque nunca sufrió extravío en su amor
entrañable a España. Si durante algún
tiempo fue frío en alguna de sus condiciones, cuando recorrió su camino de
Damasco, ese frío circunstancial se
trocó en una pasión y un fuego inextinguibles. En sus amores e Ideales jamás fue
de aquellos tibios, que el Señor,
en frase del Apocalipsis, vomitará de su boca. Un día del bienio
republicano moderado se presentó Maeztu en la
habitual tertulia de "Acción Española", visiblemente excitado, refiriéndonos
que, en el portal de su casa. se había
encontrado con su antiguo amigo Pérez de Ayala, el durante largo tiempo
embajador de la República en Londres, y
al saludarle éste y decirle que a ver si se veían para recordar tiempos pasados,
él le había contestado: "Mire usted,
Pérez de Ayala, mientras usted crea que los que rezamos el Padrenuestro somos
unos idiotas, yo no tengo nada que
decirle".
Quede para otros escritores la
tarea ilustre de hacer una biografía de Maeztu desde su nacimiento en Vitoria,
de
madre inglesa, hasta su asesinato, en octubre de 1936, pasando por su ida a
Cuba, como soldado; a impedir la
pérdida del último florón de nuestra corona imperial, sus quince años de
estancia en Inglaterra, Su matrimonio con
inglesa, su regreso a la Patria para impedir el horror de que su hijo
pronunciara el español con acento inglés; su
embajada en Buenos Aires durante la Dictadura del general Primo de Rivera; su
encarcelamiento en Madrid con
ocasión del 10 de agosto, como presidente de "Acción Española", y su detención y
prisión en julio de 1936, con la
referencia de las gestiones hechas inútilmente por las Embajadas inglesa y
argentina para arrancarle de las garras
asesinas. Maeztu, como Calvo Sotelo, como Pradera, eran demasiado buenas presas
para que los enemigos de Dios
y de España permitieran su canje.
¡Uno de los últimos recuerdos que
conservo de Maeztu es la felicitación calurosa que me expresó con ocasión del
prólogo que, en junio de 1936, puse a la novela, de ambiente mejicano, titulada
Héctor, prólogo en que hacía un
llamamiento y apología del sacrificio y del combate en defensa de los ideales
supremos. "Juan Manuel lo ha leído
—me dijo don Ramiro— y se ha entusiasmado". Y este Juan Manuel, que por primera
y única vez sale citado
como autoridad de labios de Maeztu, era su propio hijo único, de dieciocho años.
Y es que, en materias de honor,
de virilidad y de dignidad nacional tenían, muy acertadamente, a los ojos de
Maeztu, más autoridad los mozos que
aún no contaban veinte años, que los miembros de las Academias por él
frecuentadas.
Un domingo de finales de junio de 1936 fuimos el marqués de las Marismas, Jorge
Vigón y yo, a acompañar al
matrimonio Maeztu desde Madrid a la Granja, donde se proponían alquilar una casa
en que pasar el verano.
Apenas llegados al Real Sitio don Ramiro encomendó a su esposa la tarea de
elegir casa y decidirse, mientras que
él se iba con nosotros a dar un paseo por el magnífico parque. Fue el último día
que paseé con éI y nunca podré
olvidar la interpretación revolucionaria que daba a fuentes y estatuas, así como
a la ornamentación de los jardines.
"¡No está aquí el Escorial! —decía—; esto es el siglo XVIII francés. Versalles.
Ninfos. Pastores. Fratos.
Naturalismo. Pero aquí nada habla de Dios. Esta ornamentación revela la
mentalidad que se refleja en Rousseau y
concluye en las matanzas de la Convención y el Terror. Desde la Granja seguimos
al secularizado monasterio
cartujo de El Paular, y después regresamos a la capital. Indecisiones
providenciales de última hora, hicieron que la
familia Maeztu no tomase casa en la Granja y que el 19 de julio les sorprendiese
en Madrid.
La última noticia que respecto a mí
tengo de Maeztu consiste en una frase proferida en la casa en que se
encontraba oculto durante los primeros días del Movimiento y en la que fue
detenido, reprochándome el que yo no
le hubiese avisado pues su sitio no era estar escondido, sino en una trinchera,
defendiendo su Fe y su Patria,
luchando por una España mejor. No temía las persecuciones ni la muerte, pero
soñaba con tomar parte personal y
directa en la Cruzada, ni lo suspiraba por puestos, mercedes o prebendas, sino
por el honor máximo de estar con un
fusil en la trinchera. Maeztu daba al valor físico y personal un elevadísimo
puesto en la jerarquía de los valores. Su
desprecio a los cobardes rayaba en lo superlativo. En el discurso del Banquete
de enero de 1934 dirigiéndose a las
mujeres allí presentes, les dijo: Despreciad al hombre que no sea valiente;
despreciad al hombre que no esté
dispuesto a arriesgar su Vida por la Santa Causa; despreciadlo, y ya veréis cómo
los corderos se convierten en
leones. Tengo la seguridad que, de haber estado don Ramiro en la zona nacional,
no hubiera sido empresa fácil
convencerle de que con sus sesenta años cumplidos no tenía puesto en el frente.
La visión de Maeztu, profeta y maestro de la Nueva España, no puede borrársenos
a los que cultivemos su
intimidad. No hay ceremonia, desfile, victoria o sesión conmemorativa a que
asistimos o en la que tomemos parte,
en que no echemos de menos su presencia.
Fue en Salamanca, un día de marzo de 1937, en que la primavera, anticipada,
llenó de sol y aromas su Plaza Mayor
maravillosa, cuando un poeta, compañero de luchas y de sueños de Maeztu, a la
vista de aquella perfecta geometría
de la representación de las fuerzas armadas que hicieron posible el milagro del
Alzamiento Nacional, Ejército,
Requetés, falangistas, Acción Popular, Renovación, tropas Moras; al oír con ecos
resurrección y nostalgia los
acordes de un himno proscrito desde hacia años; al contemplar la llegada del
primer embajador extranjero que
reconocía al nuevo Estado, nacido de la Cruzada, buscó con insistencia vana,
entre la masa que colmaba balcones
y plaza, a Ramiro de Maeztu. En aquella jornada de ilusión y de gloria, apenas
oscurecida por algunos jirones de
nubes en los cielos y una larvada estridencia en el suelo, José María Pemán
sintió cantar su musa en versos
sentidísimos, cuyo final transcribe como áureo remate de estas páginas de
evocación:
"Ramiro de Maeztu, Señor y Capitán de la Cruzada: ¿Dónde estabas ayer, mi dulce
amigo, que no pude
encontrarte? ¿Dónde estabas?, ¡para haberte traído de la mano, a las doce del
día, bajo el cielo de viento y nubes
altas, a ver, para reposo de tu eterna inquietud, tu Verdad hecha ya Vida en la
Plaza Mayor de Salamanca!"
Eugenio Vegas Latapie
Preludio
Esta introducción fue publicada el 15 de diciembre de 1931 como
artículo programa de la revista Acción Española.
Un jurado benévolo la escogió para el premio «Luca de Tena» de aquel año. Al
recogerla con el asenso de la
revista donde vieron la luz primera los más de los trabajos de este libro, la he
llamado "Preludio", porque esta
palabra no significa meramente lo que da principio a una cosa, sino que sugiere
también, por su uso musical, que
se trata de un comienzo especialísimo, en el que se anuncian los temas que van a
desarrollarse en el curso de la
obra.
ESPAÑA es una encina media sofocada
por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y
encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en
el árbol. Pero la yedra no se puede
sostener sobre sí misma. Desde que España dejó de creer en su misión histórica,
no ha dado al mundo de las ideas
generales más pensamientos valederos que los que han tendido a hacerla recuperar
su propio ser. Ni su Salmerón.
ni su Pi y Margall, ni su Giner, ni su Pablo lglesias, han aportado a la
filosofía del mundo un solo pensamiento
nuevo que el mundo estime válido. La tradición española puede mostrar
modestamente, pero como valores
positivos y universales, un Balmes, un Donoso, un Menéndez Pelayo, un González
Arintero. No hay un liberal
español que haya enriquecido la literatura del liberalismo con una idea cuyo
valor reconozcan los liberales
extranjeros, ni un socialista la del socialismo, ni un anarquista la del
anarquismo, ni un revolucionario la de la
revolución.
Ello es porque en otros países han
surgido el liberalismo y la revolución por medio de sus faltas, o para castigo
de
sus pecados. En España eran innecesarios. Lo que nos hacía falta era
desarrollar, adaptar y aplicar los principios
morales de nuestros teólogos juristas a las mudanzas de los tiempos. La raíz de
la revolución en España, allá en los
comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del
extranjero. No brotó de nuestro
ser, sino de nuestro no ser. Por eso, sin propósito de ofensa para nadie, la
podemos llamar la Antipatria, lo que
explica su esterilidad, porque la Antipatria no tiene su ser más que en la
Patria, como el Anticristo lo tiene en el
Cristo. Ovidio hablaba de un ímpetu sagrado de que se nutren los poetas: Impetus
ille sacer, qui vatum pectora
nutrit. El ímpetu sagrado de que se han de nutrir los pueblos que ya tienen
valor universal es su corriente histórica.
Es el camino que Dios les señala. Y fuera de la vía, no hay sino extravíos.
Durante veinte siglos, el camino de España no tiene pérdida posible. Aprende de
Roma el habla con que puedan
entenderse sus tribus y la capacidad organizadora para hacerlas convivir en el
derecho. En la lengua del Lacio
recibe el Cristianismo, y con el Cristianismo el ideal. luego vienen las
pruebas. Primero, la del Norte, con el
orgullo arriano que proclama no necesita Redentor, sino Maestro, después la del
Sur, donde la moral del hombre se
abandona a un destino inescrutable. También los españoles pudimos dejarnos
llevar por el Kismet. Seríamos ahora
lo que Marruecos o, a lo sumo, Argelia. Nuestro honor fue abrazarnos a la Cruz y
a Europa, al Occidente, e
identificar nuestro ser con nuestro ideal. El mismo año en que llevamos la Cruz
a la Alhambra descubrimos el
Nuevo Continente. Fue un 12 de octubre, el día en que la Virgen se apareció a
Santiago en el Pilar de Zaragoza. La
corriente histórica nos hacía tender la Cruz al mundo nuevo.
Ahí están los manuscritos del padre Vitoria. El tema que más le preocupó fue
conciliar la predestinación divina
con los méritos del hombre. No podía creer que los hombres. ni siquiera algunos
hombres, fuesen malos porque la
Providencia los hubiera predestinado a la maldad. Sobre todos los mortales
debería brillar la esperanza. Sobre
todos la hizo brillar el padre Vitoria con su doctrina de la Gracia. Algunos
discípulos y colegas suyos la llevaron al
concilio de Trento donde la hicieron prevalecer. Salvaron con ello la creencia
del hombre en la eficacia de su
voluntad y de sus méritos. Y así empezó la Contrarreforma. Otros discípulos la
infundieron en Consejo de Indias, e
inspiraron en ella la legislación de las tierras de América, que trocó la
conquista del Nuevo Mundo en empresa
evangélica y de incorporación a la Cristiandad de aquellas razas a las que
llamaban los Reyes de Castilla "nuestros
amigos los indios". ¿Es que se habrá agotado ese ideal? Todavía ayer moría en
Salamanca el padre González
Arintero. Y suya es la sentencia: "No hay proposición teológica más segura que
ésta: a todos sin excepción se les
da —"proxima" o "remota"— una gracia suficiente para la salud.."
¿Han elaborado los siglos sucesivos ideal alguno que supere al nuestro? De la
imposibilidad de salvación se
deduce la del progreso y perfeccionamiento. Decir en lo teológico que todos los
hombres pueden salvarse, es
afirmar en lo ético que deben mejorar, y en lo político, que pueden progresar.
Es ya comprometerse a no estorbar
el mejoramiento de sus condiciones de vida y aun a favorecerlo en todo lo
posible. ¿Hay ideal superior a éste?.
Jamás pretendimos los españoles vincular la Divinidad a nuestros intereses
nacionales; nunca dijimos como Juana
de Arco: "los que hacen la guerra al Santo Reino de Francia, hacen la guerra al
Rey Jesús", aunque estamos ciertos
de haber peleado, en nuestros buenos tiempos, las batallas de Dios. Nunca
creímos, como los ingleses y
norteamericanos, que la Providencia nos había predestinado para ser mejores que
los demás pueblos. Orgullosos de
nuestro credo, fuimos siempre humildes respecto a nosotros mismos. No tan
humildes, sin embargo, como esa
desventurada Rusia de la revolución, que proclama el carácter ilusorio de todos
los valores del espíritu y cifra su
ideal en reducir el género humano a una economía puramente animal.
El ideal hispánico está en pie. Lejos de ser agua pasada, no se superará
mientras quede en el mundo un solo
hombre que se sienta imperfecto. Y por mucho que se haga para olvidarlo y
enterrarlo, mientras lleven nombres
españoles la mitad de las tierras del planeta, la idea nuestra seguirá saltando
de los libros de mística y ascética a las
páginas de la Historia Universal. ¡Si fuera posible para un español culto vivir
de espaldas a la Historia y perderse
en los cines, los cafés y las columnas de los diarios! Pero cada piedra nos
habla de lo mismo. ¿Qué somos hoy, qué
hacemos ahora cuando nos comparamos con aquellos españoles, que no eran ni más
listos ni más fuertes que
nosotros, pero creaban la unidad física del mundo, porque antes o al mismo
tiempo constituían la unidad moral del
género humano, al emplazar una misma posibilidad de salvación ante todos los
hombres, con lo que hacían posible
la Historia Universal, que hasta nuestro siglo XVI no pudo ser sino una
pluralidad de historias inconexas?
¿Podremos consolarnos de estar ahora tan lejos de la Historia, pensando que a
cada pueblo le llega su caída y que
hubo un tiempo en que fueron también Nínive y Babilonia?
Pero cuando volvemos los ojos a la
actualidad, nos encontramos, en primer término, con que todos los pueblos que
fueron españoles están continuando la obra de España, porque todos están
tratando a las razas atrasadas que hay
entre ellos con la persuasión y en la esperanza de que podrán salvarlas; y
también con que la necesidad urgente del
mundo entero, si ha de evitarse la colisión de Oriente y Occidente, es que
resucite y se extienda por toda la faz de
la Tierra aquel espíritu español, que consideraba a todos los hombres como
hermanos, aunque distinguía los
hermanos mayores de los menores; porque el español no negó nunca la evidencia de
las desigualdades. Así la obra
de España, lejos de ser ruinas y polvo, es una fábrica a medio hacer, como la
Sagrada Familia, de Barcelona, o la
Almudena, de Madrid; o, si se quiere, una flecha caída a mitad del camino, que
espera el brazo que la recoja y
lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está pidiendo los músicos que
sepan continuarla.
La sinfonía se interrumpió en 1700, al cerrarse para siempre los ojos del
Monarca hechizado. Cuentan los
historiadores que, a fuerza de pasar por nuestras tierras tropas alemanas,
inglesas y francesas, aparte de las
nuestras, durante catorce años, al cabo de la guerra de Sucesión se habían
esfumado todas las antiguas instituciones
españolas, excepto la corona de Castilla. España era una pizarra en limpio,
donde un Rey y una Corte extranjeros
podían escribir lo que quisieran. Mucho de lo que dijeron tenía que decirse,
porque el país necesitaba "academias y
talleres, carreteras y canales"·. Embargados en cuidados superiores nos habíamos
olvidado anteriormente de que lo
primero era vivir. Pero cuando se dijo que: "Ya no hay Pirineos", lo que
entendió la mayor parte de nuestra
aristocracia es que Versalles era el centro del mundo. Pudimos entonces
economizar las energías y esperar a que se
restaurasen para seguir nuestra obra. Preferimos poner nuestra ilusión en ser lo
que no éramos. Y hace doscientos
años que el alma se nos va en querer ser lo que no somos, en vez de ser nosotros
mismos, pero con todo el Poder
asequible.
Estos doscientos años son los de la
Revolución. ¿Concibe nadie que Sancho Panza quiera sublevarse contra Don
Quijote. El hombre inferior admira y sigue al superior, cuando no está maleado,
para que le dirija y le proteja. El
hidalgo de nuestros siglos XVI y XVII recibía en su niñez, adolescencia y
juventud una educación tan dura,
disciplinada y espinosa, que el pueblo reconocía de buena gana su superioridad.
Todavía en tiempos de Felipe IV y
Carlos II sabía manejar con igual elegancia las armas y el latín. Hubo una época
en que parecía que todos los
hidalgos de España eran al mismo tiempo poetas y soldados. Pero cuando la
crianza de los ricos se hizo cómoda y
suave, y al espíritu de servicio sucedió el de privilegio, que convirtió la
Monarquía Católica en territorial y los
caballeros cristianos en señores, primero, y en señoritos luego, no es extraño
que el pueblo perdiera a sus patricios
el debido respeto. ¿Qué ácido corroyó las virtudes antiguas? En el cambio de
ideales había ya un abandono del
espíritu a la sensualidad y a la naturaleza; pero lo más grave era la
extranjerización, la voluntad de ser lo que no
éramos, porque querer ser otros es ya querer no ser, lo que explica, en medio de
los anhelos económicos, el íntimo
abandono moral, que se expresa en ese nihilismo de tangos rijosos y resignación
animal, que es ahora la música
popular española.
Siempre ha tenido España buenos
eruditos, demasiado conocedores de su Historia para poder creer lo que la
envidia de sus enemigos propalaba. La mera prudencia dice, por otra parte, que
un pueblo no puede vivir con sus
glorias desconocidas y sus vergüenzas al desnudo, sin que propenda a huir de sí
mismo y disolverse, como lo viene
haciendo hace ya más de un siglo. Tampoco nos ha faltado aquel patriotismo
instintivo que formuló
desesperadamente Cánovas: "Con la Patria se está con razón y sin razón, como se
está con el padre y con la
madre". La historia, la prudencia y el patriotismo han dado vida al
tradicionalismo español, que ha batallado estos
dos siglos como ha podido, casi siempre con razón, a veces con heroísmo
insuperable, pero generalmente con la
convicción intranquila de su aislamiento, porque sentía que el mundo le era
hostil y contrario al movimiento
universal de las ideas.
Los hombres que escribimos en
Acción Española sabemos lo que se ha ocultado cuidadosamente en estos años al
conocimiento de nuestro público lector, y es que el mundo ha dada otra vuelta y
ahora está con nosotros. Porque
sus mejores espíritus buscan en todas partes principios análogos o idénticos a
los que mantuvimos en nuestros
grandes siglos. Queremos traer esta buena noticia a los corazones angustiados.
El mundo ha dado otra vuelta. Se
puede trazar una raya en 1900. Hasta entonces eran adversos a España los más de
los talentos extranjeros que de
ella se ocupaban. Desde entonces nos son favorables. Los amigos del arte se
maravillan de los esfuerzos que hace
el mundo por entender y gozar mejor el estilo barroco, que es España. Y es que
han fracasado el humanismo
pagano y el naturalismo de los últimos tiempos. La cultura del mundo no puede
fundarse en la espontaneidad
biológica del hombre, sino en la deliberación, el orden y el esfuerzo, la
elección no está en hacer lo que se quiere,
sino lo que se debe. Y la física y la metafísica, las ciencias morales y las
naturales nos llevan de nuevo a escuchar
la palabra del Espíritu y a fundar el derecho y las instituciones sociales y
políticas, como; Santo Tomás y nuestros
teólogos juristas, en la objetividad del bien común. y no en la caprichosa
voluntad del que más puede. Venimos,
pues, a desempeñar una función de enlace. Nos proponemos mostrar a los españoles
educados que el sentido de la
cultura en los pueblos modernos coincide con la corriente histórica de España;
que los legajos de Sevilla y
Simancas y las piedras de Santiago, Burgos y Toledo no son tumbas de una ,España
muerta, sino fuentes de vida,
que el mundo, que nos había condenado. nos da ahora la razón, arrepentido, por
supuesto, sin pensar en nosotros,
sino incidentalmente, porque hemos descuidado la defensa de nuestro propio ser,
en cuya defensa está la esencia
misma del ser, según los mejores ontologistas de hoy; porque también la
filosofía contemporánea viene a decirnos
que hay que salir de esa suicida negación de nosotros mismos, con que hemos
reducido a la trivialidad a un pueblo
que vivió durante más de dos siglos en la justificada persuasión de ser la nueva
Roma y el Israel cristiano.
Harto sabemos que nuestra labor tiene que ser modesta y pobre. Descuidos
seculares no pueden repararse sino con
el esfuerzo continuado de generaciones sucesivas. Pero lo que vamos a hacer no
podemos Por menos de hacerlo.
Ya no es una mera pesadilla hablar de la posibilidad del fin de España, y España
es parte esencial de nuestras
vidas. No somos animales que se resignen a la mera vida fisiológica, ni ángeles
que vivan la eternidad fuera del
tiempo y del espacio. En nuestras almas de hombres habla la voz de nuestros
padres, que nos llama al porvenir por
que lucharon. Y aunque nos duele España, y nos ha de dotar aún más en esta obra,
todavía es mejor que nos duela
ella que dolernos nosotros de no ponernos a hacer lo que debemos.
La Hispanidad y su Dispersión : La Separación de América y La Unidad de la
Hispanidad
"El 12 de Octubre, mal titulado el
Día de la Raza, deberá ser en lo sucesivo el Día de la Hispanidad". Con estas
palabras encabezaba su extraordinario del 12 de octubre último un modesto
semanario de Buenos Aires, El Eco de
España. La palabra se debe a un sacerdote español y patriota que en la Argentina
reside, D. Zacarías de Vizcarra.
Si el concepto de Cristiandad comprende y a la vez caracteriza a todos los
pueblos cristianos, ¿por qué no ha de
acuñarse otra palabra, como ésta de Hispanidad, que comprenda también y
caracterice a la totalidad de los pueblos
hispánicos?
Primera cuestión: ¿Se incluirán en
ella Portugal y Brasil? A veces protestan los portugueses. No creo que los más
cultos. Cámoens los llama (Lusiadas, Canto I, estrf. XXXI): "Huma gente
fortissima de Espanha"
André de Resende, el humanista, decía lo mismo, con palabras que elogia doña
Carolina Micha‰lis de
Vasconcelos: "Hispani omnes sumus". Almeida Garret lo decía también: "Somos
Hispanos, e devemos chamar
Hispanos a quantos habitamos a peninsula hispánica". Y don Ricardo Jorge ha
dicho: "chamese Hispania à
peninsula, hispano ao seu habitante ondequer que demore, hispánico ao que lhez
diez respeito". Hispánicos son,
pues, todos los pueblos que deben la civilización o el ser a los pueblos
hispanos de la península. Hispanidad es el
concepto que a todos los abarca.
Veamos hasta que punto los
caracteriza. La Hispanidad, desde luego, no es una raza. Tenía razón El Eco de
España
para decir que está mal puesto el nombre de Día de la Raza al del 12 de octubre.
Sólo podría aceptarse en el
sentido de evidenciar que los españoles no damos importancia a la sangre, ni al
color de la piel, porque lo que
llamamos raza no está constituido por aquellas características que puedan
transmitirse a través de las obscuridades
protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu, como el habla
y el credo. La Hispanidad está
compuesta de hombres de las razas blanca, negra, india y malaya, y sus
combinaciones, y sería absurdo buscar sus
características por los métodos de la etnografía.
También por los de la geografía.
Sería perderse antes de echar a andar. La Hispanidad no habita una tierra, sino
muchas y muy diversas. La variedad del territorio peninsular, con ser tan
grande, es unidad si se compara con la
del que habitan los pueblos hispánicos. Magallanes, al Sur de Chile, hace pensar
en el Norte de la Escandinavia.
Algo más al Norte, el Sur de la Patagonia argentina, tiene clima siberiano. El
hombre que en esas tierras se
produce no puede parecerse al de Guayaquil, Veracruz o las Antillas, ni éste al
de las altiplanicies andinas, ni éste
al de las selvas paraguayas o brasileñas. Los climas de la Hispanidad son los de
todo el mundo. Y esta falta de
características geográficas y etnográficas, no deja de ser uno de los más
decisivos caracteres de la Hispanidad. Por
lo menos es posible afirmar, desde luego, que la Hispanidad no es ningún
producto natural, y que su espíritu no es
el de una tierra, ni el de una raza determinada.
¿Es entonces la Historia quien lo
ha ido definiendo? Todos los pueblos de la Hispanidad fueron gobernados por los
mismos Monarcas desde 1580, año de la anexión de Portugal, hasta 1640, fecha de
su separación, y antes y
después por las dos monarquías peninsulares, desde los años de los
descubrimientos hasta la separación de los
pueblos de América. Todos ellos deben su civilización a España y Portugal. La
civilización no es una aventura.
Quiero decir que la comunidad de los pueblos hispánicos no puede ser la de los
viajeros de un barco que, después
de haber convivido unos días, se despiden para no volver a verse. Y no lo es, en
efecto. Todos ellos conservan un
sentimiento de unidad, que no consiste tan sólo en hablar la misma lengua o en
la comunidad del origen histórico,
ni se expresa adecuadamente diciendo que es de solidaridad, porque por
solidaridad entiende el diccionario de la
Academia, una adhesión circunstancial a la causa de otros, y aquí no se trata de
una adhesión circunstancial, sino
de una comunidad permanente.
No exageremos, sin embargo, la medida de la unidad. Pero es un hecho que un
Embajador de España no se siente
tan extraño en Buenos Aires como en Río Janeiro, ni en Río Janeiro como en
Londres, ni en Londres como en
Tokio. Es también un hecho que no podrá desembarcar un pelotón de infantería de
marina norteamericana en
Nicaragua, sin que se lastime el patriotismo de la Argentina y del Perú, de
Méjico y de España, y aun también el de
Brasil y Portugal. No sólo esto. El mero deseo de un político norteamericano, Mr.
William G. McAdoo, de que la
Gran Bretaña y Francia transfieran a los Estados Unidos, para pago de sus deudas
de guerra, sus posesiones en las
Indias occidentales y las Guayanas inglesa y francesa, basta para que dé la voz
de alarma un periódico tan saturado
de patriotismo argentino como La Prensa, de Buenos Aires, que proclama (18 de
noviembre, 1931), "que todos los
pueblos hispanoamericanos abogan
por la independencia de Puerto Rico, el retiro de tropas de Nicaragua y Haití,
la reforma de la enmienda Platt y el desconocimiento, como doctrina, del
enunciado de Monroe".
De otra parte, habría muchas razones para dudar de que sea muy sólida esta
unidad que llamamos hispánica. En
primer término, porque carece de órgano jurídico que la pueda afirmar con
eficacia. Un ironista llamó a las
Repúblicas hispanoamericanas "los Estados desunidos del Sur", en contraposición
a los Estados Unidos del Norte.
Pero más grave que la falta del órgano es la constante crítica y negación de las
dos fuentes históricas de la
comunidad de los pueblos hispánicos, a saber: la religión católica y el régimen
de la Monarquía católica española.
Podrá decirse que esta doble negación es consubstancial con la existencia misma
de las repúblicas
hispanoamericanas, que forjaron su nacionalidad en lucha contra la dominación
española. Pero esta interpretación
es demasiado simple. Las naciones no se forman de un modo negativo, sino
positivamente y por asociación del
espíritu de sus habitantes a la tierra donde viven y mueren. Es puro accidente
que, al formarse las nacionalidades
hispánicas de América, prevalecieran en el mundo las ideas de la revolución
francesa. Ocurrió que prevalecían y
que han prevalecido durante todo el siglo pasado. Los mejores espíritus están ya
saliendo de ellas, tan
desengañados como Simón Bolívar, cuando dijo: "Los que hemos trabajado por la
revolución hemos arado en el
mar".
Ahora están perplejos. Ya han
perdido los más perspicaces la confianza que tenían en las doctrinas de la
revolución. En su crisis actual, no quedarán muchos talentos que puedan
asegurar, como Carlos Pellegrini hace tres
cuartos de siglo, que "el progreso de la República Argentina es un hecho forzoso
y fatal". La fatalidad del progreso
es una de las ilusiones que aventó la gran guerra. Todos los ingenios
hispanoamericanos no tienen la ruda
franqueza con que el chileno Edwards Bello proclamó que: "el arte
iberoamericano, sin raíces en las modalidades
nacionales, carece de interés en Europa". Pero muchos sienten que las cosas no
marchan como debieran, ni mucho
menos como en otro tiempo se esperaba. En lo económico, esos países, que viven
al día, dependen de las grandes
naciones prestamistas, antes, de Inglaterra, ahora, de los Estados Unidos. No
son pueblos de inventores, ni de
grandes emprendedores. Sus investigadores son también escasos. Padecen,
agravados, los males de España. Lo
atribuye Edwards Bello, a que están divididos en tantas nacionalidades. Lo que
hizo grande, a juicio suyo, a
Bolívar y a Rubén Darío, fue haber podido ser, en un momento dado, el soldado y
el poeta de todo un Continente.
El hecho es que los pueblos hispánicos viven al día, sin ideal, por lo menos sin
un ideal que el mundo entero tenga
que agradecerles. ¿Y no de penderá la insuficiente solidaridad de los pueblos
hispánicos de que han dejado
apagarse y deslucirse sus comunes valores históricos? ¿Y no será esa también la
causa de la falta de originalidad?
Lo original, ¿no es lo originario?
Las ideas del siglo XVIII
Ahora está el espíritu de la Hispanidad medio disuelto, pero subsistente. Se
manifiesta de cuando en cuando como
sentimiento de solidaridad y aun de comunidad, pero carece de órganos con que
expresarse en actos. De otra parte,
hay signos de intensificación. Empieza a hacer la crítica de la crítica que
contra él se hizo y a cultivar mejor la
Historia. La Historia está llamada a transformar nuestros panoramas espirituales
y nunca ha carecido de buenos
cultivadores en nuestros países. Lo que no tuvimos, salvo el caso único e
incierto de Oliveria Martins, fueron
hombres cuyas ideas supieran iluminar los hechos y darles su valor y sentido.
Hasta ahora, por ejemplo, no se
sabía, a pesar de los miles de libros que sobre ello se han escrito, cómo se
había producido la separación de los
países americanos. Desde el punto de vista español parecía una catástrofe tan
inexplicable como las geológicas.
Pero hace tiempo que entró en la geología la tendencia a explicarse las
transformaciones por causas permanentes,
siempre actuales. ¿Y por qué no han de haber separado de su historia a los
países americanos las mismas causas
que han hecho lo mismo con una parte tan numerosa del pueblo español? Si
Castelar, en el más celebrado de sus
discursos ha podido decir: "No hay nada más espantoso, más abominable, que aquel
gran imperio español que era
un sudario que se extendía sobre el planeta", y ello lo había aprendido D.
Emilio de otros españoles, ¿por qué no
han de ser estos intrépidos fiscales los maestros comunes de españoles e
hispanoamericanos? Si todavía hay
conferenciantes españoles que propalan por América paparruchas semejantes a las
que creía Castelar, ¿por qué no
hemos de suponer que, ya en el siglo XVIII, nuestros propios funcionarios,
tocados de las pasiones de la
Enciclopedia, empezaron a propagarlas? Pues bien, así fue. De España salió la
separación de América. La crisis de
la Hispanidad se inició en España. Un libro todavía reciente, Los Navíos de la
Ilustración, de D. Ramón de
Basterra, empezó a transformar el panorama cultural. Basterra se encontró en
Venezuela con los papeles de la
Compañía Guipuzcuana de Navegación, fundada en 1728, y vio que los barcos del
conde Peña Florida y del
marqués de Valmediano, de cuya propiedad fueron después partícipes las familias
próceres de Venezuela, como
los Bolívar, los Toro, Ibarra, La Madrid y Ascanio, llevaban y traían en sus
camarotes y bodegas los libros de la
Enciclopedia francesa y del siglo XVIII español. Por eso atribuyó Basterra la
independencia de América al hecho
de haberse criado Bolívar en las ideas de los Amigos del País de aquel tiempo.
Su error fue suponer que acaeció
solamente en Venezuela lo que ocurría al mismo tiempo en toda la América
española y portuguesa, como
consecuencia del cambio de ideas que el siglo XVIII trajo a España. Al régimen
patriarcal de la Casa de Austria,
abandonado en lo económico, escrupuloso en lo espiritual, sucedió bruscamente un
ideal nuevo de ilustración, de
negocios, de compañías por acciones, de carreteras, de explotación de los
recursos naturales. Las Indias dejaron de
ser el escenario donde se realizaba un intento evangélico para convertirse en
codiciable patrimonio. Pero, ¿no se
originó el cambio en España?
Un erudito inglés, Mr. Cecil Jane,
ha desarrollado recientemente la tesis de que la separación de América se debe a
la extrañeza que a los criollos produjeron las novedades introducidas en el
gobierno de aquellos países por los
virreyes y gobernadores del siglo XVIII. El hecho de que los propios monarcas
españoles incitaran a Jorge Juan y a
Ulloa a poner en berlina todas las instituciones, así como los usos y
costumbres, en sus "Noticias Secretas de
América", destruyó, a juicio de Mr. Jane, el fundamento mismo de la lealtad
americana: "Desde ese momento ganó
terreno la idea de disolver la unión con España, no porque fuese odiado el
Gobierno español, sino porque parecía
que el Gobierno había dejado de ser español, en todo, salvo el nombre". Pero
antes de Jorge Juan y Ulloa, antes de
la Compañía Guipuzcoana de Navegación, cuenta D. Carlos Bosque, el historiador
español (muerto hace poco en
Lima para retardo de nuestras reivindicaciones), que el marqués de
Castelldosrius fue nombrado virrey del Perú
por recomendación del propio Luis XIV, por haber sido uno de los aristócratas
catalanes que abrazaron contra el
Archiduque la causa de Felipe V. Castelldosrius fue a Lima con la condición de
permitir a los franceses un tráfico
clandestino contrario al tradicional régimen del virreinato. Al morir
Castelldosrius y verse sustituido por el Obispo
de Quito, fue éste procesado por haber suprimido el contrabando francés, que era
perjudicial para el Perú y para el
Rey. El proceso culpa al obispo de haber prohibido pagar cuentas atrasadas del
virrey. Es un dato que revela el
cambio acontecido. Los virreyes empiezan a ir a América para poder pagar sus
deudas antiguas. Así se pierde un
mundo.
Todos los conocedores de la historia americana saben que el hecho central y
decisivo del siglo XVIII fue la
expulsión de los jesuitas. Sin ella no habría surgido, por lo menos entonces, el
movimiento de la independencia. Lo
reconoce, con lealtad característica, D. Leopoldo Lugones, poco afecto a la
retórica hispanófila. La avaricia del
marqués de Pombal, que quería explotar, en sociedad con los ingleses, los
territorios de las misiones jesuíticas de
la orilla izquierda del río Uruguay, y el amor propio de la marquesa de
Pompadour, que no podía perdonar a los
jesuitas que se negasen a reconocerla en la Corte una posición oficial, como
querida de Luis XV, fueron los
instrumentos que utilizaron los jansenistas y los filósofos para atacar a la
Compañía de Jesús. El conde Aranda,
enérgico, pero cerrado de mollera, les sirvió en España sin darse cuenta clara
de lo que estaba haciendo. "Hay que
empezar por los jesuitas como los más valientes", escribía D'Alembert a
Chatolais. Y Voltaire a Helvecio, en 1761:
"Destruidos los jesuitas, venceremos a la infame". La "infame", para Voltaire,
era la Iglesia. El hecho es que la
expulsión de los jesuitas produjo en numerosas familias criollas un horror a
España, que al cabo de seis
generaciones no se ha desvanecido todavía. Ello se complicó con el intento, en
el siglo XVIII, de substituir los
fundamentos de la aristocracia en América. Por una de las más antiguas Leyes de
Indias, fechada en Segovia el 3
de julio de 1533, se establecía que: "Por honrar las personas, hijos y
descendientes legítimos de los que se
obligaren a hacer población (entiéndase tener casa en América)..., les hacemos
hijosdalgos de solar conocido..."
Por eso, las informaciones americanas sobre noblezas prescindieron en los siglos
XVI y XVII, de los "abuelos de
España", deteniéndose, en cambio, a referir con todo lujo de detalles, como dice
el genealogista Lafuente Machain,
las aventuras pasadas en América; y es que la aspiración durante aquellos
siglos, era tener sangre de Conquistador,
y en ellas se basaba la aristocracia americana. El siglo XVIII trajo la
pretensión de que se fundara la nobleza en los
señoríos peninsulares, por medio de una distinción que estableció entre la
hidalguía y la nobleza, según la cual la
hidalguía era un hecho natural e indeleble, obra de la sangre, mientras la
nobleza era de privilegio o nombramiento
real. La aristocracia criolla se sintió relegada a segundo término, hasta que
con las luchas de la independencia
surgió la tercera nobleza de América, constituida por "los próceres", que fueron
los caudillos de la revolución.
Hubo también otros criollos que siguieron las lecciones de los españoles, y se
enamoraron de los ideales de la
Enciclopedia, y su número fue creciendo tanto durante el curso del siglo XIX,
que un estadista uruguayo, D. Luis
Alberto de Herrera, podía escribir en 1910, que la América del Sur "vibra con
las mismas pasiones de París,
recogiendo idénticos sus dolores, sus indagaciones y sus estallidos
neurasténicos. Ninguna otra experiencia se
acepta; ningún otro testimonio de sabiduría cívica o de desinterés humano se
coloca a su altura excelsa". Ha de
reconocerse que Francia tiene su parte de razón cuando recaba para sí la
primacía, como cabeza de la latinidad y
principal protagonista de la revolución, diciendo a los hijos de la América
hispánica: "Vous n'êtes pas les fils de
l'Espagne vous êtes les fils de la Révolution francaise". Bueno; ya no hay
franceses, por lo menos entre los
intelectuales distinguidos, que se entusiasmen con su revolución. Lo que hacen
los de ahora es buscar en la música
de la Marsellesa, que es el único himno sin Dios, entre los grandes himnos
nacionales, la misma inspiración con
que le hablaban a Juana de Arco las voces de Domrémy. Y empieza a haber no sólo
españoles, sino americanos,
que vislumbran que la herencia hispánica no es para desdeñada
De la Monarquía Católica a la
territorial y la guerra civil en América
En general, los hispanoamericanos no se suelen hacer cargo de que lo mismo su
afrancesamiento espiritual, que su
sentido secularista del gobierno y de la vida, que su afición a las ideas de la
Enciclopedia y de la Revolución son
herencia española, hija de aquella extraordinaria revisión de valores y de
principios que se operó en España en las
primeras décadas del siglo XVIII y que inspiró a nuestro gobierno desde 1750. Y
es que los libros escolares de
Historia no suelen mostrarles que las ideas y los principios son antes que las
formas de gobierno.
Los principios han de ser lo primero, porque el principio, según la Academia, es
el primer instante del ser de una
cosa. No va con nosotros la fórmula de "politique d'abord", a menos que se
entienda que lo primero de la política
ha de ser la fijación de los principios. Aunque creyentes en la esencialidad de
las formas de gobierno, tampoco las
preferimos a sus principios normativos. La prueba la tenemos en aquel siglo
XVIII, en que se nos perdió la
Hispanidad. Las instituciones trataron de parecerse a las de mil seiscientos.
Hasta hubo aumento en el poder de la
Corona. Pero nos gobernaron en la segunda mitad del siglo masones aristócratas,
y los que se proponían los
iniciados, lo que en buena medida consiguieron, era dejar sin religión a España.
La impiedad, ciertamente, no entró
en la Península blandiendo ostensiblemente sus principios, sino bajo la yerba y
por secretos conciliábulos. Durante muchas décadas siguieron nuestros
aristócratas rezando su rosario. Empezamos
por maravillarnos del fausto y la pujanza de las naciones progresivas: de la
flota y el comercio de Holanda e
Inglaterra, de las plumas y colores de Versalles. Después nos asomamos humildes
y curiosos a los autores
extranjeros, empezando por aquel Montesquieu que tan mala voluntad nos tenía.
Avergonzados de nuestra
pobreza, nos olvidamos de que habíamos realizado, y continuábamos actualizando,
un ideal de civilización muy
superior a ningún empeño de las naciones que admirábamos. Y como entonces no nos
habíamos hecho cargo, ni
ahora tampoco, de que el primer deber del patriotismo es la defensa de los
valores patrios legítimos contra todo lo
que tienda a despreciarlos, se nos entró por la superstición de lo extranjero
esa enajenación o enfermedad del que
se sale de sí mismo, que todavía padecemos.
Mucho bueno hizo el siglo XVIII.
Nadie lo discute. Ahí están las Academias, los caminos, los canales, las
Sociedades económicas de los Amigos del País, la renovación de los estudios.
Embargados en otros menesteres, no
cabe duda de que nos habíamos quedado rezagados en el cultivo de las ciencias
naturales, porque, respecto de las
otras, Maritan estima como la mayor desgracia para Europa haber seguido a
Descartes en el curso del siglo XVII, y
no a su contemporáneo Juan de Santo Tomás, el portugués eminentísimo, aunque
desconocido de nuestros
intelectuales, que enseñaba a su santo en Alcalá. El hecho es que dejamos de
pelear por nuestro propio espíritu,
aquel espíritu con que estábamos incorporando a la sociedad occidental y
cristiana a todas las razas de color con
las que nos habíamos puesto en contacto. Ahora bien, el espíritu de los pueblos
está constituido de tal modo, que,
cuando se deja de defender, se desvanece para ellos.
No vimos entonces que la pérdida de la tradición implicaba la disolución del
Imperio, y por ello la separación de
los pueblos hispanoamericanos. El Imperio español era una Monarquía misionera,
que el mundo designaba
propiamente con el título de Monarquía católica. Desde el momento en que el
régimen nuestro, aun sin cambiar de
nombre, se convirtió en ordenación territorial, militar, pragmática, económica,
racionalista, los fundamentos
mismos de la lealtad y de la obediencia quedaron quebrantados. La España que
veían, a través de sus virreyes y
altos funcionarios, los americanos de la segunda mitad del siglo XVIII, no era
ya la que los predicadores habían
exaltado, recordando sin cesar en los púlpitos la cláusula del testamento de
Isabel la Católica, en que se decía: "El
principal fin e intención suya, y del Rey su marido, de pacificar y poblar las
Indias, fue convertir a la Santa Fe
Católica a los naturales", por lo que encargaba a los príncipes herederos: "Que
no consientan que los indios de las
tierras ganadas y por ganar reciban en sus personas y bienes agravios, sino que
sean bien tratados". No era
tampoco la España de que, después de recapacitarlo todo, escribió el ecuatoriano
Juan Montalvo: "¡España,
España! Cuanto de puro hay en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de
claro en nuestro entendimiento, de
ti lo tenemos, a ti te lo debemos".
Esta no es la doctrina oficial. La
doctrina oficial, premiada aún no hace muchos años con la más alta recompensa
por la Universidad de Madrid en una tesis doctoral, la del doctor Carrancá y
Trujillo, afirma solemnemente que:
"Por la índole de su proceso histórico, la independencia iberoamericana
significa la abnegación del orden colonial,
esto es, la derrota política del tradicionalismo conservador, considerado como
el enemigo de todo progreso". Pero
que este proyecto haya podido sancionarse, después de publicada en castellano la
obra de Mario André "El fin del
Imperio español en América", no es sino evidencia de que, con el espíritu de la
Hispanidad, se ha apagado entre
nosotros hasta el deseo de la verdad histórica.
La guerra civil en América
La verdad, aunque no toda la verdad, la había dicho André: "La guerra
hispanoamericana es guerra civil entre
americanos que quieren, los unos la continuación del régimen español, los otros
la independencia con Fernando
VII o uno de sus parientes por Rey, o bajo un régimen republicano". ¿Pruebas? La
revolución del Ecuador la
hicieron en Quito, en 1809, los aristócratas y el obispo al grito de ¡Viva el
Rey! Y es que la aristocracia americana
reclamaba el poder, como descendientes de los conquistadores, y por sentirse más
leal al espíritu de los Reyes
Católicos que los funcionarios del siglo XVIII y principios del XIX. "No
queremos que nos gobiernen los
franceses", escribía Cornelio Saavedra al virrey Cisneros en Buenos Aires, en
1810. Montevideo, en cambio, se
declaró casi unánimemente por España. Se exceptuaron los franciscanos, cuyo
convento hizo formar a los soldados
el gobernador Elío. ¿Por qué cruzó los Andes el argentino San Martín? Porque los
partidarios de España recibían
refuerzos de Chile. Pero desde 1810 hasta 1814 España, ocupada por las tropas
francesas, no pudo enviar fuerzas a
América. Y, sin embargo, la guerra fue terrible en esos años en casi todo el
continente. ¿Quienes peleaban en ella,
de una y otra parte, sino los propios americanos?
El 9 de julio de 1816 proclamó la independencia argentina el Congreso de
Tucumán. De 29 votantes eran 15 curas
y frailes. El Congreso, se inclinaba también a la Monarquía. Lo evitó el voto de
un fraile. En cambio, los clérigos
de Caracas se pusieron al principio de la lucha al lado de España. Verdad que la
pugna por la independencia había
sido iniciada en Venezuela por un club jacobino. Los llaneros del Orinoco
pelearon al principio con Boves por
España, después con Paéz por la independencia. Luego el gobierno de Caracas,
como muchos otros gobiernos
americanos, juró solemnemente con el cargo "defender el misterio de la
Inmaculada concepción de la Virgen
María Nuestra Señora". Ya en 1816, el general Morillo, a pesar de estar
persuadido de que: "La convicción y la
obediencia al Soberano son la obra de los eclesiásticos, gobernados por buenos
prelados", había aconsejado enviar
a España a los dominicos de Venezuela. ¿Y en Méjico? Si el movimiento de 1821
triunfó tan fácilmente fue
porque se trató de una reacción: "Contra el parlamentarismo liberal dueño de
España, desde que, tras las
revoluciones militares iniciadas por Riego, Fernando VII fue obligado a
restablecer la Constitución de 1812". Los
tres últimos virreyes y las cuatro quintas partes de los oficiales españoles de
guarnición en Méjico eran masones.
La situación está pintada por el hecho de que Morillo, el general de Fernando
VII, era volteriano, y Bolívar, en
cambio, aunque iniciado en la masonería cuando joven, proclamaba en Colombia el
28 de septiembre de 1827,
que: "La unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la
alianza". Y en su mensaje de
despedida dirigió al nuevo Congreso esta recomendación suprema: "Me permitiréis
que mi Ultimo acto sea el
recomendaros que protejáis la Santa Religión que profesamos, y que es el
manantial abundante de las bendiciones
del cielo". Esta historia no se parece a la que los españoles e
hispanoamericanos hemos oído contar. Pero André la
ha sacado del Archivo de Indias y de documentos originales, y ello no muestra
sino que la historia está por rehacer.
Durante los largos años de la revolución por la independencia, algunos políticos
y escritores hispanoamericanos,
propagaron, como arma de guerra la leyenda de una América martirizada por los
obispos y virreyes de España.
Como su partido resultó vencedor, durante todo el siglo XIX se continuó
propalando la misma falsedad y haciendo
contrastes pintorescos entre "Las tinieblas del pasado teocrático y las
luminosidades del presente laico". Lo más
grave es que un historiador tan serio como César Cantú, había escrito sobre la
conquista de Nueva Granada, no
obstante existir, desde 1700, la curiosísima historia, ahora reeditada del
dominico Alonso de Zamora, que: "Los
pocos indígenas que sobrevivieron se refugiaron en las Cordilleras, donde no les
podían alcanzar ni los hombres, ni
los perros, y allí se mantuvieron muchos siglos hasta el momento momento que la
Providencia hace llegar más
pronto o más tarde en que los oprimidos pudieron exigir cuentas de sus
opresores". Verdad que en otro tomo de su
historia se olvida de su bonita frase y reconoce que en Nueva Granada había a
principios del siglo XIX unos
390.000 indios y 642.000 criollos, además de 1.250.000 mestizos, que no vivían
seguramente fuera del alcance de
los hombres y de los perros.
La defensa necesaria
Alguna vez ha protestado España contra estas falsedades. Generalmente, las hemos
dejado circular, sin tomarnos la
molestia de enterarnos. Pero esto de no enterarnos es inconsciencia, y la
inconsciencia es una forma de la muerte.
Lo característico de la conciencia es la inquietud, la vigilancia constante, la
perenne disposición a la defensa. Ser
es defenderse. La inquietud no es un accidente del ser, sino su esencia misma.
Conocida es la antigua fábula latina:
"Erase la Inquietud, que cuando cruzaba un río y vio un terreno arcilloso, cogió
un pedazo de tierra y empezó a
moldearlo. Mientras reflexionaba en lo que estaba haciendo, se le apareció
Júpiter. La Inquietud le pidió que
infundiera el espíritu al pedazo de tierra que había moldeado. Júpiter lo hizo
así de buena gana. Pero como ella
pretendía ponerle a la criatura su propio nombre , Júpiter lo prohibió y quiso
que llevara el suyo. Mientras
disputaban sobre el nombre se levantó la tierra y pidió que se llamase como
ella, ya que le había dado un trozo de
su cuerpo. Los disputantes llamaron a Saturno como juez. Y Saturno, que es el
tiempo, sentenció justamente: "Tú,
Júpiter, porque le has dado el espíritu, te llevarás su espíritu cuando se
muera; tú, Tierra, como le diste el cuerpo, te
llevarás el cuerpo; tú, Inquietud, por haberlo moldeado, lo poseerás mientras
viva. Y como hay disputa sobre el
nombre, se llamará "homo", el hombre, porque de "humus" (tierra negra) está
hecho".
Vivir es asombrarse de estar en el mundo, sentirse extraño, llenarse de angustia
ante la contingencia de dejar de
ser, comprender la constante probabilidad de extraviarse, la necesidad de hacer
amigos entre nuestros conseres, la
contingencia de que sean enemigos, y estar alerta a lo genuino y a lo espúreo, a
la verdad y al error. La inquietud
no es un accidente, que a unos les ocurre y a otros no. Esta es la esencia misma
de nuestro ser. Y por lo que hace a
la patria, en cuanto la patria es espíritu y no tierra, es el ser mismo. Nuestra
inquietud respecto de la patria es, en
verdad, su quinta esencia. Somos nosotros, y no ella, los que hemos de vivir en
centinela; nos hemos de anticipar a
los peligros que la acechan, sentir por ella la angustia cósmica con que todos
los seres vivos se defienden de la
muerte, velar por su honra y buena fama y reparar, si fuese necesario, los
descuidos de otras generaciones.
No fue meramente humildad nuestra, sino incuria, la razón de que se nos borrara
del espíritu el sentido ecuménico
de España. Incuria nuestra y actividad de nuestros enemigos. Mirabeau descubrió
en la Asamblea Nacional que la
fama da Luis XIV se debía en buena parte a los 3.414.297 francos (calculados al
tipo de 52 francos el marco de
plata) que distribuyó entre escritores extranjeros para que pregonasen sus
méritos. Luis XIV fue seguramente el
enemigo más obstinado y cruel que jamás tuvo España. Al mismo tiempo que
colocaba a su nieto en el trono de
Madrid decía secretamente a su heredero en sus "Instrucciones al Delfín": "El
estado de las dos coronas de Francia
y España se halla de tal modo unido que no puede que no puede elevarse la una
sin que cause perjuicio a la otra".
De otra parte explicaba a su hijo la razón de haber auxiliado a Portugal,
después de haberse comprometido con
España a no hacerlo, diciendo que: "Dispensándose de cumplir a la letra los
tratados, no se contraviene a ellos en
sentido riguroso". La tesis de Luis XIV es falsa. A España no le perjudica que
Francia sea fuerte. Lo que le dañaría
es que fuera tan débil y atrasada como Marruecos. Ni Francia ha perdido nada por
la pujanza de Italia, ni tampoco
se debilitaría con el poder de España. Pero todavía Donoso Cortés tuvo que
contestar a un publicista francés que
aseguraba que el interés de Francia consistía en que España no saliera de su
impotencia, para no tener que atender
al Pirineo en caso de pelear con Alemania.
Ello es exagerado, y todo lo
exagerado es insignificante, decía Talleyrand. Si no hubiera más política
internacional
que debilitar al vecino, como afirmaba Thiers, bien pronto desaparecería toda
política, porque los vecinos se
confabularían contra la nación que la emprendiera, y el mundo se descompondría
en la guerra de todos contra
todos. La defensa de la patria no excluye, sino que requiere, el respeto de los
derechos de las otras patrias. Pero la
apologética no es exagerada sino cuando se hace exageradamente. Es tan esencial
a las instituciones del Estado y a
los valores de la nación como a la vida de la Iglesia. Si no se sostiene, caen
las instituciones y perecen los pueblos.
Es más importante que los mismos ejércitos, porque con las cabezas se manejan
las espadas, y no a la inversa. Esto
que aquí inició la "Acción Española", que es la defensa de valores de nuestra
tradición, es lo que ha debido ser, en
estos dos siglos, el principal empeño del Estado, no sólo en España, sino en
todos los países hispánicos.
Desgraciadamente no lo ha sido. No defendimos lo suficiente nuestro ser. Y ahora
estamos a merced de los
vientos.*
Las Luchas de Hispanoamérica
Todos los países de Hispanoamérica parecen tener ahora dos patrias ideales,
aparte de la suya. La una es Rusia, la
Rusia soviética; la otra, los Estados Unidos. Hoy es Guatemala; ayer, Uruguay;
anteayer, el Salvador; mañana,
Cuba; no pasa semana sin noticia de disturbios comunistas en algún país
hispanoamericano. En unos los fomenta la
representación soviética; en otros, no. Rusia no la necesita para influir
poderosamente sobre todos, como sobre
España desde 1917. Es la promesa de la revolución, la vuelta de la tortilla, los
de arriba, abajo; los de abajo, arriba;
no hay que pensar si se estará mejor o peor. Sus partidarios dicen que tenemos
que pasar quince años mal para que
más tarde mejoren las cosas. Sólo que no hay ejemplo de que las cosas mejoren en
país alguno por el progreso de
la revolución. Sólo mejoran donde se da máquina atrás. La revolución, por sí
misma, es un continuo
empeoramiento. No hay en la historia universal un solo ejemplo que indique lo
contrario.
Los Estados Unidos son la fascinación de la riqueza, en general, y de los
empréstitos, particularmente. Algunos
periódicos se quejan de que las investigaciones realizadas en el Senado de
Washington, sobre la contratación de
empréstitos para países de la América hispánica, hayan descubierto que algunos
bancos de Nueva York han
impuestos reformas fiscales y administrativas, que varias repúblicas aceptaron.
Ningún escrúpulo se había alzado
contra la ingerencia de los banqueros norteamericanos en la vida local. Los
banqueros se han convertido en
colegisladores. Y la conclusión que ha sacado el Senado de Washington es que
todavía hace falta apretar mucho
más las clavijas de los países contratantes, si han de evitarse suspensiones de
pagos, y eso que las últimas falencias
hispanoamericanas más se deben al acaparamiento del oro por los Estados Unidos y
Francia, que a la falta de
voluntad de los deudores.
He ahí, pues, dos grandes señuelos
actuales. Para las masas populares, los inmigrantes pobres y las gentes de
color,
la revolución rusa; para los políticos y clases directoras, los empréstitos
norteamericanos. De una parte, el culto de
la revolución; de la otra, la adoración del rascacielos. Y es verdad que los
Estados Unidos y Rusia son, por lo
general, incompatibles y que su influencia se cancela mutuamente. Rusia es la
supresión de los valores espirituales,
por la reducción del alma individual al hombre colectivo; los Estados Unidos, su
monopolio, por una raza que se
supone privilegiada y superior. Rusia es la abolición de todos los imperios,
salvo el de los revolucionarios; los
Estados Unidos, al contrario, son el imperio económico, a distancia. Dividida su
alma por estos ideales
antagónicos, aunque ambos extranjeros, los pueblos hispánicos no hallarán
sosiego sino en su centro, que es la
Hispanidad. No podrán contentarse con que se les explote desde fuera y se les
trate como a repúblicas de "la
banana". Tampoco con la revolución, que es un espanto, que sólo por la fuerza se
mantiene. El Fuero Juzgo decía
magníficamente que la ley se establece para que los buenos puedan vivir entre
los malos. La revolución, en
cambio, se hace para que los malos puedan vivir entre los buenos.
De cuando en cuando se alzan en la
América voces apartadas, señeras, que advierten a sus compatriotas que no
debían de ser tan malos los principios en que se criaron y desarrollaron sus
sociedades, en el curso de tres siglos de
paz y de progreso. A la palabra mejicana de Esquivel Obregón responde en Cuba la
de Aramburu, en Montevideo
la de Herrera y la de Vallenilla Lanz en Venezuela. Son voces aisladas y que aún
no se hacen pleno cargo de que
los principios morales de la Hispanidad en el siglo XVI son superiores a cuantos
han concebido los hombres de
otros países en siglos posteriores y demás por venir, ni tampoco de que son
perfectamente conciliables con el
orgullo de su independencia, que han de fomentar entre sus hijos todos los
pueblos hispánicos capaces de
mantenerla. En página que siguen hemos de mostrar la fecundidad actual de esos
principios. Hay una razón, para
que España preceda en este camino a sus pueblos hermanos. Ningún otro ha
recibido lección tan elocuente. Sin
apenas soldados, y con sólo su fe, creó un Imperio en cuyos dominios no se ponía
el sol. Pero se le nubló la fe, por
su incauta admiración del extranjero, perdió el sentido de sus tradiciones y
cuando empezaba a tener barcos y ha
enviar soldados a Ultramar se disolvió su Imperio, y España se quedó como un
anciano que hubiese perdido la
memoria. Recuperarla, ¿no es recobrar la vida?
Pasado y porvenir
Saturados de lecturas extranjeras, volvemos a mirar con ojos nuevos la obra de
la Hispanidad y apenas
conseguimos abarcar su grandeza. Al descubrir las rutas marítimas de Oriente y
Occidente hizo la unidad física del
mundo; al hacer prevalecer en Trento el dogma que asegura a todos los hombres la
posibilidad de salvación, y por
tanto de progreso, constituyó la unidad de medida necesaria para que pueda
hablarse con fundamento de la unidad
moral del género humano. Por consiguiente, la Hispanidad creó la Historia
Universal, y no hay obra en el mundo,
fuera del Cristianismo, comparable a la suya. A ratos nos parece que después de
haber servido nuestros pueblos un
ideal absoluto, les será imposible contentarse con los ideales relativos de
riqueza, cultura, seguridad o placer con
que otros se satisfacen. Y, sin embargo, desechamos esta idea, porque un
absolutismo que excluya de sus miras lo
relativo y cotidiano, será menos absoluto que el que logre incluirlos. El ideal
territorial que sustituyó en los
pueblos hispánicos al católico, tenía también, no sólo su necesidad, sino su
justificación. Ahí que hacer
responsable de la prosperidad de cada región geográfica a los hombres que la
habitan. Mas, por encima de la faena
territorial, se alza el espíritu de la Hispanidad. A veces es un gran poeta,
como Rubén, quien nos lo hace sentir. A
veces es un extranjero eminente quien nos dice, como Mr. Elihu Root, que : "Yo
he tenido que aplicar en
territorios de antiguo dominio español leyes españolas y angloamericanas y he
advertido lo irreductible de los
términos de orientación de la mentalidad jurídica de uno y otro país". A veces
es puramente la amenaza de la
independencia de un pueblo hispánico lo que suscita el dolor de los demás.
Entonces percibimos el espíritu de
la Hispanidad como una luz de lo alto. Desunidos, dispersos, nos damos cuenta
de que la libertad no ha sido, ni puede ser, lazo de unión. Los pueblos no se
unen en la libertad, sino en la
comunidad. Nuestra comunidad no es racial, ni geográfica, sino espiritual. Es en
el espíritu donde hallamos al
mismo tiempo la comunidad y el ideal. Y es la Historia quien nos lo descubre. En
cierto sentido está sobre la
Historia porque es el Catolicismo. Y es verdad que ahora hay muchos semicultos
que no pueden rezar el
Padrenuestro o el Ave María, pero si los intelectuales de Francia están
volviendo a rezarlos, ¿que razón hay, fuera
de los descuidos de las apologéticas usuales, para que no los recen los de
España? Hay otra parte puramente
histórica, que nos descubre las capacidades de los pueblos hispánicos cuando el
ideal los ilumina. Todo un sistema
de doctrinas, de sentimientos, de leyes, de moral, con el que fuimos grandes;
todo un sistema que parecía
sepultarse entre las cenizas del pretérito y que ahora, en las ruinas del
liberalismo, en el desprestigio de Rousseau,
en el probado utopismo de Marx, vuelve a alzarse ante nuestras miradas y nos
hace decir que nuestro siglo XVI,
con todos sus descuidos de reparación obligada, tenía razón y llevaba consigo el
porvenir. Y aunque es muy cierto
que la Historia nos descubre dos Hispanidades diversas, que Heriot recientemente
ha querido distinguir, diciendo
que era la una la del Greco, con su misticismo, su ensoñación y su
intelectualismo, y la otra de Goya, con su
realismo y su afición a la "canalla", y que pudieran llamarse también la España
de Don Quijote y la de Sancho, la
del espíritu y la de la materia, la verdad es que las dos no son sino una, y
toda la cuestión se reduce a determinar
quién debe gobernarla, si los suspiros o los eruptos. Aquí ha triunfado por el
momento, Sancho; no me extrañará,
sin embargo, que nuestros pueblos acaben por seguir a Don Quijote. En todo caso,
su esperanza está en la Historia:
"Ex proeterito spes in futurum".
Estoicismo y Trascendentalismo
Empieza Ganivet su idearium Español sentando la tesis de que: "Cuando se examina
la constitución ideal de
España, el elemento moral y, en cierto modo, religioso más profundo que en ella
se descubre, como sirviéndole de
cimiento, es el estoicismo; no el estoicismo vital y heroico de Catón, ni el
estoicismo sereno y majestuoso de
Marco Aurelio, ni el estoicismo rígido y extremado de Epicteto, sino el
estoicismo natural y humano de Séneca.
Séneca no es español, hijo de España por azar: es español por esencia; y no
andaluz, porque cuando nació aún no
habían venido a España los vándalos; que a nacer más tarde, en la Edad Media
quizás, no naciera en Andalucía,
sino en Castilla. Toda la doctrina de Séneca se condensa en esta enseñanza: "No
te dejes vencer por nada extraño a
tu espíritu; piensa en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de
ti una fuerza madre, algo fuerte e
indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos
mezquinos que forman la trama del
diario vivir; y sean cuales fueran los sucesos que sobre ti caigan, sean de los
que llamamos prósperos, o de los que
llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente
de tal modo firme y erguido, que
al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre."
Estas palabras son merecedoras de
reflexión y análisis, y no lo serían si no dijeran de nuestro espíritu algo
importante, que la intuición de nosotros mismos y los ejemplos de la Historia
nos aseguran ser certísimo. Y lo que
en ellas hay de cierto e importante, es que, en efecto, cuando cae sobre los
españoles un suceso adverso, como
perder una guerra, por ejemplo, no adoptamos aptitudes exageradas, como la de
supones que la justicia del
Universo se ha violado, porque la suerte de las batallas nos halla sido
contraria o que toda la civilización se
encuentra en decadencia, porque se hallan frustrado nuestros planes, sino que
nos conducimos de tal modo que
"siempre se puede decir de nosotros que somos hombres", porque ni nos abate la
desgracia, ni perdemos nunca,
como pueblo, el sentido de nuestro valor relativo en la totalidad de los pueblos
del mundo. Por esta condición o por
este hábito, ha podido decir de nosotros Gabriela Mistral, en memorable poesía,
que somos buenos perdedores. Ni
juramos odio eterno al vencedor, ni nos humillamos ante su éxito, al punto de
considerarle como de madera
superior a la nuestra. Argentina es la tesis de que: "La victoria no concede
derechos", pero su abolengo es
netamente hispánico, porque nosotros no creemos que los pueblos o los hombres
sean mejores por haber vencido.
Y no es que menospreciemos el valor de la victoria y la equiparemos a la
derrota. La victoria nos parece buena,
pero creemos que el vencedor no la debe a intrínseca superioridad sobre el
vencido, sino a estar mejor preparado o
a que las circunstancias le han sido favorables. Y en torno de esta distinción,
que me parece fundamental, ha de
elaborarse el ideal hispánico.
Lo que no hacemos los españoles, y
en esto se engañaba Ganivet, es suponer que tenemos "dentro de nosotros una
fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como en eje diamantino". Esto lo
creyeron los estoicos, pero el
estoicismo o sentimiento del propio respeto es persuasión aristocrática que
abrigaron algunos hombres superiores,
pero tan convencidos de su propia excelencia que no lo creían asequible al común
de los mortales, y aunque en
España se hallan producido y se sigan produciendo hombres de este tipo, su
sentimiento no se ha podido difundir,
ni la nación ha parafraseado a San Agustín, para decirse como Ganivet: "Noli
foras ire: in interiori Hispaniae
habitat veritas". Esto no lo hemos creído nunca los hispanos y esta palabra la
uso en su más amplio sentido y
espero que jamás lo creeremos, porque nuestra tradición nos hace incapaces de
suponer que la verdad habite
exclusivamente en el interior de España o en el de ningún otro pueblo. Lo que
hemos creído y creemos es que la
verdad no puede pertenecer a nadie, en clase de propiedad intransferible. Por la
creencia de que no es ningún
monopolio geográfico o racial y de que todos los hombres pueden alcanzarla, por
ser trascendental, universal y
eterna, hemos peleado los españoles en los mejores momentos de nuestra historia.
Lo que ha sentido siempre
nuestro pueblo, en las horas de fe y en las de escepticismo, es su igualdad
esencial con todos los otros pueblos de
la tierra.
El estoico se ve a si mismo como la
roca impávida en que se estrellan, olas del mar, las circunstancias y las
pasiones. Esta imagen es atractiva para los españoles, porque la piedra es
símbolo de perseverancia y de firmeza, y
estas son las virtudes que el pueblo español ha tenido que desplegar para las
grandes obras de su historia: la
Reconquista, la Contrarreforma y la civilización de América; y también porque
los españoles deseamos para
nuestras obras y para nuestra vida la firmeza y perseverancia de la roca, pero
cuando nos preguntamos: ¿qué es la
vida? o, si me perdona el pleonasmo: ¿cuál es la esencia de la vida?, lejos de
hallar dentro de nosotros un eje
diamantino, nos decimos, con Manrique: "Nuestras vidas son los ríos que van a
dar en la mar", o con el autor de la
Epístola Moral: "¿qué más que el heno, a la mañana verde, seco a la tarde?". No
hay en la lírica española
pensamiento tan repetidamente expresado, ni con tanta belleza, como éste de la
insustancialidad de la vida y de sus
triunfos.
Campoamor la dirá, con su humorismo: "Humo las glorias de la vida son".
Esproceda, con su ímpetu: "Pasad,
pasad en óptica ilusoria...Nacaradas imágenes de gloria, Coronas de oro y de
laurel, pasad". Y todos nuestros
grandes líricos verán en la vida, como Mira de Mescua: "Breve bien, fácil
viento, leve espuma".
El humanismo español
Y, sin embargo, no se engañaba Ganivet al afirmar que la constitución ideal de
España, tal como en la historia se
revela, hay una fuerza madre, un eje diamantino, algo poderoso, si no
indestructible, que imprime carácter a todo
español. En vano nos diremos que la vida es sueño. En labios españoles significa
esta frase lo contrario de lo que
significaría en los de un oriental. Al decirla, cierra los ojos el budista a la
vida circundante, para sentarse en
cuclillas y consolarse de la opresión de los deseos con el sueño del Nirvana. El
español, por el contrario desearía
que la vida tuviera la eternidad que en estos siglos se solía atribuir a la
materia. Y hasta cuando dice, con Calderón:
¿Que es la vida? Un frenesí.
¿Que es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
Que el mayor bien es pequeño
Y toda la vida es sueño,
Y los sueños, sueños son...
no está haciendo teorías ni definiendo la esencia de la vida, sino condoliéndose
desesperadamente de que la vida y
sus glorias no sean fuertes y perennes, lo mismo que una roca. Y en este anhelo
inagotable de eternidad y de poder,
hemos de encontrar una de las categorías de esa fuerza madre de que nos habla
Ganivet, pero no como un tesoro,
que guardáramos avaramente dentro de nuestras arcas, sino como un imán que desde
fuera nos atrae.
Los españoles nos dolemos de que las cosas que más queremos: las amistades, los
amores, las honras y los
placeres, sean pasajeras e insustanciales. Las rosas se marchitan: la roca, en
cambio, que es perenne, sólo nos
ofrece su dureza e insensibilidad. La vida se nos presenta en un dilema
insoportable: lo que vale no dura; lo que no
vale se eterniza. Encerrados en esta alternativa, como Segismundo en su prisión,
buscamos una eternidad que nos
sea propicia, una roca amorosa, un "eje diamantino". En los grandes momentos de
nuestra historia nos lanzamos a
realizar el bien en la tierra, buscando la realidad perenne en la verdad y en la
virtud. Otras veces, cuando a los
períodos épicos siguen los de cansancio, nos recogemos en nuestra fe, y, como
Segismundo, nos decimos:
Acudamos a lo eterno
que es la fama vividora,
donde ni duermen las dichas
ni las grandezas reposan.
Pero no siempre logramos mantener
nuestra creencia de que son eternos la verdad y el bien, porque no somos
ángeles. A veces, el ímpetu de nuestras pasiones o la melancolía que nos inspira
la transitoriedad de nuestros
bienes, nos hace negar que haya otra eternidad, si acaso, que la de la materia.
Y entonces, como en un último
reducto, nos refugiamos en lo que podrá llamarse algún día, "el humanismo
español",y que sentimos igualmente
cuando los sucesos nos son prósperos, que en la adversidad.
Este humanismo es una fe profunda
en la igualdad esencial de los hombres, en medio de las diferencias de valor de
las distintas posiciones que ocupan y de las obras que hacen, y lo
característico de los españoles es que afirmamos
esa igualdad esencial de los hombres en las circunstancias más adecuadas para
mantener su desigualdad y que ello
lo hacemos sin negar el valor de su diferencia, y aún al tiempo mismo de
reconocerlo y ponderarlo. A los ojos del
español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter,
su nación o su raza, es siempre un
hombre; por bajo que se muestre el Rey de la Creación; por alto que se halle una
criatura pecadora y débil. No hay
pecador que no pueda redimirse, ni justo que no este al borde del abismo. Si hay
en el alma española un "eje
diamantino" es por la capacidad que tiene, y de que nos damos plena cuenta, de
convertirse y dar la vuelta, como
Raimundo Lulio o Don Juan de Mañara. Pero el español se santigua espantado
cuando otro hombre proclama su
superioridad o la de su nación, porque sabe instintivamente que los pecados
máximos son los que comete el
engreído, que se cree incapaz de pecado y de error.
Este humanismo español es de origen
religioso. Es la doctrina del hombre que enseña la Iglesia Católica. Pero ha
penetrado tan profundamente en las conciencias españolas que la aceptan, con
ligeras variantes, hasta las menos
religiosas. No hay nación más reacia que la nuestra a admitir la superioridad de
unos pueblos sobre los otros o de
unas clases sociales sobre otras. Todo español cree que lo que hace otro hombre
lo puede hacer él. Ramón y Cajal
se sintió molesto, de estudiante, al ver que no había nombres españoles en los
textos de medicina. Y, sin
encomendarse a Dios ni al diablo, se agarró a un microscopio y no lo soltó de la
mano hasta que los textos tuvieron
que contarle entre los grandes investigadores. Y el caso de Cajal es
representativo, porque en el momento mismo
de la humillación y la derrota, cuando los estadistas extranjeros contaban a
España entre las naciones moribundas,
los españoles se proclamaron unos a otros el Evangelio de la regeneración. En
vez de parafrasear a San Agustín y
decirse que la verdad habita en el interior de España, se fueron por los países
extranjeros para averiguar en qué
consiste su superioridad, y ya no cabe duda, de que el convencimiento de que
podemos hacer lo que otros pueblos,
no tendrá que regenerar, ya que la admiración incondicional, abyecta, de todo lo
extranjero no sobrevivirá al
fracaso, ya casi evidente, de cuantos principios religiosos, morales y
políticos, contrarios ha nuestra tradición, ha
tremolado el mundo en estos siglos.
Esto lo venían haciendo los
españoles, sin que les estimulara, por el momento, gran exaltación de
religiosidad, y al
solo propósito de mostrarse a sí mismos que pueden hacer lo que otros hombres.
Pero al profundizar en la historia
y preguntarse por el secreto de la grandeza de otros pueblos, tienen que
interrogarse también acerca de las causas
de su propia grandeza pasada, y como en todos los países los tiempos de auge son
los de fe, y de decadencia los de
escepticismo, ha de hacérseles evidente que la hora de su pujanza máxima fue
también la de su máxima
religiosidad. Y lo curioso es que en aquella hora de la suprema religiosidad y
el poder máximo, los españoles no se
halagaban a sí mismos con la idea de estar más cerca de Dios que los demás
hombres, sino que, al contrario, se
echaban sobre sí el encargo de llevar a otros pueblos el mensaje de que Dios los
llama y de que a todos los
hombres se dirigen las palabras solemnes: "Ecce sto ostium et pulso; si quis...aperuit
mihi januam intrabo at
illum..." (Estoy en el umbral y llamo; si alguien me abriese la puerta,
entraré), por lo que, también, la religión nos
vuelve al peculiarísimo humanismo de los españoles.
El humanismo moderno
Este sentido nuestro del hombre se parece muy poco a lo que se llama humanismo
en la historia moderna, y que se
originó en los tiempos del Renacimiento, cuando, al descubrirse los manuscritos
griegos, encontraron los eruditos
en las "Vidas Paralelas", de Plutarco, unos tipos de hombre que les parecieron
más dignos de servir de modelo a
los demás que los santos del "Año Cristiano". Como así se humanizaba el ideal,
el humanismo significó
esencialmente la resurrección del criterio de Protágoras, según el cual el
hombre es la medida de todas las cosas.
Bueno es lo que al hombre le parece bueno; verdadero, lo que cree verdadero.
Bueno es lo que nos gusta;
verdadero, lo que nos satisface plenamente. La verdad y el bien abandonan su
condición de esencias
trascendentales para trocarse en relatividades. Sólo existen con relación al
hombre. Humanismo y relativismo son
palabras sinónimas.
Pero si lo bueno sólo es bueno
porque nos gusta, si la verdad sólo es verdadera porque nos satisface, ¿qué
cosas
son el bien y la verdad? Una de dos: reflejos y expresiones de la verdad y el
bien del hombre o sombras sin
sustancia, palabras y ruidos sin sentido, como decían los nominalistas que son
los conceptos universales. Ya en la
Edad Media se discutía si lo bueno es bueno por que lo manda Dios o si Dios lo
manda porque es bueno. La idea
de Protágoras, de terciar en la disputa, sería probablemente que lo bueno es
propiedad de ciertos hombres, y no de
otros. En estos siglos últimos, este género de humanismo sugiere a algunas
gentes, y hasta pueblos enteros, o por
lo menos, a sus clases directivas, la creencia en que lo que ellas hacen tiene
que ser bueno, por hacerlo ellas. El
orgullo suele ser eso: lanzarse magníficamente a cometer lo que las demás gentes
creen que es malo, con la
convicción sublime de que tiene que ser bueno, porque se desea con sinceridad. Y
como con todo ello no se
suprimen los malos instintos, ni las malas pasiones, el resultado inevitable de
olvidarnos de la debilidad y
falibilidad humanas tiene que ser imaginarse que son buenos los malos instintos
y las malas pasiones, con los que
no tan sólo nos dejaremos llevar por ellos, sino que los presentaremos como
buenos. El que crea que lo bueno no
es bueno, sino por que lo hace el hombre superior, no sólo acabará por hacer lo
malo creyéndolo bueno, sino que
predicará lo malo. No sólo hará la bestia, creyendo hacer el ángel, sino que
tratará de persuadir a los demás de que
la bestia es el ángel.
La otra alternativa es concluir con
lo bueno y con lo malo, suponiendo que no son sino palabras con que
sublimamos nuestras preferencias y nuestras repugnancias. No hay verdad ni
mentira, porque cada impresión es
verdadera, y más allá de la impresión no hay nada. No hay bien ni mal. La moral
es sólo un arma en la lucha de
clases. Lo bueno para el burgués es malo para el obrero, y viceversa. Nada es
absoluto, todo es relativo. Esto es
todavía humanismo, porque el hombre sigue siendo la medida de todas las cosas.
Pero no hay ya medidas
superiores, porque desaparecen los valores, y el hombre mismo, al reducir el
bien y la verdad a la categoría de
apetitos, parece como que se degrada y cae en la bestia, con lo que apenas es ya
posible hablar de humanismo.
Ni este bajo humanismo materialista, ni el otro del orgullo y de las supuestas
superioridades "a priori", han
penetrado nunca profundamente en el pueblo español. Los españoles no han creído
nunca que el hombre es la
medida de las cosas. Han creído siempre, y siguen creyendo, que el martirio por
la justicia es bueno, aun en el caso
de sentirse incapaces de sufrirlo. Nunca han pensado que la verdad se reduzca a
la impresión. Al contemplar la
fachada de una casa saben que otras gentes pueden estar mirando el patio y les
es fácil corregir su perspectiva con
un concepto, cuya verdad no depende de la coherencia de su pensamiento consigo
mismo, sino de su
correspondencia con la realidad de la casa. Lo bueno es bueno y lo verdadero,
verdadero, con independencia del
parecer individual. El español cree en valores absolutos o deja de creer
totalmente. Para nosotros se ha hecho el
dilema de Dostoievski: o el valor absoluto o la nada absoluta. Cuando dejamos de
creer en la verdad, tendemos la
capa en el suelo y nos hartamos de dormir. Pero aún entonces guardamos en el
pecho la convicción de que la
verdad existe y de que los hombres son, en potencia, iguales. Habremos dejado de
creer en nosotros mismos, pero
no en la verdad, ni en los otros hombres. El relativismo de Sancho se refiere a
una aristocracia. Es posible que no
haya habido nunca caballeros andantes, tal como se los imaginaba su señor Don
Quijote. Pero en el bien y en la
verdad no ha dejado de creer nunca el gobernador de Barataria.
El Humanismo del Orgullo
Estos conceptos del hombre no son puras ideas, sino descripciones de los grandes
movimientos que actúan en el
mundo y se disputan en el día de hoy su señorío. De una parte se nos aparecen
grandes pueblos enteros, hasta
enteras razas humanas, animadas por la convicción de que son mejores que las
otras razas y que los otros pueblos,
y que se confirman en esta idea de superioridad, con la de sus recursos y medios
de acción. Este credo de
superioridad, de otra parte, puede contribuir a producirla. Hasta los
musulmanes, actualmente abatidos, tuvieron su
momento de esplendor, debido a esa misma persuasión. El día en que los árabes se
creyeron el pueblo de Dios,
conquistaron en dos generaciones un imperio más grande que el de Roma. No cabe
duda de que la confianza en la
propia excelencia es uno de los secretos del éxito, por lo menos, en las
primeras etapas del camino.
En algunos pueblos modernos encontramos esa misma fe, pero expresada en distinto
vocabulario. Recientemente
definía Mr. Hoover el credo de su país como la convicción de que siguiendo éste
los dictados de su corazón y de su
conciencia avanzaría indefectiblemente por la senda del progreso. Es postulado
del liberalismo, que si cada
hombre obedece solamente sus propios mandatos desarrollará sus facultades hasta
el máximo de sus posibilidades.
Todos los pueblos de Occidente han procurado, en estos siglos, ajustar sus
instituciones políticas a esta máxima
que, por lo mucho que se ha difundido, parece universal. Se funda en la
confianza romántica del hombre en sí
mismo y en la desconfianza de todos los credos, salvo el propio. Supone que los
credos van y vienen, que las ideas
se ponen y se quitan como las prendas de vestir, pero que el hombre cuando se
sale con la suya, progresa. ¿Todos
los hombres? Aquí está el problema. La Historia muestra también que esta
libertad individualista no sienta a todos
los pueblos de la misma manera. Hay, por lo visto, pueblos libres, pueblos
semilibres y pueblos esclavos. Y así ha
ocurrido que la bandera individualista, universal en sus comienzos, ha acabado
por convertirse en la divisa de los
pueblos que se creen superiores. Aun dentro del territorio de un mismo pueblo,
el individualismo no quiere para
todos los hombres sino la igualdad de oportunidades. Ya sabe por adelantado que
unos las aprovechan y mejoran
de posición. Estos son los buenos, los selectos, los predestinados; otros, en
cambio, las desaprovechan y bajan de
nivel; y éstos son los malos, los rechazados, los condenados a la perdición. Es
claro que no ha existido nunca una
sociedad estrictamente individualista, porque los padres de familia no han
podido creer en el postulado de que los
hombres sólo progresan cuando se les deja en libertad. No hay un padre de
familia con sentido común que deje
hacer a sus hijos lo que les dé la gana. También los gobiernos y las sociedades
hacen lo que los padres, en mayor o
menor grado. Pero en la medida en que permiten que cada individuo siga sus
inclinaciones, aparece en los pueblos
el fondo irredento, casi irredimible, de los degenerados e incapaces de trabajo.
La civilización individualista tiene
que alzarse sobre un légamo de "boicoteados", de caídos y de exhombres.
Pero tampoco puede tener carácter
universalista en el sentido de internacional. Como cree que los pueblos se
dividen en libres, semilibres y esclavos, para que los últimos no pongan en
peligro las instituciones de los
primeros, les cierran la puerta con leyes de inmigración, que excluyen a sus
hijos del territorio que habitan los
hombres superiores. De esa manera se "congelan" naciones enteras, que no
permiten que les entren las corrientes
emigratorias de las razas y países que juzgan inferiores. Y con esa congelación
provocan el resentimiento de los
pueblos excluidos.
Menos mal si este humanismo
garantizara el éxito de algunos países, aunque fuese a expensas de los otros.
Pero,
tampoco. La creencia en la propia superioridad, siempre peligrosa y
esencialmente falsa, es útil en aquellos
primeros estadios de la vida de un pueblo, cuando esta superioridad se refiere a
un bien trascendental, de que el
orgulloso se proclama mensajero u obrero. Pero en cuanto se deja de ser
"ministro" de un bien trascendental, para
erigirse en árbitro del bien y del mal, se cumple la sentencia pascalina de
hacer la bestia por que se quiere hacer el
ángel, y viene la Némesis inexorable, la caída de Satán, la derrota del
orgulloso, en su conflicto con el Universo,
que no puede soportar su tiranía. Y entonces el desmoronamiento es rápido,
porque cuando el pueblo derrotado
profesa el otro humanismo, el hispánico nuestro, la derrota no significa sino la
falta de preparación en algún
aspecto. En cambio, el humanismo del orgullo, el de la creencia en la propia
superioridad, fundada en el éxito, con
el éxito lo pierde todo, porque el resorte de su fuerza consistía precisamente
en la confianza de que con sólo seguir
la voz de su conciencia o de su instinto se mantendría en el camino del progreso
El humanismo materialista
Hay también un humanismo que suprime todas las esencias que venían
considerándose superiores al hombre, como
el bien y la verdad, por no ver en ellas sino palabras hueras, aunque no
inofensivas, porque son, según piensa, los
pretextos que han servido para justificar el ascendiente de unas clases sociales
sobre otras. Frente a las jerarquías
tradicionales proclama este humanismo la divisa revolucionaria: borrón y cuenta
nueva. Se propone establecer la
igualdad de los hombres en la tierra, en lo que se parece al humanismo español,
pero con una diferencia. Los
españoles quisiéramos, dentro de lo posible y conveniente, la igualdad de los
hombres, porque creemos en la
igualdad esencial de las almas. Estos humanistas, al contrario, postulan la
igualdad esencial de los cuerpos. Puesto
que rige una misma fisiología para todos los hombres, puesto que todos se
nutren, crecen, se reproducen y mueren,
¿por qué no crear una sociedad en que las diferencias sociales sean suprimidas
inexorablemente, en que se trate a
todos los hombres de la misma manera, todo sea de todos, trabajen todos para
todos y cada uno reciba su ración de
la comunidad?
Ahora sabemos, con el saber
positivo de la experiencia histórica, que ese sueño comunista no ha podido
realizarse.
La desigualdad es esencial en la vida del hombre: no hay más rasero nivelador
que el de la muerte. El hombre no
es un borrego, cuya alma pueda suprimirse para que viva contento con el rebaño.
El campesino no se contenta con
poseer y trabajar la tierra en común con los otros campesinos, sino que se
aferra a su ideal antiguo de poseerla en
una parcela que le pertenezca. Tampoco el obrero de la ciudad se presta gustoso
a trabajar con interés en talleres
nacionales, donde no se pague su labor en proporción a lo que valga, ni aunque
se declare el trabajo obligatorio y
se introduzcan las bayonetas en las fábricas para restablecer la disciplina. Al
cabo de las experiencias infructuosas
el fundador del comunismo exclamó un día: " ¡Basta de socialistas! ¡Vengan
especialistas!", y entonces se produjo
el espectáculo de que un gobierno comunista, que abolió el capitalismo como
enemigo del género humano,
ofreciese las riquezas de su patria a los capitalistas extranjeros, como únicos
capaces de explotarlas, y que estos
capitalistas, salvo excepciones vergonzosas, rechazaran la oferta, porque un
gobierno que había abolido la
propiedad privada no podía brindar a otros propietarios las garantías
necesarias.
Y así ese gobierno tendrá que ser
una sombra que viva de las riquezas creadas en el pasado, bajo un régimen de
propiedad individual, y de las que continúe creando o conservando el espíritu de
propiedad de los campesinos, que
la experiencia comunista no se habrá atrevido a desafiar, u organizando la
producción en un Estado servil, a base
de capitalismo de Estado y de trabajo obligatorio, que es un retorno al
despotismo y a la esclavitud, como ya lo
había profetizado Hilario Belloc, en 1912, al publicar El Estado Servil bajo el
apotegma de que: "Si no
restauramos la Institución de la Propiedad tendremos que restaurar la
Institución de la esclavitud: no hay un tercer
camino". La razón del fracaso comunista es obvia. La economía no es una
actividad animal o fisiológica, sino
espiritual. El hombre no se dedica a hacer dinero para comer cinco comidas
diarias, porque sabe que no podría
digerirlas, sino para alcanzar el reconocimiento y la estimación de sus
conciudadanos. La economía es un valor
espiritual, y en un régimen donde todas las actividades del espíritu están
menospreciadas, decae fatalmente, hasta
extinguirse, el bienestar del pueblo.
Cuentan los viajeros veraces que en
Rusia no se ríe. La razón de ello es clara. En una sociedad donde se quiera
suprimir el alma humana es imposible que se ría mucho. Inevitablemente se
rebelará el alma contra el régimen que
quiera suprimirla; el alma antes que el cuerpo, por mucha hambre y frío y
ejecuciones capitales que la carne
padezca. Cuando no puedan sublevarse, las almas se reunirán para rezar. El amor
de los jóvenes no se dejará
tampoco reducir a pura fisiología, sino que pedirá versos y flores e ilusión. Lo
que las bocas digan primero a los
oídos, lo proclamarán a grito herido en cuanto puedan. Y entonces se considerará
este intento de suprimir el alma
como lo que es en realidad: una segunda caída de Adán, una caída en la
animalidad, y no es la ciencia del bien y
del mal. La humanidad entera, por lo menos, lo mejor de la humanidad, se
avergonzará del triste episodio, como
reconociendo que todos habremos tenido alguna culpa en su posibilidad. Lo peor
es que no se trata meramente de
agua pasada que no mueve molino. Todavía hay muchas gentes que no quieren creer
que pueda fracasar una
organización social estatuída sobre la base de una negociación niveladora de las
diferencias de valor. Durante más
de un siglo se ha soñado en el mundo que el socialismo mejoraría la condición de
los trabajadores. No la mejora,
pero hay muchos cientos de miles de almas que no querrán verlo, hasta que no
hayan sustituido por algún otro su
frustrado sueño.
De otra parte, aunque la condición
de los desposeídos no haya mejorado, no todo ha sido en vano, porque, los
antiguos rencores se han saciado, la tortilla se ha vuelto y los que estaban
abajo están encima. Todos los hombres
desean mejorar de condición, ganar más dinero y disfrutar de más comodidades.
Esta ambición es síntoma de lo
que hay en el hombre de divino, que sólo con el infinito se contenta. Pero hay
también muchos que se preocupan,
sobre todo, de mejorar su situación relativa. Más que estar bien o mal, lo que
les importa es encontrarse mejor que
el vecino. Si éste se halla ciego, no tienen pesar en verse tuertos. Este
aspecto de la naturaleza humana es el que
incita a las revoluciones niveladoras. Pensad en el agitador que pasa de la
cárcel o de la emigración a ser dueño de
vidas y haciendas. ¿Qué le importan las privaciones ocasionales y la miseria del
país, si su voluntad es ley y los
antiguos burgueses y aristócratas tienen que hacer lo que les mande?
Nuestro humanismo en las costumbres
Entre estos dos sentidos del hombre: el exclusivista del orgullo y el
fisiológico de la nivelación, el español tiende
su vía media. No iguala a los buenos y a los malos, a los superiores y a los
inferiores, porque le parecen
indiscutibles las diferencias de valor de sus actos, pero tampoco puede creer
que Dios ha dividido a los hombres de
toda eternidad, desde antes de la creación, en electos y réprobos. Esto es la
herejía, la secta: la división o
seccionamiento del género humano.
El sentido español del humanismo lo formuló Don Quijote cuando dijo: "Repara,
hermano Sancho, que nadie es
más que otro sino hace más que otro". Es un dicho que viene del lenguaje
popular. En gallego reza: "Un home non
e mais que outro, si non fai mais que outro". Los catalanes expresan lo mismo
con su proverbio: "Les obres fan els
mestres". Estos dichos no son de borrón y cuenta nueva. Dan por descontado que
unos hombres hacen más que
otros, que unos se encuentran en posición de hacer más que otros y que hay obras
maestras y otras que no lo son;
hay ríos caudales y chicos; hay Infantes de Aragón y pecheros; y así se acepta
la desigualdad en las posiciones
sociales y en los actos, que es aceptar el mundo y la civilización. Yo puedo ser
duque, y tú, criado. Aquí hay una
diferencia de posición. Pero en lo que se dice "ser", en lo que afecta a la
esencia, nadie es más que otro sino hace
más que otro más que otro, teniendo en cuenta la diferencia de posibilidades, lo
que quiere decir, en el fondo, que
no se es más que otro, porque son las obras las que son mejores o peores, y el
que hoy las hace buenas, mañana
puede hacerlas malas, y nadie ha de erigirse en juez del otro excepto Dios. Los
hombres hemos de contentarnos
con juzgar de las obras. Yo seré duque, y tú, criado; pero yo puedo ser mal
duque, y tú, buen criado. En lo esencial
somos iguales, y no sabemos cuál de los dos ha de ir al cielo, pero sí, que por
encima de las diferencias de las
clases sociales, están la caridad y la piedad, que todo lo nivelan.
Este espíritu de esencial igualdad,
no quiere decir que la virtud característica de los españoles sea la caridad,
aunque tampoco creo que nos falte. Hay pueblos más ricos que el nuestro y mejor
organizados, en que el espíritu
de servicio social es más activo y que han hecho por los pobres mucho más que
nosotros. Pero hay algo anterior al
amor al prójimo, y es que al prójimo se le reconozca como tal, es decir, como
próximo. Una caridad que le
considere como un animal doméstico mimado no será caridad, aunque le trate
generosamente. Es preciso que el
pobre no se tenga por algo distinto e inferior a los demás hombres. Y esto es lo
que han hecho los españoles como
ningún otro pueblo. Han sabido hacer sentir al más humilde que entre hombre y
hombre no hay diferencia esencial,
y que entre el hombre y el animal media un abismo que no salvarán nunca las
leyes naturales. Todos los viajeros
perspicaces han observado en España la dignidad de las clases menesterosas y la
campechanía de la aristocracia.
Es característico el aire señoril del mendigo español. El hidalgo podrá no serlo
en sus negocios. Es seguro, en
cambio, que en un presidio español no se apelará en vano a la caballerosidad de
sus inquilinos.
Cuando se preguntaba a los voluntarios ingleses de la gran guerra por qué se
habían alistado, respondían muchos
de ellos: " We follow our betters".(Seguimos a los que son mejores que
nosotros.) Reconozco toda la magnífica
disciplina que hay en esta frase, pero labios españoles no podrían pronunciarla.
Menéndez y Pelayo dice que
hemos sido una democracia frailuna. En los conventos, en efecto, se reúnen en
pie de igualdad hombres de
distintas procedencias: uno ha sido militar, otro paisano, uno rico, otro pobre,
aquel ignorante, este letrado. Todos
han de seguir la misma regla. En la vida española las diferencias de clase
solían expresarse en los distintos trajes:
la levita, la chaqueta, la blusa; el sombrero, la mantilla, el pañuelo; pero la
regla de igualdad está en las almas. Por
eso Don Quijote compara a los hombres con los actores de la comedia, en que unos
hacen de emperadores y otros
de pontífices y otros de sirvientes, pero al llegar al fin se igualan todos,
mientras que Sancho nos asimila a las
distintas piezas del ajedrez, que todas van al mismo saco en acabando la
partida.
Este humanismo explica la gran
indulgencia que campea en todos los órdenes de la vida española. En Inglaterra
se
castigaban con la pena de muerte, hasta 1830, cerca de trescientas formas de
hurto. En España no se penan delitos
análogos sino con unas cuantas semanas de prisión. Y es que no creemos que el
alma de un hombre esté perdida
por haber pecado. Todos somos pecadores. Todos podemos redimirnos. A ninguno
deberán cerrársenos los
caminos del mundo. Si tenemos cárceles es por pura necesidad. Pero nuestras
instituciones favoritas, pasada la
cólera primera, son el indulto y el perdón.
Se dirá que todo esto no es sino catolicismo. Pero lo curioso es que en España
es lo mismo la persuasión de los
descreídos que la de los creyentes. Parece que los descreídos debieran ser
seleccionistas, es decir, partidarios de
penas rigurosas para la eliminación de las gentes nocivas. Aun lo son menos que
los creyentes. Están más lejos que
la España católica y popular del aristocratismo protestante. Y así como los
pueblos que se creen de selección, se
alzan sobre un bajo fondo social de ex hombres, incapaces de redención, en
España no hay ese mundo de gentes
caídas sin remedio. No se consentiría que lo hubiera, porque los españoles les
dirían: "¡Arriba, hermanos, que sois
como nosotros!"
Nuestro humanismo en la historia
Esto no es solamente un supuesto. Cuando Alonso de Ojeda desembarcó en las
Antillas, en 1509, pudo haber dicho
a los indios que los hidalgos leonenses eran de una raza superior. Lo que les
dijo textualmente fue esto: "Dios
Nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y
una mujer, de los cuales vosotros, yo y
todos los hombres que han sido y serán en el mundo, descendemos". El ejemplo de
Ojeda los siguen después los
españoles diseminados por las tierras de América: reúnen por la tarde a los
indios, como una madre a sus hijuelos,
bajo la cruz del pueblo, les hacen juntar las manos y elevar el corazón a Dios.
Y es verdad que los abusos fueron muchos y grandes, pero ninguna legislación
colonial extranjera es comparable a
nuestras leyes de Indias. Por ellas se prohibió la esclavitud, se proclamó la
libertad de los indios, se les prohibió
hacerse la guerra, se les brindó la amistad de los españoles, se reglamentó el
régimen de Encomienda para castigar
los abusos de los encomenderos, se estatuyó la instrucción y adoctrinamiento de
los indios como principal fin e
intento de los Reyes de España, se prescribió que las conversiones se hiciesen
voluntariamente y se transformó la
conquista de América en difusión del espíritu cristiano.
Y tan arraigado está entre nosotros este sentido de universalidad, que hemos
instituido la fecha del 12 de octubre,
que es la fecha del descubrimiento de América, para celebrar el momento en que
se inició la comunidad de todos
los pueblos: blancos, negros, indios, malayos o mestizos que hablan nuestra
lengua y profesan nuestra fe. Y la
hemos llamado "Fiesta de la Raza", a pesar de la obvia impropiedad de la
palabra, nosotros que nunca sentimos el
orgullo del color de la piel, precisamente para proclamar ante el mundo que la
raza, para nosotros, está constituida
por el habla y la fe, que son espíritu, y no por las oscuridades protoplásmicas.
Los españoles no nos hemos creído nunca pueblo superior. Nuestro ideal ha sido
siempre trascendente a nosotros.
Lo que hemos creído superior es nuestro credo en la igualdad esencial de los
hombres. Desconfiados de los
hombres, seguros del credo, por eso fuimos también siempre institucionistas.
Hemos sido una nación de
fundadores. No sólo son de origen español las órdenes religiosas más poderosas
de la Iglesia, sino que el español
no aspira sino a crear instituciones que estimulen al hombre a realizar lo que
cada uno lleva de bondad potencial.
El ideal supremo del español en América es fundar un poblado en el desierto e
inducir a las gentes a venir a
habitarle. La misma Monarquía española, en sus tiempos mejores, es ejemplo
eminente de este espíritu
institucional en que el fundador no se propone meramente su bien propio, sino el
de todos los hombres. El gran
Arias Montano, contemporáneo de Felipe II, define de esta suerte la misión que
su Soberano realiza:
"La persona principal, entre todos los Príncipes de la tierra que por
experiencia y confesión de todo el mundo tiene
Dios puesta para sustentación y defensa de la Iglesia Católica es el Rey Don
Philipo, nuestro señor, porque él solo,
francamente, como se ve claro, defiende este partido, y todos los otros
príncipes que a él se allegan y lo defienden
hoy, lo hacen o con sombra y arrimo de S.M o con respeto que le tienen: y esto
no sólo es parecer mío, sino cosa
manifiesta, por lo cual lo afirmo, y por haberlo así oído platicar y afirmar en
Italia, Francia, Irlanda, Inglaterra,
Flandes y la parte de Alemania que he andado..."
Ni por un momento se le ocurre a Arias Montano pedir a su Monarca que renuncie a
su política católica o
universalista, para dedicarse exclusivamente a los intereses de su reino, aunque
esto es lo que hacen otras
monarquías católicas de su tiempo, al concertar alianzas con soberanos
protestantes o mahometanos. El poderío
supremo que España poseía en aquella época se dedica a una causa universal, sin
que los españoles se crean por
ello un pueblo superior y elegido, como Israel o como el Islam, aunque sabían
perfectamente que estaban peleando
las batallas de Dios. Es característica esta ausencia de nacionalismo religioso
en España. Nunca hemos tratado de
separar la Iglesia española de la universal. Al contrario, nuestra acción en el
mundo religioso ha sido siempre
luchar contra los movimientos secesionistas y contra todas las pretensiones de
gracias especiales. Ese fue el
pensamiento de nuestros teólogos en Trento y de nuestros ejércitos en la
Contrarreforma. Y este es también el
sentimiento más constante de los pueblos hispánicos, y no sólo en sus períodos
de fe, sino también en los de
escepticismo. El llamamiento de la República Argentina a todos los hombres, para
que pueblen las soledades de la
tierra de América, se inspira también en este espíritu ecuménico. Lo que viene a
decir es que el llamamiento lo
hacen hombres que no se creen de raza superior a la de los que vengan. A todos
se dirige la palabra de
llamamiento: "Sto ad ostium, et pulso". (Estoy en el umbral y llamo). Y también
a todas las profesiones. No sólo
hacen falta sacerdotes y soldados, sino agricultores y letrados, industriales y
comerciantes. Lo que importa es que
cada uno cumpla con su función en el convencimiento de que Dios le mira.
Es posible que los padecimientos de
España se deban, en buena parte, a haberse ocupado demasiado de los demás
pueblos y demasiado poco de sí misma. Ello revelaría que ha cometido, por
omisión, el error de olvidarse de que
también ella forma parte del todo y que lo absoluto no consiste en prescindir de
la tierra para ir al cielo, sino en
juntar los dos, para reinar en la creación y gozar del cielo. Sólo que esto lo
ha sabido siempre el español, con su
concepto del hombre como algo colocado entre el cielo y la tierra e
infinitamente superior a todas las otras
criaturas físicas. En los tiempos de escepticismo y decaimiento, le queda al
español la convicción consoladora de
no ser inferior a ningún otro hombre. Pero hay otros tiempos en que oye el
llamamiento de lo alto y entonces se
levanta del suelo, no para mirar de arriba a abajo a los demás, sino para
mostrar a todos la luz sobrenatural que
ilumina a cuantos hombres han venido a este mundo.
Resumen Final del asunto
Hay, en resumen, tres posibles sentidos del hombre. El de los que dicen que
ellos son los buenos, por estarles
vinculadas la bondad en alguna forma de la divina gracia; y es el de los pueblos
o individuos que se atribuyen
misiones exclusivas y exclusivos privilegios en el mundo. Esta es la posición
aristocrática y particularista. Hay,
también, la actitud niveladora de los que dicen que no hay buenos ni malos,
porque no existe moral absoluta y lo
bueno para el burgués es malo para el obrero, por lo que han de suprimirse las
diferencias de clases y fronteras
para que sean iguales los hombres. Es la posición igualitaria y universalista,
pero desvalorizadora. Y hay, por
último, la posición ecuménica de los pueblos hispánicos, que dice a la humanidad
entera que todos los hombres
pueden ser buenos y no necesitan para ello sino creer en el bien y realizarlo.
Esta fue la idea española del siglo
XVI. Al tiempo que la proclamábamos en Trento y que peleábamos por ella en toda
Europa, las naves españolas
daban por primera vez la vuelta al mundo para poder anunciar la buena nueva a
los hombres del Asia, del Africa y
de América.
Y así puede decirse que la misión
histórica de los pueblos hispánicos consiste en enseñar a todos los hombres de
la
tierra que si quieren pueden salvarse, y que su elevación no depende sino de su
fe y su voluntad.
Ello explica también nuestros descuidos. El hombre que se dice que si quiere una
cosa, la realizará, cae también
fácilmente en la debilidad de no quererla, en la esperanza de que se le antoje
cualquier día. Esta es la perenne
tentación que han de vencer los pueblos nuestros. No parecemos darnos cuenta de
que el tiempo perdido es
irreparable, por lo menos en este mundo nuestro, en que la vida del hombre ésta
medida con tan estrecho compás.
Solemos dejar pasar los años, como si dispusiéramos de siglos para arrepentirnos
y enmendarnos. Y a fuerza de
querer matar el tiempo nos quedamos atrás y el tiempo es quién nos mata.
Porque el mundo, entonces, se nos echa encima. Nadie nos cree cuando decimos que
podemos, pero que no
queremos. El poder se demuestra en el hacer. La potencialidad que no se
actualiza no convence a nadie. La rechifla
de los demás se nos entra en el alma y los más sensitivos de entre nosotros
mismos, que por esencial
convencimiento nunca nos creímos superiores, acabamos por creernos inferiores al
compartir las críticas de los
demás respecto de nosotros. Esta es nuestra historia de los dos siglos últimos.
Si logramos salir de este período de
depresión del ánimo será, en primer término, porque nuestro pueblo no compartió
nunca el escepticismo de los
intelectuales, y, además, porque la misma cultura nos revela que nuestra labor
en lo pasado no en inferior a la de
ningún otro pueblo de la tierra.
En estos años nos está descubriendo
el estudio del siglo XVI un espíritu ecuménico que no se sospechaba entre las
gentes cultas. Nada es más revelador a este respecto que el entusiasmo con que
un hombre de cultura moderna,
como el profesor Barcia Trelles, encuentra en el Padre Vitoria y en Francisco
Suárez las verdaderas fuentes del
Derecho Internacional contemporáneo. Estamos descubriendo la quinta esencia de
nuestro Siglo de Oro. Podemos
ya definirla como nuestra creencia en la posibilidad de salvación de todos los
hombres de la tierra. De ella nacía el
impetuoso anhelo de ir a comunicársela. En esa creencia vemos también ahora la
piedra fundamental del progreso
humano, porque los hombres no alzarán los pies del polvo si no empiezan por
creerlo posible.
Esta creencia es el tesoro que llevan al mundo los pueblos hispánicos. Sólo que
ella se funda en otra creencia
antecedente y fundamental, sobre la cual ha de entenderse previamente las
inteligencias directoras de los pueblos
hispánicos, y de ella se deriva una consecuencia: la de que el mundo no creerá
en el valor de nuestro tesoro si no lo
demostramos con nuestras obras. De la creencia antecedente y de la consecuencia
práctica hemos de tratar, pero
estoy persuadido de que el descubrimiento de la creencia nuestra en las
posibilidades superiores de todos los
hombres, ha de empujarnos a realizarlas en nosotros mismos, para ejemplo
probatorio de la verdad de nuestra fe, y
que la lección, que dimos ya en nuestro gran siglo, volveremos a darla para
gloria de Dios y satisfacción de
nuestros históricos anhelos.
Contraste de nuestro ideal
Contrastemos ahora nuestro antiguo sentido del hombre con el ideal
revolucionario de libertad, igualdad,
fraternidad. Ganivet nos dice que el "eje diamantino" de la vida española es un
principio senequista: "Mantente de
tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un
hombre". He leído algunos libros
de Séneca, en busca del pasaje de donde pudo sacar esa enseñanza. No lo he
encontrado. Hasta se me figura que no
podrá encontrarse, porque lo que viene a decir Séneca es algo que se le parece a
primera vista, pero que en el fondo
es muy distinto, y es que el sabio, el cuerdo, el prudente, el filósofo estoico
se conduce de tal suerte, sean cuales
fueren las circunstancias, que se tiene que decir de él que es todo un hombre.
Se sobrentiende en Séneca, pero no
en Ganivet, que los demás hombres, los que no son sabios, se dejan, en cambio,
llevar de sus pasiones o de las
circunstancias.
Para los estoicos, en efecto, había
dos clases de hombres: los sabios y el vulgo. Los sabios se conducen como
deben; los otros, en rigor, no se conducen, sino que son conducidos por los
sucesos. Y esta distinción explica la
esterilidad del estoicismo. Los estoicos creían que todos los hombres son
hermanos, como hijos del mismo Dios, y
se proclamaban ciudadanos del mundo, pero esta ciudadanía y la conciencia de la
paternidad de Dios era
patrimonio exclusivo de una aristocracia espiritual, aunque a ella perteneciera
un esclavo, como Epicteto, y esta
fue la razón de que no se lanzaran a la predicación para que el común de los
hombres se alzase del polvo.
Cleanthes pidió a Zeus, en su himno, que salvase a los hombres de su desgraciado
egoísmo. Y es que, a juicio de
los estoicos, sólo Zeus lo puede hacer, si esa es su voluntad. La idea de que
ellos mismos lo hagan no es estoica,
sino católica. Ganivet no la saca de Séneca, sino del catecismo. El autor del
Idearium español ha atribuido a los
estoicos una idea que ha recibido, sin darse cuenta de ello, de su mundo
familiar y local, trabajando secularmente
por las doctrinas de la Iglesia.
Es un hecho, sin embargo, que los
pueblos hispánicos tienen un sentido del hombre común a los espíritus creyentes
y a los incrédulos. Más aún. Anteriormente hemos reconocido que los incrédulos
suelen ser más hostiles que los
católicos al espíritu racista de los países protestantes. Los expedientes de
limpieza de sangre, por cuya virtud no se
habilitaba en pasados siglos, para ciertas dignidades y cargos, sino a los que
podían demostrar que no descendían
de moros o judíos, parecen indicar un sentido racista no muy diferente del que
tan fácilmente prevalece en los
pueblos del Norte. Sólo teniendo en cuenta el espíritu misionero de la Monarquía
española y la relativa facilidad y
frecuencia con que los judíos conversos llegaban en España a ocupar sedes
episcopales, se advertirá que la
exigencia de la limpieza de sangre no procedía del orgullo de raza, sino del
deseo de asegurar en lo posible la
fidelidad del servicio mediante la pureza de la fe, en vista del gran número de
conversos insinceros que había. Un
pueblo que libraba, como la España de los siglos XVI y XVII, tan general batalla
contra la infidelidad y la herejía,
necesitaba asegurarse la sincera adhesión de sus agentes. Era natural, de otra
parte, que los españoles se
envanecieran de su obra imperial y universal. De esta vanidad y de la
desconfianza respecto de la buena fe de los
conversos surgió el lamentable por ser injusto, en muchos casos, pero sobre
todo, porque contradecía el propósito
misionero de nuestra historia, ya que no parece muy congruente que un pueblo se
consagre a convertir infieles,
empujado por un convencimiento previo de igualdad potencial de hombres y razas,
si luego a de colocar a los
conversos en situación de inferioridad respecto de los "cristianos viejos ". Lo
que puede decirse en atenuación de
este yerro es: Primero, que todas las aristocracias del mundo obligan a hacer
antesala a las clases sociales que
desean alzarse a ellas; segundo, que la España católica venía a construir una
especie de gran aristocracia respecto
de los judíos y moriscos; tercero, que los hombres no tienen el don de leer en
los corazones para poder distinguir a
los conversos sinceros de los insinceros; cuarto, que había necesidad de
distinguirlos; quinto, que no hay ley
concebida para provecho general que no resulte injusta en algunos casos; y
sexto, que el mero hecho de que los
expedientes de limpieza de sangre contradijeran, en cierto aspecto, el
fundamental propósito misionero de España,
no ha de hacernos olvidar este propósito, ni la especial repugnancia que los
españoles han sentido siempre contra
cualquier intento de vincular la Divina gracia en estirpes o progenies
determinadas.
Los españoles no creyentes, por lo menos desde la conversión de los godos
arrianos, se han manifestado siempre
opuestos a la aceptación de supremacías raciales. En algunos de ellos no tiene
nada de extraño, porque son
"resentidos", hostiles a toda nuestra civilización, cuyos instintos les empujan
a combatir a sangre y fuego nuestras
aristocracias naturales y de sangre, no por espíritu igualitario y de justicia,
sino sencillamente porque las jerarquías
son el baluarte de las sociedades. Pero hay otros incrédulos, y éstos son los
interesantes, que no han perdido con la
fe la esperanza y el anhelo de que se haga justicia a todos los hombres, de que
se les infunda la confianza en sí
mismos, de que se les coloque en condiciones de poder desarrollar sus aptitudes,
de que se les proteja contra
cualquier intento de explotación o de opresión. De los espíritus que así sienten
puede decirse que su concepto del
hombre es idéntico al de los creyentes y al tradicional de España. Ello es gran
fortuna, en medio de todo.
Certeramente ha dicho el señor Sáinz Rodríguez que la división de nuestras
clases educadas es la razón
permanente de nuestras desdichas. En los Evangelios puede leerse que: "Todo
reino dividido consigo mismo será
asolado" ( Lucas, II, 17). Las desmembraciones e invasiones y guerras civiles
que hemos padecido, desde que
surgió en el siglo XVIII la división de nuestras clases educadas en creyentes y
racionalistas, atestiguan el rigor de
la sentencia. Pero creo más fácil restablecer la unidad espiritual entre los
creyentes españoles y los descreídos que
entre los católicos y los protestantes de otros pueblos. El que siga creyendo en
la capacidad de los demás hombres
para enmendarse, mejorar y perfeccionarse y en su propio deber de persuadirles a
que lo hagan, de no estorbarles
en la realización de ese fin y de organizar la sociedad de tal manera que les
estimule a ello, conserva, a mi juicio,
más esencias de la fe verdadera que aquella pastora evangélica, Sharon Falconer,
de la novela de Sinclair Lewis,
Elmer Gantry, que marchaba con la cruz en la mano por entre las llamas de su
tabernáculo incendiado, en la
seguridad de que el fuego no podía alcanzarla, porque ella, en su insano
orgullo, símbolo del protestantismo y del
libre examen, se creía por encima del bien y del mal y de la muerte. A poco que
nuestros incrédulos de buena
voluntad mediten sobre el origen de su espíritu de justicia y de humanidad,
advertirán que sus principios proceden
de los nuestros. A los descreídos, a los que no manejan los conceptos de
libertad y de justicia sino con fines
subversivos, sería inocente tratar de convencerles, pero a los que de buena fe
se proponen con ellos dignificar y
levantar al hombre, y se imaginan que la religión es un estorbo para sus
ideales, no es imposible hacerles ver que
su credo es de origen religioso, que sin la religión no puede mantenerse, y que
sólo por la inspiración religiosa
podrá realizarse.
En el "eje diamantino", de Ganivet,
en el sentido del hombre de los pueblos hispánicos, podemos encontrar
igualmente cuanto hay en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que
no se contradice mutuamente y
puede servirnos de norma y de ideal. Para que un hombre se conduzca de tal modo
que siempre se pueda decir de
él que se ha portado como un hombre, será indispensable que sea libre, lo que
implica desde luego su libertad
moral o metafísica. Pero, además, será preciso que no se le estorbe la acción
exteriormente, lo que supone la
libertad política, por lo menos la libertad de hacer el bien. Para ello, habrá
que construir la sociedad de tal manera
que no impida a los hombres la práctica del bien. El respeto a la libertad
metafísica nos llevará a un sistema
político, en que la autoridad pueda (y acaso deba) coartar la libertad del
hombre para el mal, pero no deberá
impedirle que haga el bien, porque esto es lo que quiere Ganivet cuando
prescribe que el hombre debe portarse
como un hombre, pues si portarse como un hombre no quisiera decir portarse bien,
no nos estaría diciendo cosa
alguna, ya que es sabido que los hombres se conducen como hombres y los burros
como burros, etc. Pero en esta
capacidad metafísica de que el hombre haga el bien libremente y en este deber
político de respetarle esta
capacidad, todos los hombres son iguales y deben ser iguales; de lo que se
deduce el principio de igualdad, en
cuanto practicable y efectivo, así como el de fraternidad se deriva del hecho de
que todos los hombres se hermanan
en la capacidad de hacer el bien y en el ideal de una sociedad en que la
práctica del bien a todos los enlace y los
hermane.
Estos principios de libertad,
igualdad, fraternidad, son los que proclamó la revolución francesa y aún sigue
proclamando la revolución, en general. Francia los ha esculpido en sus edificios
públicos. Es extraño que la
revolución española no los haya reivindicado para sí. ¿Los habrá sentido
incompatibles con su propio espíritu?
¿Sospechará vagamente que, en cuanto realizables y legítimos, son principios
cristianos y católicos?
La capacidad de conversión
Mantenemos nosotros la libertad, porque el hombre está constituido de tal modo
que, por grandes que sean sus
pecados, le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y salvarse.
También puede seguir pecando hasta
perderse, pero lo que se dice con ello es que la libertad es intrínseca a su ser
y a su bondad. No será bueno sino
cuando libremente obre o desee el bien. Y por esta libertad metafísica, que le
es inherente, le debemos respeto. Al
extraviado podremos indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos
podrá cerciorarse de que es el
bueno; al hijo pródigo le abriremos las puertas de la casa paterna, pero él será
quien por su propio pie regrese a
ella; al equivocado le señalaremos el error, pero el anhelo de la verdad tendrá
que surgir de su propia alma. Esto
por lo que atañe a la libertad moral. La libertad externa o política procede del
reconocimiento común de esta
libertad íntima o moral. Como el hombre no puede hacer el bien si no actúa
libremente, debemos respetar su
libertad en todo lo posible. Si tuviéramos que confrontarnos con el hombre
natural, tal como salió de las manos del
Creador, el gobernante no necesitaría más que explicarle sus deberes. Pero como,
según San Anselmo, la persona
corrompió la naturaleza, y después la naturaleza corrompida corrompió la
persona, por lo que nosotros y cuantos
nos rodean somos hombres caídos y débiles, tenemos que organizar las sociedades
de tal modo que se precavan
contra las pasiones y maldades de los hombres, al mismo tiempo que los induzcan
a obrar bien. El problema es, en
parte, insoluble, porque con hombres malos no podemos construir sociedades tan
excelentes que premien siempre
la virtud y castiguen el vicio. Pero es un hecho, que todas las sociedades, por
instinto de conservación, tienen que
estimular a los individuos a que las sirvan y disuadirles de que las dañen y
traicionen; y, de otra parte, también es
un hecho que nuestra religión infunde a los hombres y a las colectividades un
espíritu generoso de servicio
universal, en el que acaban de limpiarse los humanos del pecado de origen. Este
es el sentido de la libertad
cristiana. Pero ¿hay alguna idea moderna de libertad que no se funde en el
espíritu cristiano?
Bertrand Russell pasa en Inglaterra
por ser "el filósofo del liberalismo". A principio de siglo escribió un ensayo:
La adoración de un hombre libre, que terminaba con un párrafo que causó
sensación:
"Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y seguro cae
despiadada y tenebrosamente sobre él y su
raza. Ciega al bien y al mal, implacablemente destructora, la materia
todopoderosa rueda por su camino inexorable.
Al hombre, condenado hoy a perder los seres que más ama, mañana a cruzar el
portal de las sombras, no le queda
sino acariciar, antes que el golpe caiga, los pensamientos nobles que ennoblecen
su efímero día; desdeñando los
cobardes terrores del esclavo del destino, adorar en el santuario que sus
propias manos han construido; sin
asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de la arbitraria
tiranía que rige su vida externa; desafiando
orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran por algún tiempo su saber y su
condenación, sostener por sí solo.,
Atlas cansado e inflexible, el mundo que sus propios ideales han moldeado, a
despecho de la marcha pisoteadora
del poder inconsciente."
Dos generaciones de intelectuales
ingleses de la izquierda han aprendido de memoria este párrafo. A despecho de
ello me atreveré a decir que ningún espíritu medianamente filosófico podrá ver
en el más que retórica altisonante y
cuidadosa, pero huera y contradictoria. Porque es mucha verdad que el
pensamiento del hombre, como dice en otro
párrafo, es libre, "para examinar, criticar, saber y crear imaginariamente",
mientras que sus actos extriores, una vez
ejecutados, entran en la rueda fatal de las causas y efectos. Que el hombre
pueda criticar el mundo sólo prueba que,
en cierto modo, se halla fuera y encima de él, lo que no significa, en buena
lógica, sino que hay algo en el hombre
que procede de algún poder consciente superior al mundo. Pero decir que el mundo
es malo, porque es poder, y
que hay que desecharlo con toda nuestra alma, y que el hombre es bueno, porque
lo rechaza, y que su deber es
conducirse como Prometeo y desafiar heroica y obstinadamente al mundo hostil,
aunque por otra parte, tenga uno
que resignarse a su tiranía inexorable, y que este credo de rebelión impotente
haya parecido durante treinta años la
base de una filosofía y una política, es tan incomprensible como el aserto de
que la libertad del hombre no es sino
el resultado de "la colocación accidental de los átomos". Es absurdo decirnos
que la libertad surge de la fatalidad y
del azar, como es igualmente contradictorio hacer salir nuestra conciencia de la
inocencia de la naturaleza. Hay
gentes para todo. Por los años en que Mr. Bertrand Russell escribía su parrafito
se suicidó el poeta John Davison,
persuadido de que, después de haber producido la danza de los átomos la
conciencia del hombre y de su propia
poesía, que era la conciencia de la conciencia, no le quedaba al universo más
etapa que la de volver a la
inconsciencia. Por eso se mató. Sólo que así como los cielos declaran la gracia
de Dios, la faz de la tierra,
transformada por la mano del hombre en tan inmensas extensiones, proclama
nuestro poder y es prueba cierta de
que ni siquiera para la acción externa necesita someterse el género humano a la
fatalidad, porque la subyuga y
domestica con su chispa divina.
En esa chispa, y no en ninguna clase de determinismos, está el origen de la
libertad moral del hombre. Los
incrédulos no aciertan a fundarla. Tampoco la libertad política. Stuart Mill
mantenía el liberalismo para que
pudieran producirse toda clase de caracteres en el mundo, y, sobre todo, para
que la verdad tenga siempre ocasión
de prevalecer sobre la falsedad, y no meramente contra la intolerancia de las
autoridades, sino también contra la
presión social, porque en Inglaterra, decía: "aunque el yugo de la ley es más
ligero, el de la opinión es tal vez más
pesado que en otros países de Europa". Revolviéndose sobre toda clase de "boycots",
escribió Stuart Mill su
célebre sentencia: "Si toda la humanidad menos uno fuese de la misma opinión, y
sólo una persona de la contraria,
la humanidad no tendría más derecho a silenciar a esa persona, que esa persona,
si pudiera, a silenciar a la
humanidad". Stuart Mill pensaba todo el tiempo en los casos de Sócrates y
Jesucristo, como si hubiera un Cristo y
un Sócrates a la vuelta de cada esquina, a quienes el obscurantismo de los
Gobiernos o de la sociedad no permiten
difundir su idea salvadora, pero el verdadero problema lo constituía, ya
entonces, aquella fórmula que consignó
poco después Netchaieff en su "Catecismo del Revolucionario", cuando decía:
"Contra los cuerpos, la violencia;
contra las almas, la mentira". No es muy probable que la intolerancia logre
silenciar a un Cristo o a un Sócrates. El
daño que han de afrontar las sociedades modernas es la difusión de la mentira,
de la calumnia, de la difamación, de
la pornografía, de la inmoralidad de toda índole, por agitadores y fanáticos,
pervertidos y ambiciosos que se
escudan en Sócrates y en Cristo y en Stuart Mill y en todos los mártires de la
intolerancia y abogados de la libertad
para pregonar sus falsedades, como los malos artistas de estos años se amparan
en la incomprensión de que en su
día fueron víctimas Eduardo Manet y Ricardo Wagner para proclamar que sus
esperpentos están por encima de las
entendederas de sus gentes. Vivimos bajo el régimen de la mentira. Las naciones
se calumnian impunemente las
unas a las otras, lo que las hace vivir en permanente guerra moral, pero no se
creará, para remediarlo, un Tribunal
Internacional de la Verdad, mientras no se reconozca que, en materia de
información y crítica, hay cánones
objetivos de la verdad y los engaños, de lo lícito y de lo intolerable. En la
vida interna se permite prosperar a una
prensa que, en el caso mejor, no hace justicia más que a los extraños o a los
enemigos, pero que se dedica a elevar
a sus amigos o correligionarios, lo que por lo menos supone la desfiguración de
las escalas de valores. No cabe, de
otra parte, verdadera competencia entre las falsedades agradables, que halagan
las pasiones populares, y las
verdades desagradables, que en vano tratarán de combatirlas. Sobre este tema se
pudieran escribir muchos
capítulos, pero baste afirmar que la libertad del pensamiento tiene que conducir
al triunfo de la falsedad y de la
mentira
El "principio del crecimiento"
También se defiende la libertad política con el argumento de que fomenta la
diversidad de los caracteres y
contribuye, por lo tanto, a su fortalecimiento. Era la tesis de Stuart Mill, al
final de su ensayo De la libertad. Es la
de Bertrand Russell, con su Principio del Crecimiento. Dice Russell que los
impulsos y deseos de hombres y
mujeres, como tengan alguna importancia, proceden de un Principio central de
Crecimiento, que los guía en una
cierta dirección, como los árboles buscan la luz. Cada hombre tiende
instintivamente a lo que le conviene mejor. Y
hay que dejarle en libertad para ello, porque, en general, los impulsos y deseos
dañinos proceden de haberse
impedido el crecimiento normal de los hombres. De ahí, por ejemplo, la
proverbial malignidad de los jorobados y
de los impedidos. Los deseos no son sino impulsos contenidos. "Cuando no es
satisfecho un impulso en el
momento mismo de surgir, nace el deseo de las consecuencias esperadas de la
satisfacción del impulso". La vida
ha de regirse principalmente por impulsos. Si se gobierna por deseos se agota y
cansa al hombre, haciéndole
indiferente a los mismos propósitos que había trazado de realizar. Pero los
impulsos que deben fomentarse son los
que tienden a dar vida y a producir arte y ciencia, es decir, a la creatividad
en general.
Esta es la teoría. Mr. Russell no añade que se deben restringir, en cambio, los
impulsos de envidia, destrucción,
suicidio, etc., porque así refutaría su propia doctrina. Mr. Russell se contenta
con decir que estos impulsos no
proceden del Principio central de Crecimiento. No lo prueba. No puede probarlo.
Un árbol extiende sus raíces a la
tierra de otro árbol y se apropia su savia. No puede demostrarse que los
impulsos dañinos sean menos "centrales"
que los benéficos. Tampoco que sea perjudicial la contención de los impulsos.
Hay razas humanas desvitalizadas
precisamente porque se entregan sin reserva a la satisfacción de sus impulsos
sexuales. La doctrina de Russell no
es sino tentativa de justificar científicamente la afirmación romántica de que
el hombre es naturalmente bueno y
está libre del pecado original. Pero el romanticismo tiene ya dos siglos de
experiencia histórica. Hasta se ha
ensayado en países nuevos, donde no coartaban su desarrollo los recuerdos y las
tradiciones de la civilización
cristiana, fundada precisamente en el dogma del pecado original.
Las miradas del mundo, por ejemplo, están vueltas, en estos años, a los Estados
Unidos de América. Nueva York
es la ciudad fascinadora. Es verdad que los Estados Unidos fueron un tiempo
puritanos y que sus costumbres, ya
que no sus leyes, obligaban a sus ciudadanos a pertenecer a una confesión
religiosa determinada. Pero el
puritanismo ya pasó, por lo menos en las grandes ciudades; los neoyorquinos no
están obligados a profesar religión
alguna. Muchos no profesan ninguna. Son libres. La extensión del territorio les
hace más libres de lo que los
europeos podemos serlo en nuestros estrechos hogares nacionales. Y el resultado
de todo ello es un índice de
criminalidad el más alto del mundo, la disolución de la vida de familia y tan
tremenda crisis económica y política
que su militar de más prestigio, el general Pershing, ha podido proclamar
recientemente, en medio de la atónita
atención de las gentes, que los Estados Unidos no pueden encontrar su salvación
más que en un régimen fascista y
dictatorial, que restablezca la disciplina social con mano dura.
Sólo que ya no es necesaria apelar a las autoridades extranjeras. Ello lo dijo
mejor que nadie en el Congreso, el 4
de enero de 1849, en plena revolución europea, nuestro Donoso:
"Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior,
la religiosa y la política. Estas son
de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro
de la represión está bajo, y
cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión
política, la tiranía, está alta. Esta es
una ley de la humanidad, una ley de la historia."
A la historia apeló Donoso Cortés para evidenciar la exactitud de su parábola.
No era, sin embargo, necesario. En
el pecho de cada hombre está escrito que la práctica del bien exige libertad,
pero la del mal, cárceles y grilletes.
La igualdad humana
Nuestro sentido hispánico nos dice que cualquier hombre, por caído que se
encuentre, puede levantarse; pero
también caer, por alto que parezca. En esta posibilidad de caer o levantarse
todos los hombres son iguales. Por ella
es posible a Ganivet imaginar su "eje diamantino" o imperativo categórico: "que
siempre se pueda decir de ti que
eres un hombre". El hombre es un navío que puede siempre, siempre, mientras se
encuentra a flote, enderezar su
ruta. Si la tripulación lo ha descuidado, si su quilla, sus velas o arboladura
se hallan en mal estado, le será más
difícil resistir las tormentas. Enderezar la ruta no será bastante para llegar a
puerto. El éxito es de Dios. Lo que
podrá el navegante es cambiar el rumbo. En esta libertad metafísica o libre
albedrío todos los hombres son iguales.
Pero esta es la única igualdad que con la libertad es compatible. La libertad
política favorece el desarrollo de las
desigualdades. Y en vano se proclamará en algunas Constituciones, como la
francesa de 1793, el pretendido
derecho a la igualdad, afirmando que: "Todos los hombres son iguales por
naturaleza y ante la ley". Decir que los
hombres son iguales es tan absurdo como proclamar que lo son las hojas de un
árbol. No hay dos iguales. Y la
igualdad ante la ley no tiene, ni puede tener, otro sentido que el de que la ley
debe proteger a todos los ciudadanos
de la misma manera.
Si tiene ese sentido es porque los
hombres son iguales en punto a su libertad metafísica o capacidad de conversión
o de caída. Esto es lo que los hace sujetos de la moral y del derecho. Si no
fueran capaces de caída, la moral no
necesitaría decirles cosa alguna. Si no fueran capaces de conversión, sería
inútil que se lo dijera todo. La validez de
la moral depende de que los hombres puedan cambiar de rumbo. Esta condición de
su naturaleza es lo que ha
hecho también posible y necesario el derecho. No habría leyes si los hombres no
pudieran cumplirlas. Son
imperativas, porque pueden igualmente no cumplirlas. Y tienen carácter
universal, porque en esta capacidad de
cumplirlas todos los hombres son iguales. Al proclamar la capacidad de
conversión de los hombres no se dice que
puedan ir muy lejos en la nueva ruta que decidan emprender. No llegará muy lejos
en el camino de la santidad el
que sólo se arrepienta en la hora de la muerte. Pero si su conversión es sincera
y total recorrerá en alas de los
ángeles el camino que no pueda andar por su propio pie. Esta capacidad de
conversión es el fundamento de la
dignidad humana. El más equivocado de los hombres podrá algún día vislumbrar la
verdad y cambiar de conducta.
Por eso hay que respetarle, incluso en sus errores, siempre que no constituya un
peligro social. Pero fuera de esta
común capacidad de conversión, no hay ninguna igualdad entre los hombres.
Unos, son fuertes; otros, débiles ; unos, talentudos ; otros, tontos ; unos,
gordos; otros, flacos ; unos blancos ; otros,
color chocolate otros, amarillos. Y donde no existe claramente la conciencia de
esta capacidad común de
conversión, tampoco aparece por ninguna parte la noción de la igualdad humana.
El hombre totémico se cree de
diferente especie que el de otro "totem". Si el "totem" de un "clan" es el
canguro, el hombre se cree canguro; si es
un conejo, se imagina conejo. Lo que el "totem" subraya es el "hecho
diferencial". Israel es el pueblo elegido;
cuando aparece el Redentor del género humano, la mayor parte de Israel persiste
en creerse el pueblo elegido,
incomparable con los otros. Aún después de siglos de Cristianismo, los pueblos
del Norte se inventan la doctrina
de la predestinación, para darse aires de superioridad frente a los pueblos
mediterránicos. Francia, algo menos
nórdica, lucha durante siglos contra una forma más atenuada de la persuasión
calvinista, como es el jansenismo,
pero cuando acaba por vencerla, inventa la teoría de su consubstancialidad con
la civilización, para poder dividir a
los hombres en las dos especies de franceses y bárbaros, con la subespecie de
los afrancesados.
El socialismo, en sus distintas escuelas, supone que son hechos naturales la
unidad y la fraternidad del género
humano. No intenta demostrarlas, sino que las da por supuestas, y sobre este
cimiento trata de establecer un estado
de cosas en que la tierra y el capital sean comunes y se trabajen para beneficio
de todos. Pero como su
materialismo destruye la creencia en la capacidad de conversión, que es la única
cosa en que los hombres son
iguales, no le es posible emprender la realización de su ideal de igualdad
económica sin apelar a medios terroristas.
La inmensa cantidad de sangre derramada por la revolución rusa, en aras de este
deseo de igualdad, no pudo
impedir que Lenin confesara el fracaso del comunismo, al emprender su nueva
política económica, y sólo resurgió
la vida en Rusia cuando reaparecieron las desigualdades de la escala social, con
ellas la esperanza de cada hombre
de ascender todo lo más posible, y con la esperanza, la energía y el trabajo. Al
cabo de la revolución no ha
ocurrido, en esencia, sino que las antiguas clases gobernantes han sido
depuestas de sus posiciones de poder y
reemplazadas por otras. Pero aún gobernantes y gobernados, altos y bajos, gentes
poderosas y gentes sin poder. Y
como Rusia es, en el fondo, país cristiano, ha reaparecido también allí algo
parecido a la vieja división entre las
almas que se dan cuenta de lo que es el Cristianismo y las que no; sólo que a
las primeras se las llama trabajadores
conscientes, manuales o intelectuales, y son las que constituyen el partido
comunista, de donde salen los
gobernantes del país. Me imagino que si los comunistas guardan algún respeto a
los que no lo son, ello se deberá a
la posibilidad de que lo sean algún día, lo que cierra y completa la analogía y
corrobora nuestro razonamiento
Fraternidad y hermandad
La fraternidad de los hombres no puede tener más fundamento que la conciencia de
la común paternidad de Dios.
Inesperadamente acaba de echar Bergson el peso de su prestigio en favor de esta
idea. En su libro sobre Las dos
fuentes de la moral y de la religión nos dice el filósofo de La Evolución
creadora que la fraternidad que los
filósofos quieren basar en el hecho de que todos los hombres participan de una
misma esencia razonable, no puede
ser muy apasionada, ni ir muy lejos. En cambio, los místicos, que se acercan a
Dios, dejan prenderse su alma del
amor hacia todos los hombres: "A través de Dios y por Dios, aman a toda la
humanidad con un amor divino".
Añade que los místicos desearían: "Con ayuda de Dios, completar la creación de
la especie humana, y hacer de la
humanidad lo que habría sido desde el principio, de haber podido constituirse
definitivamente sin la ayuda del
hombre mismo". De entusiasmo moral en entusiasmo, Bergson nos dice, como los
grandes místicos, que: "el
hombre es la razón de ser de la vida sobre nuestro planeta", y que: "Dios
necesita de nosotros como nosotros de
Dios". ¿Y para qué necesita Dios de nosotros? Naturalmente, para poder amarnos.
El Padre Arintero hubiera dicho
que para poder convertir en amor de complacencia el amor de misericordia que nos
tiene.
Mucho se habría complacido el Padre Arintero al hallar en Bergson el pensamiento
de que lo fundamental en la
religión es el misticismo y de que la religión es al misticismo lo que la
vulgarización es a la ciencia. El origen
histórico de la hermandad humana es exclusivamente místico. Es Jeremías el
primer hombre que habla de la
posibilidad de que los hijos de otros pueblos abandonen el culto de los ídolos y
adoren al Dios universal, con lo
que viene a decirnos que cada hombre ha nacido para ser hijo de Dios. Jeremías
fue un profeta, pero los profetas
son, ante todo, místicos que, por tomar contacto con la fuente de la vida, sacan
de ella un amor que puede
extenderse a todos los hombres. Frente a los falsos profetas, descritos de una
vez para siempre, al decir de ellos:
"que muerden con sus dientes y predican paz", Miqueas dice (3,8): "Más yo lleno
estoy de fortaleza del Espíritu
del Señor, de juicio y de virtud, para anunciar a Jacob su maldad, y a Israel su
pecado". De la sucesión de los
profetas surgen los apóstoles y los misioneros. Y como la España de los grandes
siglos es, eminentemente, un
pueblo misionero, su pueblo es el que más profundamente se persuade de la
capacidad de conversión de todos los
hombres de la Tierra. Al principio no es este sino el convencimiento de teólogos
y de las almas superiores. Pero
ante el espectáculo que ofrece la conversión de todo el Nuevo Mundo al
Cristianismo, la creencia se hace, en
España, universal. Todos los hombres pueden salvarse; todos pueden perderse. Por
eso son hermanos; hermanos de
incertidumbre respecto al destino, naúfragos en la misma lancha, sin saber si
serán recogidos y llegarán a puerto.
No serían hermanos si algunos de ellos pudieran estar ciertos de su salvación o
de su pérdida. La certidumbre de
una o de otra les colocaría espiritualmente en un lugar aparte. Pero todos
pueden salvarse o perderse. Por eso son
hermanos y deben de tratarse como hermanos.
El incrédulo que predica fraternidad humana no se da cuenta del origen
exclusivamente religioso de esta idea.
Porque, si no viene de la religión, ¿de dónde la saca? El príncipe Kropotkin se
planteó la cuestión, en vista de que
los sabios de Inglaterra interpretaban el darvinismo como la doctrina de una
lucha general e inexorable por la vida,
en la que no quedaba a las almas compasivas más consuelo que el de apiadarse al
resonar el ¡ay de los vencidos!
Kropotkin necesitaba que los hombres se quisieran como hermanos, para que fuera
posible constituir sociedades
anárquicas, en que reinase la armonía sin que la impusieran las autoridades. Esa
necesidad le hizo buscar en la
historia natural y en la historia universal ejemplos de apoyo mutuo en las
sociedades animales y humanas. Pero no
pudo persuadir a las personas de talento de que el apoyo mutuo fuera la ley
fundamental de la naturaleza. Los
sabios ingleses le objetaban que el apoyo mutuo no surge en las sociedades
animales y humanas sino como defensa
contra algún enemigo común. Lejos de estar regida la naturaleza animal y vegetal
por una ley de simpatía, lo que
parece dominar en ella es el principio de que el pez grande se come al chico y
por lo que hace a los hombres, entre
las gentes de raza diferentes, hay una antipatía habitual, muy semejante a la
que reina entre los perros y los gatos.
La que divide a occidentales y orientales es tan honda que, si los Estados
Unidos llegan a conceder la
independencia a Filipinas, antes será para poder cerrar a los filipinos el
acceso a California que por reconocimiento
de su derecho.
También los utilitarios quisieron,
como Kropotkin, descubrir en la naturaleza el principio de la moralidad.
Jeremías
Bentham fundamenta su sistema en el hecho de que: "La naturaleza a colocado al
hombre bajo el imperio de dos
maestros soberanos: la pena y el placer." Las acciones públicas o privadas han
de ser aprobadas o desaprobadas
según que tienden a aumentar o disminuir la felicidad. De ahí el principio de la
mayor felicidad del mayor número,
que a Bentham le pareció tan evidente que no necesitaba prueba: "porque lo que
se usa para probar todo lo demás
no puede ser ello mismo probado: una cadena de pruebas a de empezar en alguna
parte". Actualmente ya no se
habla de los utilitarios sino por la gran influencia que ejercieron en la
política y costumbres de los pueblos del
Norte. Los filósofos de ahora despachan en pocas líneas su principio. A Mr. G.
E. Moore no le entusiasma el ideal
de la felicidad. Una vida con algo menos de felicidad y más saber y mayores
oportunidades de hacer bien, le
parece más deseable que una vida dichosa, pero egoísta y estúpida. Hartmann
recuerda que la utilidad no es un fin,
sino un medio. Lo útil no es lo bueno. Un hombre esclavo de la utilidad tendrá
que preguntarse ridículamente
quién se aprovechará de sus utilidades. En España no ha producido el
utilitarismo pensadores de valía. No habría
podido producirlos. Nuestros espíritus cándidos habrían exclamado, como el
poeta: ("¡Cuán presto se va el placer;
cómo después de acordado da dolor!") Los cínicos habrían dicho que no les hacía
gracia sacrificar su felicidad
personal a la de ese monstruo de las cien mil cabezas, que es el mayor número.
Hoy no quedan muchos más partidarios de la moral kantiana que de la utilitaria.
Se ha probado que, en la práctica,
el Imperativo Categórico no nos sirve de guía en un apuro. Al decirnos que
debemos obrar de tal manera que la
máxima de nuestra acción pueda convertirse en ley universal de naturaleza, no
nos decimos realmente nada, como
no sepamos lo que es el bien y que debemos hacerlo. El voluptuoso quiere que se
difundan sus placeres y vicios
entre todos los hombres. El borracho pasa fácilmente de ese deseo a la
propaganda activa. Lo mismo el
morfinómano. No tiene sentido el Imperativo Categórico sino cuando se identifica
la ley universal con la voluntad
de Dios. Si Dios desaparece, si se nos borra una intuición previa del bien,
somos niños perdidos en el bosque. Los
filósofos advirtieron, casi desde el principio, que si el Imperativo Categórico
se entiende como ley de nuestra
naturaleza racional, es decir, como de origen subjetivo, nos sería imposible
conculcarlo. Y ahora Scheler y
Hartmann han caído en la cuenta de que no era necesario darle carácter subjetivo
para que fuese autónomo y
universal: bastaba con que fuera apriorístico. Para poder hacerlo apriorístico
incurrió Kant en el error de hacerlo
subjetivo, como si fuera una ley o propiedad de la razón. Pero la geometría es
apriorística, sin ser subjetiva, sino
objetiva. Y así es la ley moral. Precisamente porque no es subjetiva podemos
cumplirla o vulnerarla, salvarnos o
perdernos, como podemos equivocarnos, y nos equivocamos a menudo, al resolver un
problema matemático.
La fe y la esperanza
El kantismo ha dejado de dominar
las Universidades. La filosofía de los valores, que ahora prevalece, viene a ser
una forma eufemística de la teología, no sólo porque el sentimiento apreciativo
de los valores es la fe, según Lotze,
sino porque Dios es el valor genérico del que todos los valores particulares
derivan su esencia como tales valores,
ya que todo valor debe inspirar amor y cuando se busca la esencia de cada amor (phila)
en otro amor, ha de
llegarse necesariamente a un amor primo (prooton philon), a il primo amore, como
Dante lo llamaba, con pasmosa
literalidad. Benjamín Kidd pudiera jactarse de que el siglo no ha sabido
contestar a su cartel de desafío. Los
intereses del individuo y los de la sociedad no son idénticos, no pueden
conciliarse. No hay forma de construir una
sociedad de tal manera que a las mujeres les convenga tener hijos y a los
soldados morir por la patria, y como las
sociedades necesitan absolutamente de mujeres que las den hijos y de soldados
que, si es preciso, mueran por ellas,
hacer falta buscar una sanción ultra racional, ultra utilitaria, para el
necesario sacrificio de los individuos a las
sociedades. Esta es una de las funciones que la religión desempeña y que sólo la
religión puede desempeñar:
proveer de sanciones ultra racionales al necesario sacrificio de los individuos
para la conservación de las
sociedades. Y no sólo a su conservación, sino a su valor y enaltecimiento,
porque toda acción generosa, toda obra
algo perfecta requieren la superación del egoísmo que nos estorba para hacerla.
De otra parte, los hombres son los hombres y cambian poco en el curso de los
siglos. Los de nuestro siglo XVI no
eran muy distintos de los españoles de ahora. ¿Cómo una España menos poblada,
menos rica, en algún sentido
menos culta que la de ahora, pudo producir tantos sabios de universal renombre,
tantos poetas, tantos santos, tantos
generales, tantos héroes y tantos misioneros? Los hombres eran como los de
ahora, pero la sociedad española
estaba organizada en un sistema de persuasiones y disuasiones, que estimulaban a
los hombres a ponerse en
contacto con Dios, a dominar sus egoísmos y a dar de sí su rendimiento máximo.
Conspiraban al mismo intento la
Iglesia y el Estado, la Universidad y el teatro, las costumbres y las letras. Y
el resultado último es que los
españoles se sentían más libres para desarrollar sus facultades positivas a su
extremo límite y menos libres para
entregarse a los pecados capitales; más iguales por la común historia y
protección de las leyes, y más hermanos por
la conciencia de la paternidad de Dios, de la comunidad de la misma misión y de
la representación de un mismo
drama para todos: la tremenda posibilidad cotidiana de salvarse o perderse.
Ahora están desencantados los españoles que habían cifrado sus ilusiones en los
principios de Libertad, Igualdad y
Fraternidad. Se habían figurado que florecerían con esplendidez al caer las
instituciones históricas, que, a su juicio
o a su prejuicio, estorbaban su desenvolvimiento. Un desencanto de la misma
naturaleza se encuentra siempre que
se estudia el curso de otras revoluciones. El propio Camilo Desmoulins
preguntaba en sus escritos últimos a
Jacques Bonhomme, personificación del pueblo francés: " ¿Sabes a dónde vas, lo
que estás haciendo, para quién
trabajas? ¿Estás seguro de que tus gobernantes se proponen realmente completar
la obra de la libertad? " Los
gobernantes de la hora se llamaban Saint Just y Robespierre...
La comparación puede ser engañosa. Es posible que aquí no nos hallemos frente a
una revolución, sino ante el
hecho de un Monarca que se alejó del poder y de una clases conservadoras que les
dejaron irse, porque no se
dieron cuenta en un principio de lo mucho que el viaje las afectaba. Esta no es
del todo una revolución, pero, ¿es
que ha habido alguna vez una revolución que no fuera, en esencia, la carencia o
el cese de las instituciones
precedentes? El hecho es que el desencanto se produce lo mismo que si se tratara
de una revolución sangrienta.
"¡No es eso!", exclaman graves varones moviendo la cabeza de un lado para otro.
No es eso. Habían soñado con
que la nación se pusiera en pie, con que se hicieran presentes las energías
supuestas y dormidas. No es eso. No
habían querido ver lo que enseña la experiencia de todos los pueblos: que la
democracia es un sistema que no se
consolida sino a fuerza de repartir entre los electores destinos y favores,
hasta que produce la ruina del Estado, eso
aparte de que no llega a establecerse en parte alguna sino se les engaña
previamente con promesas, de imposible
cumplimiento o con la calumnia sistemática de los antiguos gobernantes. ¿Qué se
hizo del sueño de libertad para
todas las doctrinas, para todas las asociaciones? Un privilegio para los amigos,
una concesión para los enemigos, a
condición de que sean buenos chicos. De la igualdad se dice sin rebozo, desde lo
alto, que no se puede dar el
mismo trato a los amigos que a los enemigos. La fraternidad se ha convertido en
rencor insaciable y perpetuo
contra todas o casi todas las clases gobernantes del régimen antiguo. Y no es
eso, se dicen los que habían esperado
otra cosa. Unos culpan de ello a la maldad de los gobernantes; otros, a la de
los gobernados. "¡Hablar a esta tropa
de juricidad!" Pero los hombres son los hombres. Ni tan buenos como antes se los
figuraban,; ni tan malos como
ahora se dice. Los de nuestro siglo XVI no eran mejores. Ni tampoco de una
naturaleza más religiosa que los de
ahora. Las condiciones eran otras. Se les inducía a vivir y a morir para la
mayor gloria de Dios. Había en lo alto un
poder permanente de justicia que premiaba y castigaba. Sonaban más aldabonazos
en la conciencia de cada uno. Se
hacía más a menudo la " toma de contacto" con Dios. El problema no consiste en
mejorar a los hombres, sino en
restablecer las condiciones sociales que los inducían a mejorarse. Es decir, si
me perdonan la paráfrasis Alfonso
Lopes Vieira, el dilecto poeta portugués:"En reespañolizar España, haciéndola
europea y, a través de la selva
obscura, en salvar también las almas nuestras".
Una obra incomparable
No hay en la Historia universal obra comparable a la realizada por España,
porque hemos incorporado a la
civilización cristiana a todas las razas que estuvieron bajo nuestra influencia.
Verdad que en estos dos siglos de
enajenación hemos olvidado la significación de nuestra Historia y el valor de lo
que en ella hemos realizado, para
creernos una raza inferior y secundaria. En el siglo XVII, en cambio, nos
dábamos plena cuenta de la trascendencia
de nuestra obra; no había entonces español educado que no tuviera conciencia de
ser España la nueva Roma y el
Israel cristiano. De ello dan testimonio estas palabras de Solórzano Pereira en
su Política indiana:
"Si, según sentencia de Aristóteles, sólo el hallar o descubrir algún arte, ya
liberal o mecánica, o alguna piedra,
planta u otra cosa, que pueda ser de uso y servicio a los hombres, les debe
granjear alabanza, ¿de qué gloria no
serán dignos los que han descubierto un mundo en que se hallan y encierran tan
innumerable grandezas? Y no es
menos estimable el beneficio de este mismo descubrimiento habido respecto al
propio mundo nuevo, sino de antes
muchos mayores quilates, pues además de la luz de la fe que dimos a sus
habitantes, de que luego diré, les hemos
puesto en vida sociable y política, desterrando su barbarismo, trocando en
humanas sus costumbres ferinas y
comunicándoles tantas cosas tan provechosas y necesarias como se les han llevado
de nuestro orbe, y,
enseñándoles la verdadera cultura de la tierra, edificar casas, juntarse en
pueblos, leer y escribir y otras muchas
artes de que antes totalmente estaban ajenos."
Pero todavía hicimos más y no tan
sólo España (porque aquí debo decir que su obra ha sido continuada por todos
los pueblos hispánicos de América, por todos los pueblos que constituyen la
Hispanidad):no sólo hemos llevado la
civilización a otras razas sino algo que vale más que la misma civilización, y
es la conciencia de su unidad moral
con nosotros; es decir, la conciencia de la unidad moral del género humano,
gracias a la cual ha sido posible que
todos o casi todos los pueblos hispánicos de América hayan tenido alguna vez por
gobernantes, por caudillos, por
poetas, por directores, a hombres de raza de color o mestizos. Y no es esto
sólo. Un brasileño eminente, el Dr.
Oliveira Lima, cree que en los pueblos hispánicos se está formando una unidad de
raza gracias a una fusión, en que
los elementos inferiores acabarán bien pronto por desaparecer, absorbidos por el
elemento superior, y así ha podido
encararse con los Estados Unidos de la América del Norte para decirles:
"Cuando entre nosotros ya no haya mestizos, cuando la sangre negra o india se
haya diluido en la sangre europea,
que en tiempos pasados y no muy distantes, fuerza es recordarlo, recibió
contingentes bereberes, númidas, tártaros
y de otras procedencias, vosotros no dejaréis de conservar indefinidamente
dentro de vuestras fronteras grupos de
población irreductible, de color diverso y hostiles de sentimientos."
No garantizo el acierto de Oliveira Lima en esta profecía. Es posible que se
produzca la unidad de las razas que
hay en América; es posible también que no se produzca. Pero lo esencial y más
importante es que ya se ha
producido la unidad del espíritu, y esta es la obra de España en general y de
sus Ordenes Religiosas
particularmente; mejor dicho, la obra conjunta de España: de sus reyes, obispos,
legisladores, magistrados,
soldados y encomenderos, sacerdotes y seglares...;pero en la que el puesto de
honor corresponde a las Ordenes
Religiosas, porque desde el primer día de la Conquista aparecen los frailes en
América.
Ya en 1510 nos encontramos en la Isla Española con P. Bernardo de Santo Domingo,
preocupados de la tarea de
recordar, desde sus primeros sermones, que en el testamento de Isabel la
Católica se decía que el principal fin de la
pacificación de las Indias no consistía sino en la evangelización de sus
habitantes, para lo cual recomendaba ella, al
Rey, su marido, D. Fernando, y a sus descendientes, que se les diera el mejor
trato. También aducían la bula de
Alejandro VI, en la cual, al concederse a España los dominios de las tierras de
Occidente y Mediodía, se
especificaba que era con la condición de instruir a los naturales en la fe y
buenas costumbres. Y fue la acción
constante de las Ordenes Religiosas la que redujo a los límites de justicia la
misma codicia de los encomenderos y
la prepotencia de los virreyes.
La piedad de estos primeros frailes
dominicos fue la que suscitó la vocación en Fr. Bartolomé de Las Casas y le
hizo profesar en la Orden de Santo Domingo, hasta convertirle después en el
apóstol de los indios y en su defensor,
con una caridad tan arrebatada, que no paraba mientes en abultar, agrandar y
exagerar las crueldades inevitables a
la conquista y en exagerar también las dulzuras y bondades de los indios, con lo
cual nos hizo un flaco servicio a
los españoles, pues fue el originador de la Leyenda Negra; pero, al mismo
tiempo, el inspirador de aquella reforma
de las leyes de Indias, a la cual se debe la incorporación de las razas
indígenas a la civilización cristiana
La acción de los Reyes
Ahora bien, al realizar esta función no hacían las Ordenes Religiosas sino
cumplir las órdenes expresas de los
Reyes. En 1534, por ejemplo, al conceder Carlos V la capitulación por las
tierras del Río de la Plata a D. Pedro de
Mendoza, estatuía terminantemente que Mendoza había de llevar consigo a
religiosos y personas eclesiásticas, de
los cuales se había de valer para todos sus avances; no había de ejecutar acción
ninguna que no mereciera
previamente la aprobación de estos eclesiásticos y religiosos, y cuatro o cinco
veces insiste la capitulación en que
solamente en el caso de que se atuviera a estas instrucciones, le concedía
derecho sobre aquellas tierras; pero que,
de no atenerse a ellas, no se lo concedía.
Los términos de esta capitulación de 1534 son después mantenidos y repetidos por
todos los Monarcas de la Casa
de Austria y los dos primeros
Borbones. No concedían tampoco tierras en América como no fuera con la condición
expresa y terminante de contribuir a la catequesis de los indios, tratándolos de
la mejor manera posible. Y así se
logró que los mismos encomenderos, no obstante su codicia de hombres expatriados
y en busca de fortuna, se
convirtieran realmente en misioneros, puesto que a la caída de la tarde reunían
a los indios bajo la Cruz del pueblo
y les adoctrinaban. Y ahí estaban las Ordenes Religiosas para obligarles a
atenerse a las condiciones de los Reyes y
respetar el testamento de Isabel la Católica y la Bula de Alejandro VI, que no
se cansaron de recordar en sus
sermones, en cuantos siglos se mantuvo la dominación española en América.
La eficacia, naturalmente, de esta acción civilizadora, dependía de la perfecta
compenetración entre los dos
poderes: el temporal y el espiritual; compenetración que no tiene ejemplo en la
Historia y que es la originalidad
característica de España ante el resto del mundo.
El militar español en América tenía
conciencia de que su función esencial e importante, era primera solamente en
el orden del tiempo; pero que la acción fundamental era la del misionero que
catequizaba a los indios. De otra
parte, el misionero sabía que el soldado y el virrey y el oidor y el alto
funcionario, no perseguían otros fines que
los que él mismo buscaba. Y, en su consecuencia, había una perfecta
compenetración entre las dos clases de
autoridades, las eclesiásticas y las civiles y las militares, como no se han
dado en país alguno. El P. Astrain, en su
magnífica Historia de la Compañía de Jesús, describe en pocas líneas esta
compaginación de autoridades:
"Al lado de Hernán Cortés, de Pizarro, y de otros capitanes de cuentas, iba el
sacerdote católico, ordinariamente
religioso, para convertir al Evangelio los infieles, que el militar subyugaba a
España, y cuando los bárbaros
atentaban contra la vida del misionero, allí estaba el capitán español para
defenderle y para escarmentar a los
agresores."
Y de lo que era el fundamento de
esta compenetración nos da idea un agustino, el P. Vélez, cuando hablando de Fr.
Luis de León nos dice, con relación a la Inquisición:
"Para justificar y valorar adecuadamente la Inquisición española, hay que tener
en cuenta, ante todo, las
propiedades de su carácter nacional, especialmente la unión íntima de la Iglesia
y del Estado en España durante los
siglos XVI y XVII, hasta el punto de ser un estado teocrático, siendo la
ortodoxia deber y ley de todo ciudadano,
como cualquier prescripción civil."
Pues bien, este Estado teocrático el más ignorante, el más supersticioso, el
más inhábil y torpe, según el juicio de
la Prensa revolucionaria acaba por lograr lo que ningún otro pueblo civilizador
ha conseguido, ni Inglaterra con
sus hindús, ni Francia con sus árabes, ni Holanda con sus malayos en las islas
de Malasia, ni los Estados Unidos
con sus negros e indios aborígenes: asimilarse a su propia civilización cuantas
razas de color sometió. Y es que en
ningún otro país ha vuelto ha producirse una coordinación tan perfecta de los
poderes religioso y temporal, y no se
ha producido por una falta de una unidad religiosa, en que los Gobiernos
tuvieran que inspirarse.
Estas cosas no son agua pasada, sino un ejemplo y la guía en que ha de
inspirarse el porvenir. Pueblos tan
laboriosos y sutiles como los de Asia y tan llenos de vida como los de Africa,
no han de contentarse eternamente
con su inferioridad actual. Pronto habrá que elegir entre que sean nuestros
hermanos o nuestros amos, y si la
Humanidad ha de llegar a constituir una sola familia, como debemos querer y
desear y éste es el fin hacia el cual
pudieran converger los movimientos sociales y históricos más pujantes y
heterogéneos, será preciso que los Estado
lleguen a realizar dentro de sí, combinando el poder religioso con el temporal,
al influjo de este ideal universalista,
una unidad parecida a la que alcanzó entonces España, porque sólo con esta
coordenación de los poderes se podrá
sacar de su miseria a los pueblos innumerables de Asia y corregir la vanidad
torpe y el aislamiento de las razas
nórdicas, por lo que el ejemplo clásico de España no ha de ser meramente un
espectáculo de ruinas, como el de
Babilonia o Nínive, sino el guión y el modelo del cual han de aprender todos los
pueblos de la tierra.
El Concilio de Trento
El 26 de octubre de 1546 es, a mi juicio, el día más alto de la Historia de
España en su aspecto espiritual. Fue el día
en que Diego Laínez, teólogo del Papa, futuro general de los Jesuitas, cuyos
restos fueron destruidos en los
incendios del 11 de mayo de 1931, como si fuéramos los españoles indignos de
conservarlos ...pronunció en su
Concilio de Trento su discurso sobre la "Justificación".Ahora podemos ver que lo
que realmente se debatía allí era
nada menos que la unidad moral del género humano. De haber prevalecido cualquier
teoría contraria, se habría
producido en los países latinos una división de clases y de pueblos, análoga a
la que subsiste en los países
nórdicos; donde las clases sociales que se consideran superiores estiman como
una especie inferior a las que están
debajo y cuyos pueblos consideran a los otros y también a los latinos con
absoluto desprecio, llamándonos, como
nos llaman, "dagoes", palabra que vendrá tal vez de Diego, pero que actualmente
es un insulto.
Cuando se estaba debatiendo en Trento sobre la "Justificación", propuso un
santísimo, pero equivocado varón,
Fray Jerónimo Seripando, si además de nuestra justicia no sería necesario para
ser absuelto en el Tribunal de Dios,
que se nos imputasen los méritos de la pasión y muerte de N. S. Jesucristo, al
objeto de suplir los defectos de la
justicia humana, siempre deficiente. Se sabía que Lutero había sostenido que los
hombres se justifican por la fe
sólo y que la fe es un libre arreglo de Dios. La Iglesia Católica había
sostenido siempre que los hombres no se
justifican sino por la fe y las obras. Esta es también la doctrina que se puede
encontrar explícitamente manifiesta
en la Epístola de Santiago el Menor, cuando dice: "¿No veis cómo por las obras
es justificado el hombre y no por
la fe solamente?"
Ahora bien, la doctrina propuesta
por Jerónimo Seripando no satisfacía a nadie en el Concilio; pero, como se
trataba de un varón excelso, de un santo y de un hombre de gran sabiduría
teológica, no era fácil deshacer todos
sus argumentos y razones. Esta gloria correspondió al P. Laínez, que acudió a la
perplejidad del Concilio con una
alegoría maravillosa:
Se le ocurrió pensar en un Rey que ofrecía una joya a aquel guerrero que
venciese un torneo. Y sale el hijo del Rey
y dice a uno de los que aspiran a la joya: "Tú no necesitas sino creer en mí. Yo
pelearé, y si tú crees en mí con toda
tu alma, yo ganaré la pelea". A otro de los concursantes el hijo del Rey le
dice: "Te daré unas armas y un caballo;
tú luchas, acuérdate de mí, y al termino de la pelea yo acudiré en tu auxilio".
Pero al tercero de los aspirantes a la
joya le dice: "¿Quieres ganar? Te voy a dar unas armas y un caballo excelentes,
magníficos; pero tú tienes que
pelear con toda tu alma".
La primera, naturalmente, es la
doctrina del protestantismo: todo lo hacen los méritos de Cristo. La tercera la
del
Catolicismo: las armas son excelentes, la redención de Cristo es arma
inmejorable, los Sacramentos de la Iglesia
son magníficos; pero, además, hay que pelear con toda el alma; esta es la
doctrina tradicional de nuestra Iglesia. La
segunda: la del aspirante al premio a quien se dice que tiene que pelear, pero
que no necesitará esforzarse
demasiado, porque al fin vendrá un auxilio externo que le dará la victoria, al
parecer honra mucho los méritos de
Nuestro Señor, pero en realidad deprime lo mismo el valor de la Redención que el
de la voluntad humana.
La alegoría produjo efecto tan fulminante en aquella corporación de teólogos,
que la doctrina de Laínez fue
aceptada por unanimidad. Su discurso es el único, ¡el único!, que figura,
palabra por palabra, en el acta del
Concilio. En la Iglesia de Santa María, de Trento, hay un cuadro en que aparecen
los asistentes al Concilio. En el
púlpito está Diego Laínez dirigiéndoles la palabra. Y después, cuando se dictó
el decreto de la justificación, se
celebró con gran júbilo en todos los pueblos de la Cristiandad; se le llamaba el
Santo Decreto de la Justificación...
Pues bien, Laínez entonces no expresaba sino la persuasión general de los
españoles. Oliveira Martíns ha dicho,
comentando este Concilio, que en él se salvó el resorte fundamental de la
voluntad humana, la creencia en el libre
albedrío. Lo que se salvó, sobre todo, fue la unidad de la Humanidad; de haber
prevalecido otra teoría de la
Justificación, los hombres hubieran caído en una forma de fatalismo, que los
habría lanzado indiferentemente a la
opresión de los demás o al servilismo. Los no católicos se abandonaron al
resorte del orgullo, que les ha servido
para prevalecer algún tiempo; pero que les ha llevado últimamente (porque Dios
ha querido que la experiencia se
haga), a desprenderse poco a poco de lo que había en ellos de cristiano, para
caer en su actual paganismo, sin saber
qué destino les depara el porvenir, porque son tantas sus perplejidades que, al
lado de ellas, nuestras propias
angustias son nubes de verano.
Todo un pueblo en misión
Toda España es misionera en el siglo XVI. Toda ella parece llena del espíritu
que expresa Santiago el Menor
cuando dice al final de su epístola, que: "El que hiciera a un pecador
convertirse del error de su camino salvará su
alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados". (V, 20.) Lo mismo
los reyes, que los prelados, que
los soldados, todos los españoles del siglo XVI parecen misioneros. En cambio,
durante el siglo XVI y XVII no
hay misioneros protestantes. Y es que no podía haberlos. Si uno cree que la
Justificación se debe únicamente a los
méritos de Nuestro Señor, ya poco o nada es lo que tiene que hacer el misionero;
su sacrificio carece de eficacia.
La España del siglo XVI, al contrario, concibe la religión como un combate, en
que la victoria depende de su
esfuerzo. Santa Teresa habla como un soldado. Se imagina la religión como una
fortaleza en que los teólogos y los
sacerdotes son los capitanes, mientras que ella y sus monjitas de San José les
ayudan con sus oraciones; y escribe
versos como estos:
"Todos los que militáis
debajo de esta bandera,
ya no durmáis, ya no durmáis,
que no hay paz sobre la tierra."
Parece como que un ímpetu militar sacude a nuestra monjita de la cabeza a los
pies.
La Compañía de Jesús, como las demás Ordenes, se había fundado para la mayor
gloria de Dios y también para el
perfeccionamiento individual. Pues, sin embargo, el paje de la Compañía,
Rivadeneyra, se olvida al definir su
objeto del perfeccionamiento y de todo lo demás. De lo que no se olvida es de la
obra misionera, y así dice:
"Supuesto que el fin de nuestra Compañía principal es reducir a los herejes y
convertir a los gentiles a nuestra
santísima fe". El discurso de Laínez fue pronunciado en 1546; pues ya hacía seis
años, desde primeros de 1540,
que San Ignacio había enviado a San Francisco a las Indias, cuando todavía no
había recibido sino verbalmente la
aprobación del Papa para su Compañía.
Ha de advertirse que, como dice el P. Astrain, los miembros de la Compañía de
Jesús colocan a San Francisco
Javier al mismo nivel que a San Ignacio, "como ponemos a San Pablo junto a San
Pedro al frente de la Iglesia
universal". Quiere decir con ello que lo que daba San Ignacio al enviar a San
Francisco a Indias era casi su propio
yo; si no iba él era porque como general de la Compañía tenía que quedar en
Roma, en la sede central; pero al
hombre que más quería y respetaba, le mandaba a la misionera de las Indias. ¡Tan
esencial era la obra misionera
para los españoles!
El propio P. Vitoria, dominico español, el maestro, directa o indirectamente, de
los teólogos españoles de Trento,
enemigo de la guerra como era y tan amigo de los indios, que de ninguna manera
admitía que se les pudiese
conquistar para obligarles a acertar la fe, dice que en caso de permitir los
indios a los españoles predicar el
Evangelio libremente, no había derecho a hacerles la guerra bajo ningún
concepto, "tanto si reciben como si no
reciben la fe"; ahora que, en caso de impedir los indios a los españoles la
predicación del Evangelio, "los
españoles, después de razonarlo bien, para evitar el escándalo y la brega,
pueden predicarlo a pesar de los mismos,
y ponerse a la obra de conversión de dicha gente, y si para esta obra es
indispensable comenzar a aceptar la guerra,
podrán hacerla, en lo que sea necesario, para oportunidad y seguridad en la
predicación del Evangelio". Es decir, el
hombre más pacífico que ha producido el mundo, el creador del derecho
internacional, máximo iniciador, en
último término, de todas las reformas favorables a los aborígenes que honran
nuestras Leyes de Indias, legítima la
misma guerra cuando no hay otro medio de abrir camino a la verdad.
Por eso puede decirse que toda España es misionera en sus dos grandes siglos,
hasta con perjuicio del propio
perfeccionamiento. Este descuido quizá fue nocivo; acaso hubiera convenido
dedicar una parte de la energía
misionera a armarnos espiritualmente, de tal suerte que pudiéramos resistir, en
siglos sucesivos, la fascinación que
ejercieron sobre nosotros las civilizaciones extranjeras. Pero cada día tiene su
afán. Era la época en que se había
comprobado la unidad física del mundo, al descubrirse las rutas marítimas de
Oriente y Occidente; en Trento se
había confirmado nuestra creencia en la unidad moral del género humano; todos
los hombres podían salvarse, esta
era la íntima convicción que nos llenaba el alma. No era la hora de pensar en
nuestro propio perfeccionamiento ni
en nosotros mismos; había que llevar la buena nueva a todos los rincones de la
tierra.
Las misiones guaraníes
Ejemplos de lo que se puede emprender con este espíritu nos lo ofrece la
Compañía de Jesús en las misiones
guaraníes. Empezaron en 1609, muriendo mártires algunos de los Padres. Los
guaraníes eran tribus guerreras,
indómitas; avecindadas en las márgenes de grandes ríos que suelen cambiar su
cauce de año en año; vivían de la
caza y de la pesca, y si hacían algún sembrado, apenas se cuidaban de
cosecharlos; cuando una mujer guaraní
necesitaba un poco de algodón, lo cogía de las plantas y dejaba que el resto se
pudriese en ellas; ignoraban la
propiedad; ignoraban también la familia monogámica; vivían en un estado de
promiscuidad sexual; practicaban el
canibalismo, no solamente por cólera, cuando hacían prisioneros en la guerra,
sino también por gula; tenían sus
cualidades: eran valientes, pero su valor les llevaba a la crueldad; eran
generosos, pero una generosidad sin
previsión; querían a sus hijos, pero este cariño les hacía permitirles toda
clase de excesos sin reprenderlos nunca...
Allí entraron los jesuitas sin ayuda militar, aunque en misión de los reyes, que
habían ya trazado el cuadro jurídico
a que tenía que ajustarse la obra misionera.
Nunca hombres blancos habían
cruzado anteriormente la inmensidad de la selva paraguaya y cuenta el P.
Hernández, que al navegar en canoa por aquellos ríos, en aquellas enormes
soledades, más de una vez tañían la
flauta para encontrar ánimos con que proseguir su tarea llena de tantos peligros
y de tantas privaciones. Y los
indios les seguían, escuchándoles, desde las orillas. Pero había algo en los
guaraníes capaz de hacerles comprender
que aquellos Padres estaban sufriendo penalidades, se sacrificaban por ellos,
habían abandonado su patria y su
familia y todas las esperanzas de la vida terrena, sencillamente para realizar
su obra de bondad, y poco a poco se
fue trabando una relación de cariño recíproco entre los doctrineros y los
adoctrinados.
El caso es que a mediados del siglo XVIII aquellos pobres guaraníes habían
llegado a conocer y gozar la
propiedad, vivían en casas tan limpias y espaciosas como las de cualquier otro
pueblo de América; tenían templos
magníficos, amaban a sus jesuitas tan profundamente, que no aceptaban un castigo
de ellos sin besarles la mano
arrodillados, y darles las gracias; acudieron animosos a la defensa del imperio
español contra las invasiones e
irrupciones paulistas, del Brasil; contribuyeron con su trabajo y esfuerzo en la
erección de los principales
monumentos de Buenos Aires, entre otros la misma Catedral actual... Y solamente
por la mentira, hija del odio, fue
posible que abandonaran a los Padres.
Ello fue cuando aquella Internacional Patricia, de que ha hablado mi llorado
amigo D. Ramón de Basterra, se
apoderó de varias Cortes europeas y decidió la extinción de la Compañía de
Jesús, como primer paso para aplastar
"la infame". Esta Internacional Patricia envió a Buenos Aires a un gobernador
llamado Francisco Bucareli,
totalmente identificado con sus principios. Bucareli temió que los indios
impidieran que los jesuitas se marcharan
el día de aplicar la orden de expulsión de la Compañía, que ya llevaba consigo,
y para poder ejecutarla sin tropiezo
tuvo la ocurrencia de hacer que los mismos Padres Jesuitas le enviaran
inocentemente a Buenos Aires varios
caciques y cacicas, y lo primero que hizo con ellos fue vestirlos con los trajes
de los hidalgos del siglo XVIII,
bastante historiados en aquel tiempo, lo mismo en España que en París, y
decirles que ellos eran tan grandes
señores como él mismo, y los demás gobernadores y los obispos, los sentó en su
mesa, les hizo oír con él misa en
la Catedral, les convenció de que no debían dejarse gobernar por los jesuitas. Y
de esta manera consiguió que
aquellos pobres incautos indios perdieran el respeto y el cariño que habían
tenido a los Padres. Por otra parte, las
precauciones de Bucareli eran inútiles, porque los jesuitas aceptaron la orden
de salir de los dominios españoles
con la impavidez, con la resignación, con la fuerza de voluntad que ha
caracterizado a la Orden en todo tiempo. El
lenguaje que empleó Bucareli con los indios, era el mismo, en el fondo, con que
la serpiente indujo a Eva a comer
de la fruta del árbol prohibido: "Eritis sicut dii" :Seréis como dioses. Si
abandonáis a los Padres Jesuitas, seréis
iguales a ellos o más grandes aún.
Durante algunos años, en efecto, como a los Jesuitas sucedieron los
Franciscanos, no menos heroicos que ellos, las
Doctrinas continuaron, aunque, naturalmente, no tan bien como antes, porque los
nuevos Padres eran primerizos en
aquellos territorios y no conocían a sus indios; pero después faltó también a
los Franciscanos la protección de las
autoridades nuestras, contaminadas de furor masónico. El resultado es que al
cabo de treinta años, las doctrinas
desaparecieron, los indios volvieron al bosque, los templos construidos se
cayeron, las casas de los indígenas se
vinieron abajo y el número de aquellas pobres gentes disminuyó rápidamente,
porque se vieron obligadas a luchar
inermes contra la feroz Naturaleza, que acabó por consumirlos. Tal es el fruto
de las palabras del diablo para los
que las creen.
Filipinas y el Oriente
Más suerte tuvieron los misioneros españoles en las Filipinas. Allí fue posible
que continuara la obra de las
Ordenes Religiosas todo el siglo XVII y hasta el término del siglo XIX. Es
penoso, en parte, recordarlo, porque
nosotros, los hombres de mi tiempo, llegamos a la mayoría de edad cuando
acontecieron aquellas malandanzas de
las sublevaciones coloniales. Nos familiarizamos y simpatizamos con aquella
figura heroica del pobre Rizal que,
arrepentido, decía pocas horas antes de ser fusilado: "Es la soberbia, Padre, la
que me ha conducido a este trance".
Rizal era un artista bastante completo: poeta, novelista, pintor, escultor y,
también, músico. Pensador no lo era. De
haberlo sido se habría preguntado de dónde había venido a su espíritu la
justificación de su deseo y pretensión de
que su país, Filipinas, figuraba en el concierto de las naciones libres y
soberanas de la tierra, y de que su raza, la
tagala, fuera también una de las razas gobernantes.
Hace poco, Aguinaldo, que peleó por las ideas de Rizal, empezó a revelar el
secreto, cuando escribió al solemnizar
en Manila el "Día de España", el 25 de julio, festividad de Santiago Apóstol, de
1924 en el periódico "La
Defensa", de Manila, periódico de los españoles, que España había dado a los
filipinos todas sus propias esencias
espirituales, y después de recordar que en su juventud había peleado con el
general Primo de Rivera, también
joven, terminaba diciendo: "¡España! ¡España! ¡Querida madre de Filipinas!..."
En realidad, si Diego Laínez no hubiera hecho triunfar en Trento la tesis que
afirma la capacidad de los hombres
para obrar bien, y si no existiera un dogma que nos dice que todo el género
humano proviene de Adán y Eva, no
habría el menor derecho para creer que los tagalos pudiera ser un pueblo
gobernante como los demás pueblos de la
tierra. Entre las gentes de Oriente y las gentes de Occidente, entre los
asiáticos y los europeos (si vamos al terreno
puramente natural y científico), hay una especie de antipatía habitual. El
japonés es un hombre que sierra al
recoger la herramienta; nosotros, serramos cuando la empujamos. El japonés pega
su golpe al retirar el sable;
nosotros cuando lo adelantamos. Si nosotros herimos a un japonés en lo profundo
de su amor propio, sonríe como
si le hubiéramos dicho un cumplimiento. Un cuento inglés de niños dice que un
gato sentenció gravemente su
opinión sobre los perros con las siguientes palabras: "Entre los perros y
nosotros no cabe inteligencia. Cuando un
perro gruñe, es que está enfadado; cuando el perro mueve el rabo, es porque está
contento; pero nosotros, los gatos,
cuando gruñimos es porque estamos contentos, y cuando movemos el rabo, por el
contrario, estamos enfadados".
¡Insuperable diferencia!
Y es que si se suprimen los dogmas de la Religión Católica, si se acaba con la
creencia de que todos descendemos
de Adán y Eva, y si se borra la idea de la posibilidad de que todos los hombres
se salven, porque la Providencia ha
dispensado una gracia suficiente, de un modo próximo o remoto, para su salud, no
quedará razón alguna para que
las distintas razas puedan creerse dotadas de los mismos derechos, para que los
tagalos no sean nuestros esclavos,
para que los hombres no nos odiemos como perros y gatos. La fraternidad de los
hombres sólo puede fundarse en
la paternidad de Dios.
La civilización filipina es obra de
nuestras Ordenes Religiosas, muy especialmente de la de Santo Domingo, y de
su magnífica Universidad de Santo Tomás, de Manila, con sus 350 profesores, sus
3.500 alumnos, sus siete u ocho
Facultades, en las que ha puesto su mejor espíritu y sus mejores maestros.
Gracias a esta obra de cultura superior,
ha sido imposible que los norteamericanos pudieran tratar a los filipinos como
los holandeses a los malayos, o los
ingleses a los hindús, o los franceses a los árabes o a los moros. Los
norteamericanos se han encontrado con un
pueblo que, penetrado de la idea católica, quiere su justicia y su derecho, y
que del pensamiento de que un hombre
puede salvarse, deduce que le es posible el mejoramiento en esta vida, por lo
que también podrá equivocarse,
rectificarse, progresar y convertirse en una de las razas gobernantes de la
tierra. Y como los norteamericanos se
resistirán a admitir esta idea, en tanto que domine entre ellos la de una gracia
o justificación especial, en que se
basa la creencia de la superioridad de unas razas sobre otras, y como mientras
los filipinos se hayen protegidos por
la bandera de la Unión, no pueden cerrarles las puertas de California, ni evitar
que sus estudiantes se conviertan
frecuentemente en los alumnos mejores de las Universidades del Oeste cosa que
repugna a los norteamericanos,
pero que nunca nos repugnó a nosotros, los españoles católicos parece que
prefieren concederles la
independencia, para no verse obligados a codearse con ellos.
El fin de las misiones
Pensad, en cambio, cuán diversa ha sido la suerte de la India. En la India
predicó San Francisco Javier e hizo
muchos miles de católicos. El propio santo ha referido la forma maravillosa en
que aprendía los idiomas indígenas,
hasta poder traducir a ellos los Mandamientos y oraciones principales, y cómo,
campanilla en mano, iba
convocando gentes en los pueblos y les hacía aprenderse de memoria los
Mandamientos y después rezar las
oraciones, para que Dios les ayudase a cumplirlos, y así efectuó por la India y
la China y el Japón una obra
incomparable de catequesis. Pero en la India faltó a la obra misionera el apoyo
de un Gobierno como el español.
La obra del Gobierno inglés tuvo un carácter mercantil y liberal: carreteras,
ferrocarriles, bancos, orden público,
sanidad, escuelas. El liberalismo prohibe a los ingleses mezclarse en la
religión, ideas y costumbres de los hindús.
Ello parece cosa muy bonita y aun excelsa; pero es en realidad muy cómoda y
egoísta. El estado actual de la India,
Gandhi lo ha descrito con un episodio de su vida. Gandhi estaba casado cuando
tenía once años de edad y
comenzaba sus estudios de segunda enseñanza. Gracias a estos estudios y a que
tenía que pasar muchas horas del
día separado de su mujer, no envejeció prematuramente, hasta inutilizarse, como
le ocurrió a un hermano suyo, en
análogas circunstancias. Toda la India o la mayoría de su pueblo, está
envejecida y debilitada por abusos sexuales.
Muchos niños se casan a la edad de cinco, seis u ocho años, y por eso 20.000
ingleses pueden dominar a
350.000.000 de indios. Están depauperados por su salacidad y porque no se les
dice, con energía suficiente, que
pueden corregirse y salvarse, como se les ha dicho a los filipinos, que en buena
medida han conseguido vencer las
tentaciones de su clima enervante.
Ese es el resultado del sistema británico. Comparad la India con las Filipinas y
ahí está, en elocuente contraste, la
diferencia entre nuestro método, que postula que los demás pueblos pueden y
deben ser como nosotros; y el inglés
de libertad, que a primera vista parece generoso, pero que, en realidad, se
funda en el absoluto desprecio del
pueblo dominador al dominado, ya que lo abandona a su salacidad y propensiones
naturales, suponiendo que de
ninguna manera podrá corregirse.
Ahora nos explicamos el orgullo con que Solórzano Pereira habla en el siglo XVII
de la acción misionera de
España, así como la persuasión de sus compatriotas, que veían en España la nueva
Roma o el Israel moderno.
Claro que Solórzano sustentó una tesis que la Santa Sede hizo perfectamente en
no aceptar. En vista de que los
españoles habíamos realizado esa magnífica obra misionera, Solórzano proclamaba
nuestro Vice vicariato, y en
aquellos momentos, en efecto, no cabe duda de que España ejercía algo muy
parecido al Vice vicariato en el
mundo. Lo que no podía imaginarse Solórzano era que ciento cincuenta años
después, España estuviera gobernada,
como lo estuvo en tiempos de Carlos III, por ministros masones, que iban a
deshacer nuestra obra misionera.
Entonces empezó también a propagarse una teoría que ha destruido el prestigio de
las misiones en los dos siglos
últimos; la de que los hombres salvajes son superiores a los civilizados. Todo
el ideario rusoniano, que ha hecho
prevalecer la democracia y el sufragio universal, se funda precisamente en esta
creencia de que el salvaje es
superior al civilizado, de que el hombre natural es superior al que Rousseau
creía deformado por las instituciones
de la vida civilizada. De ello se dedujo que no hace falta que pasen los hombres
por las Universidades para que
sepan gobernar, que el juicio de cualquier analfabeto vale tanto como el del
mejor cameralista, y que para gobernar
no son necesarias las disciplinas que van formando el espíritu político y la
capacidad administrativa de los
hombres. Naturalmente, si los salvajes son superiores a los civilizados, ya no
hacen falta nuestras misiones, sino
las suyas, en todo caso, para que vengan a hacernos salvajes a nosotros. De ahí
vino el decaimiento del espíritu
misionero, que duró algún tiempo; pero al mostrarnos la realidad que numerosas
tribus son antropófagas, que no
conocen ninguna clase de vida honesta, que son mentirosas y ladronas, y que
necesitan ser civilizadas para
conducirse de un modo que podamos calificar de humano, aunque estén, de otra
parte, familiarizadas con todos los
vicios sexuales y con el uso de narcóticos, que solemos creer propios de pueblos
decadentes, se ha vuelto poco a
poco, a reconocer la necesidad de resucitar el espíritu misionero en el mundo.
En España, en parte, por la obra del P. Gil, en Oña, y por la del P. Sagarminaga,
al fundar en Vitoria la cátedra de
métodos modernos misioneros, indudablemente se ha rehecho la eficacia catequista
y en estos cuarenta años han
vuelto a hacerse cosas grandes en tierras de Ultramar por nuestras Ordenes
Religiosas. Y hoy podemos
enorgullecernos de que en alguna región española, como Navarra, el número de
vocaciones misioneras es tan
grande como en el siglo XVI.
La vuelta de las misiones
No ha de olvidarse la obra que se realiza por los misioneros españoles en el
Extremo Oriente. Han salvado la vida
de millares de niñas, cuyo infanticidio es en China muy frecuente. Las misiones
recogen las criaturitas, evitando
que sus padres las maten, y las alimentan y educan. Lo que es la vida de los
misioneros nos lo pintará el hecho de
que los Agustinos tienen en la provincia de Hunán, más grande que España, a 24
Padres, cuya subsistencia y
sostenimiento de casas, escuelas, templos, etc., importa medio millón de pesetas
anuales, que les remiten sus
compañeros españoles, de los que éstos ahorran de su trabajo docente en sus
Institutos y Centros de enseñanza.
Estos misioneros viven en el corazón de la China, en la mayor soledad, y
actualmente con el temor de que una
invasión comunista o una agresión bolchevique les queme la Misión o la Iglesia,
pero con la esperanza puesta en
que hay, en torno suyo, hombres que les quieren, a quienes han adoctrinado, a
cuyos espíritus han llevado la fe y la
caridad. Esta es también la vida de nuestros dominicos, franciscanos y jesuitas
en aquellos países. En las fuentes
del Amazonas hay también misioneros españoles, soportando temperaturas atroces y
una atmósfera saturada de
humedad, donde todas las cosas se derriten si les es posible, víctimas de las
fiebres, pero perseverantes en su
empeño, como la obra de los franciscanos en Africa, comenzada en los tiempos de
Raimundo Lulio, y que tantos
cientos de vidas nos cuesta, por el fanatismo y crueldad de los mahometanos.
Pero la sangre de los mártires va
quebrantando la resistencia de los islamitas al Cristianismo, y hoy es más fácil
la predicación que hace cien años, y
hace cien años menos peligrosa que hace doscientos...
Pero lo que necesitarían los misioneros, para la mayor fecundidad de sus
esfuerzos, es que se produjera, en los
países donde laboran, algo parecido a la conversión de Constantino, o mejor aún,
la cristianización del Estado.
Porque les falta la ayuda que, en las tierras conquistadas por la Monarquía
Católica de España, recibían del
poderío, el ejemplo y la enseñanza de las autoridades seculares, siguen siendo
infieles las grandes masas del Asia y
del África.
Ahora está el mundo revuelto. Acabo de leer un libro de un autor japonés, el Dr.
Nitobe, que termina con la
profecía de que al final de todas las guerras y revoluciones del Extremo Oriente
se alzará la Cruz sobre el
horizonte. Pero hay también quien cree que no será una Cruz lo que se alce, sino
la hoz y el martillo. Esta es, a mi
modo de ver, la alternativa. Las soluciones intermedias son cada vez menos
probables. O la Cruz, de una parte,
diciendo a los hombres que deben mejorar y que pueden hacerlo, y situando
delante de sus ojos un ideal infinito, o
la hoz y el martillo, asegurándonos que somos animales, que debemos atenernos a
una interpretación puramente
material de la Historia, que tripas llevan pies, que no hay espíritu, que el
altar es una superstición y que debemos
contentarnos con comer, reproducirnos y morir. Los que me lean ya sé que habrán
tomado su partido. Lo grave es
que queden tantas gentes en España que crean de buena fe que los religiosos
estaban pagados por los Gobiernos
monárquicos, que cada uno de ellos recibía un sueldo del Estado, que son los
enemigos de la cultura y de la
sociedad. Esto, a mi juicio, quiere decir sólo una cosa, y es que hay que
dedicar buena parte de nuestra energía
misionera a reconquistar nuestro pueblo. De otra parte, no me cabe duda de que
tan pronto como se efectué esta
labor de reconquista y tiene que realizarse, porque hay muchos hombres que
comprendemos la necesidad de
consagrar a ellas nuestras vidas y a medida que se vaya efectuando, el alma
española volverá a soñar con
descubrir nuevas Américas y con llevar a todos los hombres la esperanza de que
puedan salvarse, lo mismo que
nosotros, lo que significa en lo humano que pueden perfeccionarse y progresar,
persuadido de esta Catolicidad o
universalidad es la quinta esencia de nuestra Religión Católica, su parte más
fuerte y más segura o, cuando menos,
la que ejerce mayor influencia sobre nuestras almas superiores.
El éxito de los aldeanos
Es curioso que la revolución actual de Cuba haya anunciado la adopción de
medidas contra los comerciantes
españoles. No será la primera vez que una revolución americana persiga a
nuestros compatriotas. Tampoco será la
última. El comercio español en América es una de las cosas más florecientes del
nuevo mundo, y las revoluciones
suelen ser enemigas de las instituciones que prosperan. Tampoco son afectas a
las órdenes religiosas, que en
América suelen estar constituidas por españoles, y que también progresan lo
bastante para afilar los dientes de la
envidia. Si la gobernación de los pueblos hispánicos estuviera dirigida por
pensadores políticos de altura, lo que se
haría es estudiar con toda diligencia el secreto de las instituciones prósperas
y desentrañar sus principios, a fin de
aplicarlos y adoptarlos a las otras; al ejército y a la enseñanza pública, al
régimen de la propiedad territorial y al de
la dirección del Estado. El lector puede estar seguro de que no hay en América
instituciones de estructura más
sólida que el pequeño comercio español y las congregaciones religiosas. El día
en que el espíritu de conservación
de nuestra América se sobreponga al instinto revolucionario, no cesarán las
prensas de estampar libros que
estudien uno y otras.
Entre tanto estoy cierto de que la clase más indefensa de la tierra, en punto a
buena fama, la constituyen los
comerciantes españoles de América. En España no se acuerdan de ellos más que sus
familiares, beneficiados por
sus giros. Lo que aquí suele preocuparnos, y no mucho, es el comercio español
con América, que es cosa bien
distinta, y que no ofrece porvenir muy seguro, porque España nunca pudo competir
en los países americanos con
los grandes países manufactureros, y mucho menos podrá hacerlo cuando estos
pueblos se ven derrotados por la
competencia japonesa, que es una de las razones de que todos tiendan actualmente
a la "autarquía" o economía
cerrada. De otra parte, los vinos y las frutas que España puede exportar en gran
escala se producen cada día en
América en mayores cantidades. Tampoco los hispanoamericanos pueden simpatizar
demasiado con el patriotismo
español de nuestros compatriotas establecidos en sus territorios porque
preferirían que se nacionalizaran en ellos y
renunciaran para siempre al sueño de acumular un pequeño capital, que les
permita regresar a su patria. Y los
españoles educados que emigran a América tampoco suelen ser amigos de nuestros
comerciantes, porque no les
perdonan que progresen más que ellos, a pesar de su mayor cultura, y esta es una
de las maravillas que nadie suele
explicarse satisfactoriamente, a pesar de que no hay cosa más fácil de entender.
Es hecho sorprendente que en América prosperen más, salvo excepciones, los
españoles procedentes de aldeas que
los que van al nuevo mundo de nuestras ciudades, y más los menos educados que
los cultos.
En parte se acierta cuando ello se atribuye a que los campesinos están
acostumbrados a mayores privaciones y
soportan mejor la vida de trabajo y de ahorro, indispensable en los primeros
años, como base de posible
prosperidad ulterior. Digo en parte, porque una buena educación debe enseñar,
sobre todo, a sufrir, como la
enseñaba la de nuestros hidalgos del siglo XVI, con sus diez o doce horas
diarias de latín en los primeros años, a
las que seguían otras tantas de ejercicio con las armas, en los años de
juventud. Entonces no era frecuente que los
palurdos prosperasen más que los hidalgos, ni que realizaran más proezas que
éstos. Al contrario, la epopeya
española en América es obra casi exclusiva de los hidalgos y de los misioneros,
que eran también hombres
educados. Sólo que la educación de aquel tiempo era buena. Se inspiraba en los
mismos principios, por los cuales
se alaba generalmente en Alemania la influencia del antiguo servicio militar
obligatorio para endurecimiento de los
cuerpos y disciplina de las almas, y como preparatorio para la lucha por la
vida. La educación actual, en cambio, es
radicalmente mala, porque no enseña a sufrir, sino a gozar. La ventaja que
tienen nuestros emigrantes campesinos
sobre los urbanos y educados, consiste principalmente en no haberla recibido. El
indiano Quirós, de la "Sinfonía
Pastoral", de Palacio Valdés, se encuentra con que su hija, criada en medio de
todos los lujos, es tan endeble, que
puede enfermar de tisis cualquier día. La medicina que necesita y que la cura es
la pobreza y el trabajo. Tan
extraño remedio no se le había ocurrido jamás a su buen padre. Era, sin embargo,
el mismo sistema educativo que
él había recibido en su aldea y al que debió en América el éxito y la fortuna.
Pero además ocurre que aquellas provincias que dan el mayor contingente
emigratorio: Galicia, Asturias, la
Montaña, las Vascongadas, León, Burgos y Soria, no son países sin cultura. No lo
serían aunque no se cuidaran,
como lo hacen, de la enseñanza popular, ni aunque fueran totalmente analfabetos,
porque la Iglesia, las costumbres
y el refranero popular se bastarían para mantener un tipo de civilización muy
superior al que producen, por punto
general, las escuelas laicas y la prensa barata.
Es curioso, al efecto, que España no fue país de alta cultura sino cuando
carecía de Ministerio y de presupuesto de
Instrucción Pública. Pero si los hijos de las regiones y clases sociales menos
afectadas por las nuevas ideas son los
que se desenvuelven con más éxito en América, la razón no es solamente la
negativa de ser las menos
contaminadas de los falsos valores de la modernidad, sino la positiva de
conservar, por eso mismo, con mayor
pureza, los principios de vida de la España tradicional histórica. Mientras la
educación moderna, con su carácter
enciclopédico en los grados primarios y secundario y especializado en el
superior, no parece proponerse otro
objeto que desplegar ante los ojos admirados del alumno los productos de la
cultura, con lo que no forma sino
almas apocadas, que necesitarán la sopa boba del Estado para no morir de hambre,
la educación antigua se
empeñaba en obtener de cada hombre el rendimiento máximo. Parece que sus
principios se conservaran vivos en
nuestro pueblo campesino, y que por ello han organizado de tal modo sus
comercios los españoles de América, que
pueden esperar de cada dependiente el esfuerzo mayor y más perseverante de que
es capaz.
El sistema comanditario
La perfecta compenetración de intereses y de espíritu entre el principal y sus
empleados, que caracteriza al sistema
comanditario del comercio español en América, y que es el secreto de su éxito,
se obtiene mediante la confianza
que tiene cada dependiente de que, si muestra actividad e inteligencia en su
trabajo, llegará día en que se le
interesará en el negocio, y otro en que su mismo principal le ayudará a
establecerse por su cuenta, con lo cual le
será posible el ascenso a una clase social superior a la suya. El que empieza
barriendo una tienda a los trece o
catorce años de edad, puede concebir la esperanza de ser dependiente de
mostrador antes de los veinte, y habilitado
antes de los treinta, y socio industrial antes de los cuarenta, y patrono algo
después. En el fondo no se trata sino de
la aplicación al comercio del antiguo sistema gremial, con su jerarquía de
aprendices, oficiales y maestros, en la
que sólo llegaba a la suprema dignidad de su arte quien hubiera producido una
obra maestra, sin la cual no se le
permitía dar trabajo a otros hombres o desempeñar cargo alguno en el gremio o
cofradía de su oficio. Pero
entonces se le abrían las dignidades de la ciudad. Si el albañil o carpintero,
podía encargarse de la construcción de
alguna abadía o catedral, y aún llegar a ser miembro de la real casa, en calidad
de maestro de obras del Rey, era
porque la Edad Media, que fue una edad cristiana, fundaba sus instituciones en
la necesidad que tiene el hombre de
que no se le muera la esperanza, virtud que no subsiste tampoco sin la base de
la fe y sin el remate de la caridad,
pero que se alimentaba con la persuasión de que mejoraría la posición de cada
operario, según las excelencias de
sus obras, lo que explica, de otra parte, que fueran tan maravillosos los
edificios de aquella época.
En el fondo, el principio que anima al comercio español en América es el mismo
que constituía la quinta esencia
de nuestro Siglo de Oro: la firme creencia en la posibilidad de salvación de
todos los hombres de la tierra. Se trata
de proveer a cada uno de la coyuntura que le permitan alzar su posición en el
mundo. Con ello no se dice que
habrán de aprovecharla todos, porque muchos son los llamados y pocos los
elegidos. Lo que se hace es aplicar a
las cosas de tejas abajo la parábola del padre Diego Laínez en el Concilio de
Trento. Se concede a cuantos aspiran
a vencer el torneo un caballo magnífico y armas excelentes, ya que la gracia de
Dios es asequible a todos, pero
después se espera que cada candidato luchará desesperadamente por el triunfo.
También ha de poner toda su alma
el dependiente que aspire a ganarse la confianza de su principal. Ha de cifrar
sus ilusiones en la prosperidad del
negocio. Pero cuenta con la esperanza firme de mejorar de posición, al cabo de
su largo esfuerzo, y el español de
alma previsora prefiere optar a un premio que valga la pena, aunque solo lo
obtenga después de muchos años, con
lo que sacrifica el día de hoy al de mañana, que ocuparse en uno de esos grandes
comercios extranjeros de
América, donde probablemente se le pagará mejor con menos trabajo, pero donde no
tiene la menor esperanza de
que se le llegue a interesar en el negocio, por lo que renuncia a sacrificar el
porvenir al día de hoy.
Con el señuelo del ascenso futuro de cada empleado, logra el comercio español de
América la perfecta
identificación del principal y los dependientes, que es lo que le permite
afrontar con buen ánimo la concurrencia de
otros comerciantes y los malos tiempos. Es un comercio que carece de capitales
iniciales propios y que trabaja a
crédito y, sin embargo, prospera y se difunde, hasta en competencia con el de
los chinos, que viven con nada, y con
el de los sirios, descendientes de los fenicios de Sidón y Tiro y aptos como
ellos para el tráfico. En el Centro de
Almaceneros, de Buenos Aires, hube de preguntar si prosperaban los españoles en
el comercio de comestibles al
por menor, que es lo que se llaman "almacenes" en la Argentina, y me encontré
con la sorpresa de que hace
cincuenta años dominaban el ramo los italianos en la capital, pero que habían
tenido que ceder el puesto a los
españoles. Y es que los italianos no han podido lograr identificar los intereses
de los principales con los de los
dependientes, porque no aciertan a desprenderse de sus comercios, en beneficio
de sus empleados, tan fácilmente
como los españoles, sino que los suelen conservar hasta última hora, y entonces
son sus hijos los que los heredan.
En los pequeños comercios españoles vive el principal con sus dependientes en
una relación de intimidad que no es
obstáculo para que se mantengan escrupulosamente los respetos debidos a la
jerarquía y a la edad. En los malos
tiempos se reducen y encogen los gastos. En el campo de Cuba el principal y sus
dependientes suelen tender el
catre en el mostrador y vivir en la tienda, comen juntos, trabajan todos
dieciocho horas al día y ello todo el año,
domingos inclusive, porque la molienda no suele interrumpirse en los ingenios ni
en los días festivos, y apenas si
tienen ocasión de visitar la villa una o dos veces al año. Por eso cuando los
americanos entraron en Cuba a raíz de
la guerra de 1898 e intentaron abrir toda clase de establecimientos, no tardaron
en batirse en retirada ante la
competencia del comercio español, que se contentaba con menores beneficios y
conocía mejor a sus clientes, para
negarles o concederles crédito. Y es que los norteamericanos se habían
enfrentado con un principio espiritual
superior al suyo. Ellos lo fiaban todo al mayor capital y a la posibilidad de
pagar a la dependencia con mayores
salarios. El comercio español, en cambio, se basaba en principios de solidaridad
y de justicia y en la virtud de la
esperanza.
La actual crisis
Es verdad que al sistema comanditario del comercio español pueden oponérseles
consideraciones de orden
familiar, que le han creado muchos enemigos en los países de América. El español
cree justo que la tienda pase al
dependiente que más se ha interesado en su prosperidad, con lo cual es posible
que se perjudiquen los hijos del
principal. En muchos casos no hay tal perjuicio, porque esos hijos suelen
preferir las carreras liberales al comercio
y son pocos los padres que se deciden a hacer sufrir a sus hijos los trabajos y
penalidades que implica la profesión
de tendero en sus grados inferiores. De otra parte, hay que considerar que los
dependientes no se hubieran
sacrificado tantos años por la tienda, pudiendo acaso ganar mejores sueldos en
otra ocupación, sino con la mira de
que no se les defraude en su esperanza de llegar algún día a habilitados y
socios industriales. En todo caso, el
orgullo de los comerciantes españoles de América consiste en facilitar el avance
de sus antiguos dependientes y
entre las colectividades españolas alcanza mayor fama el que ha dado medio de
establecerse por su cuenta al
mayor número de dependientes. Hay casos de hombres que, por haber pasado del
comercio al detalle al comercio
al por mayor y haber vivido tiempos prósperos, han podido establecer a veinte y
aun a treinta dependientes
antiguos, y estos próceres gozan en nuestras colectividades de una aureola que
envidiarían nuestros grandes de
España.
En cierto modo es explicable que los Gobiernos criollos procuren evitar este
desarrollo del comercio español con
toda clase de medidas, como el cierre dominical de los comercios, la imposición
de horas de descanso para la
dependencia y aún la obligación a los patronos de emplear a dependientes del
país, por lo menos en cierta
proporción. Hay países de América donde la pobreza ha resuelto el problema,
porque los principales se ven
obligados a emplear a sus hijos en la tienda casi desde su infancia, con lo que
los comercios pasan, naturalmente, a
manos suyas. El problema no surge sino donde la prosperidad es suficiente para
evitar a los hijos los trabajos más
duros, y no sería justo privar de su recompensa al dependiente que apechuga con
ellos. Los antiguos gremios solían
resolverlo con los años de aprendizaje, en que el hijo del maestro salía a
correr tierras, y a aprender el oficio bajo la
disciplina de otros maestros; años de correrías y de amores, los "Wanderjahre",
que cantan todavía los poetas de
Alemania. Es posible que toda la América española se empobrezca a tal punto, que
desaparezca la cuestión. Pero
con ello no perderá su validez el principio en que se inspiran nuestros
comerciantes. Las almas bajas rinden su
mayor esfuerzo por un estímulo inmediato, pero las almas superiores prefieren
sacrificar el presente al porvenir.
Todas las instituciones deberían organizarse de tal modo, que las dignidades
supremas correspondieran a los
sacrificios más perseverantes, para que todos los hombres puedan esperar que, si
se esfuerzan por lograrlo, les
aguarde, como premio de sus trabajos, una vejez honrosa y respetada. Y no es
pequeña maravilla esta de que, en
pleno siglo XX, el principio central de la Hispanidad: la fe en el hombre, la
confianza en que pueda salvarse, si se
esfuerza con energía y perseverancia en ello, actúe con el mismo éxito entre la
prosaica economía del comercio
americano, que entre los graves teólogos del Concilio de Trento.
Las dos Américas
André Siegfried, en su obra sobre "Los Estados Unidos de hoy", ha pintado de un
trazo los esfuerzos de la gran
República norteamericana durante la posguerra definiéndolos como "la reacción
activa del elemento viejoamericano
contra la insidiosa conquista del elemento de sangre extranjera". El pueblo
norteamericano se siente
internamente en peligro y "procura su salud buscando su fortaleza en las fuentes
mismas de su vitalidad".
Amenazado en lo físico porque las estadísticas le dicen que el antiguo elemento
anglosajón no sólo disminuye
relativamente a otros, sino de un modo absoluto, por la gran proporción que no
se casa, más un 13 por 100 de
matrimonios estériles y un 18 que no tienen más que un hijo , hasta hace poco
tiempo podía consolarse con la
esperanza de asimilar a sus ideas a las multitudes inmigrantes. Esa esperanza se
ha desvanecido. Los
norteamericanos han llegado a la conclusión de que no pueden inculcar su manera
de ser sino entre los europeos
nórdicos de religión protestante: ingleses, escoceses, escandinavos, holandeses
y alemanes. Y como los nórdicos
católicos, irlandeses o canadienses, los europeos mediterránicos, los españoles
e hispanoamericanos, los eslavos y
los judíos se resisten a dejarse asimilar, los norteamericanos, con las nuevas
leyes de inmigración, les han cerrado
el acceso a su país, a pesar de que, ya en los comienzos del siglo XVI, el padre
Vitoria consideraba atentatorio al
derecho de gentes prohibir a los extranjeros viajar por un territorio o
habitarlo permanentemente.
El viejo americano está contento consigo mismo; lo estaba, cuando menos, antes
de la crisis que empezó en
octubre de 1929. Se cree seguro del éxito, de la victoria, de la libertad, de su
sabiduría política, de su capacidad
industrial. Se halla convencido de que lo mejor que puede suceder a los pueblos
inmigrantes es dejarse dirigir por
el antiguo elemento puritano de América. Por eso creyó antes que con un régimen
de libertad y de igualdad se los
asimilaría sin esfuerzo. Pero puesto que no es así, hay que mantener a toda
costa "los derechos casi ilimitados del
cuerpo social, en su defensa contra los elementos extranjeros o los fermentos de
disolución que amenazan su
integridad". El norteamericano no quiere mestizajes. Gracias a su política de
desdén y exclusión respecto de los
negros, se jacta de que su patria no llegará a ser en lo futuro "un segundo
Brasil". El ideal sería que prevaleciese
eternamente "el puritano de tradición inglesa, satisfecho y seguro de sus
excelentes relaciones con Dios". Con ello
no dice M. Siegfried cosa nueva a los lectores informados, pero los periódicos
franceses, al ver en la guerra que el
Ejército norteamericano prefirió establecer sus bases en San Nazario y en
Burdeos y no en los puertos del Canal de
la Mancha, donde tenían las suyas los ingleses, imaginaron que ingleses y
norteamericanos se detestaban. M.
Siegfried hace bien en decirles que en los Estados Unidos hay una tradición no
escrita, por cuya virtud "la
ascendencia angloescocesa es casi necesaria para ocupar los altos cargos"; lo
aristocrático, en la América del
Norte, es lo de origen angloescocés, y la razón de que los Estados Unidos
entraran en la guerra "fue el
mantenimiento de la hegemonía anglosajona, común a los ingleses y
norteamericanos", aunque M. Siegfried ha
podido añadir que ingleses y norteamericanos se la disputan entre sí desde hace
más de un siglo.
Esta es la verdadera relación de los Estados Unidos e Inglaterra: rivalidad
recíproca y solidaridad profunda, en
momentos de peligro, frente al resto del mundo. ¿Y no es esta una relación
admirable y que debiera servir de
ejemplo a los pueblos de Hispanoamérica y de España? Sólo que éste es obviamente
un modelo que no podemos
imitar. Ni españoles ni hispanoamericanos nos creemos superiores a los demás
pueblos, ni nos lo creíamos jamás,
ni siquiera cuando teníamos la certidumbre de estar librando "las batallas de
Dios", porque una cosa es creer en la
excelencia de nuestra causa y otra distinta envanecerse de la propia excelencia.
Nunca pensamos que Dios hubiera
venido al mundo para nosotros solos, sino que peleamos precisamente por la
creencia, vieja como la Iglesia, pero
olvidada, desconocida o negada por las sectas, de que Dios quiso que todos los
hombres fuesen salvos. Y aunque
también los españoles y todos los pueblos hispánicos supimos enorgullecernos de
ser campeones y defensores del
Catolicismo, no por ello nos imaginamos nunca que éramos, "por decirlo así",
como escribe Menéndez y Pelayo en
su estudio sobre Calderón: "el pueblo elegido por Dios, llamado por El para ser
brazo y espada suya, como lo fue
el pueblo de los judíos", sino que preferimos pensar que éramos nosotros los
que, de propia iniciativa, habíamos
elegido la defensa de la causa de Dios. En el primer caso, de habernos sentido
ser pueblo elegido, habría reinado
entre los pueblos hispánicos la misma rivalidad y solidaridad que entre los
anglosajones: rivalidad, por mostrar que
era cada uno de nosotros el más elegido entre los elegidos, y solidaridad,
frente al tumulto de los demás pueblos no
favorecidos. Pero lo que nosotros sentimos no fue la superioridad de seres
escogidos, sino la de la causa que
habíamos abrazado, y era lógico que al desengañarnos o resfriarnos o fatigarnos
de la común empresa, cada uno de
nuestros pueblos se fuera por su lado.
Es posible que a ello haya contribuido la dispersión geográfica de los pueblos
hispánicos y que hubieran
conservado mayor unidad espiritual, tanto entre sí como con la metrópoli, de
haber formado un todo continuo,
como el de los Estados Unidos, pero si las condiciones geográficas pueden ser
obstáculo para las relaciones
económicas, no lo son para la comunidad de la fe. Aquí hay que afirmar en
absoluto la primacía de lo espiritual. El
Imperio hispánico se sostuvo más de dos siglos después de haber perdido Felipe
II, en 1588, el dominio del mar,
que en lo material lo aseguraba, y se hubiera sostenido indefinidamente aun
después de llegadas a su mayoría de
edad las naciones americanas y afirmada su independencia como Estados, si se
juzgaba conveniente de haber
conservado el ideal común que las unía entre sí y con España. Porque es muy
probable que la solidaridad racial
que une a los ingleses, a sus colonos y a los norteamericanos no logre
mantenerse sino en tiempos de bonanza, que
parecen justificar la creencia en la propia superioridad. La solidaridad en el
ideal resiste, en cambio, a la derrota, y
por ello pudo soportar, sin quebrantarse, el Imperio español las paces de
Westphalia y de los Pirineos, de Lisboa y
de Aquisgrán, y todas las otras que fueron señalando el declive de España en
Europa. En la guerra de sucesión,
durante los quince años primeros del siglo XVIII, se halló España invadida por
tropas extranjeras, sin que nadie, en
América o en Filipinas, pensara en sublevarse. Pero perdimos la unidad de la fe
en el curso del siglo enciclopédico.
Los mismos funcionarios españoles lo pregonaron en los países hispanoamericanos,
con lo que se la hicieron
perder a ellos. Y entonces, a la primera crisis grave, cada uno de nuestros
pueblos se fue por su camino; unos a
buscar inmigrantes que los europeizaran; otros, a seguir a los caudillos que les
salieron de entre las patas de los
caballos, según la frase de Vallenilla Lanz; otros, a soñar con la teocracia;
otros, a imaginarse la restauración de los
incas o de los aztecas. Y aún estamos en ello.
El desorientado siglo XIX
Lo peor no fue, sin embargo, que los pueblos hispanoamericanos se fueran cada
uno por su lado, sino que, apenas
se sintieron independientes, se dieran a pelear consigo mismos, con tanta falta
de sentido que, a las décadas de
confusión y lucha, no se las encontraba otra salida que otras décadas de
dictadura y de silencio; y como esta
alternativa de tiranía y caos parece ser fatal a los pueblos hispánicos, los
escritores políticos de la América
española no han cesado de preguntarse durante un siglo si no tiene la culpa de
todo ello la herencia española o la
sangre india.
Es evidente, en efecto, que los pueblos de Hispano América no han sabido ajustar
su vida a los patrones de
Montesquieu o de Rousseau. Pero en vez de preguntarse si hay algún pueblo que lo
haya conseguido y si la misma
Francia debe tanto su estructura política a la revolución del siglo XVIII como a
su Monarquía milenaria,
numerosos publicistas hispanoamericanos han preferido cortarse las venas de su
sangre española y olvidarse para
la formación de su cultura hasta de que ha existido España. Excusado es decir
que el ejemplo de nuestras guerras
civiles del pasado siglo y la perplejidad e incertidumbre de nuestros Gobiernos
ante los grandes problemas del
mundo, no hacían sino echar leña al fuego del antiespañolismo. Y aunque en los
últimos treinta años ha habido
pensadores que, como el uruguayo Herrera o el argentino Arrayagaray, han visto
claro que el culto de la revolución
francesa ha sido funesto para sus compatriotas, todavía se mantiene en América
la tradición antiespañola las
Universidades suelen alimentar este fuego profano y se sigue pensando, aunque
no ya por los mejores, que
civilizar es desespañolizar y que la culpa de que allí no se viva más a menudo
con arreglo a derecho, la tienen los
españoles o los indios, o entrambos combinados.
La Historia, en cambio, nos dice que en América se vivió, durante siglos, en paz
y en gracia de Dios; los mismos
siglos que en España, con la diferencia de que América progresaba todo el tiempo
y tan deprisa, que sus pueblos se
hacían grandes y mayores, quizás antes de su hora, mientras que a la Metrópoli
no la dejaban levantar cabeza las
vicisitudes de la política europea. La razón de aquella prosperidad es que los
pueblos hispánicos estaban unidos
por un ideal común universalmente acatado, como era la empresa de civilización
católica que estaban realizando
con las razas indígenas, y que vivían bajo una autoridad también común y por
todos respetada, como era el Rey de
España. Estas fueron las dos condiciones de la prosperidad de los pueblos
hispánicos: el ideal y la autoridad
comunes, y la más importante de las dos fue el ideal. Ello se pudo ver en los
quince años de la guerra de Sucesión.
Faltó el Rey, pero los americanos y los filipinos dejaron que los españoles
decidieran si había de ser Carlos de
Austria o Felipe de Borbón, y siguieron obedeciendo a la idea platónica de un
Rey inexistente, en cuyo nombre
gobernaban los virreyes y hacían justicia las audiencias. En 1810, en cambio, no
sólo faltó el Rey, sino la unidad
del ideal, y los pueblos de América creyeron llegada la hora de hacer cada uno
lo que le viniera en ganas. Los
mismos llaneros venezolanos que primero pelearon con Boves por el Rey de España
y contra Bolívar, se batieron
después con el mismo ardimiento por la independencia americana a las órdenes de
Páez.
Y es que la unidad del ideal se había roto. Los indios se echaron a dormir y los
criollos se dijeron: "Si no hay Dios,
todo es en vano. ¿Qué queda entonces? Caprichos de poder o caprichos de placer,
y lo esencial no es tanto el
objeto del capricho como satisfacerlo en el instante." De ahí la preferencia de
la política sobre el trabajo, y de la
revolución sobre la propaganda. Los varones graves protestaban. Sarmiento y
Alberdi hubieran querido que los
argentinos fuesen belgas o daneses. Alberdi pedía que se poblase artificialmente
la Argentina de europeos del
Norte, porque la inmigración del Sur: españoles, italianos, eslavos, etc., le
parecía incapaz de educarse "en la
libertad, en la paz y en la industria". Pero flamencos y escandinavos son
pacíficos mientras viven en sus tierras
estrechas, donde la subsistencia de sus poblaciones excesivas tienen por base el
orden. Los holandeses
trasplantados al Africa del Sur tienen muy poco de pacíficos, y los pueblos de
Australia y Nueva Zelanda no son,
en conjunto, superiores a los de Chile y la Argentina. Los varones graves de la
América hispana se desesperaban al
advertir que sus países no sentían los ideales de riqueza, cultura e higiene con
la misma reverencia que la religión
en otros tiempos. Pero sus pueblos, al oírles, se preguntaban: ¿Para qué?
Al morir Simón Bolívar, exclamó: "¡Los tres más grandes majaderos de la Historia
hemos sido Jesucristo, Don
Quijote... y yo !". Y comenta finamente Teófilo Ortega que ello demuestra que
Bolívar había conseguido sus fines:
"Nadie pensaba que lo que perseguía era eso. Esto no era aquello. Y aquello no
llegará jamás". Bolívar se encontró
con el desengaño inevitable a todo el que quiere lo relativo con el amor que se
debe a lo absoluto. Ya lo dijo un
francés: "¡Era tan hermosa la República en tiempos del Imperio!" Hace cuarenta
años tropecé yo con un cubano a
quien se le subían de pura admiración las lágrimas a los ojos cuando hablaba de
los hoteles de Nueva York y de
sus ascensores, y de cómo oprimiendo un botón entraba en el cuarto una criada
con un vaso de agua helada y cómo
tocando otro botón salía por un grifo el agua hirviendo. Y desde Madrid hemos
presenciado todo un cuarto de siglo
el espectáculo de un hispanoamericano de gran talento y que no creía en nada,
como Gómez Carrillo, pero que
diariamente doblaba la rodilla ante los placeres, las perversidades y "El alma
encantadora de París". En todo el
siglo XIX y en el comienzo del XX, menudearon en la Hispanidad las almas
escogidas que se enamoraban de
minucias, con amor digno de mejor causa, mientras pueblos enteros se echaban a
dormir por falta de ideal y los
próceres se enfurecían con sus compatriotas y les lanzaban venablos y centellas
por no entusiasmarse con sus
ideales de escuela y de despensa.
Sólo que su postrera exclamación demuestra que Bolívar, hombre de más corazón
que sabiduría, no se dio cuenta
clara de que Don Quijote no es un personaje de la Historia, ni de que Jesucristo
no sintió, ni en la cruz, el
desengaño de su ideal. Ello lo explica San Pablo cuando decía de la caridad que
es paciente y benigna, no
envidiosa, ni ligera, ni soberbia, ni ambiciosa, ni aprovechada, ni mal pensada,
ni iracunda: "Todo lo sobrelleva,
todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta". El espíritu inflamado por
genuinos ideales absolutos no se desencanta
por que los otros hombres no sean santos. Sabe que está en el mundo para poner a
los demás en el camino de su
santificación, que es también el de su deificación, y sabe igualmente que para
esta empresa infinita tendrá que
echar mano de todos los instrumentos aprovechables: la escuela y la despensa,
los caminos, la higiene y la cultura.
Todo lo relativo se ordenará en la dirección de lo absoluto, todos los medios
hallarán su justificación en función de
los fines. Pero si falta lo absoluto, lo relativo pierde su valor. Y para los
pueblos que han conocido los ideales
supremos escribió Dostoievski su dilema: "O el valor absoluto o la nada
absoluta", que es la razón de que los
próceres de América no debieran avergonzarse de que sus indios hayan preferido
la ociosidad y la miseria a la
tentación de los salarios elevados, desde el día funesto en que dejaron de oír
aquella voz del Evangelio que los
estaba levantando, no sólo en lo moral, sino también en lo económico.
Pero de estas incertidumbres hispanoamericanas del siglo XIX tiene la culpa el
escepticismo español del siglo
XVIII.
La extranjerización
De los sentimientos antiespañoles de los hispanoamericanos en el siglo pasado,
España misma es la originadora,
cuando no la responsable. El agua de las fuentes suele venir de lejos y las
inepcias de los periodistas españoles que
no hace mucho tiempo califican de capciosos los gritos de ¡Viva España!, tienen
también remoto origen. No sé si
ello servirá de consuelo a nuestros compatriotas de América cuando se angustien
por algún ataque antiespañol,
pero yo lo sentí cuando me enteró Basterra, en Los Navíos de la Ilustración, de
que el ambiente espiritual en que se
formó Simón Bolívar fue el que habrían creado en Caracas los mismos españoles y
ello porque me dije que lo que
nosotros habíamos destruido: el prestigio de nuestra tradición, nosotros mismos
podríamos rehacerlo, al menos si
la Divina Providencia nos quiere devolver el buen sentido.
En su libro sobre Libertad y Despotismo en Hispanoamérica, Mr. Cecil Jane ha
dicho que "Carlos III fue el
verdadero autor de la Guerra de la Independencia", y ello porque: "Al tratar de
organizar sus dominios sobre base
nueva destruyó en su sistema de gobierno los caracteres mismos que habían
permitido que el régimen español
durase tanto tiempo en el Nuevo Mundo". Es demasiada culpa para un hombre solo.
Alguna cabría a sus
antecesores y a los virreyes, gobernantes, magistrados y militares, muchos de
ellos masones, que España enviaba a
América en el siglo XVIII, llenos de lo que se creía un espíritu nuevo. La
responsabilidad fue, en suma, de la
España gobernante en general, que renegaba de sí misma, en la esperanza de
agradar a las naciones enemigas y
sobre todo a Francia, porque, como escribía Aranda a Floridablanca en 7 de junio
de 1776: "Rousseau me dice que,
continuando España así, dará la ley a todas las naciones, y aunque no es ningún
doctor de la Iglesia, debe tenérsele
por conocedor del corazón humano, y yo estimo mucho su juicio"; cosa que no
pudiéramos decir nosotros de estas
apreciaciones.
Aún no se ha escrito el libro de la historia que nos cuente el proceso de
nuestra extranjerización. No faltan los
documentos para ello, sino el historiador: la imaginación, el vuelo filosófico,
el valor de pensar por cuenta propia.
Para todo ello fue Menéndez Pelayo nuestro libertador, pero aún espera
continuadores de su empuje. Quizás se
entienda brevemente lo que aconteció a los españoles con el ejemplo de lo que
está ocurriendo en Francia. Desde
que declinó el Sacro Imperio Romano Alemán, apenas se han preocupado los
franceses más que de impedir que los
pueblos germánicos constituyan un gran Estado nacional, temerosos de que
entonces sea suyo el poderío máximo
de Europa. Aún no han logrado los alemanes realizar totalmente su empeño. Aún es
posible, aunque improbable,
que Francia lo evite. Ahora bien; si se observa que ya en la actualidad, y desde
hace bastante tiempo, Francia no
respeta y admira a más nación extranjera que a Alemania; que, en el pecho de sus
grandes intelectuales Francia
está germanizada desde el tiempo de madame Stãel; y que sólo ahora, desde la
última guerra y pocos años antes, se
esfuerzan algunos franceses por desgermanizarse el alma, no sería disparatado
suponer que si los alemanes
acabasen por realizar su aspiración, cosa que no podría acontecer sin que
Francia sufriera un gran desastre o una
serie progresiva de fracasos, quedarían tan persuadidos los franceses de la
superioridad de Alemania que no
pensarían ya en lo sucesivo sino en imitarla y emularla.
También los españoles tuvimos a Francia bloqueada durante siglos: por el Norte,
con la posesión de Flandes y de
Arras; por el Este, con la del Franco Condado; por el Sudeste, con la de Milán,
y más al Sur los reyes de Aragón
habían arrebatado Nápoles y Sicilia a la Casa de Anjou. D. Gabriel Maura (Carlos
II y su Corte, vol.II, pág. 420)
califica de "error casi secular" el de España al empeñarse en mantener, aliada
de Alemania, la hegemonía en
Europa. M. Bertrand, en su Historia de España, dice que aquélla fue una: "lucha
por seguir siendo gran potencia
europea". Y en ello hay parte de verdad, pero no peleábamos tan sólo por un
ansia de hegemonía, sino por el
empeño religioso de la Contrarreforma y por el anhelo de ayudar al Sacro Imperio
Romano Alemán, como la
espada temporal de la Iglesia. Más que el deseo de poder eran la fe y la honra
quienes nos detenían en la Europa
central. Y lo importante para nuestro razonamiento es que sentíamos todo el
tiempo que la empresa era superior a
nuestras fuerzas y que Francia consolidaba su posición frente al Imperio y
frente a España, y a veces, como en los
tiempos de Carlos II, frente a Confederaciones poderosas, en que entraban
también Holanda, Suecia e Inglaterra.
En las décadas últimas del siglo XVII Francia tuvo que aparecerse a los ojos de
nuestros gobernantes como la
potencia irresistible. Nuestros ojos quedaban fascinados mirándola crecer.
Carlos II y sus consejeros llegaron al
convencimiento de que el Imperio español sólo podría conservarse asegurándose la
amistad de Francia, y la
procuraron con el testamento que otorgaba a Felipe de Anjou el cetro de las
Españas. Las lises borbónicas, es
decir, el sentido terrestre y positivo, habían vencido a las bicéfalas águilas
austriacas: por águilas, emblema de la
inmortalidad y por sus dos cabezas, Oriente y Occidente, cíngulos del orbe. Y
entonces surgió el ideal de convertir
España en otra Francia. Los franceses no eran contrarios. Luis XIV escribía en
sus instrucciones secretas al Delfín,
cuando ya ocupaba Felipe V el trono de Madrid, que no debía olvidarse nunca de
que las Monarquías española y
francesa se condicionaban de tal modo que no podía prosperar la una sin
detrimento de la otra. Pero el auge de
Francia nos hizo perder el equilibrio espiritual. Dejamos de tener lo que para
un país civilizado es tan importante
como el ser, a saber, la conciencia clara de nuestro ser y de su sentido.
Generaciones sucesivas de españoles se
fueron educando en la persuasión de que la vida verdadera era la de Francia o en
todo caso la de algún otro pueblo
y en la más completa ignorancia del espíritu que anima nuestra historia. Donoso
Cortés cuenta que: "En la
Exposición de Londres (1851) hubo días en que el número de los españoles fue
allí mayor que en Madrid". Y
comenta, entristecido: "Tornáronse curiosos y sin asiento los que nunca se
movían sino para conquistar la tierra o
visitar los países conquistados".
Durante dos siglos los escritores españoles han vivido en su patria como
desterrados, leyendo todo el tiempo libros
extranjeros. Y no es que busquen, como escribía "Fígaro" en La polémica
literaria: "un buen original francés de
donde poder robar aquellas ideas que buenamente no suelen ocurrírseme", pero sí
que los de más talento estaban
persuadidos de que sus compatriotas no podían decirles nada de interés. Con ello
nos cerrábamos al entendimiento
de lo nuestro, con lo que cegábamos de paso nuestras propias fuentes creadoras,
pero es que hemos estado
secularmente persuadidos no tan sólo de que "no fue por estas tierras el bíblico
jardín", sino de que nunca fuimos
una potencia civilizadora de primera categoría. El propio Donoso Cortés, cuando
escribía su libro sobre La
diplomacia, en 1833, colocaba sin reparos a Francia al frente de la civilización
universal, y cuando un crítico le
reprochaba los galicismos de su estilo respondía desenfadadamente que: "Nadie se
puede elevar a la altura de la
Metafísica con los auxilios de una lengua que no ha sido domada por ningún
filósofo". Entretanto Balmes, a quien
no quiso el Cielo darle el menor talento para la poesía, cincelaba la prosa
admirable con que escribió la Filosofía
fundamental, y el mismo Donoso, unos años después, cuando se le cayeron las
vendas de los ojos, escribía su
Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, no ya con don de
lenguas, sino con lo que vale mucho
más, según San Pablo, con espíritu de profecía: "Porque mayor es el que
profetiza que el que habla lenguas" (Nam
major est qui prophetat, quam qui loquitur linguis, I Cor. XIV, 5).
La nación entera ha estado pendiente de lo que disponía el extranjero para saber
lo que tenía que vestir, que comer,
que beber, que leer, que pensar. Patriotas tan insignes como Cánovas dejaban
caer la terrible sentencia: "Son
españoles... los que no pueden ser otra cosa". Magníficos temperamentos
nacionales como el de la Emperatriz
Eugenia se educaban sin tener en la cabeza la menor idea de que España era algo
más que un país de vinos, flores y
cantares. Todavía ahora mismo se oye decir a gentes que llevan en los apellidos
media historia de España que es
una desgracia ser español y no sueñan sino en huir a la realidad desagradable,
en vez de concertar los ánimos
contra las calamidades y "destruirlas combatiéndolas", como hubiera hecho Hamlet,
de no haber sido Hamlet.
Parece como que nos poseyera algún espíritu que nos excitara todo el tiempo a
ser otros, a no ser quienes somos. Y
menos mal aún, porque con ese empeño de imitar y emular al extranjero aún
conseguiríamos hacer algunas cosas
de provecho, si nos tomáramos el trabajo necesario para adquirir las virtudes en
que descuellan otros pueblos:
Francia, en el ahorro; Inglaterra, en la iniciativa; Alemania, en la
organización. Claro que así no se producen los
genios, que han de vivir, nos dice Weininger, "en correspondencia consciente con
el universo", lo que quiere decir,
en primer término, que los genios han de ser genios de su raza, pero tipos como
el de Jovellanos, que al anhelo de
emular al extranjero, juntasen fuerte patriotismo territorial y popular, hombría
de bien y positiva religión, los
hemos producido y aún los seguiríamos produciendo, según todas las
probabilidades, en número bastante, si al
escepticismo respecto de sí misma, que es la extranjerización de España, no se
hubiera unido el escepticismo
respecto de toda la civilización, que es en lo que consiste esencialmente el
espíritu revolucionario.
El naturalismo
Es muy curioso que Menéndez Pelayo no dedique apenas la menor atención en sus
Heterodoxos a lo que vamos a
llamar "naturalismo", aunque reproduce las fieras palabras con que Jovellanos lo
combatió en su Tratado teóricopráctico
de la enseñanza: "Una secta feroz y tenebrosa ha pretendido en nuestros días
restituir los hombres a su
barbarie primitiva, disolver como ilegítimos los vínculos de toda sociedad... y
envolver en un caos de absurdos y
blasfemias todos los principios de la moral natural, civil y religiosa"... Mi
explicación, a falta de otra, es que,
hombre de fe y doctrina, de cultura y de libros, la curiosidad de Menéndez y
Pelayo se extendía a todas las
deformaciones de la cultura y de la fe, a condición de que los libros y su
estilo se las presentaran con alguna
decencia intelectual, pero que no podía interesarle en la misma medida la
negación radical de toda cultura, que es
la quinta esencia del "naturalismo", con lo que dicho queda que el concepto de
naturaleza tiene aquí muy poco que
ver con el de los juristas clásicos, que postulaban un derecho natural o
normativo, como correspondiente a la
naturaleza racional del hombre.
El naturalismo defiende y justifica al hombre tal cual es en la actualidad, con
sus pecados y pasiones, frente a las
instituciones históricas, que pretenden disuadirle del mal y estimularle al
bien. Una formulación científica de este
naturalismo es afirmar, con Bertrand Russell, que el impulso tiene más
importancia que el deseo en las vidas
humanas. La más conocida es la de Rousseau y su predecesor Lahontan al mantener
la superioridad del hombre en
el estado de naturaleza sobre el civilizado. Y si se acepta la definición que mi
amigo Hulme daba del romántico
como el que niega el pecado original, naturalismo y romanticismo son lo mismo.
En ninguna de sus formas podrá
elaborar el naturalismo una doctrina de gran aparato intelectual, pero si como
doctrina es deleznable, como
tendencia, en cambio, es casi irresistible y en ello está su gran pujanza.
Constituye el elemento "demasiado
humano" que hay en cada uno de nosotros, se encuentra en el aristócrata más
linajudo y en el artista más exquisito,
es el eterno Adán que quiere salirse con la suya porque le da la gana, y luego
inventa las razones con que
justificarse, que nunca son tan esenciales como el anhelo de hacer lo que
quería. No es tanto una heterodoxia
determinada, como el fondo permanente el de Lutero, el de Enrique VIII de
donde salen todas las herejías.
En lo religioso podrá adoptar la fórmula, en apariencia inofensiva, de que sólo
nos salva la fe, pero ya se niega con
ello el poder de la razón, el de la voluntad, el de las prácticas religiosas, el
de la disciplina social. El universo se
hace arbitrario. Perdida la sustancia de las buenas obras, la vida es una
procesión de sombras que vienen y van. Ya
no falta sino leer a Omar Kayyam y decirse: "Yo mismo soy el cielo y el
infierno". Bebamos, que mañana
moriremos. Una cosa es verdad, mentira todo el resto: "La flor que ha florecido
se muere para siempre". El
naturalismo intelectual es todavía más sencillo. No hay verdad, ni falsedad
objetivas: "Fuera de nuestra
sensaciones, ni hay otra verdad, ni puede darse". Así resume Deborim, su gran
comentarista, la filosofía de Lenin,
que viene a ser la misma del conocido aristócrata que dice: "A mí que no me
vengan con verdades: lo que yo
quiero es que se me adule". En punto a moral, que cada uno haga lo que quiera y
pueda, y esta es la doctrina que
proporciona los mayores éxitos de librería a los novelistas que procuran librar
a sus lectores del temor al infierno y
a los remordimientos. Y en cuanto a política y derecho no ha de haber más
criterio que la voluntad del mayor
número.
Si estas doctrinas prevalecieran en un país compuesto exclusivamente de
espíritus trabajados por toda clase de
disciplinas no pasarían de ser el capricho de una generación. Hasta pudieran ser
temporalmente beneficiosas, en
cuanto estimularan la espontaneidad y originalidad de los talentos. Pero no hay
pueblos constituidos por filósofos.
La cultura de los pueblos no puede pasar del grado elemental. Tampoco pudiera
hacer grandes estragos la idea
naturalista en países que no padecieran un proceso de extranjerización
espiritual. A los veinte años de revolución
restableció Francia su antigua Monarquía. En cualquier país de evolución normal,
las piedras de los viejos
monumentos se bastan para refutar el espejismo de la superioridad de los
salvajes. Pero cuando el naturalismo
empezó a propagarse en los pueblos hispánicos, España estaba en plena fiebre de
extranjerización y el resultado
del entrelazamiento de estas dos tendencias: la extranjerización y el
naturalismo, fue la confusión de principios que
todavía estamos padeciendo. La extranjerización pudo inducirnos a imitar lenta y
fatigosamente las virtudes y los
éxitos de otros países, pero el naturalismo nos hizo presumir que no era
necesario tomarse gran trabajo para ello,
sino meramente dejar obrar a la naturaleza, con lo que pudimos imaginar que
Oxford y Cambridge y la industria de
Inglaterra eran productos naturales de la libertad y que la Soborna y la riqueza
de la tierra francesa eran obra de la
revolución y no de la disciplina y del esfuerzo de mil años.
El naturalismo y el espíritu revolucionario tenían que ser doblemente
desastrosos en países como los nuestros,
empeñados en el larguísimo proceso de asimilarse y evangelizar razas extrañas, y
aún hostiles, en algún caso, a las
esencias de nuestra civilización, como eran, en España, los numerosos
descendientes de judíos y moriscos y en
América las razas de color. España no es meramente el país de Don Quijote, sino
el pueblo de Sancho. Gabriela
Mistral ha escrito hace poco que los pueblos de Hispanoamérica se componen de
dos partes de indios, una de
español y una de cosmopolitas, y si a razas atrasadas se las dice desde arriba y
por los hombres de cultura que no
necesitan esforzarse y que lo que más les conviene es que se entreguen a su
espontaneidad, lo probable es que
abandonen toda disciplina. Desde el momento, 1767, en que Bucareli, gobernador
de Buenos Aires, dijo a los
caciques guaraníes que los indios eran tan ciudadanos como los padres jesuitas
que los adoctrinaban y que se les
iba a enseñar el castellano, para enviarlos a Madrid y darles título de
caballeros e hijosdalgo, los infelices
gobernadores y caciques, perdida ya la convicción de la necesidad de seguir
esforzándose para mejorar de estado,
no tenían ya más horizonte que volver a la selva primitiva, y a la selva
volvieron pocos años después.
Sacudir las cadenas; abatir los obstáculos tradicionales; la piqueta demoledora;
la tea incendiaria. ¿Es posible que
haya habido en el mundo espíritus cultivados que proclamaran que éstos son los
modos y las herramientas del
progreso? Es verdad que entre estos espíritus cultivados han abundado los
especialistas en medicina o en
ingeniería, que dogmatizan sobre filosofía de la historia, aunque ignoren lo
mismo la historia que la filosofía, pero
Rousseau y Russell son dos hijos de la civilización cristiana. Ningún pueblo
salvaje ha producido nunca un Russell
o un Rousseau. Recuerdo que Russell vino un día en Londres a una sociedad
gremialista, de la que yo era
miembro, a hablarnos de los horrores de la autoridad y de las excelencias de la
libertad en materias de cultura, y
como Russell era profesor en Cambridge, le interrogué en la hora de las
preguntas: "¿Cree usted que los discursos
de los energúmenos de Marble Arch, que son libres, superan en excelencia
intelectual a las lecturas de Cambridge,
más o menos controladas por el Gobierno?" La respuesta fue terminante: "No
señor"; pero supongo que no
entendería, por razón de mi acento extranjero, mi siguiente pregunta: "¿En qué
funda usted, entonces, la
superioridad de la libertad sobre la autoridad en la cultura?", porque se quedó
sin responder, y nadie podrá
contestarla en país alguno satisfactoriamente para el liberalismo.
Imagínese ahora el lector los efectos de las doctrinas naturalistas en una
familia española de clases gobernantes.
Recuerde que los hidalgos de Felipe IV y de Carlos II dominaban el latín, que su
educación en las letras y en las
armas era severísima y, sobre todo, que Sancho no sigue a Don Quijote meramente
porque es un caballero, sino
porque ejecuta con la palabra y con el brazo maravillas que le pasman de
asombro. Y ahora póngase en el pellejo
de un aristócrata español del año 1780, por ejemplo. Empieza por estar
persuadido de que en otros países, y
especialmente en Francia, se hacen mejor las cosas que en España. ¿Cómo ha de
prepararse mejor para la vida?
¿Cómo ha de educar a sus hijos? La tradición y el buen sentido le aconsejan la
más estricta disciplina, hasta
enseñarles a andar el camino que la Humanidad lleva ya recorrido. Rousseau les
dirá, en cambio (Profesión de fe
del vicario saboyano): "Reduzcámonos a los primeros sentimientos que encontramos
en nosotros mismos, porque a
ellos nos devuelve el estudio, cuando no nos ha extraviado de ellos". Al
principio de disciplina se opone el de la
libre espontaneidad. Nuestro hidalgo se queda perplejo. Y el Dr. Simarro
describía de esta manera los efectos de la
perplejidad que producen las discusiones en los auditorios del Ateneo de Madrid:
"Unos dicen que dos y dos son
cuatro; otros, que dos y dos son cinco: quedemos, pues, en que son cuatro y
medio". El efecto de esa perplejidad
fue la relajación progresiva de la antigua disciplina educativa, a la que
siguió, consecuencia fatal, el continuo
descenso del nivel de nuestras clases gobernantes, hasta caer en la chunga que
"la masa encefálica" inspira
actualmente a los caudillos de la revolución.
Y ahora imagínese también el efecto que había de producir en América la crítica
naturalista de nuestras
instituciones tradicionales, crítica, de otra parte, más justificada de año en
año por el continuo descenso de nuestras
clases gobernantes. Nada es respetable; todo ha de ser destruido: lo mismo la
dinastía que la nobleza, la Iglesia que
la Historia, la Universidad que las Academias, el Ejército que la que se llamaba
hacia 1890 "la justicia histórica",
cuando aquel crimen de la calle de Fuencarral (nuestro asunto Dreyfus). Lo que
tuvo que engendrar esa crítica fue
un desvío y un desprecio hacia España y hacia sí mismos, en el que todos los
pueblos hispánicos tenían que
amenguarse, porque el ser mismo de las naciones depende, esencialmente, de su
valoración y en que sólo por un
milagro podían volver los ojos con afecto hacia la madre patria. Ese milagro se
llamó Rubén.
Rubén Darío y los talentos
Siempre ha habido en la América española personas inteligentes afectas a España,
sólo que eran generalmente
escritores puristas, caballeros de otra época, espíritus reputados de arcaicos,
apartados de la corriente general de las
ideas, que nos era hostil casi siempre, quizás por oposición a la secreta, pero
profunda simpatía popular. Es curioso
que el cambio empezara a operarse precisamente en el año 98 de nuestros pecados,
y que lo iniciase Rubén Darío,
precisamente el más antiespañol de los escritores de América. Y esto no lo digo
yo, sino el propio Rubén al
describir en su Autobiografía su acción en Buenos Aires, durante los años
anteriores a su venida a España: "Yo
hacía todo el daño que me era posible al dogmatismo hispano, al anquilosamiento
académico, a la tradición
hermosillesca, a lo pseudoclásico, a lo pseudoromántico, a lo pseudorealista y
naturalista, y ponía mis "Raros" de
Francia, de Italia, de Inglaterra, de Rusia, de Escandinavia, de Bélgica, y aún
de Holanda y de Portugal, sobre mi
cabeza". Y en prueba de que este antihispanismo de Rubén alcanzaba éxito, el
poeta recuerda la necrología que le
hizo en Panamá cierto sacerdote, con motivo de haber circulado la falsa noticia
de su muerte: "Gracias a Dios que
ya desapareció esta plaga de la literatura española... Con esta muerte no se
pierde absolutamente nada."
El prestigio de que gozaba Rubén en América hacia el año 1898 no se debía
únicamente al valor de sus poesías,
sino al hecho de marchar a la cabeza del movimiento extranjerizante y
naturalista, pero antiespañol, en ambos
casos, de la literatura hispanoamericana. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Lo que
le acontecía a Rubén en
América era análogo a lo que le sucedía a Galdós en España, salvo que en Galdós
se compensaban el fondo
extranjero y naturalista de los ideales con el españolismo del lenguaje y de los
personajes de sus obras, mientras
que Rubén estaba afrancesado hasta la médula. Ya nos lo dice en su
Autobiografía: "París era para mí como un
paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la
Ciudad del Arte, de la Belleza y de la
Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño". Rubén
vino a España, sin embargo, por una de
esas razones del corazón que la razón ignora. La Nación, de Buenos Aires,
buscaba una persona que pudiera
informarla sobre la situación de "la madre patria" al término de la guerra con
los Estados Unidos, y se ofreció
Rubén. Lo natural es que hubiera ido a Cuba, para saludar en nombre de la
América del Sur a la nueva nación
independiente y dar testimonio de sus primeros pasos por la historia; o a los
Estados Unidos, para aprender de la
poderosa nación "libertadora" la magistratura política y económica. Prefirió
venir a España y poner en guardia a
los pueblos de la América española contra el peligro norteamericano.
Rubén no se dio cuenta clara del impulso que le trajo a España al terminar el
98. Tampoco intenta explicárnoslo en
su Autobiografía. Pero su obra posterior nos dice que sintió confusamente, desde
el primer momento, lo que los
españoles solo vimos muchos años después. Y es, que la guerra de España y los
Estados Unidos fue un episodio
del secular conflicto entre la Hispanidad y los pueblos anglosajones, y aunque
los españoles nos defendimos, en
punto a propaganda periodística, tan desdichadamente, que parecía que no
peleábamos en las Antillas y Filipinas,
sino por el proteccionismo arancelario y el derecho a seguir nombrando los
empleados públicos, cosas en las que
acaso no tuviéramos razón, la verdad es que estábamos librando la batalla de
todos los pueblos hispánicos, y que el
día en que arriamos la bandera del Morro de la Habana, empezó a cernerse sobre
todos los pueblos españoles de
América la sombra de las rayas y estrellas de los Estados de la Unión.
En la emoción de la España vencida se inspiró Rubén para sus Cantos de Vida y
Esperanza. ¡Qué título, para
puesto al contraste de las prosas regeneracionistas que la catástrofe suscitó en
España! El primero de esos Cantos
es la "Salutación del optimista", único himno hispanoamericano que tenemos. Si
un instinto de salvación nos
quisiera mover a preparar el espíritu de las nuevas generaciones para la defensa
de las tierras hispánicas, no habría
ceremonial en que no se recitaran las mágicas estrofas:
¡Inclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,
espíritus fraternos, luminosas almas, salve!
El tema de la defensa de la Hispanidad llena el alma del poeta aquellos años. Lo
mismo aparece en las poesías
menores que en las máximas, en Cyrano en España, que en sus Retratos: Don Gil,
don Juan, don Lope..., en la
Letanía de Nuestro Señor Don Quijote, que en el Saludo al rey Oscar, donde se
encuentran aquellas frases:
"Mientras el mundo aliente..., mientras haya... una América oculta que hallar,
vivirá España". Allí está el cartel de
desafío a Roosevelt, el otro Roosevelt:
Tened cuidado. ¡Vive la América española!...
Y pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!
Los mismos cisnes, que pueden simbolizar cuanto hay de extranjero y de
naturalista en la poesía de Rubén, le
hacen preguntarse:
¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?
Aquí acaba Rubén como poeta de la Hispanidad. Aún tiene que escribir algunos de
sus mejores poemas. Ya había
compuesto la obra maestra de su extranjerismo, el Responso a Verlaine, absurdo
como concepto, porque, ¿qué
tiene que ver todo ese esplendor fantasmagórico con el desgraciado poeta de
Sagesse?, pero arrebatador como
belleza de dicción. Después escribió el poema supremo de su naturalismo, el
Poema del Otoño, que termina:
"Vamos al reino de la Muerte por el camino del Amor", porque su naturalismo, en
efecto, es la muerte de las
almas y de los pueblos en donde prevalece. La verdad, por supuesto, es lo
contrario: "Vamos al reino del Amor
por el camino de la Muerte". Un momento parece arrepentirse de sus osadías
anteriores y aconsejar a los pueblos
hispanoamericanos la aceptación de la tutela norteamericana, ya que en el Canto
errante se encuentra la
"Salutación al águila":
Bien vengas, mágica Aguila de las alas enormes y fuertes,
a extender sobre el Sur tu gran sombra continental...
Pero su semilla había germinado. Si no el poeta de la Hispanidad, Rubén es, por
lo menos, su San Juan Bautista. A
partir de sus Cantos de Vida y Esperanza, es ya posible que los talentos de la
América española dediquen a España
sus obras mejores, y Enrique Larreta escribe La Gloria de Don Ramiro; Reyes, El
embrujo de Sevilla; Manuel
Gálvez, El solar de la raza; Joaquín Edwards Bello, El chileno en Madrid. No
tardan en corearles los ensayos de
carácter hispanófilo, como el Cesarismo democrático, de Vallenilla Lanz, o el
Babel y castellano, de Arturo
Capdevila, acompañados de las grandes reivindicaciones históricas, como La
Magistratura indiana, de Ruiz
Guiñazú, o Influencia de España y los Estados Unidos sobre Méjico, por Esquivel
Obregón, o la Legislación sobre
indios del Río de la Plata en el siglo XVI, por García Santillán, o los estudios
de Ricardo Levene; y no continúo
porque no es mi propósito hacer la bibliografía del asunto. Lo importante es que
ya no se trata de escritores con
pretensiones casticistas, sino de espíritus que viven la vida de su hora. Los
arcaicos son ya más bien los otros, los
extranjerizados, los afrancesados, los que siguen pensando, con Sarmiento y su
generación, que España es incapaz
de asimilarse la civilización moderna "por su fanatismo y su carencia de
aptitudes intelectuales y administrativas".
Y la razón última de esta reacción hispánica es la amenaza norteamericana, y la
necesidad de defenderse de ella
con la apología de una razón de ser que justifique la existencia. La misma que
movió a Enrique Rodó a escribir su
Ariel para decir a los americanos del Norte que los del Sur tienen: "una
herencia de raza, una gran tradición étnica
que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la
historia, confiando a nuestro honor su
continuación en lo futuro". Sólo que Rodó no dice los hispanos, sino los
americanos latinos, porque, saturado de
cultura francesa, no había aún encontrado el sentido de España.
Rubén fue el hombre que forzó la puerta, para que lo hallaran los americanos, a
través de la cultura universal. Hizo
las dos cosas prohibidas: elogiar a España y confesar su sangre indiana. Para
Sarmiento, en cambio, los araucanos
cantados por Ercilla no eran sino: "Indios asquerosos, a quienes habríamos hecho
colgar y mandaríamos colgar
ahora", porque así era de tierno aquel europeizador que aconsejaba al general
Mitre: "No trate de economizar
sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre
es lo único que tienen de seres
humanos". Las nuevas generaciones americanas han abierto los ojos al hecho de
que no podían renegar de los
españoles, de los indios y de los mestizos, como son los gauchos, sin suicidarse
ante la humanidad, y sus hombres
más eminentes han empezado a vislumbrar que es imposible orientar a sus pueblos
sin volver antes los ojos hacia
España. De haber hallado en España un sentido claro de la vida, la unión
hispanoamericana sería ya un hecho, por
lo menos en el plano espiritual, que es el que importa. Pero, desgraciadamente
para los americanos, estas décadas
han sido las de nuestra máxima extranjerización. Lo que en ellas decíamos los
españoles era precisamente lo que
estaban cansados de escuchar los americanos. Y así tuvieron que confrontarse,
solitarios, con sus perplejidades.
Entre los yanquis y el soviet
Ya antes de la guerra, desde que la inminencia del conflicto obligaba a los
pueblos de Europa a concentrar sus
energías en prepararse para la prueba, toda América quedaba más o menos
comprendida en la zona de influencia
de los Estados Unidos. Los Bancos de Nueva York empezaban a disputar a los de
Londres y París la colocación de
capitales. La América española ofrecía al capitalismo universal inagotables
riquezas que explotar. Durante la
guerra no hubo más prestamistas asequibles para Hispanoamérica que los de Nueva
York, sólo que entonces podía
pensarse que las cosas cambiarían al hacerse la paz, pero cuando cesaron los
combates y los Estados Unidos se
convirtieron en acreedores universales, muchos hispanoamericanos creyeron que
había que resignarse, como en el
poema de Rubén, a que fuesen los norteamericanos los que llevasen a la América
del Sur "los secretos de las
labores del Norte", para que sus hijos dejaran "de ser los retores latinos y
aprendan de los yanquis la constancia, el
vigor, el carácter".
La América española no había acumulado capitales propios. En parte, a causa de
la idolatría de París, "la capital
del Amor, el reino del Ensueño", que había devorado las fortunas de los Nababes
sudamericanos y donde 15.000
familias argentinas, antes de la guerra, se gastaban sus rentas. También, porque
las riquezas naturales de la
América tropical parecen hacer superfluo el ahorro. Los sistemas educativos, de
otra parte, y sobre todo el
bachillerato enciclopédico, no forman hombres de trabajo, sino almas apocadas
que necesitarán el amparo de
alguna oficina del Estado para asegurarse el pan de cada día. Así han crecido
los presupuestos nacionales, a costa
de la paralización del desarrollo capitalista, y en algunos países han creído
los políticos que convenía al progreso
de sus pueblos la importación de capitales extranjeros, y en otros se ha
estimulado este convencimiento con las
comisiones que recibían de los capitalistas. Lo que se ha llamado "la diplomacia
del dólar" ha tenido que
prevalecer en estos años. Ni la libra, ni el franco, podían disputarle la
hegemonía en Sudamérica.
Sólo que al mismo tiempo que "la diplomacia del dólar" ha surgido en Sudamérica
la influencia de Moscú. Ya en
1918 aparecen en varios países las Federaciones Universitarias de Estudiantes,
de tipo análogo a la nuestra,
enarbolando primeramente un programa de reforma docente, con la intervención de
los estudiantes en el gobierno
de los claustros, pero animadas en un espíritu político de carácter
revolucionario. Al mismo tiempo se transforma
el carácter del movimiento socialista obrero, porque la idea comunista deja de
ser una utopía, sólo realizable en el
transcurso de los siglos, para trocarse en plan de acción inmediata, "en nuestro
tiempo", como dicen los camaradas
de Inglaterra. Méjico, revolucionado desde la caída de D. Porfirio Díaz, en
1911, se convierte en uno de los centros
de la nueva agitación. El otro se establece en Montevideo, al amparo del
jacobinismo del señor Battle y Ordóñez.
Se inicia la propaganda entre las razas de color. El éxito es grande. El
comunismo, al fin y al cabo, no es sino la
última consecuencia del espíritu revolucionario que desde hace dos siglos está
difundiéndose por los países
hispánicos. Ya estaba implícito en el naturalismo de Rousseau y en la admiración
a los pueblos salvajes. Cuando se
celebra en febrero de 1927 la Conferencia de Bruselas, que puso en contacto,
bajo la organización de Moscú, a los
negros de los Estados Unidos, los indios de Méjico y Perú y las Federaciones
Universitarias de la América
española, con los revolucionarios hindús, chinos, árabes y malayos y se
constituyó la "Liga contra el imperialismo
y para la defensa de los pueblos oprimidos", ya estaba actuando el espíritu
bolchevique en casi todos los países
hispanoamericanos, avivando el resentimiento de las razas de color y de los
braceros inmigrantes.
De entonces acá, la agitación no cesa. Ha habido levantamientos comunistas de
indios en la altiplanicie de Bolivia
y en las montañas de Colombia, verdaderas batallas en la República del Salvador
y en Trujillo (Perú) e
intervención de los comunistas en las revoluciones y motines de Méjico, Cuba,
Centroamérica, Ecuador, Paraguay,
Chile, Uruguay, Brasil y la Argentina. La América española ha vivido estos años
entre los Estados Unidos y el
Soviet. Las intervenciones norteamericanas en Haití, Santo Domingo y Nicaragua,
hacían temer a los
hispanoamericanos que detrás de los capitales estadounidenses vinieran las
escuadras y la infantería de marina, y
éste era el tema que aprovechaban para sus propagandas los agitadores de las
Federaciones Universitarias y de las
sociedades obreras. Donde quiera que los norteamericanos han acaparado
monopolios o industrias para cobro de
sus préstamos, han surgido las huelgas y las revoluciones contra los Gobiernos
que han entregado al extranjero las
fuentes de la riqueza nacional. Así han podido advertir los norteamericanos la
dificultad de realizar los sueños de
imperialismo económico a distancia, que tan hacederos parecían. El capitalismo
extranjero es necesariamente
débil, porque no acierta a crear intereses afines que por solidaridad lo
sostengan. Su colusión con los políticos
venales tampoco lo refuerza, porque en los países hispánicos nunca son populares
los políticos de negocios. Lo que
hizo viable en Rusia la revolución bolchevique fue el hecho de que el capital
era extranjero en su mayor parte.
Cuando ello ocurre es ya más fácil alzarse en contra suya y presentarlo como un
factor monstruoso, enemigo del
proletariado y de la patria. Y no siempre es posible, como en el caso de Santo
Domingo, Haití o Nicaragua,
sostener los intereses imperiales con un par de compañías de infantería de
marina. En el caso de países más
pujantes sería necesario defender "la diplomacia del dólar" con grandes
ejércitos, cuyo entretenimiento costaría
bastante más dinero que el valor de los intereses que se han de proteger.
De otra parte, muchas de esas inversiones de dinero no han sido juiciosas.
Durante la guerra se colocaron en Cuba
inmensos capitales deseosos de explotar la industria azucarera. La baja del
azúcar ha causado la ruina de empresas
norteamericanas por valor de varios centenares de millones de dólares. La crisis
actual ha hecho caer en la
bancarrota a numerosos países hispanoamericanos, porque se les había prestado
grandes sumas en tiempos de
carestía, cuyo reembolso ha hecho imposible la baja de los precios. Y no hay
manera de recobrar por vía
compulsiva lo prestado. No es que los Estados Unidos hayan aceptado nunca la
doctrina del Dr. Drago, sino que
serían necesarios demasiados soldados para guarnecer el Continente. Después de
pasar estos años entre la amenaza
de los Estados Unidos y la de los Soviets, movimientos igualmente enemigos del
espíritu de la Hispanidad, pero
contrapuestos entre sí, los pueblos de la América española van a encontrarse
ahora ante las mayores perplejidades
de su historia, porque si ellos, de una parte, están arruinados, a causa de la
baja de los precios de sus productos y
del aumento de sus obligaciones públicas y privadas, sus acreedores se hallan
tan en bancarrota como ellos, y más
pobres, porque los Estados Unidos no cobran sus créditos, ni venden sus
productos, y han de mantener de una
manera u otra a sus doce o catorce millones de obreros sin trabajo, además de
arbitrar los inmensos recursos que
necesitan para cubrir los deficits de su Gobierno federal, de sus Estados
federados y de los Ayuntamientos de sus
grandes ciudades, por lo que ya se anuncia que el nuevo Presidente, Mr.
Roosevelt, tendrá que hacer de síndico en
la inminente quiebra.
Los dioses se van
Esta es la hora dramática y sin precedentes para todos los pueblos hispánicos,
de perder los maestros, de que se nos
deshagan los modelos. Llegar a la mayoría de edad y recibir las borlas
doctorales en la Universidad de la vida es
también dramático, pero acaece en el curso natural de las cosas. Lo que no tiene
ejemplo es quedarse sin maestros
en el momento de seguir sus lecciones con más aplicación. Y esto es precisamente
lo que en estos años nos ocurre.
Los pueblos que hemos tenido por modelos se hallan en la hora actual en
situación tan crítica y penosa que ya no
pueden mostrar a ningún otro los caminos de la prosperidad.
Cuando Simón Bolívar proclamaba en su discurso de Angostura (1819) que Francia e
Inglaterra aleccionaban a las
demás naciones en "toda especie en materia de gobierno" y que su revolución,
"como un radiante meteoro",
inundaba al mundo "con tal profusión de luces políticas, que ya todos los
hombres conocían cuáles son sus
deberes, en qué consiste la excelencia de los Gobiernos y en qué consisten sus
vicios", las palabras del libertador
no expresaban sino el mismo sentimiento de admiración al extranjero que, de la
propia España, habían llevado a
Venezuela, con sus libros, los pilotos y negociantes de la Compañía del Cacao.
Virreyes borbónicos y clérigos
jansenistas lo siguieron difundiendo por los pueblos de América en el siglo
XVIII. Las maravillas de la historia en
otros países lo arraigaron con tal fuerza en el siglo XIX que sobrevivió en 1918
a los horrores de la gran guerra, y
aun en medio de las perplejidades de la post guerra ha querido prolongarse en
los descaminados panegíricos de la
Rusia soviética o en los encomios, más justificados, que de los Estados Unidos
se hacían hasta hace tres años,
porque los mismos hispanoamericanos o españoles que, como Rodó, se atrevían a
burlarse del norteamericano
Marden, por considerar el éxito material como la finalidad suprema de la vida,
admiraban y aun envidiaban a los
compatriotas de Washington y Lincoln por haberlo alcanzado.
¿A qué pueblo extranjero volveremos ahora los ojos donde no hallemos la estampa
del fracaso? Lo grave no es que
inviernen estos años los norteamericanos preguntándose lo que van a hacer con
sus doce millones de obreros sin
trabajo. Lo grave es que no se hayan propuesto otra cosa que ahorrar brazos con
sus inventos y sus máquinas y
sistematizaciones el esfuerzo humano, porque ahora vemos, claro como la luz, que
el ahorro de trabajo tiene que
llegar a dejar sin comer a los trabajadores, a menos que las máquinas que los
sustituyen les aseguren la pitanza.
Tampoco Alemania puede servirnos de modelo, después de una guerra en la que supo
atraerse la enemiga de
veintidós naciones y de haber imitado tan servilmente el sistema norteamericano
de la producción en masa que ha
obtenido el mismo resultado de dejar a sus obreros sin trabajo. Tampoco es
envidiable la situación de Francia con
su déficit de más de doce mil millones de francos, sus tributos asfixiantes, que
alejan de sus tierras a las multitudes
de viajeros que antes la enriquecían, y su capacidad de entenderse con sus
vecinos descontentos, que la amenazan
con la guerra. Tampoco la de Inglaterra, con su Imperio resquebrajado y sus tres
millones de obreros sin trabajo.
De otra parte, el sueño socialista, que había servido de ideal a tres
generaciones sucesivas de europeos, se
desvanece ante el ejemplo de miseria que la Rusia de los Soviets ofrece al
mundo; y toda la inspiración que nos
inspiran los esfuerzos de Italia y el Japón por alimentar poblaciones excesivas
para sus angostos territorios, no
consigue acallar nuestra pena por la gran estrechez en que sus hijos viven.
Se nos dirá que el mundo ha librado una gran guerra y tiene que padecer sus
consecuencias. Pero la guerra, a su
vez, ¿no fue el resultado de algún error fatal, inherente a los principios
básicos de las modernas nacionalidades?
Que cada uno siga su genio y vocación parece cosa deseable, pero si de ello se
deduce la incapacidad de que se
entiendan unas con otras, la consecuencia indeclinable de esta exageración de
sus peculiaridades será que no
puedan solventar sus disputas por otro camino que el del conflicto armado. Pero,
de otra parte, no es sólo el costo
de las guerras lo que causa su ruina. El aumento constante de los gastos
públicos se ha convertido, para todos los
pueblos, en una ley histórica. Y así los Estados no son ya escudos, sino
cánceres que la devoran.
Lo peor, sin embargo, no es el aumento de los gastos públicos, sino que lo
fomente el mismo régimen
representativo instituido para refrenarlo. En los más de los países son miembros
de las Cámaras numerosos
funcionarios, identificados con el Poder público que, lejos de regatear recursos
al Erario, no tienen más anhelo que
el de repartirse presupuestos opíparos. Tampoco los partidos políticos están
interesados, sino de un modo genérico,
en las economías, porque cuanto mayores los gastos de un Estado, más empleados
sostiene, es decir, más electores,
más amigos, más agentes, más secuaces de los partidos gobernantes. Así los
presupuestos se convierten en la lista
civil de los partidos, y Francia cierra su año económico con un deficit que es
el tonel de las Danaides, los Estados
Unidos con otro de tres mil millones de dólares en 1932, que en 1933 excede, con
mucho, de los siete mil;
Inglaterra tiene que saltar del patrón oro cuando pasa el suyo de los cien
millones de libras, y Alemania se queja de
que 35.000 millones de marcos de oro, de los 55.000 que constituyen los ingresos
anuales de su pueblo, los
absorben el Reich, los Estados, los Ayuntamientos y los Seguros sociales.
Ahora bien, a medida que aumentan los presupuestos de los Estados disminuyen los
beneficios del comercio, de la
industria, de la agricultura y del ahorro transformado en capital, lo que quiere
decir que se va estrechando la
posición de los industriales, de los agricultores, de los comerciantes y de los
capitalistas, con lo que se hacen
inseguras y poco codiciables las profesiones productoras de riqueza y se acrece
el ansia de buscar asilo en las
carreras y oficinas del Estado, cuyo anhelo mueve a diputados y gobernantes a
volver a aumentar el presupuesto de
gastos, con lo que se forma el círculo vicioso, que empieza por absorber las
energías de la sociedad, pero que
acaba indefectiblemente con la soberanía del Estado, que es el fin de los
cánceres: matarse cuando matan.
No hay quien custodie a los custodios; no hay quien nos proteja contra el Estado
que debe protegernos. Y es el
ideal mismo que inspiró la creación de los Estados modernos lo que está en
entredicho. La Edad Media se fundaba
en una armonía de sociedades (communitas communitatum), que era también un
equilibrio de principios, en el que
se contrapesaban la autoridad y la libertad, el poder espiritual y el temporal,
el campo y las ciudades, los reinos y el
Imperio. Se rompió la armonía. Cada principio quiere hacerse absoluto; cada
voluntad, soberana. Así han tratado
de reinar como déspotas, por medio de un Estado omnipotente, la libertad
ilimitada y la autoridad arbitraria, la
nación y las jerarquías, el progreso y la tradición, el capital y el trabajo, y
todavía sueñan los hombres con que el
triunfo total de su doctrina favorita hará expandirse al infinito el poderío de
su voluntad, que identifican con la de
su nación o su Liga de Naciones, la del proletariado o sus correligionarios.
Sólo que las mentes reflexivas
desconfían. Ya no es hora de utopías. Se está hundiendo el terreno donde se
alzaban. Y por primera vez desde hace
dos siglos se encuentran los pueblos hispánicos con que no pueden ya venerar a
esos grandes países extranjeros
que, como ha dicho Alfredo Weber, "sólo piensan en sí mismos, en su expansión y
en su seguridad", como los
reverenciaban cuando pensaban o parecía que pensaban por todas las naciones de
la tierra. Alemania, que no paga
a nadie; Francia, que no paga a los Estados Unidos; Inglaterra, que sólo paga a
los Estados Unidos, en dinero señal,
porque no cobra de Alemania y no sabe si cobrará de Francia; los Estados Unidos,
que quieren cobrar de todo el
mundo... Pero, ¿son estas las "luces políticas" que "inundan el mundo como
radiante meteoro" y que cegaban a
Simón Bolívar? Y si resucitara Sarmiento, el enemigo más encarnizado que han
tenido los ideales hispánicos, ¿qué
pensaría de estos países, que fueron sus dioses?
Escribo la palabra "dioses" deliberadamente. Era ayer todavía, el 2 de
septiembre de 1888, cuando moría Faustino
Domingo Sarmiento en la Asunción del Paraguay, y se envolvía su cadáver en las
banderas de los cuatro pueblos a
que había servido: la Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. Sobre su tumba fue
grabado el epitafio por él elegido:
"Una América libre, asilo de los dioses todos, con lengua, tierra y ríos libres
para todos." ¿Qué dioses eran esos:
Confucio, Budha, Odin, Mahoma, Zeus, Afrodita, el Padre Sol? Sarmiento creyó
toda la vida que el mal de los
pueblos hispánicos de América, aparte de sus indios y mestizos, dependía de su
formación española. A principios
de 1841 escribía en El Nacional estas palabras: "Treinta años han transcurrido
desde que se inicio la revolución
americana; y, no obstante haberse terminado gloriosamente la guerra de la
independencia, vese tanta inconsciencia
en las instituciones de los nuevos Estados, tanto desorden, tan poca seguridad
individual, tan limitado en unos y
tan nulo en otros el progreso intelectual, material o moral de los pueblos, que
los europeos... miran a la raza
española condenada a consumirse en guerras intestinas, a mancharse de todo
género de delitos y a ofrecer un país
despoblado y exhausto, como fácil presa de una nueva colonización europea." De
estos juicios deducía remedios
adecuados, a cuyo empleo dedicó la vida: inmigración europea y educación
popular, cuya suma e integración
realizaba su ideal antiespañol, porque la inmigración la quería en grandes
cantidades, hasta que la sangre extranjera
sustituyera a la española y a la indígena, y la educación venía a desempeñar el
mismo oficio en el plano moral,
porque lo que le parecía fundamental era infundir a los pueblos de América
ideales extranjeros, sobre todo
mediante la difusión de la Vida de Franklin por todas las escuelas, en calidad
de texto obligatorio, aunque jamás se
haya producido entre nosotros un tipo de hombre que se parezca a Franklin, y eso
que se han escrito veinte o
treinta Vidas de su admirador Sarmiento, que producirán nuevos Sarmientos en
todos nuestros pueblos, porque
Sarmiento, con su soberbia, su ingenio, su energía, su autodidactismo y hasta su
antiespañolismo, es un ejemplar
neto y castizo de la raza; así como también las personas de su intimidad a
quienes trata Sarmiento en sus
Recuerdos de Provincia, con mayor afecto y respeto, y hasta reverencia, son su
santa madre, guardadora celosa de
las imágenes de los dos grandes predicadores españoles: Santo Domingo de Guzmán
y San Vicente Ferrer, y el
sacerdote sanjuanino D. José Castro, que murió durante la guerra de la
Independencia besando alternativamente el
Crucifijo y la imagen de Fernando VII el Deseado; que no se habían educado en la
vida de Franklin, ni la
conocían, sino que se habían hecho, como dice el propio Sarmiento, al influjo de
"una partícula del espíritu de
Jesucristo", que por "la enseñanza y la predicación se introdujera en cada uno
de nosotros para mejorar la
naturaleza moral", lo cual ha de tenerse en cuenta para cuando se escriban
nuevas Vidas de Sarmiento, en la
esperanza de que los Sarmientos que produzcan no tengan por dioses a los Estados
Unidos, Francia, Inglaterra y
Alemania, vuelvan a venerar a la Virgen y a Santo Domingo, y a San Vicente y a
San Ignacio y a San Francisco
Javier, y sean enterrados bajo la Cruz, después de restaurar la religión de sus
antepasados, lo que no impedirá que
de ellos diga Júpiter a Juno, como del Piadoso Eneas piadoso por la fidelidad
con que guardaba el culto de sus
padres que subirán al Olimpo y encontrarán su asiento por encima de las
estrellas.
La vuelta del pasado
Ante el fracaso de los países extranjeros, que nos venían sirviendo de
orientación y guía, los pueblos hispánicos no
tendrán más remedio que preguntarse lo que son, lo que anhelaban, lo que querían
ser. A esta interrogación no
puede contestar más que la Historia. Pregúntese el lector lo que es como
individuo, no lo que él tenga de genérico,
y no tendrá más remedio que decirse: "Soy mi vida, mi historia, lo que recuerdo
de ella." El mismo anhelo de
futuro que nos empuja todo el tiempo no podemos decir si es nuestro, personal o
colectivo o cósmico. ¿Cuál no
será entonces la sorpresa de los pueblos hispánicos al encontrar lo que más
necesitan, que es una norma para el
porvenir, en su propio pasado, no el de España precisamente, sino el de la
Hispanidad en sus dos siglos creadores,
el XVI y el XVII? Así es, sin embargo. En estos dos siglos también en los
siguientes, pero no ya con la plena
conciencia y deliberada voluntad que en ellos , los pueblos de la Hispanidad, lo
mismo españoles que criollos, lo
mismo los virreyes y clérigos de España, que la feudal aristocracia criolla,
constituida en las tierras de América por
los descendientes de conquistadores y encomenderos, realizaron la obra
incomparable de ir incorporando las razas
aborígenes a la civilización cristiana; y sólo se salvará la Hispanidad en la
medida en que sus pueblos se den
cuenta de que esa es su misión y la obra más grande y ejemplar que pueden
realizar los hombres de la Tierra.
Son conceptos que parecen exagerados, sobre todo cuando se piensa que existe en
todos los países un patriotismo
territorial que no necesita fundarse en valores de Historia Universal. El teatro
popular suele expresarlo en esas
obras de carácter nacionalista no necesita éste ser muy acentuado en que uno
diría que la tierra nativa se hace
espíritu al ser evocada por la voz de una actriz y todos los espectadores
sienten al escucharla el estremecimiento de
una emoción patriótica, que parece bastarse para asegurar la eternidad a las
naciones. Pero también suele haber en
los pueblos minorías cultivadas, que se dan cuenta de que ese patriotismo
territorial es común a todos los países y
sienten por ello la necesidad de reforzar y justificar su lealtad con razones de
Historia Universal precisamente, es
decir, con el convencimiento de que su patria significa, para las otras patrias,
un valor universal por ella mantenido
y que sólo ella siente la vocación de seguir manteniendo. Y en este punto se
convierte en sencilla verdad la
paradoja de que el porvenir de los pueblos depende de su fidelidad a su pasado.
Digo la paradoja, porque también
hay verdad en los proverbios que dicen: "lo pasado, pasado" y "agua pasada no
muele molino", aparte de la
experiencia universal y dolorosa que a todos nos persuade de que no volveremos a
ser jóvenes. Pero ello es decir
que hay dos clases de pasado: uno que no vuelve y otro que no pasa o que no debe
pasar y puede no pasar. La vida
fluye y no volveremos a ser jóvenes, pero cuando decimos, con el poeta:
"Juventud, primavera de la vida", ya
hemos traspuesto la dimensión del tiempo, ya estamos en la orilla, viendo correr
las aguas, ya somos espíritu. ¿En
qué consiste, entonces, aquel pasado que no pasa?
Por lo que hace a los individuos, Otto Weininger mostró en su genial "Sexo y
Carácter" que cuanto más
profundamente se siente un hombre a sí mismo en el pasado, tanto más fuerte es
su deseo de seguir sintiéndose en
el porvenir; que la memoria es lo que da eternidad a lo sucedido; que, en
general, no se recuerda sino lo que vale;
lo que quiere decir que es el valor lo que crea el pasado, que lo que vale está
por encima del tiempo, que las obras
del genio son inmortales y que no es el temor a la muerte, como groseramente se
ha pensado en la España
contemporánea, lo que crea el ansia de inmortalidad, sino el ansia de
inmortalidad, surgida de la conciencia del
valor, lo que produce el temor a la muerte y el propósito de luchar contra ella.
La vida de los pueblos, lo hemos de
ver más adelante, es más espiritual que la de los individuos. En rigor, no viven
sino como conciencia de valores
comunes. Y por lo que hace a un grupo de naciones independientes, como la
Hispanidad, su historia y tradición no
son meramente esa conciencia de sus valores, sino la esencia de su ser. Jactarse
de la muerte de la tradición es no
saber lo que se está diciendo o continuar la gran locura de la Hispanidad en el
siglo XVIII y aun en el XIX: la de
Bolívar, la de Sarmiento, la de todos o casi todos nuestros reformadores... La
gran locura de la Hispanidad en el
siglo XVIII consistió en querer ser más fuertes que hasta entonces, pero
distinta de lo que era. Una de sus
expresiones póstumas ha de encontrarse en el opúsculo que yo compuse en mi
juventud, y que se titulaba "Hacia
otra España". Yo también quería entonces que España fuera, y que fuese más
fuerte, pero pretendía que fuese otra.
No caí en la cuenta, hasta más tarde, de que el ser y la fuerza del ser son una
misma cosa, y que querer ser otro es
lo mismo que querer dejar de ser. Para aumentar la fuerza no hay que cambiar,
sino que reforzar el propio ser. Para
ello ha de eliminarse o atenuarse todo lo que hay de no ser en nosotros, es
decir, todos los vicios, todo lo que cada
ser tiene de negativo. Y ya no es preciso añadir que lo que hay de positivo en
el ser de un pueblo se va expresando
en los valores de su historia.
El valor histórico de España consiste en la defensa del espíritu universal
contra el de secta. Eso fue la lucha por la
Cristiandad contra el Islam y sus amigos de Israel. Eso también el mantenimiento
de la unidad de la Cristiandad
contra el sentido secesionista de la Reforma. Y también la civilización de
América, en cuya obra fue acompañada y
sucedida por los demás pueblos de la Hispanidad. Si miramos a la Historia,
nuestra misión es la de propugnar los
fines generales de la humanidad, frente a los cismas y monopolios de bondad y
excelencia. Y si volvemos los ojos
a la Geografía, la misión de los pueblos hispánicos es la de ser guardianes de
los inmensos territorios que
constituyen la reserva del género humano. Ello significa que nuestro destino en
el porvenir es el mismo que en el
pasado: atraer a las razas distintas a nuestros territorios y moldearlas en el
crisol de nuestro espíritu universalista.
¿Y dónde, si no en la historia, en nuestra historia, encontraremos las normas
adecuadas para efectuarlo?
¿Que es principalmente lo que necesitan los pueblos hispánicos para cumplir con
su misión? Lo primero de todo es
la confianza en la posibilidad de realizarla. Ahí está su religión para
infundírsela, pero ha de entenderse, como el
padre Arintero, que: "No hay proposición teológica más segura que esta: A todos,
sin excepción, se les da
próxime o remote una gracia suficiente para la salud...", porque, como lo más
envuelve lo menos, la gracia para la
salud implica la capacidad de civilización y de progreso. De esta potencialidad
de todos los hombres para el bien
se deriva la posibilidad de un derecho objetivo que no sea la arbitrariedad de
una voluntad soberana Príncipe,
Parlamento o pueblo sino una "ordenación racional enderezada al bien común",
según las palabras de Santo
Tomás, en que fundaban su concepto del derecho los jurista clásicos de la
Hispanidad, como Vitoria o Suárez. Y
ya no hará falta sino emplazar la administración de justicia por encima de las
luchas de clases y partidos, como se
hizo en los siglos XVI y XVII y se deshizo en el XVIII, para encontrar en el
pasado hispánico la orientación del
porvenir, como la Edad Media la halló en el Imperio Romano y el Renacimiento en
la Antigüedad clásica.
Este universalismo del espíritu español era, por supuesto, el de todo el
Occidente, el de toda la Cristiandad en la
Edad Media, si bien en España lo exacerbaron las luchas seculares contra moros y
judíos. Por la necesidad de ese
universalismo no se habla ahora en los libros de mayor importancia, sino de la
vuelta a la Edad Media, a "una
nueva Edad Media", como diría Berdiaeff. No es solamente Massis quien lo propone
al término de su "Defensa de
Occidente", sino que los hechos nos muestran la necesidad de que vuelva a
rehacerse la unidad de la Cristiandad, si
queremos salvar la civilización frente a las muchedumbres del Oriente, que viven
realmente una vida animal de
hambre continua e insaciada, que necesitan de la levadura de espiritualidad del
Occidente para poder levantar los
ojos de la tierra, pero que producen aspavientos de poeta, como Rabindranath
Tagore, y fantasmas de profeta,
como Gandhi, para ponerse a creer que se remediará su situación el día en que se
lancen contra los pueblos
decadentes de América y Europa.
De entre todos los pueblos de Occidente no hay ninguno más cercano a la Edad
Media que el nuestro. En España
vivimos la Edad Media hasta muy entrado el siglo XVIII. Esta es la explicación
de que nuestros reformadores
hayan renegado radicalmente de todo lo español, vuelto las miradas al resto del
mundo occidental, como a un Cielo
del que estaban excluidos, y tratado de hacernos brincar sobre nuestra sombra,
en la esperanza de que un salto
mortal nos haría caer en las riberas de la modernidad... Pero el ansia de
modernidad se ha desvanecido en el resto
del mundo. Y los mejores ojos se vuelven hacia España.
La historia de España en el extranjero
Don Julián Juderías publicó la primera edición de "La Leyenda Negra" a
principios de 1914, inspirado en un
sentimiento puramente patriótico. Había llegado a la conclusión de que los
prejuicios protestantes, primero, y
revolucionarios, después, crearon y mantuvieron la leyenda de una "España
inquisitorial, ignorante, fanática,
incapaz de figurar entre los pueblos cultos, lo mismo ahora que antes, dispuesta
siempre a las represiones violentas
y enemiga del progreso y de las innovaciones"; y como este concepto ofendía su
patriotismo, el Sr. Juderías
escribió su obra con el modestísimo propósito de mostrar que sólo habíamos sido
intolerantes y fanáticos cuando
los demás pueblos de Europa también "habían sido intolerantes y fanáticos", y
que, merecedores de "la
consideración y el respeto de los demás", teníamos derecho a que, cuando se nos
estudiara, se hiciera seriamente
"sin necios entusiasmos y sin injustas prevenciones", como había pedido Morel Fatio.
El Sr. Juderías no podía
sospechar entonces que empezaba para los grandes pueblos extranjeros: Francia,
Alemania, Inglaterra y los
Estados Unidos que la mayoría de los españoles cultos veneraban como a dioses
potentes y sabios un proceso de
crisis, de angustia, de inseguridad, de crítica profunda, de completa revisión
de valores, en que tenía que rehacerse
también su concepto de la España histórica, porque del mismo modo que nuestro
fracaso había sido su éxito, sus
perplejidades implicaban el comienzo de nuestra reivindicación.
La segunda edición de "La Leyenda Negra" se publicó en el año 1917. El prólogo
está fechado precisamente en
marzo de 1917. Tampoco entonces sospechaba Juderías que había empezado a
liquidarse la Revolución, con
mayúsculas, que sacude al mundo desde el siglo XVIII. No puede ser otro el
significado de la revolución rusa,
porque si al cabo de más de tres millones de fusilamientos y de dieciséis años
de esclavitud y de miseria el pueblo
de Dostoievski no tiene en la actualidad más perspectiva que la de las grandes
hambres que se anuncian, lo que
ello revela es que la Revolución ha fracasado y que cuanto España hizo en sus
buenos siglos por alejar de sí los
fermentos revolucionarios del Renacimiento y la Reforma no puede ya merecer otro
juicio que el obra previsora y
benéfica. Tanto han cambiado los panoramas en estos tres lustros que ahora es
posible que los extranjeros elogien
de España lo que antes más habían combatido, que entiendan, mejor que nosotros
mismos, nuestro arte barroco,
que publiquen en Alemania libros numerosos para hacerlo entender a los cultos,
que defiendan, en suma, nuestra
historia más decididamente que nosotros.
Tengo sobre la mesa de trabajo la "Historia de España", del académico francés M.
Bertrand; la "Isabel la Católica",
del inglés Mr. W. T. Walsh; el "Felipe II", del inglés David Loth; "Libertad y
Despotismo en la América
española", del inglés Cecil Jane, que viene a ser una paráfrasis de aquel
opúsculo maravilloso sobre: "El fin del
Imperio español en América", del cónsul francés Marius André. ¿Qué valor puede
tener esta reivindicación de los
valores históricos de España que se hace en el extranjero, y especialmente en
Francia e Inglaterra, que tanto han
hecho por obscurecerlos y denigrarlos? ¿Es que no somos ya por un peligro para
nuestros seculares enemigos? Así
es, en efecto; no lo somos, pero ello realza el valor científico de estas obras.
Si fuéramos una gran potencia actual
no se hablaría de nosotros con la palabra ecuánime en que se escriben estos
libros. Un elogio de Alemania por un
francés o de Francia por un alemán ha de ser inevitablemente polémico, lo que
hará, en la mayoría de los casos,
menos veraz que estas historias.
La de Bertrand pinta a España esencialmente como la campeona de la Cristiandad
frente al Islam. En estos años
nos habíamos acostumbrados a leer en libros y periódicos desaforados elogios de
los árabes. Los españoles
cristianos, según ellos, fueron unos bárbaros, cuya intransigencia les había
impedido fundirse con sus compatriotas
moros, compatriotas tan españoles como los cristianos, según estos arabizantes,
pero infinitamente más tolerantes
y civilizados. La historia de M. Bertrand, que ha pasado buena parte de su vida
entre los moros y españoles de
Argelia, vuelve a poner las cosas en su punto. Los árabes, a pesar de sus
grandes poetas y místicos, fueron unos
salvajes que nunca tuvieron más civilización que la de los pueblos dominados por
ellos: sirios, egipcios, persas y
españoles. Su crueldad fue siempre tan notoria como la relajación de sus
costumbres. Y en el siglo XV, cuando los
echamos de Granada, nos eran tan extraños e incompatibles con nuestros
sentimientos europeos como ocho siglos
antes, al entrar en España. Con lo que M. Bertrand viene a reforzar el concepto
tradicional que los españoles
tenemos de los moros, pero que los extranjeros y algunos compatriotas querían
desvirtuar.
Los españoles no nos atrevíamos a defender el establecimiento de la Inquisición.
En su libro sobre Isabel, Mr.
Walsh esclarece los hechos. Había en 1492 unos 200.000 judíos practicantes y
unos tres millones de judíos
conversos, algunos sinceros, la mayoría no, dirigidos por hombres poderosos que
acariciaban el pensamiento de
alzarse con España por Israel y muy capaces, por sus talentos y sus medios de
acción, de llevarlo a la práctica,
aprovechando, en lo internacional, el creciente poderío de sus enemigos los
turcos. El pueblo se revolvía contra
ellos, contra su usura y su soberbia, y cuando se encolerizaba caía lo mismo
sobre los practicantes que sobre los
conversos, sinceros e insinceros. ¿Qué hacer para frustrar el propósito de los
israelitas y evitar que las iras
populares pesaran igualmente sobre los inocentes que sobre los culpables? Isabel
lo pensó mucho. Sabido es lo que
hizo. Expulsó a los judíos practicantes y, para distinguir a los conversos
sinceros de los insinceros, encomendó las
averiguaciones necesarias a un Tribunal constituido por los hombres de más saber
y de moralidad más depurada
que había en Castilla, que eran entonces los frailes dominicos.
A Felipe II se le trató en su tiempo como el "demonio del Mediodía" y la "araña
del Escorial". El libro de David
Loth es incompleto. Merece el reproche que hace el autor a nuestro Monarca. Le
falta vuelo imaginativo para
entender el ideal de la Contrarreforma, a que Felipe dedicó la vida, y para
sentir el espíritu español, que estaba
creando un Imperio en el continente americano. Loth nos muestra a un soberano
excepcionalmente bondadoso para
todos los suyos, incluso para el príncipe Don Carlos, dado al trabajo con
absoluta abnegación, demasiado lento en
adoptar resoluciones, pero hábil, sagaz, patriota y extremadamente religioso ¿No
es ésta una figura de que
debemos enorgullecernos? ¿Que sacrificó el interés egoísta de España a la
Contrarreforma? Perfectamente; la
gloria de los pueblos está en sus sacrificios. Gracias al nuestro pudo impedirse
que el protestantismo venciera en
toda Europa, aunque no se logró evitar que prevaleciera en algunos países,
porque, como ha dicho recientemente
un escritor joven, Dios quiso que se hiciera la experiencia, quizás para que
pudiera verse con toda claridad que el
protestantismo conduce al paganismo.
Y en cuanto a las guerras de la independencia de América, que hasta ahora se nos
definían como un episodio en la
lucha de la revolución contra la reacción y del progreso contra la barbarie, los
libros de André y de Jane
demuestran que en ellas combatieron principalmente los hispanoamericanos por los
principios españoles de los
siglos XVI y XVII y contra las ideas de superioridad peninsular y de explotación
económica que llevaron a
América los virreyes y funcionarios de Fernando VI y Carlos III.
Ahora bien: estas cosas no ocurren sin motivo. Que en Francia e Inglaterra se
reivindiquen los principios de la
Hispanidad, cuando España misma parece avergonzarse de ellos, sería inexplicable
si no fuera porque la razón de
ser de la Historia es la perenne necesidad de realzar valores que se habían
negado o relegado a segundo término y
de rebajar otros injustamente ponderados.
Si ahora vuelven algunos espíritus alertas los ojos hacia la España del siglo
XVI es porque creyó en la verdad
objetiva y en la verdad moral. Creyó que lo bueno debe ser bueno para todos, y
que hay un derecho común a todo
el mundo, porque el favorito de sus dogmas era la unidad del género humano y la
igualdad esencial de los
hombres, fundada en su posibilidad de salvación. En los siglos XVIII y XIX han
prevalecido las creencias
opuestas. Por negación de la verdad objetiva se ha sostenido que los hombres no
podían entenderse. En este
supuesto de una Babel universal se han fundamentado la libertad para todas las
doctrinas y, así postulada la
incomprensión de todos, ha sido necesario concebir el derecho como el mandato de
la voluntad más fuerte o de la
mayoría de las voluntades, y no como el dictado de la razón ordenada al bien
común.
Ello ha conducido al mundo adonde tenía que llevarle: a la guerra de todos
contra todos. En lo interno, a la guerra
de clases; en lo exterior, a la guerra universal, seguida de la rivalidad de los
armamentos, que es la continuación de
la guerra pasada y la preparación de la venidera. Y como la España del siglo XVI,
frente a este caos, representaba,
con su Monarquía católica, el principio de unidad la unidad de la Cristiandad,
la unidad del género humano, la
unidad de los principios fundamentales del derecho natural y del derecho de
gentes y aun la unidad física del
mundo y la de la civilización frente a la barbarie , los ojos angustiados por la
actual enciérrense de los pueblos
tienen que volverse a la epopeya hispánica y a los principios de la Hispanidad,
por razones análogas a las que
movieron a la Iglesia durante la Edad Media, a resucitar, en lo posible, el
Imperio romano, con lo que fue creado el
Sacro Romano Imperio, en la esperanza de que se sobrepasará a las
arbitrariedades de pueblos y de príncipes.
No se rehizo la Roma antigua, sino que se elaboró un mundo nuevo, porque así
procede la civilización; para crear
el porvenir se inspira en el pasado. Y es que la Historia es el faro de la
Humanidad. De cuando en cuando los ojos
de un profeta rasgan el velo del futuro para revelarnos algún aviso de la
Providencia. A los hombres normales el
porvenir es un misterio impenetrable. Por eso nos orientamos en la Historia. Y
es que no nos movemos meramente
por impulsos ciegos, sino por deseos, que llamamos ideales, porque para desear
hay que tener idea de lo deseado y
aun de lo deseable. Como el porvenir no nos la da, habremos de buscarla en los
ejemplos del pasado.
La "política indiana"
A la obra de los extraños ha de irse añadiendo, como es natural, la de los
propios. El esfuerzo gigantesco de
Menéndez Pelayo, aunque solitario, no ha de ser estéril. La traducción de las
Relecciones del padre Vitoria ha
revelado a muchos compatriotas que hubo un tiempo en que los españoles éramos
originales y señalábamos
direcciones nuevas al pensamiento universal. Lo extraordinario es que hayan
pasado siglos enteros en que estuvo
olvidado en España el nombre de Francisco de Vitoria, porque el creador del
derecho internacional no era tan solo
un pensamiento alado y rápido, certero y genial, sino que por tal fue reputado y
por maestro inimitable le tenían los
letrados de los siglos XVI y XVII. Olvidarnos los españoles de Vitoria es como
si los ingleses prescindieran de
Bacon o los franceses de Descartes o los alemanes de Leibnitz.
La Compañía Iberoamericana de Publicaciones reimprimió no hace mucho un libro
que por sí mismo se bastaría,
no ya a justificar la existencia de la Compañía Iberoamericana de Publicaciones
como casa editora, sino la de
España como nación: la "Política Indiana", de Solórzano Pereira. Ningún hombre
culto pasará un par de días en
hojearlo sin que se le esclarezca el sentido histórico de España. Es toda una
enciclopedia de nuestro sistema
colonial, escrita por un hombre de saber más que enciclopédico, porque lo
orientan e iluminan la fe y el
patriotismo. "La conservación y el aumento de la fe es el fundamento de la
Monarquía", dice sencillamente al
comenzar la parte que dedica a las cosas eclesiásticas y Patronato Real de las
Indias. El libro está hecho por una
cabeza nacida expresamente para el trabajo intelectual. Diríase que el autor ha
tenido tres o cuatro vidas y que ha
dedicado todas ellas, por partes iguales, al estudio de los libros y a la
observación de la realidad. Buena parte de la
fama de sabio de Montaigne se debe a las dos mil citas de clásicos que hay en
sus "Ensayos". Las que hace
Solórzano en los cinco volúmenes de su obra no bajaran de veinte mil. Y estas
citas no son alarde vano de personal
erudición, sino el método mismo de la obra. Se trata de un libro de Derecho,
como lo dice su título en la lengua
latina en que primeramente se escribió: "De indiarum jure". Según la concepción
predominante en los tiempos
modernos, el Derecho no es sino la expresión de la voluntad soberana, sea del
rey, del Parlamento o de quien fuere,
por lo que la misión del jurista se reduce a buscar el lugar en donde esa
voluntad se hace explícita y mostrar su
vigencia. En cambio, para el antiguo espíritu español, el Derecho no era hijo de
la voluntad, sino de la inteligencia.
No era una voluntad quien lo declaraba en primer término, sino la inteligencia
la que descubría la "ordenación
racional enderezada al bien común", que es la definición que Santo Tomás había
dado del Derecho. Y para hacer
ver que su entendimiento no se equivocaba, el jurista debía compulsar su propio
juicio con el de los expertos, y
mostrar el acuerdo de su criterio, con las respuestas de los prudentes
("responsa prudentium") del Derecho romano,
cuya prudencia, a se vez, se contrastaba con la de los grandes escritores y
moralistas de las lenguas clásicas, los
Padres de la Iglesia y las Sagradas Escrituras.
Hay, además, en este libro la defensa de la obra de su patria. Lo escribe un
hombre que sabía muy bien que en el
extranjero se propagaba ya que España "va de caída" y que no podía cerrar los
ojos al espectáculo de despoblación
y pobreza que en tiempos de Felipe IV ofrecía la Península, pero que hallaba su
consuelo en el progreso y
prosperidad de las razas de América, obra de España, por lo que escribía con
patriótico y legítimo orgullo hablando
de su libro:
"Donde justamente encarezco el cuidado y vigilancia en procurar la salud y
defensa corporal de los indios, y en
despachar y promulgar casi todos los días leyes y penas gravísimas contra los
transgresores obrando en esta parte
cuanto pudo y puede alcanzar la prudencia y providencia humana, y apresurando e
igualando los castigos con los
excesos, que es solo el modo que se halla para enmendarlos."
Y para demostrar que en este punto no sufría variantes la política de los reyes
de España, se refirió a la Real
Cédula del 3 de julio de 1627, en la que, no contento don Felipe IV con las
penas y apercibimientos de su Real
Supremo Consejo de las Indias, para que se quitasen y castigasen las injurias y
opresiones a los indios, "puso de su
real mano y letra las palabras siguientes: Quiero me deís satisfacción a Mí y al
mundo del modo de tratar ese mis
vasallos, y de no hacerlo (con que en repuesta de esta carta vea Yo executados
exemplares castigos en los que
hubieren excedido en esta parte) me daré por de servido. Y aseguraos que, aunque
no lo remediéis, lo tengo de
remediar, y mandaros hacer gran cargo de las más leves omisiones de ésto, por
ser contra Dios y contra Mí, y en
total destruición de esos Reynos, cuyos naturales estimo, y quiero sean tratados
como lo merecen vasallos que
tanto sirven a la Monarquía y tanto la han engrandecido e ilustrado."
La "Política Indiana" no puede compendiarse, porque es tan esencial en ella la
meticulosidad en los detalles como
la grandeza de las líneas generales. Frente a los que dicen que fuimos a América
por codicia del oro y de la plata y
no por el celo de la predicación, ahí están nuestras cartas de nobleza. La
primera de todas, las instrucciones que los
Reyes Católicos dieron a Colón, en la primera de sus expediciones,
encomendándole la conversión a la fe de los
moradores de las tierras que encontrare, para lo cual le encargan que se trate
"muy bien y amorosamente a los
dichos indios". Lo mismo dice la Bula de Alejandro VI, expedida el 4 de mayo de
1493. Al conceder el señorío de
las nuevas tierras a los Reyes de Castilla y León, el Papa les manda enviar
hombres buenos y sabios, que instruyan
a los naturales en la fe y les enseñen buenas costumbres. Confirma este
propósito el testamento de Isabel la
Católica. "Nuestra principal intención" fue convertir los pueblos de las nuevas
islas y tierra firme a "Nuestra Santa
Fe Católica". Y lo mismo repiten, en infinitas cédulas y ordenanzas, todos los
reyes españoles, encareciéndolo a
sus virreyes con toda clase de amenazas para los desobedientes.
No puede darse cordura mayor que la de Solórzano al tratar el problema de los
indios. Lejos de compartir las
ilusiones del padre Las Casas, se da cuenta de que se trata de "criaturas
miserables" dignas, por ello, de nuestra
compasión, lo que no le impide afirmar, sin ambages que: "pues las fieras se
amansan, los indios se harán
políticos", porque: "la educación excede a la naturaleza". No puede darse
tampoco fe más plena en la capacidad de
los indios para el progreso. Lo mismo opina de los mestizos, mulatos y zambos.
Solórzano se da cuenta de sus
vicios, de sus debilidades, de la inmoralidad que se sigue a la ilegitimidad del
nacimiento de muchos de ellos.
Señala prudentemente el matrimonio como el camino más seguro para su
dignificación como raza, aunque también
reconoce a los hijos naturales la posibilidad de la virtud. Y en cuanto a los
criollos, cuya capacidad pretendían
negar algunos españoles, no puede darse defensa más cumplida que la que hace
Solórzano de los muchos que en el
Perú había conocido, tan significados por sus virtudes y talentos como los
mejores europeos.
Su tratado de las Encomiendas destruye la leyenda que ha querido contraponer la
bondad y abnegación de los
misioneros a la codicia y crueldad de los encomenderos. Las encomiendas fueron
nuestro feudalismo, es decir, una
escuela de lealtad y de honor, al mismo tiempo que el brazo secular para el
adoctrinamiento de los indios. En el
libro que dedica al régimen de la Iglesia en América se ha podido ver como un
intento de convertir el Patronato de
los reyes españoles con el derecho anejo de nombrar Arzobispos, Obispos,
Prebendados y Beneficiados, que les
había conferido la Bula de Julio II el 5 de agosto de 1508 , en un Vicevicariato,
que, naturalmente, no podía
reconocer el Vaticano, porque a los reyes piadosos y celosos de la fe podían
suceder otros que entregaran el
gobierno de sus reinos a hombres como el conde de Aranda y Roda, más amigos de
Voltaire y de Rousseau que del
Cristianismo. Pero el hecho de que el más voluminoso de los Tratados de
Solórzano se dedique al régimen
eclesiástico da por sí solo carácter a nuestra dominación en América.
El Tratado de la gobernación secular muestra la escrupulosidad con que se
atendía a la Administración de justicia.
La institución de los visitadores y de los juicios de residencia a virreyes y
oidores, al cesar en su cargo, corrobora
ese celo. El propio Solórzano es en sí mismo ejemplo del cuidado con que se
atendía a la formación y preparación
de hombres públicos que, después de haber descollado en los estudios
universitarios y de pasar sus buenos años en
América, pudieran dar al Consejo de Indias la plena sazón de sus experiencias y
talentos. Lo que no hay en la obra
de Solórzano es un tratado militar de la defensa de las Indias, y sí solamente
un capítulo en que se dice: "Que si se
considera las historias, más lugares y provincias se hallará haber perdido
Gobernadores de capa y espada que
letrados". Y es que la dominación española en América vino a ser un Imperio
romano sin legiones, porque la
defensa del país estaba principalmente comisionada a los encomenderos, y los
militares no aparecen sino en
pequeño número en los años de la conquista y en número mayor cuando el Nuevo
Mundo se separó de la
Metrópoli.
Es imposible leer "La Política Indiana" sin estremecerse ante la fuerza
intelectual y la energía moral que revela, no
sólo en el autor, sino en el pueblo y en el régimen de que es intérprete
oficial. Se me ha escapado ya la
comparación con el Imperio de Roma. Ante la obra de Solórzano se comprende mejor
a Maine, cuando termina sus
ensayos de derechos romanos afirmando que las dos materias de pensamiento que
hay capaces de emplear todas
las facultades y potencias del espíritu humano son las investigaciones
metafísicas, que no tienen límite, y las del
Derecho, que son tan extensas como los negocios del género humano. Muchos
críticos han dicho que las energías
mentales del mundo civilizado quedaron paralizadas desde que terminó la era de
Augusto hasta que surgieron las
polémicas del Cristianismo. Maine protesta del aserto y dice que lo que sucedió
fue que las provincias orientales
del Imperio se dedicaron a la metafísica, mientras que las occidentales
encontraron en el estudio y práctica del
Derecho "una ocupación capaz de compensarlas de la ausencia de cualquier otro
ejercicio mental y puedo añadir
que los resultados obtenidos no fueron indignos del trabajo continuo y exclusivo
que se empleó en producirlos".
Lo mismo podemos decir los españoles e hispanoamericanos al leer a Solórzano. Su
"Política Indiana", antes de
que la Compañía Iberoamericana de Publicaciones la editara, era una obra agotada
y conocida solamente por los
especialistas de estudios americanos, a pesar de lo que dice Ricardo Levene
sobre la influencia que ejerció entre
los próceres de la Independencia. En regla general puede decirse que nuestros
hombres cultos no han oído ni el
nombre de don Juan de Solórzano Pereira. No importa. En su obra se cuenta que al
advertir los indios mensajeros
que los españoles distantes y ausentes se entendían por lo que iba escrito en
las cartas, creyeron eran éstas alguna
cosa vivas. Tenían razón, en cierto modo. Y hay papeles que no sólo son vida,
sino algo superior. La "Política
Indiana" es vida y algo más. Al tropezarse con Solórzano han de sentir los
hombres cultos que también por los
pueblos hispánicos ha soplado el espíritu, y no sólo en las cabezas
privilegiadas, sino en su régimen, en sus
instituciones, en su obra colectiva. Y entonces se evidencia que...
Contra moros y judíos
Si nos creemos inferiores a otros pueblos, es por ignorancia de nuestra
Historia. Cuando ésta nos muestre la
perspicacia de nuestros genios, el magnífico sentido de justicia de nuestra
instituciones tradicionales, el espíritu
moral de nuestra civilización, las mentes escogidas pensarán, con Menéndez y
Pelayo, que la extranjerización de
nuestras almas es la razón de nuestra decadencia. Al revés de los
norteamericanos de vieja cepa, enteramente
dedicados en estos años, según nos los pinta André Siegfried, a defenderse de
los gérmenes heterogéneos:
católicos, judíos y aun orientales, que sienten crecer en su seno y contradicen
su tradición, los españoles e
hispanoamericanos se dieron sin reservas, a partir del siglo XVIII, a la
admiración de lo extranjero y, a pesar de las
protestas de Menéndez y Pelayo y de los tradicionalistas, no habrían cejado en
este enajenamiento, si no fuera
porque los países que quieren imitar han caído en situación tan deplorable, que
ya no pueden servir de modelo ni
suscitar envidias.
De otra parte, esa extranjerización nuestra ha sido puramente accidental. No
pudo evitar la Casa de Austria que
Francia se constituyera como gran Estado nacional, y consecuencia de su fracaso
fue el cambio de dinastía, el
afrancesamiento de la corte y de la aristocracia y, más tarde, el de nuestros
intelectuales. Pero la merecida quiebra
de la política antifrancesa de los Austria no quiere decir que los franceses nos
fueran superiores, como tampoco el
hecho de que los indios de América se dejasen matar por el "vaho" de los
españoles significa que sean incapaces
de civilización, sino que sus cuerpos no estaban habituados a los microbios de
las enfermedades que resistían
nuestros hombres. Ya se han habituado, y ahora hay probablemente más indios en
América que cuando la
conquista; algunos españoles hemos aprendido a defendernos de las tendencias
extranjerizadoras; lo que fue, en un
momento dado, razón de inferioridad, no necesita serlo siempre. Si nuestro
espíritu universalista, nos permitió
creer en la superioridad de otros países, ese mismo espíritu nos hará volver en
nosotros mismos, cuando esos
pueblos se nos muestren incapaces de salir de los egoísmos que originan su
parálisis económica y su descrédito
progresivo.
El carácter español se ha formado en lucha multisecular contra los moros y
contra los judíos. Frente al fatalismo
musulmán se ha ido cristalizando la persuasión hispánica de la libertad del
hombre, de su capacidad de conversión.
No digo con ello que entre los musulmanes doctos predominen ideas muy distintas
de las nuestras sobre el libre
albedrío. En la práctica, no cabe duda de que los musulmanes atribuyen menos
valor a la voluntad humana que
nosotros, y esto es lo que se entiende popularmente cuando se habla del
fatalismo musulmán. "Islam", según
Spengler, "significa precisamente la imposibilidad de un yo como poder libre que
se enfrente al divino". Y yo no
soy entendido, pero Margoliouth, el arabista de Oxford, me dice que "islam" es
el infinitivo, y "muslim", el
participio de un verbo que quiere decir entregar o encomendar algo o alguien a
otro, es decir, volverse
completamente a Dios en la oración o en el culto, con exclusión de todo otro
objeto, lo que confirma lo que dice
Spengler, si ya no lo corroborasen a diario el abandono de los mahometanos y la
práctica de sus instituciones
fundamentales, como la administración de justicia.
Es sabido, en efecto, que en los países mahometanos no se persigue el robo o el
homicidio, sino a instancias de
parte, y si el perjudicado perdona el delito, perdonado queda. En general se
perdona mucho, setenta veces siete,
porque Alah es esencialmente el Compasivo, el Misericordioso. Nuestras leyes
exigen a los hombres cierta medida
de perfección. Por lo menos, no han de ser ladrones; no han de ser homicidas.
Esta exigencia es la expresión de
nuestra creencia en la capacidad de bondad de los hombres, en su libertad
fundamental. Por eso castigan los
Tribunales a los culpables, aunque los directamente perjudicados los hayan
perdonados. Apreciamos las
circunstancias atenuantes, pero suponemos que los hombres pueden siempre
sobreponerse a ellas para dejar de
cometer un crimen. El Islam concede más importancia que nosotros a las
circunstancias y menos a la libertad del
hombre. En su perdón va envuelta la creencia de que el acusado no ha podido
proceder de otro modo. Nosotros en
cambio, frente al imperio de las circunstancias, que es el de Dios, afirmamos la
libertad del hombre, porque la
libertad del español es la capacidad de hacer el bien, la que el Señor nos
prometió cuando nos dijo que la verdad
nos hará libres, explicándonos inmediatamente después que ello significa
libertarse de la servidumbre del pecado.
Frente a los judíos, que son el pueblo más exclusivista de la tierra, se forjó
nuestro sentimiento de catolicidad, de
universalidad. El principal cuidado de la religión de Israel es mantener la
pureza de la raza. No es verdad que los
judíos constituyan, en primer término, una comunidad religiosa. Son una raza.
Creen en su propia sangre y no en
ninguna otra. Son la raza más pura del mundo, porque ha evitado cuidadosamente
mezclarse con las otras desde los
tiempos de Esdras, a quien llamaban los hebreos "príncipe de los doctores de la
ley", y en cuyo libro de la Biblia
puede verle el lector rasgándose las vestiduras de indignación al oír que los
judíos se habían casado con gentiles,
por lo que les dice que las otras tierras son inmundas: "Y, por tanto, no deís
vuestras hijas a sus hijos, ni recibáis
sus hijas para vuestros hijos, ni procuréis jamás su paz ni su prosperidad" (IX,
12), y, finalmente les exhorta a que:
"Hagamos un pacto con el Señor nuestro Dios, que echaremos todas las mujeres
(extranjeras) y los que de ellas
hayan nacido" (X, 3).
La prueba de no ser una comunidad religiosa, en primer término, es que no
quieren prosélitos. Cuenta Israel
Friedlander que, cuando se admitieron, fue siempre: "Bajo la condición expresa
de que con ello abandonaban el
derecho a ser judíos de raza". Por esta causa fueron rechazados los samaritanos,
que profesaban su religión, pero
que no procedían de su sangre. Y, de otra parte, un judío sigue siendo judío
cuando abjura de su fe. Por ello
precisamente nos obligaron a establecer la Inquisición. No podíamos confiarnos
en su conversión supuesta, porque
la Historia enseña que los judíos pseudocristianos, pseudopaganos o
pseudomusulmanes, que adoptaron cuando así
les convino una religión extraña, vuelven a la suya propia en cuanto se les
presenta ocasión favorable, y aunque
tengan que esperarla varias generaciones. Cuenta el historiador Walsh, que en
1284 pagaron a Castilla 853.951
judíos varones y adultos el impuesto de tres maravedises por cabeza, lo que
indica que el número total de judíos
era de cuatro a cinco millones, en una población total que se calcula en 25
millones de habitantes, y que la peste
negra redujo a la mitad.
Si hubo un momento, hacia el siglo XII, en que la raza judía se mezcló con los
españoles, no tardó su ortodoxia en
volver, como Esdras, por la pureza de la sangre y la absoluta separación de
razas. Son el ejemplo que ofrecen los
mejores antropólogos para demostrar que el influjo de la herencia es más
poderoso que la adaptación al medio en
el destino de una raza. Cuando abrigaban
el intento de alzarse con España, no era para convertirnos a su religión o
igualarnos a ellos, sino para poder
cumplir mejor con los preceptos del "Deuteronomio", que establece, de una vez
para siempre, la duplicidad de su
moral: "Prestarás a las demás naciones y no recibirás prestado de ninguna". "Al
extraño cobrarás intereses; al
hermano no se los cobrarás". Y fue por la repulsión que produjo esta doble moral
entre los españoles, a medida que
se fueron dando cuenta de ella, por lo que no prevaleció su intentó de alzarse
por Israel con la Península. San Pablo lo había dicho ya: "et omnibus hominibus adversantur" (y son enemigos de todos
los hombres) (I. Tes. 2, 15).
Los rasgos fundamentales del carácter español son, por lo tanto, los que debe a
la lucha contra moros y judíos y a
su contacto secular con ellos. El fatalismo musulmán, el abandono de los moros,
apenas interrumpido de cuando en
cuando por rápidos y efímeros arranques de poder, ha determinado por reacción la
firme convicción que el español
abriga de que cualquier hombre puede convertirse y disponer de su destino, según
el concepto de Cervantes. El
exclusivismo israelita es, en cambio, lo que ha arraigado en su alma la
convicción de que no hay razas
privilegiadas, de que una cualquiera puede realizar lo que cualquiera otra.
Estos dos principios son grandes y
ciertos, y por serlo hemos podido propagarlos por todos los pueblos que han
estado bajo nuestro dominio. Pero
acaso no sean suficientes para el éxito, porque no han evitado que cayéramos en
la superstición de valorar
exageradamente las cosas extranjeras, en detrimento de las nuestras. Todos los
pueblos hispánicos hemos padecido
y seguimos padeciendo eso que ahora se llama "complejo de inferioridad", que ha
constituido positiva amenaza
para nuestra independencia. En vista de lo mucho que admirábamos a Francia,
creyó Napoleón que era fácil
empresa conquistarnos. Y no me cabe duda que durante muchos años se ha cometido
en Washington el mismo
error respecto de los países hispanoamericanos que Napoleón acerca de España.
Espero que para estas fechas se estará disipando, y que a ello obedece la
retirada de tropas norteamericanas de
Nicaragua y Santo Domingo y, en parte, la concesión de la independencia a
Filipinas. Y es que, en tanto que se nos
respete nuestro derecho, podemos llegar hasta a arrodillarnos ante un rascacielo,
pero en cuanto otro pueblo nos
quiere atropellar, en nombre de una pretendida superioridad, se nos sale de lo
más profundo del espíritu ese
concepto de libre albedrío y de igualdad esencial, que hemos ido elaborando en
el curso de siglos de lucha,
advertimos que nuestros principios son superiores a los de los extraños, y
oponemos al atropello una resistencia
que hace vana, por demasiado costosa, cualquier tentativa de sojuzgarnos,
incluso, como se está viendo en esta
temporada, la del imperialismo económico y la explotación a distancia, porque
por mucho que valgan los intereses
de la casa Guggenheim en Chile, costaría mucho más a los Estados Unidos invadir
Chile y lograr por la fuerza de
las armas que Guggenheim hiciera todo el negocio que pensaba.
Por eso no es ya tanto de temer que a los países hispánicos se los conquiste con
ejércitos y escuadras, como que
ellos se dejen caer en el naturalismo, que es el letargo del espíritu.
La conquista del Estado
Todo lo que hemos dicho, en efecto, induce a pensar que se está alejando el
peligro de una extranjerización
definitiva de los pueblos hispánicos. Ese peligro no se desvanecerá nunca del
todo, porque sus tierras son
tentadoras, por lo grandes y ricas, pero no hay duda de que disminuye con las
crisis de las grandes naciones de
Occidente, que no es transitoria, sino definitiva, por haber fracasado los
principios ideales que las guiaban, con su
consiguiente desprestigio, que las ha hecho perder el poder de fascinación que
ejercían sobre el resto del mundo, y,
en particular, sobre nuestros países, y, en el caso de los Estados Unidos, con
la necesidad de dedicar buena parte de
sus energías a defender su tradición puritana frente a los pueblos extranjeros
que habitan su territorio, al mismo
tiempo que el crecimiento de población de nuestras naciones aumenta su capacidad
de resistencia contra cualquier
propósito invasor. También se fortalece la posición de los países hispánicos con
la rehabilitación de nuestros
valores históricos, que de consuno efectúan en estas décadas la curiosidad
extranjera y nuestras propias
investigaciones. Pero la Hispanidad no habrá salido definitivamente de su
crisis, sino cuando afronte triunfalmente
el mayor de los peligros que la acechan, que es el naturalismo, la negación
radical de los valores del espíritu.
Nuestra rehabilitación histórica no puede influir directamente sino en la gente
culta, en la aristocracia, en la "élite".
Al pueblo se le ha dicho demasiado que los obreros carecen de patria, para que
sea empresa fácil que vuelva a
emocionarse con las glorias de la Hispanidad, aparte de que en España hay vastas
zonas populares que nunca
compartieron las ilusiones y esperanzas de nuestras clases educadas, y en
América ha de descontarse la tentación,
que en las razas de color es tradición milenaria, apenas interrumpida por el
período de evangelización, de dejarse
vivir a la buena de Dios, en la inmensidad abrumadora de la tierra. Para salvar
a nuestros pueblos de la caída en el
naturalismo, habría que reconstruir el orden social, colocando a su cabeza una
jerarquía secular, saturada de
principios hispánicos, encendida en nuestros viejos ideales, resuelta a dedicar
la vida al progreso y educación del
pueblo, hasta hacer que prenda entre los más humildes la fe en la libertad
espiritual y el ansia infinita de
perfeccionamiento.
En los pueblos hispánicos hay de todo: minoría cultas, aristocracias de la
sangre y de las maneras, masas
manejables y perfectibles, ansias populares de progreso interior y un inmenso
abandono, no sólo entre las masas
populares, sino entre las clases que debieran velar por el mantenimiento y
depuración de su sentido aristocrático.
Hay pueblos que tratan de constituirse democráticamente; otros que han
renunciado a ese empeño en vista de no
haberlo podido realizar; algunos que han hallado en el caudillismo y en el mando
único la posibilidad de la paz y
del progreso; otros en que luchan la idea democrática con la aristocrática, a
falta de un mando único y justo que
otorguen a cada clase su derecho. Este es un momento de crisis, porque ya ha
desaparecido entre las clases
educadas la fe que alimentaban en poder constituirse en regímenes como los de
Francia y los Estados Unidos,
ahora también en crisis, que conciliasen la democracia y los respetos sociales,
el sentido jurídico y la cultura
general. Las democracias de ahora no se contentan ya con esta clase de
regímenes: quieren ser niveladoras en lo
económico, y naturalistas, es decir, negadoras de todos los valores del
espíritu, en el orden moral.
Partamos del principio de que un buen régimen ha de ser mixto. Ha de haber en él
unidad y continuidad en el
mando, aristocracia directora, y el pueblo ha de participar en el Gobierno.
También me parece indiscutible que ni
la unidad de mando ni la aristocracia serán duraderas, como no prevalezca en su
conciencia y en la de la nación la
idea de que los cargos directores son servicios penosos y no privilegios de
fácil disfrute. Lo que se pleitea es si ha
de prevalecer en las sociedades un espíritu de servicio y de emulación, o si han
de dejarse llevar por la ley de
menor resistencia, para no hacer sino lo que menos trabajo les cueste, en un
sentido general de abandono, lo que
dependerá, sobre todo, de que se considere el Estado como un servicio o como el
botín del vencedor.
Nada ha sido más funesto a los pueblos de la Hispanidad que su concepto del
Estado como un derecho a recaudar
contribuciones y a repartir destinos. Desde luego, puede decirse que se debe a
ese concepto la división de la
Hispanidad en una veintena de Estados. De esa manera se dispone de otras tantas
Presidencias, Ministerios,
Cuerpos Legisladores y "funcionarios de toda clase", que es la definición que ha
dado el humorismo de la nueva
República española. Cuando Cuba era colonia nuestra, su presupuesto total era de
unos veintitrés millones de
pesos, diez de los cuales se los llevaban los intereses de su especial deuda, y
otros diez el ejército y marina,
quedando apenas tres para los servicios civiles de la isla. Al hacerse
independiente, cargó la Metrópoli con el
servicio de la Deuda y con los gastos militares. El presupuesto de tres millones
no tardó en rebasar la centena.
Después ha bajado, a causa de la crisis, pero hubo momento en que todos los
cubanos parecían nacer con su
credencial debajo del sobaco. Las dictaduras surgen en América por la necesidad
de poner coto al incremento de
los gastos públicos. Las democracias, en cambio, nacen del ansia, no menos
imperiosa, de dar a todo el mundo
empleos del Gobierno.
Don Antonio Maura dijo de los presupuestos del Estado, que eran la lista civil
de las clases medias. En su tiempo,
apenas se conocían las reformas sociales, y aún no se soñaba con dar pensiones a
los trabajadores sin empleo. El
Estado contemporáneo es la lista civil del sufragio universal, lo que quiere
decir que su bancarrota es infalible,
hipótesis que la realidad confirma con la desvalorización de libras y liras,
marcos y francos, que no ha impedido
que el ulterior incremento de los gastos públicos vuelva a poner a los Estados
en trance de nueva bancarrota. Es
posible que este tipo de Estado esté destinado a prevalecer temporalmente en el
mundo. Ello querría decir que
todos los países habrían de pasar por una experiencia parecida a la de Rusia, y
por tristezas análogas a la de su
pueblo esclavizado y a la de su burocracia comunista, que le hace trabajar. De
lo que no cabe duda es de que ese
tipo de Estado absorbente tiene que conducir en todas partes a la miseria
general.
Lo probable es que los pueblos de Occidente se sacudan esta tiranía del Estado
antes de dejar que los aplaste. No
sé cómo lo harán. En tanto que la posesión del Poder público permita a los
gobernantes repartir destinos a capricho
entre sus amigos y electores, y acribillar a impuestos y gabelas a los enemigos
y neutrales, no es muy probable que
los pueblos hispánicos disfruten de interior tranquilidad, ni mucho menos que la
Hispanidad llegue a dotarse de su
órgano jurídico, porque cada uno de sus pueblos defenderá los privilegios de la
soberanía con uñas y con dientes.
Es seguro que mientras no se encuentre la manera de cambiar de un modo radical
la situación, se irá acentuando la
tiranía y el coste del Estado, y a medida que disminuyen los estímulos que
retienen a parte de las clases directoras
en el comercio o en la industria, llegará momento en que no habrá más aspiración
que la de ser empleado público.
Pero este tipo de Estado ha de quebrar, lo mismo en América que en Europa, no
sólo porque los pueblos no pueden
soportarlo, sino porque carece de justificación ideal. Es un Estado explotador,
más que rector. Antes de sucumbir a
su imperio, preferirán los pueblos salvarse como Italia, o mejor que Italia, por
algún golpe de autoridad que
arrebate a los electores influyentes su botín de empleos públicos.
Entonces será posible que prevalezca en nuestros pueblos un sentido del Estado
como servicio, como honor, como
vocación, en que ninguno de los empleos públicos valga la pena de ser
desempeñado por su sueldo, porque todos
los hombres capaces hallarán fuera del Estado ocupaciones más remuneradoras, y
en que, sin embargo, sea tan
excelso el honor del servicio público, que los talentos se disputarán su
desempeño y la sociedad los premiará con
su admiración y rendimiento. Ese día se resolverán automáticamente los problemas
que ahora parecen más
espinosos. Los pequeños nacionalismos habrán dejado al descubierto la urdimbre
de pequeños egoísmos
burocráticos sobre los cuales bordan sus banderas. Tan pronto como el
Estado botín haya cedido el puesto al
Estado servicio, habrá desaparecido todo lo que hay de egoísta y miserable en el
celo de la soberanía, para que no
quede sino el espíritu de emulación, que no será ya obstáculo para que se
entienda y reconozca la profunda unidad
de los pueblos hispánicos, ni para que esa unidad encuentre la fórmula jurídica
con que se exprese ante los demás
pueblos, porque ya se habrá desvanecido el temor a que el Gobierno de otro
pueblo hispánico nos imponga
tributos, y la misma soberanía habrá dejado de ser un privilegio, para
convertirse en una obligación. Pero, por
supuesto, el Estado botín no es sino la expresión política de un sentido
naturalista de la vida, como el Estadoservicio
la de un sentido espiritual o religioso.
En la hora actual, no parece que exista poder alguno capaz de sobreponerse al
del Estado. La demagogia y el
sufragio universal conducen a la absorción creciente de las fuerzas sociales por
el Poder público. Pero no es muy
probable que pueblos cristianos se dejen aplastar por sus Estados, ni parece
posible que éstos sobrevivan a su
excesivo crecimiento, porque se desharán por sí mismos, cuando no puedan los
pueblos continuar sosteniendo sus
ejércitos de funcionarios. Desde ahora mismo debieran prepararse las minorías
educadas para aprovechar la
primera ocasión favorable, a fin de sujetar al monstruo y reducir las funciones
del Estado a lo que debe ser: la
justicia que armonice los intereses de las distintas clases, la defensa
nacional, la paz, el buen ejemplo y la
inspección de la cultura superior. Porque ese Estado de las democracias, pagador
de electores y proveedor de
empleos, no es sino barbarie, y hay que buscarle sucesor desde ahora.
Resumen
La crisis de la Hispanidad es la de sus principios religiosos. Hubo un día en
que una parte influyente de los
españoles cultos dejó de creer en la necesidad de que los principios en que
debía inspirarse su Gobierno fuesen al
mismo tiempo los de su religión. El primer momento de la crisis se manifiesta en
el intento de secularización del
Estado español, realizado por los ministros de Fernando VI y Carlos III. Ya en
ese intento pueden distinguirse,
hasta contra la voluntad de sus iniciadores, tres fases diversas: la de
admiración al extranjero, sobre todo a Francia
o a Inglaterra y desconfianza de nosotros mismos, la de pérdida de la fe
religiosa, y la puramente revolucionaria.
Al trasplantarse a América estos modos espirituales, destruían necesariamente
los fundamentos ideales del Imperio
español. No hemos de extrañarnos de que la guerra de la independencia fuera en
el Nuevo Mundo una guerra civil.
De una parte se alzaron contra los fermentos revolucionarios de la España
europea los criollos aristócratas y
reaccionarios; de otra parte, pelearon contra España, por temor a su posible
reacción, los americanos de ideas
revolucionarias.
Estos movimientos antiespañoles han buscado apoyo, de una parte, en el auge
industrial y político de las naciones
más hostiles a España, que ha hecho creer a numerosos intelectuales
hispanoamericanos que eran modelos más
dignos de imitación que la "atrasada" madre patria, y de otra parte, en el
interés de fomentar a toda costa la
independencia de Estados nacionales, proveedores de empleos para todos y,
especialmente, para las clases
educadas.
Pero todos estos aspectos de la crisis de los pueblos hispánicos pueden
considerarse como históricos y pasados,
aunque continúen influyendo en la realidad presente:
Primero, porque el valor de España y de su civilización está siendo reivindicado
por todos los historiadores
imparciales de alguna perspicacia.
Segundo, porque en todo el Occidente está volviendo a recobrar la fe católica la
parte más excelsa de la grey
intelectual. Una confesión que satisface a un Maritain, a un Papini, a un
Chesterton o a un Max Scheler, no puede
ya parecer estrecha a ninguna inteligencia honrada.
Tercero, porque los pueblos que fueron hostiles a la tradición de España están
pasando por una crisis profunda, de
la que no sabemos si podrán salir, como no se guíen por principios de autoridad
y universalidad, análogos a los de
nuestra tradición.
Y cuarto, porque los Estados democráticos nacionales son, en todas partes,
demasiado costosos, y han de ser
sustituidos por nuevas concepciones del Estado, en que éste deje de ser visto
como usufructo nacional, para ser
considerado como un servicio y un honor, ya que entonces surgirá espontáneamente
la federación o confederación
de todos los Estados hispánicos, aunque fuera preciso reconocer alguna norma y
designar alguna autoridad, para
evitar que exploten a sus pueblos...
El dilema de ser o valer
Sería mucha pretensión imaginarse que al tratar de definir la Hispanidad nos
estemos aventurando "por mares
nunca de antes navegados". El tema de la patria, de la nación o de la "ciudad"
es tan antiguo como la cultura. El
intento de definirlo, sin embargo, tropieza con dificultades que aún no han sido
vencidas. Aquí los mapas nos
sirven de poco. Hasta hace pocos años figuraba en ellos Polonia como parte de
Rusia, Alemania y Austria, lo que
no la impedía seguir siendo Polonia. La India es una de las colonias de
Inglaterra, lo que no quita para que ningún
inglés admita a un indio entre sus compatriotas. Y la Hispanidad aparece
dividida en veinte Estados, lo que no
logra destruir lo que hay en ellos de común y constituye lo que pudiera
denominarse la hispanidad de la
Hispanidad. Si este espíritu de las naciones o de los grupos nacionales fuera
tan visible y evidente como el
Ministerio de la Gobernación o la Dirección de Seguridad, no habría problema.
Pero algo eludible y fugitivo debe
de haber en su constitución cuando tantos españoles e hispanoamericanos de aguda
inteligencia pueden vivir como
si no existiera. Esa mariposa volandera es lo que quisiéramos apresar entre los
dedos, para mirarla con
detenimiento.
Este es un tema de tal naturaleza, que en cuanto se nos quiere simplificar se
nos escapa. Cuando un joven francés
de talento, como M. Daniel Rops, nos dice en su libro último Les années
tournantes, que: "La patria no es un
Moloch...Es un ser de carne y de sangre, de nuestra carne y nuestra sangre", no
se sabe si M. Rops ha meditado
bien las consecuencias de su aserto, porque si la Patria es un ser de carne y
sangre, como sólo metafóricamente se
puede hablar de la carne y la sangre de Francia, mientras que la carne y la
sangre de los franceses son de una
realidad indiscuti ble, resultará que Francia no es más que un nombre y que no
hay más realidad que la de los
franceses, con lo que se suprime la cuestión, que consiste precisamente en
esclarecer en qué consiste la esencia de
las naciones, la esencia de Francia. De las palabras de M. Rops se deduciría que
no existe y que el patriotismo de
los franceses no les obliga más que a ayudarse unos a otros, lo que es
insuficiente, porque esta ayuda mutua puede
ser muy cómoda para los que la reciben, pero muy incómoda para los que la dan,
lo que hará probablemente
preguntarse a éstos por la razón de que se hayan de sacrificar por sus hermanos,
y a esta pregunta ya no hay
respuesta, porque la razón de los deberes de solidaridad de los compatriotas ha
de buscarse en la autoridad superior
de la Patria, de la misma manera que las obligaciones de hermandad de los
hombres dependen de la paternidad de
Dios.
Esta autoridad superior de la Patria sobre los individuos es lo mismo que quiso
expresar nuestro Cánovas con su
magnífica sentencia: "Con la Patria se está con razón y sin razón, como se está
con el padre y con la madre." Sólo
que estas palabras no se deben entender literalmente, sino en su sentido
polémico. Lo que quería decir Cánovas es
que se debe estar con la Patria, porque de hecho su discurso se dirigía también
a algunas gentes que no estaban
conformes con su política ni con su sentido de la Patria. Quizás penetrara mejor
en el espíritu de las naciones
Mauricio Barrés al definirlas como "la tierra y los muertos", aunque tampoco se
le ha de entender al pie de la letra,
porque en ese caso describirían sus palabras más la esencia de un cementerio que
la de una nación. Los muertos de
Barrés no son los cadáveres, sino las obras, las hazañas, los ideales de las
generaciones pasadas, en cuanto marcan
orientaciones y valores para la presente y las que han de sucederla.
Pero lo mismo estos conceptos que el de D. Antonio Maura, cuando decía que "la
Patria no se elige", envolvían
cierta confusión entre la región de los valores y la de los seres, que conviene
desvanecer de una vez para siempre,
precisamente para que no se frustren los propósitos patriotas que animaban a tan
excelsas personalidades, ya que lo
mismo Cánovas que Maura que Barrés concibieron su patriotismo en disputa con los
antipatriotas o los tibios, que
no querían se sacrificaran intereses particulares en aras de una patria
demasiado exigente. Así también se escriben
estas páginas pensando en los muchísimos españoles e hispano americanos de
talento que han perdido el sentido
de las tradiciones hispánicas, pero de ningún modo hemos de decirles, como
Cánovas, Maura o Barrés, que tienen
que estar de todos modos con la tierra y los muertos, sea su voluntad la que
fuere, y que este es un hecho que está
por encima del albedrío individual, aunque haya en este argumento su parte de
verdad, porque es evidente, de otra
parte, que el hecho de que aquellas gentes talentudas se coloquen frente a las
tradiciones de su madre Patria o
continúen ignorándolas, es por sí mismo prueba plena de que se pierde el tiempo
diciéndoles que tienen que estar
donde no están, como lo perdería el que dijese a ciegos, cojos o sordos que los
hombres no pueden ser ciegos, ni
cojos, ni sordos, y lo único que probaría es que estaba confundiendo el ideal
con la realidad. Ahora bien: mentes
esclarecidas no caerían en esta confusión si no fuera porque se trata de una
materia en la que se entrelazan
íntimamente el mundo del ser y el de los valores. Por eso es posible que un
espíritu tan fino como el de M. Charles
Maurras, en su Diccionario Político y Crítico, siga a nuestro Cánovas al
considerar la Patria como un ser de la
misma naturaleza que nuestro padre y nuestra madre. He aquí sus palabras:
"Es verdad; hace falta que la Patria se conduzca justamente. Pero no es el
problema de su conducta, de su
movimiento, de su acción el que se plantea cuando se trata de considerar o de
practicar el patriotismo, sino la
cuestión de su ser mismo, el problema de su vida o de su muerte. Para ser justa
(o injusta) es preciso primero que
sea. Es sofístico introducir el caso de la justicia, de la injusticia o de
cualquier otro atributo de la Patria en el
capítulo que trata solamente de su ser. Hay que agradecer y honrar al padre y a
la madre, independientemente de su
título personal a nuestra simpatía. Hay que respetar y honrar a la Patria,
porque es ella, y nosotros somos nosotros,
independientemente de las satisfacciones que pueda ofrecer a nuestro espíritu de
justicia o a nuestro amor de
gloria. Nuestro padre puede ir a presidio; hay que honrarle. Nuestra patria
puede cometer grandes faltas; hay que
empezar por defenderla, para que esté segura y libre. La justicia no perderá
nada con ello, porque la primera
condición de una patria justa, como de toda patria, es la de existir, y la
segunda, la de poseer la independencia de
movimiento y la libertad de acción, sin las cuales la justicia no es más que un
sueño."
Con los sentimientos que inspira a M. Maurras podemos simpatizar de todo
corazón, sin asentir a sus palabras, ni
mucho menos compartir sus conceptos. Francia es un país central, que ha estado
en todo tiempo rodeado de
pueblos poderosos, a veces rivales y enemigos suyos. Los franceses han tenido
que vivir desde hace bastantes
siglos en constante centinela. Para resistir el ímpetu de estos vecinos han
necesitados unirse íntimamente. Y por
ese puede decir M. Maurras, en otra cláusula de su artículo, que: "El amor de la
Patria pone de acuerdo a los
franceses: católicos, librepensadores o protestantes; monárquicos o
republicanos. La Patria es lo que une, por
encima de todo lo que divide." Pero hasta en Francia hace falta predicar
constantemente el patriotismo, y por eso
pide M. Maurras que se conjure al Estado "a enseñar la Patria, la Patria real,
concreta, el suelo sagrado en donde
duermen los huesos de los padres y la semilla de los nietos, los siglos
encadenados de la historia de Francia y las
perspectivas de nuestra civilización venidera"; y añade que " la enseñanza de la
Patria es la enseñanza y la defensa
del nombre, de la sangre, del honor y del territorio francés." También tiene
Francia sus antipatriotas. Contra ellos
se yergue vigoroso, legítimo, inexpugnable, el ideal nacionalista.
Para defender la patria francesa contra sus enemigos externos e internos, M.
Maurras cree conveniente alzar la
categoría suprema de su pensamiento, que probablemente, en su filosofía
positivista, es la de la realidad, la de la
sustancia tangible y ponderable. Por eso dice que antes de la justicia o de la
injusticia está el ser, lo que en los
términos de nuestro modo de pensar equivale a afirmar la primacia o superioridad
del ser sobre el valer. Ahora
bien: al decir que la Patria es un ser positivo, que ha de defenderse a toda
costa, M. Maurras está diciendo algo que
coincide con el pensar común de los hombres, sobre todo en países como Francia,
que han sufrido diversas
invasiones en estas generaciones y donde la defensa nacional constituye una de
las mayores preocupaciones de los
hombres públicos y buen número de ciudadanos. Todo parece comprobar la idea de
que la Patria es un ser: ahí
están el territorio, la población, con sus características corpóreas, el
lenguaje propio, los recuerdos personales de la
última guerra, las memoria verbales y escritas de las guerras anteriores. De
otra parte, esta filosofía, que hace
preceder el ser a los valores, se acopla sin esfuerzo al sentir ordinario que
supone que también en los hombres es
anterior el ser a las obras de mérito o desmérito de que se hagan responsables
en su vida. Este modo corriente de
pensar halla su confirmación en las teorías evolucionistas, que hacen creer en
la existencia de hombres y acaso de
sociedades humanas anteriores a toda cultura, a toda obra del espíritu.
Innecesario añadir que en la actualidad hay
muchos millones de hombres que son evolucionistas, y aun darvinianos, sin tener
una idea precisa de lo que se
significa con esas palabras. Se trata de ideas que están en el aire, como la
interpretación marxista o económica de
la historia, lo que no quiere decir que sean verdaderas.
Porque también hay otra filosofía que supone que el espíritu es anterior a todo,
y que en la ontología de la nación o
de la Patria, el valor es anterior al ser. En Francia, por ejemplo, es también
posible suponer que nació la patria
francesa el día en que Clodoveo, rey de los francos, hizo de París su capital y
adoptó la religión cristiana, porque
entonces se efectuó la infusión de la ley sálica sobre sucesión de tierras en el
derecho romano y el canónico, la del
espíritu militar germánico en la civilización latina, la de un acento nórdico en
una lengua romana y la de la religión
católica en el espíritu racista y aristocrático de los pueblos septentrionales.
Antes de Clodoveo no veo en el país
vecino sino tierras y razas, elementos que contribuyen a formar la patria
francesa, pero que no son todavía Francia.
Francia surge con la amalgama físico espiritual, que hace el rey Clodoveo, de
elementos nórdicos, meridionales y
universales, amalgama que tiene que ser de gran valor humano, porque su armonía
y resistencia se han probado en
el curso de mil cuatrocientos años de historia, al cabo de los cuales sigue
siendo Francia la misma esencialmente, y
aún parece dispuesta a resistir otros catorce siglos el oleaje del tiempo.
Al decir esto no se pretende resolver desde luego el problema de si el ser de
las naciones es anterior a su valor o si
es su valor, por el contrario, lo que crea y conserva su existencia. Lo que se
afirma es que hay en ello una cuestión
genérica, es decir, relativa a todas las naciones, que ha de esclarecerse antes
que la específica de la Hispanidad. Y
para precisarla mejor se ha de empezar por dejar establecido que en todas las
naciones el patriotismo es complejo y
se refiere al mismo tiempo al territorio, a la raza y a los valores culturales,
tales como las letras y las artes, las
tradiciones, las hazañas históricas, la religión, las costumbres, etc. El
patriotismo del hombre normal se dirige al
complejo de todo ello: territorio, raza y valores culturales. Ama el territorio
natal porque es el que le ha nutrido, y
su propio cuerpo viene a ser un pedazo de la tierra nativa. Quiere a las gentes
de su raza porque son también
pedazos de su tierra y se le parecen más que las de otros países, por lo cual
las entiende mejor. Aprecia más que
otros los valores culturales patrios porque su alma se ha criado en ellos y los
encuentra más compenetrados con su
tierra, su gente y el alma de su gente que los de otras naciones. Pero en este
afecto hacia la territorio, la raza y los
valores hay sus más y sus menos. Los pueblos quieren más el territorio y la
raza; las gentes cultivadas, los valores.
Entre los pueblos, el patriotismo de los nórdicos ingleses, alemanes,
escandinavos es más racial que territorial; el
de los latinos, más territorial. Entre los mismos españoles, el sentimiento de
los catalanistas es más territorial que
racial, mientras que el de los bizcaitarras, más racial que territorial. El
hombre medio considera como su Patria el
complejo de territorio, raza y valores culturales a los que pertenece, y no se
pone a discurrir que lo constituyen
elementos heterogéneos, de los cuales unos son "ónticos": el territorio y la
raza, mientras que los culturales son
espirituales o valorativos. Pero de esta heterogeneidad surge el problema.
El pensador y a veces también el político, el escritor y todo el que intente
ejercitar alguna influencia sobre sus
compatriotas tiene que preguntarse si en este complejo de la patria es lo
primero y más fundamental el territorio,
la raza o los valores culturales. ¿Cómo vamos a poner en tela de juicio el ser
del Quijote o el de la batalla del
Salado? No se trata de eso, sino de comprenderlos, para fijar su orden genético,
para lo cual hay que dilucidar si el
ser de la Patria, mezcla de elementos ónticos o de los valorativos, surge de sus
elementos ónticos o de los
valorativos. La consecuencia práctica de adoptar una u otra solución será de
inmensa trascendencia, como hemos
de ver más adelante. Se trata de uno de los máximos dilemas que pueden
presentársenos en la bifurcación de los
caminos: el de la primacía del valor o la del ser. En último término, hay que
elegir entre pensar que en el principio
era el Verbo, como dice San Juan, y que "el Espíritu de Dios flotaba sobre las
aguas", como describe el Génesis, o
suponer que nuestro verbo y conciencia y presunciones morales emergen
inexplicablemente de la "tierra desnuda y
vacía y de las tinieblas sobre el haz del abismo"... Pero la cuestión de la
Patria no es tan complicada y será resuelta
sin gran dificultad.
La Patria es espíritu
Digamos, desde luego, que antes de ser un ser, la patria es un valor, y, por lo
tanto, espíritu. Si fuera un ser del que
nosotros formáramos parte, no podríamos discutirla, como no discutimos sus
elementos ónticos. Cada uno ha
nacido donde ha nacido y es hijo de sus padres. Por lo que hace a los elementos
ónticos, el Sr. Maura tenía razón:
"la patria no se elige". Pero la patria es, ante todo, espíritu. Y ante el
espíritu es libre el alma humana. Así la hizo
su Creador.
España empieza a ser al convertirse Recaredo a la religión católica el año 586.
Entonces hace San Isidoro el elogio
de España que hay en el prólogo a la Historia de los godos, vándalos y suevos:
"¡Oh España! Eres la más hermosa
de todas las tierras... De ti reciben luz el Oriente y el Occidente..." Pero a
los pocos años llama a los sarracenos el
Obispo don Opas y les abre la puerta de la Península el Conde D. Julián. La
Hispanidad comienza su existencia el
12 de octubre de 1492. Al poco tiempo surge entre nuestros escritores la
conciencia de que algo nuevo y grande ha
aparecido en la historia del mundo. Pero muchos de los marinos de Colón hubieran
deseado que las tres carabelas
se volvieran a Palos de Moguer, sin descubrir tierras ignotas. Con ello se dice
que la patria es un valor desde el
origen, y por lo tanto, problemática para sus mismos hijos, como el alma, según
los teólogos, es espiritual desde el
principio, ab initio.
Antes de la hazaña creadora de la patria hay ciertamente hombres y tierra, con
los que la hazaña crea la patria, pero
todavía no hay patria. Hasta que Recaredo no deparó el vínculo espiritual en que
habían de juntarse el Gobierno y
el pueblo de España, aquí no había más que pueblos más o menos romanizados y
sujetos a un Gobierno godo, al
que tenían que considerar como extranjero y enemigo. Gobernantes y gobernados
habitaban la misma tierra,
comunidad insuficiente para constituir la patria. Pero desde el momento en que
los gobernantes aceptaron la fe,
que era también la ley, de los gobernados, surgió entre unos y otros el lazo
espiritual que unió a todos sobre la
misma tierra y en la misma esperanza. Los hombres, la tierra, los sucesos
anteriores, la conquista y colonización
romanas, la misma propaganda del Cristianismo en la Península no fueron sino las
condiciones que posibilitaron la
creación de España. Tampoco sin ellas hubiera habido patria, porque el hombre no
crea sus obras de la nada. Pero
la patria es espíritu; España es espíritu; la Hispanidad es espíritu: aquella
parte del espíritu universal que nos es
más asimilable, por haber sido creación de nuestros padres en nuestra tierra,
ahora llena de signos, que no cesan de
evocarlo ante nuestras miradas.
La patria es espíritu como lo es la proposición de que dos y dos son cuatro, y
esta es la razón de que nos
equivoquemos tan a menudo en las cuentas. También es espíritu el principio que
dice que, de dos proposiciones
contradictorias, una, por lo menos, es falsa, lo que no impide que
frecuentemente, sin darnos cuenta de ello,
sigamos sobre un mismo asunto dos corrientes contradictorias de pensamiento.
Toda la ciencia no es sino uno de
los modos universales del espíritu. Pero ocurre, además, que el alma, "nuestra
alma intelectiva es por sí y
esencialmente la forma del cuerpo humano", como enseña Santo Tomás, y es
artículo de fe desde los tiempos del
Concilio de Viena de 1312, por lo que su formación y educación y salvación están
ligadas también a las
condiciones tempo espaciales de su cuerpo, que es la razón de que desde el
principio de los tiempos la Historia
Universal sea la historia de los distintos pueblos y cada uno de ellos aprenda
mejor la lección del holocausto en la
vida de los propios héroes, que se sacrificaron por defender sus gentes y su
tierra, que en la de los héroes de otros
pueblos.
Como las obras de nuestros mayores han formado o transformado el medio físico y
espiritual en que nos criamos,
nos son también más fácilmente comprensibles que las de otros países. La patria
es un patrimonio espiritual en
parte visible, porque también el espíritu del hombre encarna en la materia, y
ahí están para atestiguarlo las obras de
arte plástico: iglesias, monumentos, esculturas, pinturas, mobiliario, jardines,
y las utilitarias, como caminos,
ciudades, viviendas, plantaciones; pero en parte invisible, como el idioma, la
música, la literatura, la tradición, las
hazañas históricas, y en parte visible e invisible, alternativamente, como las
costumbres y los gustos. Todo ello
junto hace de cada patria un tesoro de valor universal, cuya custodia
corresponde a un pueblo. Puede compararse,
si se quiere, al original de un libro antes de haberse impreso y cuando su autor
trabaja en él. Ella, naturalmente,
mientras: "No es Babilonia, ni Nínive, enterrada en olvido y en polvo". Mejor
fuera decir que cada patria es un
melodía inacabada, que cada hombre conoce y siente más o menos, en proporción de
su memoria y su afición. Hay
almas que recuerdan muchos más compases que las otras y las que mejor se saben
la música ya oída suelen ser las
que más intensamente anhelan la que les falta oír y las más capaces de
componerla.
Al decir que la patria es una sinfonía o sistema de hazañas y valores culturales
queda rechazada la pretensión que
desearía fundar las naciones exclusivamente en la voluntad de los habitantes de
una región cualquiera, ya
constituidos en Estado independiente o deseoso de hacerlo. Al término de la
guerra europea se intentó modificar
con arreglo a este principio, la geografía política de la nueva Europa. Fue el
Presidente de los Estados Unidos, Mr.
Wilson, quién dedicó a esta finalidad cinco de los Catorce Puntos que propuso a
los beligerantes, olvidándose
quizás, de que su país libró la más sanguinarias de sus guerras al sólo efecto
de impedir que se salieran con la suya
los Estados del Sur, que quisieron vivir de propia cuenta. Así han surgido las
repúblicas de Estonia y de Livonia y
caído en la miseria las poblaciones del antiguo Imperio austro húngaro. Y es que
si las naciones no se basan más
que en la voluntad, pueden triunfar los cantonalismos más absurdos. Vitigudino
proclamará su independencia y
hasta es posible que los pueblos vecinos la reconozcan, si están poseídos de la
doctrina de que los derechos a la
soberanía sólo se basan en la voluntad de quién los alega. Solo que los pueblos
mudan de parecer y luego ocurre
que sólo se mantienen las nacionalidades que pueden defenderse contra la
ambición de sus vecinos, que también
suelen ser las que encarnan algún valor de Historia Universal, cuya conservación
interesa al conjunto de la
humanidad.
En Francia tiene muchos adeptos la explicación voluntarista de las
nacionalidades. La frase de Renan que
considera las naciones como "plebiscitos permanentes", le incluye entre los
voluntaristas. M. Boutroux ha tratado
de sistematizar este pensamiento diciendo que la unidad de la nación está
constituida "por la voluntad común,
consciente y libre de los ciudadanos de vivir juntos y formar una comunidad
política". Peor a este intento de
definición ha podido objetar triunfalmente el alemán Max Scheler que no tiene
sentido decir que la unidad de una
persona espiritual colectiva consiste en la voluntad consciente y libre de sus
partes, porque así no se constituye
persona alguna. Si las partes de la nación, los individuos, son personas es
precisamente porque su unidad no
depende de "la voluntad consciente y libre" de las células que las constituyen.
Sólo que al dar su solución frente a
la doctrina de Bountroux, cae Max Scheler en un misticismo colectivista de
aceptación difícil para una mente
clara. Porque en su opúsculo:"Nation und Weltanschauung", escribe:
"La nación es una persona colectiva espiritual que convive originariamente en
todos sus miembros (es decir, en sus
familiares, linajes, y pueblos, porque los individuos no son nunca miembros) y
ello de tal manera que lo que forma
la esencia moral de la nación no es la responsabilidad de las voluntades
individuales que pertenecen a ella, sin la
solidaria responsabilidad original de cada miembro en la existencia, el sentido
y el valor del conjunto."
En esta definición se salva el escollo de reducir la nación a un acto de
voluntad coincidente de los individuos, pero
se crea, en cambio, una responsabilidad colectiva de los linajes y los pueblos,
que sólo puede tener carácter
metafórico, como la sangre y el cuerpo de Francia, de que nos ha hablado M.
Daniel Rops, porque la verdad es que
no conocemos más responsabilidad que la de los individuos. Tal vez fuera
deseable que todas las familias se
sintieran responsables de los destinos de un pueblo, pero son muy contadas
aquellas cuyos miembros sienten todos
la patria de la misma manera. Lo que haca Max Scheler es imaginar un alma
colectiva, a la que Renan hubiera
querido enriquecer dotándola de conciencia propia. El pasaje de Renán se
encuentra en el capítulo de "Sueños", de
sus "Diálogos filosóficos":
"Las naciones, como Francia, Alemania, Inglaterra, las ciudades, como Atenas,
Venecia, Florencia, París, actúan
como personas que tienen carácter, espíritu, intereses determinados; se puede
razonar acerca de ellas como de una
persona; tienen, como los seres vivos, un instinto secreto, un sentimiento de su
esencia y de su conservación, al
punto que, independientemente de la reflexión de los políticos, una nación, una
ciudad, pueden compararse a los
animales, tan ingeniosos y profundos cuando se trata de salvar su ser y de
asegurar la perpetuidad de su especie...
La célula es ya una pequeña concentración personal: al consonarse juntas varias
células, forman una conciencia de
segundo grado (hombre o animal). Al agruparse las conciencias de segundo grado
forman las conciencias de tercer
grado: conciencias de ciudades, conciencias de Iglesias, conciencias de
naciones, producidas por millones de
individuos que viven la misma idea y tienen comunes sentimientos."
Es un razonamiento que cae por su base cuando uno se pregunta si es verdad que
la conciencia que Renan llama de
segundo grado, la del hombre, se crea por la consonancia de las células y cuando
se reflexiona que tampoco es
cierto que se formen conciencias de ciudades o de naciones al agruparse los
individuos. No hay almas colectivas.
No hay conciencias colectivas. Lo que hay es valores colectivos cuya
conservación interesa a los individuos y a las
familias y a los pueblos. Maeterlinck ha escrito que: "Los hombres, como las
montañas, sólo se unen por la parte
más baja. Lo más elevado que poseen se eleva solitario al infinito". Este dicho
no es del todo cierto. Cuando rezan
juntos unos cuantos hombres se están uniendo por la parte más alta. Pero,
entendámonos, lo que se une de ellos son
las finalidades de sus almas y no las almas mismas. Las almas no se unen entre
sí; se unen en Dios o se unen en la
patria. Mientras peregrinan por el mundo no pueden unirse en almas superiores,
porque no hay en la tierra almas
superiores a la humana. En el acto de la oración nuestra alma se eleva
solitaria: "sola cum solo". Sólo de Dios
espera la salud. De los santos no pedimos más que la intercesión. Y tampoco hace
falta considerar a la patria como
una diosa, para vivir y morir por ella. Nadie reza a su patria, pero todos
estamos obligados a rezar por ella y de
hecho rezamos, aunque sin darnos cuenta de ello, cuando pedimos el pan de cada
día, porque de la patria lo
recibimos casi siempre, lo mismo el del cuerpo que el del alma.
Por eso es insuficiente el patriotismo que sólo se refiere a la tierra o a
nuestros compatriotas, aunque sea muy
provechoso estimularlo todo lo posible. Es cosa excelente que los hombres se
enternezcan el recuerdo del pasaje
natal, que crean que las mujeres de su tierra son las más hermosas del mundo,
que cifren su confianza en la
honradez y virtudes de sus compatriotas y que estén seguros de que no hay
alimento comparable a los de su región.
También son valores los biológicos, aparte de que contribuyen a la felicidad de
cada pueblo. Hasta pudiera decirse
que con la conciencia de estos valores biológicos se forma el patriotismo de la
patria chica, de la región nativa.
Pero lo que forma la patria única es un nexo, una comunidad espiritual, que es
al mismo tiempo un valor de
Historia Universal. Imaginémonos un territorio habitado por gentes heterogéneas,
sin unidad de lenguaje ni de
ideales. Pues no constituirán una patria. Pensemos que están unidas por un
espíritu de mutua defensa y por lazos de
consanguinidad, pero no por la conciencia de valor universal alguno. Pues serán
una tribu, pero no una patria,
porque un día vendrán gentes que tengan verdaderamente patria y hablarán a la
parte superior del alma de estos
cabileños y los incorporarán a su nación. La patria se hace perdóneseme si lo
repito con gentes y con tierra, pero
la hace el espíritu y con elementos también espirituales. España la crea
Recaredo al adoptar la religión del pueblo.
La Hispanidad es el Imperio que se funda en la esperanza de que se puedan salvar
como nosotros los habitantes de
las tierras desconocidas. Los elementos ónticos, tierra y raza, no son sino
prehistoria, condiciones sine qua non. El
ser empieza con la asociación de un valor universal o de un complejo de valores
a los elementos ónticos. Toda
patria, en suma, es una encarnación.
El valor de la patria es anterior al ser. Aquí también han de entenderse las
cosas a derechas. Desde un punto de
vista cronológico es evidente que nada del ser es anterior al ser. Pero el
nacimiento de la patria se debe a una idea
que se expresa en un acto y el mantenimiento de la patria es un sistema de
ideas, expresadas también en actos, que
se acumulan en apoyo de la idea originaria o de lo que haya de esencial en ella.
En sus "Diálogos filosóficos" dice
Renán: "Yo creo, en efecto, que hay una resultante del mundo, una capitalización
de los bienes de la humanidad y
del universo, que se forma por acumulaciones lentas y sucesivas, con enormes
desperdicios, pero con un
acrecentamiento incesante, como en la nutrición del adolescente". Añade que sólo
dura lo que se hace por el ideal
y que anula el resto: "Como los egoísmos rivales se hacen en el mundo un
contrapeso exacto, no queda para crear
un efecto útil más que la suma imperceptible de la acción desinteresada". La
patria es también una acumulación de
todas las actividades que la crean, sostienen engrandecen. Lo que no puede
sostenerse es que sea una acumulación
incesante o fatal. Renan supone con plácido optimismo que los actos egoístas se
contrapesan con exactitud. Lo
supone, pero no lo demuestra, ni la experiencia lo confirma. Lo que la Historia
Universal nos dice es que las
naciones se engrandecen por acumulaciones sucesivas de acciones valiosas, que
aumentan su valor original, pero
que disminuyen y se disipan con las ruindades colectivas y los vicios
individuales. El ser de las patrias se funda en
el bien y en el bien se sostiene, no en ninguna clase de "sagrado egoísmo
nacional". Los actos generosos, la
contribución de cada pueblo al universal crecimiento del espíritu, es lo que le
vale el fervor de sus hijos y aun el de
los amigos que le sostendrán en la hora de la necesidad. Y si es cierto que la
justicia internacional no prevalece
siempre de momento, tampoco las injusticias pueden durar perpetuamente. Al cabo
de tres siglos y medio de
difamaciones, vemos rehabilitarse la memoria de Felipe II y con ella el buen
nombre de España. No durará tanto la
popularidad de las naciones que se dejan guiar por el egoísmo en sus relaciones
con el resto del mundo y procuran
después cubrir su desamor con la propaganda de mentiras o de lemas sonoros, pero
sin ningún significado.
El deber del patriotismo
La patria es espíritu. Ello dice que el ser de la patria se funda en un valor o
en una acumulación de valores, con los
que se enlaza a los hijos de un territorio en el suelo que habitan. Y añadimos
que con esta definición se aseguran,
en la esfera teórica, mejor que con ninguna otra, los deberes patrióticos, por
lo mismo que se los limita en su órbita
normal, al mismo tiempo que se resuelven satisfactoriamente numerosos problemas,
que quedan insolubles en el
aire, lo mismo cuando sólo se atiende a los elementos ónticos de la nación: la
tierra o la raza, que cuando se funda
la patria en una tradición indefinida, es decir, en una tradición que no ha
discriminado lo bueno de lo malo.
La patria la crea un valor; en el caso de España, la conversión de Recaredo y de
la monarquía visigoda a la religión
del pueblo dominado. La patria se funda en el espíritu, es decir, en el bien. En
el bien se funda y en el bien se
sostiene, así como en el mal se deshace; y por eso no creo que pueda aseverarse
que la defensa de su ser sea
anterior a su justicia o injusticia. Cualquier acto de justicia, la fortalece,
cualquier injusticia la debilita. La gloria la
glorifica, la vergüenza, la avergüenza. En el mundo de la vida individual
permite Dios que prevalezca en algunos
casos la injusticia. También en la historia de los pueblos, pero sólo por corto
tiempo y ello con un propósito que
luego se vislumbra. El padre Vitoria tenía razón al afirmar que: "Cuando se sabe
que una guerra es injusta, no es
lícito a sus súbditos seguir a su Rey, aun cuando sean por él requeridos, porque
el mal no se debe hacer, y conviene
más obedecer a Dios que al Rey."
¿Negaremos con ello que tienen razón los que dicen que se ha de estar con la
patria como con el padre y con la
madre? Todo lo contrario. Se ha de estar con la patria como con el padre y con
la madre, pero los mandamientos de
la Ley no han de considerarse aislados, sino en su conjunto, en el compendio que
los reduce a dos: el de amar a
Dios y el de amar al prójimo. Se ha de estar con el padre, la que no quita para
que sea heroica la fuga del hijo del
ladrón, que huye de la tutela paterna porque no quiere que su padre le enseñe a
robar. El mandamiento que nos
pide honrar padre y madre supone que el padre y la madre se conducen como
corresponde a la dignidad espiritual
que la paternidad y maternidad implican. No se nos pide cumplir un mandamiento
para conculcar todos los demás,
sino que cada uno de los mandamientos, salvo el primero, que nos exige amar a
Dios, está condicionado por los
otros nueve. En el caso del padre Vitoria ha de tenerse en cuenta que se trataba
del primer maestro en teología
moral de su tiempo y que de entre sus discípulos salían los confesores de los
Reyes de España, que se contaban
entonces entre los poquísimos súbditos que conocían lo bastante los motivos de
cada guerra, para poder resolver en
conciencia sobre su justicia o injusticia. De hecho hay dos clases de hombres:
los gobernantes y los gobernados.
Los gobernantes están en la obligación de que su patria esté siempre al lado de
la razón, de la humanidad, de la
cultura, del mayor bien posible. Los gobernados no tienen normalmente razones
para poder juzgar a conciencia de
la justicia o injusticia de una guerra. Salvo evidencia de su in justicia, su
deber es obedecer las órdenes de su
Gobierno. Y aunque tengan algunas razones para creer sus órdenes injustas, si no
son suficientes para producir la
certidumbre, en caso de duda deben ir con los suyos. ¡En la duda, Señor, con los
nuestros!
A primera vista podrá parecer que a la patria le conviene siempre, con razón o
sin ella, el sacrificio de sus hijos.
Pero no es así. Y ello por dos razones. A la patria injusta se le pierde el
respeto y se acaba por perderle el cariño. Si
una nación mata y roba a otras, al solo objeto de engrandecerse, es inferior a
sus hijos, porque éstos deben estar
seguros de que su ser no mengua, sino que se agranda, cuando someten su albedrío
a su moralidad. Hombres
educados en una religión que nos enseña que Dios es amor, no puede rendir
homenaje a una patria que todo lo
exige sin dar nada. La patria Moloch no merece nuestro sacrificio, ni alcanza
nuestro afecto. Pero es que, además,
si no velan con todo cuidado los encargados de ello por ligar escrupulosamente
la causa de la patria a la del bien
universal, no solamente perderán para ella el afecto de sus hijos, sino que
suscitarán en contra suya enemistades
que, tarde o temprano, le serán perjudiciales y acaso funestas. Cuanto más noble
sea la conducta de la patria
nuestra, siempre que no sacrifiquen con ello sus intereses vitales, lo que sería
al mismo tiempo abandonar la causa
de la justicia, cuanto más generosamente proceda, cuanto más rica sea en
contenidos espirituales, tanto más la
amaremos sus hijos, tanto más numerosos serán fuera de ella sus admiradores y
amigos, tanto mayor su gloria,
tanto más fundados sus títulos al respeto y al aprecio universales.
Este concepto de las patrias como tesoros espirituales hace justicia a su
patente e indiscutible desigualdad. En las
teorías ónticas, cuando se ve la esencia de la nación en la tierra o en la raza
o en la tradición indefinida, es decir,
sea la que fuere, todas las patrias son iguales. Todos los hombres han de querer
o pueden querer con el mismo
cariño su tierra o su raza o su tradición. Lo mismo ocurre cuando se funda en la
"voluntad consciente y libre de los
ciudadanos". Tan respetable es la del bosquimano como la del francés o el
alemán. Pero todos sabemos que las
naciones son desiguales, no solo en poder, riqueza y población, sino en su mismo
ser. El patriotismo del cabileño o
del turquestánico no es el mismo que el del inglés o el italiano. El ser
nacional del salvaje o del bárbaro es mucho
más indefinido que el del hombre civilizado. A medida que la cultura va
multiplicando los vínculos nacionales se
intensifica el patriotismo de los hijos de las distintas nacionalidades. La
aparente intensidad del patriotismo en las
naciones nuevas encubre malamente el temor de que, por tratarse precisamente de
un patriotismo poco hecho,
puedan perderlo fácilmente sus hijos o, tal vez, no llegar a adquirirlo, si se
trata de inmigrantes o de hijos de
inmigrantes. Lo que se dice con ello es que la patria, como el patriotismo, es
un concepto gradual, y no absoluto,
que unas patrias son más patrias que las otras, y sus hijos más o menos
patriotas, según su cultura y la dirección de
su cultura, y que los miembros de las nacionalidades son más o menos activos o
pasivos, más o menos sujetos u
objetos de la historia, con lo cual la teoría no hace sino confirmarnos lo que
nos dice la evidencia.
Nuestra teoría hace también justicia a las diversas formas que puede adoptar el
sentimiento nacional y a su diversa
graduación jerárquica. Hay gentes que no llegan a sentir en la patria más que el
afecto de la tierra o de las gentes o
el acomodo a sus alimentos o costumbres. Sobre todo en estos siglos de
extranjerización, ha habido españoles
ilustres que, enamorados como estaban del cielo y del suelo patrios, de las
canciones populares, de los caballos, de
los vinos, de los cantares, de los bailes, no tenían, sin embargo, la menor
noticia de que la epopeya hispánica ha
sido tan importante para el mundo que, sin ella, no se explica la Historia
Universal, como lo demuestra el completo
fracaso del "Esquema de la Historia" de Mr. H. G. Wells, debido a su ignorancia
de la fe y de las obras de España.
El hombre es un complejo de cuerpo y alma. El patriotismo integral ha de
responder a esta complejidad. Es, pues,
necesario que gustemos y apreciemos la tierra, la gente, los productos, las
costumbres de la patria nuestra. Pero si
el patriotismo se refiere solamente a los elementos ónticos de la nacionalidad,
podría degenerar en una pasión, a la
que Lord Hugh Cecil negaba positivo valor espiritual. Es claro que Lord Cecil se
refería puramente a este
patriotismo del territorio y de la raza. Cuando se ama en la patria
preferentemente su acción y significación
espiritual, el patriotismo no es sólo una pasión, sino un deber, un mandamiento
de los más elevados, porque en el
amor al espíritu nacional amamos al Espíritu, que es Dios.
Pudiera decirse que el patriotismo de la tierra es el natural, y que suele ser
la ausencia y la nostalgia quienes nos lo
descubren. En los países de América se da frecuentemente el caso del joven
inmigrante español que, al cabo de
algunos años de residencia, siente que no puede seguir viviendo sin tomar
contacto con la tierra nativa. Será inútil
que se le diga que en el Continente americano hay muchas tierras y diversos
climas, que convendrán mejor a su
salud que el terruño nativo. Nuestro compatriota estará convencido de que lo que
necesita es el aire y el sol de su
provincia y de su pueblo, el trato de sus gentes, el pan de su infancia, aunque
sea más negro. Y ese patriotismo
irracional tendrá también razón. Pero hay también otro patriotismo, que conoce
el hombre que ha vivido, no sólo
con el cuerpo, sino con el espíritu, en países extranjeros, y estudiando sus
idiomas, y aprendido a manejarlos, y que
tal vez se ha labrado en ellos una posición y un nombre, y que también un día
siente que la vida del país extranjero
en donde habita fluye como al margen de su propia vida. En realidad,
probablemente no le importa tanto lo que en
él ocurre como los sucesos de su propia patria, lo que le hace, tal vez, un poco
distraído e impide que se entere de
cosas que en su país le hubieran apasionado, por lo que un día llega a la
conclusión de que el pan espiritual de otras
naciones no le aprovecha tanto como el de la propia, y no es final deseable para
un hombre de espíritu morirse
fuera de la patria, después de haber vivido algunos años en calidad de
extranjero distinguido, por lo que, aunque su
patria sea áspera y pobre y le regatee el salario y la fama, decide volver a
ella en busca del aguijón de los
problemas nacionales, sólo por que son los suyos propios y las raíces de su
patria.
Este es el patriotismo espiritual, más poderoso que el de la tierra y el de la
raza. Alemania es tal vez el país cuyos
hijos se desnacionalizan más fácilmente cuando viven en el extranjero. Lo
demuestra el inmenso número de ellos
que se hicieron ciudadanos norteamericanos o ingleses o belgas en tiempos de
mayor migración que los actuales.
Pero estos alemanes eran generalmente los que no habían pasado por las
Universidades y otras escuelas superiores,
y su desnacionalización se debía, probablemente, a que encontraban más
fácilmente la cultura de otros países que
la de el suyo propio, donde hasta los periódicos de gran circulación están
escritos por universitarios, al parecer, con
el propósito de que sean también universitarios sus lectores. En cambio, los
doctores germánicos no se acomodan a
país alguno que no sea germánico también. No soportan el destierro sino
obligados por la necesidad. Y ello es otra
prueba de que cuanto más intensa es la cultura, más desarrollado está el
espíritu nacional. La aparente excepción
de los misioneros que dedican la vida a la propaganda de la religión en países
salvajes o poco civilizados se explica
por el hecho de que no haya apenas misioneros que se contenten con propagar la
religión. Todos procuran difundir
y enaltecer el espíritu de la nación en que han nacido, y a su obra misionera
deben los países que los envían buena
parte de su influencia en el resto del mundo. Los intelectuales alemanes han
solido ser hasta ahora los menos
tocados de nacionalismo. Como escribe Federico Sieburg, en su "Defensa del
nacionalismo alemán", lo normal
entre ellos, aunque amaban los clásicos de su país, sus paisajes, sus cantos,
etc., es que no pensaban que tuvieran
que ocuparse especialmente de Alemania. Pero cuando han visto que les faltaban
los medios materiales, la
necesaria amplitud del territorio para mantener y acrecentar el patrio espíritu,
a surgido entre ellos un patriotismo
tan ardoroso y exaltado, que el mundo tendrán que hacer justicia a sus legítimas
reivindicaciones, si ha de evitar
gravísimos conflictos.
Con ello se dice que en el patriotismo espiritual incluye también el
territorial, porque en la tierra se hallan las
condiciones materiales de la posibilidad de que el espíritu realice su misión,
aparte de los signos y estímulos que la
obra de las generaciones anteriores ha puesto en ella. Pero no sería exacto
decir que el patriotismo territorial, en
cambio, es independiente del espiritual, porque el espíritu está presente en
todo, aunque dormido a veces. La
filosofía de Witehead nos dice que toda experiencia es bipolar. En lo físico se
apunta lo espiritual; en lo espiritual,
la tendencia a encarnar en lo físico. En todas las cosas se da también y al
mismo tiempo lo universal y lo particular.
Sustento de los hombres y a la vez materia moldeada, embellecida y formado por
su espíritu, la tierra en que las
patrias se asientan no es tampoco extraña al espíritu. Físicos contemporáneos,
como sir James Jeans. nos dicen que
también son espíritu los átomos. Lo esencial e importante para nosotros,
hombres, complejos de alma y cuerpo, es
que la obra espiritual realizada en nuestra tierra por gentes de nuestra raza,
cuya sangre corre por nuestras venas,
cuyo lenguaje expresa nuestras ideas, marca una ruta ideal que también es la
nuestra, no sólo porque dimos en ella
los primeros pasos en la vida y porque todo en torno suyo nos anima a la marcha,
sino porque fuera de ella somos
niños perdidos en el bosque.
Días pasados leía en el Paraninfo de la antigua Universidad de Alcalá los
apellidos de sus profesores más ilustres;
unos me eran conocidos; otros, no; todos ellos hombres que con sus escritos y
palabras habían tratado de abrir paso
al espíritu por las cabezas de sus discípulos. La mera lectura de sus nombres me
hacía estremecer de emoción.
¿Puede creer nadie que la obra de esos maestros se ha desvanecido por completo?
¿O que no significa para
nosotros nada distinto de las de sus contemporáneos de Oxford o Nápoles? ¿Que no
hay en nosotros modos y
esencias que tienen su origen en las tareas de los profesores de Alcalá? No se
diga que el signo del espíritu es la
universalidad. La maldad es tan universal como la bondad. Nadie sabe dónde ni
cuándo nació Satanás, ni tampoco
se fijó su imagen en el paño de ninguna Verónica. La bondad deja sus signos
individualizados en el espacio y en el
tiempo. La maldad, en cambio, es destructora, y no deja más señal que la nada.
Por donde pasa el caballo de Atila
no vuelve a nacer hierba.
El mejor maestro del patriotismo es San Agustín: " Ama siempre a tus prójimos, y
más que a tus prójimos, a tus
padres, y más que a tus padres, a tu patria, y más que a tu patria, a Dios",
escribe en "De libero arbitrio". "La patria
es la que nos engendra, nos nutre y nos educa... Es más preciosa, venerable y
santa que nuestra madre, nuestro
padre y nuestros abuelos", dice otro texto del mismo libro. "Vivir para la
patria y engrendar hijos para ella es un
deber de virtud", se lee en "La ciudad de Dios". "Pues que sabéis cuán grande es
el amor de la patria, no os diré
nada de él. Es el único amor que merece ser más fuerte que el de los padres. Si
para los hombres de bien hubiese
término o medida en los servicios que pueden rendir a su patria, yo merecería
ser excusado de no poder servirla
dignamente. Pero la adhesión a la ciudad crece de día en día, y a medida que más
se nos aproxima la muerte, más
deseamos dejar a nuestra patria feliz y próspera", escribe en una de sus cartas.
He aquí un sentido completo de la patria. La que engendra es la raza; la que
nutre, la tierra; la que educa, la patria
como espíritu, a la que se quiere tanto más cuanto más tiempo pasa, es decir,
cuanto más la conocemos. No es
meramente la tierra, como decía un anarquista que llevaba a su hijo a una
frontera, para hacerle ver que no hay
apenas diferencia entre una nación y otra. No es tampoco meramente un ser moral,
puesto que ha encarnado en los
habitantes de un territorio. Pero no es tampoco una conciencia colectiva, como
quisiera Renan. No es una
superalma. Es más que el Estado, porque éste puede sernos opresivo y explotador,
y no pasa de ser el órgano
jurídico y administrativo de la patria. En cierto modo, es inferior al hombre;
porque el hombre tiene conciencia y
voluntad, y la patria no las tiene. Pero le es superior, porque puede durar
sobre la tierra, porque debe durar, si lo
merece, hasta el fin de los tiempos, engendrando, nutriendo y educando a las
generaciones sucesivas, y el hombre
es efímero. No podría decirse, sin embargo, que el hombre ha sido hecho para la
patria; porque la verdad es que las
patrias han sido hechas para los hombres, para que los hombres puedan
espiritualizarse en esta tierra y no lo
conseguirán del todo si no dedican la existencia a procurar que merezca su
patria perdurar hasta el fin de los
tiempos, cosa que no se logrará si no la hacemos servir a la justicia y a la
humanidad.
El Estado no es Dios; la patria, tampoco. Debemos amarla, como San Agustín nos
dice, más que a todas las cosas,
después de Dios; pero, por su bien mismo, por su grandeza misma, no debemos
amarla por si misma, sino en Dios,
y sólo así, si nos sacrificamos individualmente por ella, y al mismo tiempo
empleamos nuestra influencia en hacer
que sirva a su vez los principios de la justicia universal y los intereses
generales de la humanidad, perdurará y
prosperará la nación nuestra. Pero si la convertimos en ley absoluta, y si nos
persuadimos o se persuaden sus
gobernantes de que los intereses del Estado tienen que ser justos por ser del
Estado, haremos con la patria lo que
con la mujer o con los hijos a quienes se lo consintamos todo por exceso de
amor, y es que los echaremos a perder.
Vivamos, pues, para la gloria e inmortalidad de la patria. No será inmortal si
no la hacemos justa y buena.
La tradición como escuela
"Donde no se conserve piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica,
grande o pequeña, no esperemos que
brote un pensamiento original, ni una idea dominadora." A propósito de esta
sentencia, acaso la más conocida de
Menéndez y Pelayo, me escribía hace años D. Miguel Artigas, que hay que fijarse
que en ella se asocian las
palabras "original" y "dominadora". Una idea original se puede producir en
cualquier ambiente, conserve o no la
herencia de lo pasado, pero sólo será dominadora si encuentra ya el camino
abierto para ella por una sucesión de
ideas que la sirvan de antecedente,
y ello por una razón: la de que en un pueblo se conservan como en depósito de
sentimiento los
pensamientos del pasado y que una idea no puede ser dominadora si no logra el
apoyo popular.
El Sr. Artigas me daba un ejemplo de esta tesis. Leyendo a Quevedo se encontró
con la idea de que la cualidad
dominante del "valido", es decir, del político, ha de ser el "desinterés". No
era una opinión particular, porque así
han pensado los españoles desde los tiempos más remotos, desde los de Viriato el
pastor y el rey Witiza, y en la
actualidad no alcanzan popularidad plena sino aquellos hombres públicos cuyo
desinterés es notorio y salen de las
posiciones más altas tan pobres como han entrado en ellas. Es natural que no
todos los españoles compartan este
sentimiento. Hay algunos que califican de "santonismo" esta preferencia del
desinterés sobre el talento, que tan
arraigada se halla en nuestro pueblo, pero a pesar suyo es un hecho que el
hombre público no es popular entre
nosotros si no sacrifica sus intereses privados al común. Como sepa vivir
dignamente su pobreza, después de
ocupar la Presidencia del Consejo de Ministros, se le perdonan muchas faltas,
incluso la de una verdadera
capacidad política, incluso la falta de visión, que, según el Libro de los
Proverbios, hace morir al pueblo. (Prov. 29,
18.)
Otras naciones no comparten esta exigencia nuestra. Mirabeau recibía dinero de
Luis XVI por sus informes, y ello
no quebrantaba su reputación entre los revolucionarios. Danton lo recibió no tan
sólo de Luis XVI, sino del Duque
de Orleans y del Gobierno de Inglaterra, y durante muchos años se le consideró
como "la encarnación del
patriotismo revolucionario y hasta del patriotismo a secas", como dice M.
Gaxotte, en su historia de la Revolución
francesa. Durante la gran guerra hemos visto formar parte del Gobierno de
diversas naciones a hombres
interesados en los contratos de aprovisionamiento, sin que se produjera
escándalo. Y, sin embargo, el pueblo
español tiene razón. El hombre público ha de ocuparse de los intereses
generales, y no de los particulares suyos.
No es sólo la tradición nuestra la que ha sentido que había oposición entre unos
y otros. Horacio ensalza aquellos
tiempos viejos, en que eran pequeñas las rentas de los particulares, pero
grandes las de la comunidad:
Privatus illis census erat brevis,
Commune magnus.
Y, de otra parte, es imposible atender al mismo tiempo los cuidados particulares
y los públicos. La política es
absorbente. Al hombre dado a ella no le debe quedar tiempo para pensar en sí.
He aquí, pues, un sentimiento tradicional que nos sirve de guía orientadora en
la elección del caudillo político. Tal
vez nos prive, en algún caso excepcional, de un buen estadista, aunque cuidadoso
de sus bienes privados. En la
generalidad de los casos el índice del egoísmo se nos revelará contrario al del
valor político. Y de todos modos
sabremos siempre que la virtud del desinterés servirá de pedestal al caudillo y
que, en caso de que le falte, habrá
que vencer cierta resistencia para hacerle popular. Pero si el caudillo se
amolda a esta antigua predilección popular,
podrá emplear en su obra de estadista la energía que en otro caso hubiera
necesitado para adquirir la indispensable
popularidad. Con lo cual queda evidenciado que el carácter original y dominador
de su obra dependerá, en buena
parte, de su adecuación a las condiciones exigidas por "la herencia de lo
pasado".
Otro ejemplo de la utilidad inmensa que puede derivarse de la tradición, cuando
se la acepta como escuela, lo
encontramos en la justicia y en su administración. No cabe duda de que ambas
fueron excelentes en España
durante siglos. El paradigma de Isabel la Católica recorriendo a caballo las
vastedades de su reino, para presidir los
juicios de la Santa Hermandad, hizo que nuestra Monarquía concediera durante
siglos esencial importancia a la
justicia. Y hoy reconocen los historiadores que no fue en vano. El inglés David
Loth, en su biografía de Felipe II,
confiesa sin reparos que en España se gozaba de más seguridad de vida y hacienda
que en ningún otro país
europeo. Lo mismo dice el crítico Cervantes en su "Persiles". El jurisconsulto
argentino D. Enrique Ruiz Guiñazú
ha dedicado una obra capital, "La Magistratura indiana", a demostrar que las
Audiencias americanas fueron
organismo principal de la obra civilizadora de España y de que sus grandes
privilegios se debían a que todos los
reyes de Castilla tenían especial cuidado en recordar a virreyes y arzobispos
que los oidores de sus Audiencias
representaban inmediatamente a la persona real y encarnaban su autoridad
primera. En caso de vacar los
virreinatos, eran las Audiencias las que gobernaban el territorio y este
privilegio de la justicia no fue abolido hasta
1806, en vísperas ya de la separación. A partir de esta fecha, ninguno de los
pueblos hispánicos se ha distinguido
por la excelencia de su administración de justicia. ¿Qué es lo que ha cambiado
desde entonces?
En su estudio sobre el padre Vitoria, escribe el padre Menéndez Raigada, obispo
de Tenerife: "Trasponiendo la
materialidad de las normas jurídicas, efímeras e imperfectas como obra humana
que son, es como Vitoria ha
podido desentrañar la médula de la verdadera juridicidad; remontándose a las
cumbres de la Moral, es como ha
podido dominar el panorama jurídico y descender luego con pie seguro para abrir
al Derecho sus legítimos cauces;
buceando en la naturaleza humana y arrancando sus bloques de la cantera del
Derecho natural, es como ha podido
construir su ciclópeo castillo del Derecho de gentes." Pero no era sólo el padre
Vitoria el que trasponía los límites
del Derecho para buscar en la moral su fundamento. Esto se venía haciendo desde
hacía siglos y no sólo para la
creación del derecho de gentes. En su libro sobre el doctor Palacios Rubios,
cuenta D. Eloy Bullón que "en las
alegaciones jurídicas, y aun en las sentencias de los tribunales", se habían
extendido "la moda y el abuso de
estudiar con excesiva preferencia el Derecho romano y canónico y de citar
constantemente autores extranjeros",
que no eran siempre juristas, puesto que éstos se fundaban, a su vez, en las
opiniones de moralistas y filósofos.
Añade que la Corona misma autorizó por decreto de 1499: "que adquiriesen valor
legal en nuestros tribunales,
aunque solamente a título supletorio, las opiniones de los doctores Bartolo de
Sasoferrato, Baldo de Ubaldis, Juan
de Andreas y Nicolás de Tudeschis, llamado el Abad Panormitano". Y muchos años
después, Solórzano Pereira no
se contenta con citar autores y providencias españolas en su obra sobre la
"Política indiana", sino que no hay
jurista, ni clásico antiguo, medieval o de su tiempo al que no se haga
contribuir al esclarecimiento y justificación
de las leyes de Indias.
Y ello explica, a mi juicio, la excelencia de nuestra justicia en aquellos
tiempos. Estaba administrada por hombres
cuya misión no se reducía a aplicar determinado artículo de cierta ley a cierto
caso, sino que en cada sentencia y en
cada alegación se remontaban a las fuentes mismas de la moral y del derecho, no
dejando que la letra de la ley les
matase el espíritu, sino buscando en éste la vida del derecho y su efectividad.
Cada administrador de la justicia
podía sentirse revestido de la dignidad del legislador, porque en cada dictamen
se apelaba de la letra de la ley al
espíritu y al propósito que la inspiraron. Y por esta elevada conciencia de su
misión encontraban los jurisconsultos
plena satisfacción de sus funciones, como se muestra en el empaque y
circunstancias de las obras de nuestros
tratadistas. Hombres que a diario tenían que remontarse a las fuentes mismas del
Derecho y al panorama de la
jurisprudencia universal eran felices en su oficio, porque ejercitaban las más
nobles actividades del espíritu.
Las cosas cambiaron desde que en el siglo XVIII empezó a difundirse en España la
tesis de que la ley no era sino
la expresión de la voluntad general o el mandato del Soberano, individual o
colectivo, a las personas sometidas a
sus órdenes, porque así se prescindía nada menos que del carácter moral de las
leyes, con lo que, poco a poco, se
fueron olvidando nuestros juristas de que, como habían aprendido en Santo Tomás,
en Soto y en nuestra escuela
clásica, la ley debe ser justa, y la ley que no es justa no es ley, sino
iniquidad. En otros países no fue así, y ello por
la razón sencilla de que los conceptos de Rousseau y de Austin tuvieron que
adaptarse a los tradicionales, pues,
como escribe Alfredo Weber en sus "Cuadernos de Política" : "La antigua vida de
la comunidad europea,
resonando en el pensamiento común europeo, se había mostrado bastante fuerte
para encerrar en el paréntesis de
un derecho natural naciente al nuevo Estado soberano de una comunidad europea".
En España, en cambio, se
tomaron al pie de la letra, y desprendidas de sus raíces las nuevas ideas, se
rompió ese paréntesis del derecho
natural, y de mal en peor recientemente se ha llegado a la monstruosidad de que
preguntado un periódico de
izquierdas si sería justa una ley en que votasen las Cortes Constituyentes la
decapitación de todos los hombres de
derecha, contestó llanamente: "Pues si la votasen, sería lo justo".
Divorciada la ley de los principios orales del derecho y de la jurisprudencia
universal, nuestros abogados no tienen
ya que ocuparse sino de encontrar en el Alcubilla una aplicación al caso
concreto que se les presenta. Y esta es la
razón de que los más eminentes se tengan que dedicar a la política. Nadie puede
sentir satisfacción interna en
aplicar disposiciones formuladas por una colectividad que no se cuida sino de
satisfacer pasiones e intereses de
partido. Podremos llamar derecho a esas disposiciones, pero, en el fondo,
estamos persuadidos de que no son
derechos. Aquí también nos ha sido funesta la ruptura de la tradición. Para que
en el orden jurídico se pueda
producir una idea original y dominadora ha de amoldarse a aquel propósito
general de establecer el bien en la tierra
que, desde los tiempos más remotos, ha inspirado toda legislación digna de este
hombre. Y para ello habría que
empezar por resucitar el concepto que de la ley tenían nuestros clásicos, cuando
veían en ella, como Santo Tomás,
una ordenación racional enderezada al bien común.
Todavía citaré otro ejemplo. España ha producido tres de los cinco grandes mitos
literarios del mundo moderno:
Don Quijote, Don Juan y la Celestina. Los otros dos son Hamlet y Fausto. Hay
quien añadiría a esta lista el
Raskolnikoff de Dostoyevsky, en "Crimen y Castigo". Tengo entendido que
Raskolnikoff significa en ruso:
"partido en dos", y si fuera, en efecto, necesario que se rompa el hombre de la
ética social para que surja de sus
pedazos el hombre espiritual sería otra de las grandes figuras literarias,
porque implicaría un problema moral
permanente. Pero no lo he estudiado lo bastante. El hecho es que habiendo
producido los españoles la mayoría de
los grandes mitos literarios modernos, deberíamos saber mejor en qué consisten y
cómo se producen. De no haber
vivido pendientes de los últimos libros extranjeros, habríamos advertido que
estas grandes creaciones del espíritu
humano se parecen todas ellas en una cosa: en que no son tipos de la realidad,
aunque infinitamente más claros y
transparentes que los reales, como lo prueba el hecho de que conocemos mucho
mejor a Don Quijote que a
nuestros familiares y a nosotros mismos. No son seres reales, pero sí las ideas
platónicas, si vale la palabra, de los
seres reales. Don Quijote es el amor, Don Juan el poder, la Celestina, el saber,
pero, aparte de mostrársenos como
la personificación de estas ideas, se supone que por lo demás, son personajes
humanos, que se mueven y viven y
mueren en el mundo de la realidad, porque sólo la realidad cotidiana del mundo
puede dar el necesario realce a la
idealidad de estos grandes fantasmas literarios. Pues bien, si hubiéramos visto
con claridad que estas figuras
supremas son proyecciones del deseo o del temor o de ambos en la linterna de la
imaginación y que su grandeza se
deriva de los problemas morales que personifican, España hubiera podido
convertirse en estos siglos en una fábrica
gloriosa de mitos literarios, porque Don Quijote, Don Juan y la Celestina no
representan sino aspectos parciales del
amor, del poder y del saber, y si la duda y el ansia de experiencias han servido
para crear tan grandes figuras como
Hamlet y Fausto, es de creer que lo mismo pueda hacerse con la conciencia y la
vigilancia, y aun con cada uno de
los vicios y de las virtudes y con todos los distintos aspectos del saber, del
poder y del amor que sugieran a la
fantasía los cambios de los tiempos.
Es probable que ni Cervantes, ni Tirso, ni Fernando de Rojas necesitaran saber
bien lo que hacían para crear sus
personajes. Pero es sabido que en la historia del arte los períodos reflexivos
suceden a los espontáneos. Esta
reflexión puede hacerse lo mismo sobre los autores extranjeros que sobre
nuestros clásicos. En general, es
conveniente que los escritores estén al tanto de la literatura universal, para
que aprendan en todas las escuelas las
categorías y las técnicas de su arte. Pero la propia tradición no es sólo el
mejor maestro, sino un camino medio
andado y la indicación del que ha de andarse. La tradición, como corriente
histórica, no sólo nos sitúa con justicia
en nuestra actualidad, sino que nos orienta hacia lo porvenir. Hasta sus mismas
lagunas parece que nos están
señalando la región a donde debieran aplicarse nuestras facultades creadoras. Y
es que nuestra obra de arte, a
diferencia de la extranjera, no es para nosotros meramente una obra, sino la
culminación de un proceso y el
manantial de nuevas aguas. Don Quijote es el término de la epopeya nacional del
siglo XVI, el desencanto que
sigue al sobresfuerzo y al exceso de ideal, pero también la iniciación de un
mandamiento nuevo: "¡No seas
Quijote!", a veces prudente, a veces matador de entusiasmos, como losa de plomo
que nos colgáramos al cuello.
Con lo que indico que también el "Quijote" está por rehacer. En la Argentina se
ha rehecho dos veces, y ambas con
éxito. La primera en el Martín Fierro, de Hernández, hace ya más de medio siglo.
La última, y aún reciente, en
Don Segundo Sombra, de Güiraldes. Se trata en ambos casos de un Don Quijote
gaucho y de las figuras literarias
de más envergadura que han navegado por aguas de América. Aunque sea
literariamente la Argentina el más
afrancesado de los pueblos hispánicos, ha tenido que inspirarse en la tradición
española, que es la suya, para crear
sus tipos máximos. Y lo mismo ciertamente ocurrió a España, porque en pleno
romanticismo tuvo Zorrilla el
pensamiento de renovar la figura de Don Juan, que ya llevaba más de dos siglos
en la escena, y nadie negará que
su Tenorio constituye el fantasma de más luz que en el curso del siglo XIX han
producido las letras de España.
"Nihil innovatur, nisi quod traditum est", dice un viejo apotegma, que viene a
expresar la misma idea que
Menéndez Pelayo. Sólo se renueva lo que de la tradición hemos recibido. Se
consumen en vano los talentos cuando
buscan por los espacios vacíos la originalidad. El hombre no crea de la nada. Es
necesario, ya lo he dicho, que
volvamos los ojos a la obra del mundo para depurar las categorías y perfeccionar
las técnicas de nuestro arte. Pero
ello ha de ser para emplazarnos de nuevo en la corriente de nuestra tradición,
porque en ella nos esperan, como en
una caja de resonancia, las voces de los muertos y la mejor inteligencia de lo
que dicen nuestros contemporáneos,
para animarnos a la obra. Y en la tradición es todo escuela, lo mismo el acierto
que el error, el éxito que el fracaso,
porque ella ha creado en torno nuestro lo mismo lo que tenemos y gozamos, que lo
que no tenemos y habemos
menester.
La busca del no ser
Sobre el ser de los pueblos se han escrito los mayores absurdos. Acaso ninguno
tan pintoresco como el que afirma
que Francia es el ser, mientras que Alemania es el devenir. Fue Henri Massis, en
su Defensa de Occidente, quien
dijo a los franceses que el hombre occidental "había querido ser y no había
consentido perderse en las cosas",
mientras que los asiáticos confundían la propia personalidad "en el inmenso
equívoco de una ilusión de las formas
vivientes". También fue Massis quien acusó a los alemanes de la posguerra de
haberse dejado ganar el espíritu
asiático de un Dostoievski o de un Tagore (salvemos las distancias). Después
vino el alemán Federico Sieburg,
gran escritor, y dijo: "La juventud alemana ha preferido siempre tender al
infinito que contentarse con lo hecho.
Quiere devenir, no vivir; crear, no gozar; resolver, no ver pasar. Francia está
ya hecha". Y por influencia de ambos
polemistas, los periódicos de Francia y de Alemania han creado en mutua
oposición, pero, en el fondo, con
acuerdo mutuo, dos nuevos tópicos: Francia, es el ser; Alemania, el devenir.
La verdad que hay en todo ello es muy modesta y poco metafísica. No es que el
espíritu de Francia sea todo o
principalmente ser, ni el de Alemania todo o en su mayor parte devenir, sino que
Francia está contenta con los
territorios que le conceden los Tratados, y Alemania, no. Para conservar estos
territorios el espíritu de Francia no
sólo es, sino que deviene todo lo que juzga necesario; y para poder adquirir los
que juzga indispensables a su vida,
el de Alemania no sólo deviene, sino que es. Ni Francia se dedica a clavetear el
Universo, para que no se mueva, ni
Alemania a fundirlo en un gran horno, para que todo él fluya. Ya Aristóteles vio
que el ser y el devenir se daban
juntos y ni el Occidente, ni el Oriente lograrán separarlos. Los españoles no
tuvimos nunca el menor inconveniente
en ver estas cosas como Aristóteles y el padre González Arintero tituló su obra
fundamental: Desenvolvimiento y
vitalidad de la Iglesia, para evitar lo mismo: "los excesos del estancamiento, o
sea, la petrificación del
antiquísimo", que para no dar: "en el extremo opuesto, aun más peligroso del
modernismo, que nos induce a
suicidarnos con pretexto de vivificarnos". Cuando se oye al que ha dicho: "Soy
el Camino, la Verdad y la Vida",
no es lícito hipostasiar las debidas distinciones para convertirlas en
ilegítimas separaciones, porque en la Verdad
están la Vida y el Camino; en el Camino, la Verdad y la Vida, y en la Vida, la
Verdad y el Camino.
Cuando se dice que Alemania es el devenir y Francia, el ser, lo que se hace es
tomar por esencias genéricas las
diferencias específicas y acaso momentáneas, como si se dijera de un músico que
es todo oído o de un pintor que
no es más que visión. Excusado es decir que si el aserto tuviera fundamento
harían bien el músico y el pintor en
consultar a un médico. Hay quien tiene un concepto especializado de las
naciones, parecido al de los antiguos
librecambistas, que deseaban que España se limitara a producir aceitunas,
naranjas y vino e Inglaterra carbón y
hierro. Hay también, por el contrario, partidarios de la "autarquía", para que
ninguna nación dependa de otra para
su subsistencia. Ha habido españoles eminentes que afirmaban que nosotros no
valemos para la ciencia, ni para
labores que exijan objetividad y disciplina. Pero no creo que nación alguna se
contente con dedicarse a alguna
especialidad en las actividades del espíritu, para abandonar o dejar de cultivar
todas las otras. Al contrario, todos
los pueblos quieren serlo todo: artistas e inventores, guerreros y místicos,
comerciantes y financieros. Diríase que a
todos ellos les parece axiomático el pensamiento que Herder expresa en sus Ideas
de la Filosofía de la Historia de
la Humanidad cuando afirma que: "La salud y duración de un Estado no depende del
punto de su más elevada
cultura, sino de un equilibrio prudente o feliz de sus operantes fuerzas vivas.
Cuanto más profundo se halle su
centro de gravedad en estos esfuerzos vitales, tanto más firme y duradero será".
Y así ocurre que naciones que
nunca descollaron en ninguna actividad especializada, que nunca tuvieron un
guerrero de genio, ni un científico de
primer orden, ni un artista supremo, como no pueden vivir sin soldados, ni sin
ciencia, ni sin arte, suplen las faltas
de hombres superiores con personalidades poco brillantes, pero competentes y
adecuadas a la función que
desempeñan y se hacen envidiables por la proporción y armonía con que se dedican
a todas las actividades
necesarias, al punto de que nada esencial se echa en ellas de menos.
Otras veces ocurre que los pueblos se distinguen por ciertas aptitudes y
descuidan las otras. España fue durante los
siglos XVI y XVII un pueblo de soldados, misioneros y juristas. Con sólo las
Leyes de Indias habría bastante para
justificar nuestra existencia ante la Historia Universal. Maine ha mostrado que
en el cultivo del derecho puso
Roma tanto espíritu como Grecia en el de la metafísica y las letras y que los
resultados obtenidos valieron el
trabajo puesto en la faena. Pero no fue solo en el derecho, sino en la teología
donde los discípulos del padre Vitoria
ejercitaron sus talentos. Actualmente no sabemos apenas los españoles lo que es
el don de las ideas generales, ni el
acierto de la inteligencia. Si un hombre tiene entre nosotros talentos para la
novela, para el teatro, para la poesía o
para la estilística, hallará fácilmente quien lo reconozca y señale su puesto.
Si lo tiene, en cambio, para las ideas
generales, no encontrará quien se lo diga, y aunque se reconozca su fuerza
espiritual se considerará su empleo
desconcertante y paradójico, porque, desde que desaparecieron los discípulos del
padre Vitoria, falta una tradición
donde emplazarlo y valorarlo. Hasta pudiera decirse que ellos se llevaron para
dos siglos largos el secreto del
talento específicamente intelectual. El hecho es que mientras los máximos
ingenios españoles se ejercitaban en la
jurisprudencia y en la teología, en el resto de Europa se creaba una ciencia que
iba a cambiar la faz del mundo,
porque, como dice Maritain en Los grados del saber:
"El gran descubrimiento de los tiempos modernos, preparado por los doctores
parisienses del siglo XIV y por
Vinci, realizado por Descartes y Galileo, es el de la posibilidad de una ciencia
univer77
sal de la naturaleza sensible, informada no por la filosofía, sino por las
matemáticas; digamos de una ciencia físicomatemática.
Esta invención prodigiosa, que no podía cambiar el orden esencial de las cosas
del espíritu, ha
cambiado la faz del mundo y dado lugar a la terrible incomprensión que ha
enemistado para tres siglos la ciencia
moderna y la philosophia perennis. Ha suscitado graves errores metafísicos, en
la medida en que se ha creído que
nos traía una verdadera filosofía de la naturaleza. En sí misma, desde el punto
de vista epistemológico, era un
descubrimiento admirable, al que podemos asignar fácilmente su lugar en el
sistema de las ciencias. Es una
scientia media, cuyos ejemplos típicos eran entre los antiguos la óptica
geométrica y la astronomía: una ciencia
intermediaria, a caballo sobre la matemática y sobre la ciencia empírica de la
naturaleza, una ciencia en que lo real
físico nos proporciona la materia por las medidas que nos permite recoger, pero
cuyo objetivo formal y cuyo
procedimiento de conceptualización siguen siendo matemáticos; digamos una
ciencia materialmente física y
formalmente matemática."
En otro libro escribe Maritain que para allanar el conflicto entre la filosofía
de Aristóteles y la física nueva, hubiera
hecho falta un genio excepcional que hubiera descubierto, por encima de los
errores de detalle, la esencial
compatibilidad de las dos disciplinas. A los españoles nos hubieran bastado con
que en Alcalá o en Salamanca se
hubiera conocido la nueva física o con que los nuevos físicos de Europa hubieran
podido discernir las esencias de
la filosofía que en España se enseñaban, pero esta endósmosis no se verificó, y
aunque ahora vemos claramente
que era España la que poseía el saber más valioso, el de más rendimientos
positivos era el de los extranjeros y
cuando España se sintió débil y menesterosa de más fuerza, fue a buscarlo a los
países de ultra montes, empezando
por cambiar de dinastía y sometiéndose todo el siglo XVIII a los ideales y modos
de Francia. Es natural que
tratáramos de cubrir nuestros defectos, porque los pueblos buscan su integridad
espiritual, como si algún instinto
superior inspirase a las naciones el pensamiento de Herder sobre la necesidad
del equilibrio. Si no teníamos una
buena física era oportuno ir a buscarla donde la hubiese, porque la física es
una ciencia esencialmente poderosa y
el poder sobre la naturaleza no debe descuidarse. Lo que no tiene perdón de Dios
es que, en la busca de lo que nos
faltaba, descuidáramos lo que teníamos. Durante más de dos siglos hemos ignorado
la existencia del padre Vitoria,
como si no fuera el hombre más inteligente de su tiempo. Hemos desconocido
igualmente el espíritu de las Leyes
de Indias. Hemos desfilado ante las maravillas de nuestro arte barroco sin
admirarlas ni entenderlas y ha sido
necesario que la gran guerra pusiera en peligro la civilización europea, al modo
que el Renacimiento y la Reforma
hicieron peligrar la fe cristiana, para que entendieran los alemanes la
significación del voluntarismo inherente al
barroco la voluntad de creer y de hacer creer y la hicieron comprender a los
demás. Durante más de dos siglos
hemos creído que nuestras imágenes policromadas no eran sino objetos de culto y
no las hemos mirado con ojos de
artista, por el mero hecho de ser esculturas de color, como si las estatuas
griegas fueran también policromadas
cuando destinadas a estar bajo cubierta. De nuestra teología no hemos sabido
nada, ni saben ahora sino algunos
religiosos. Dejamos que nuestros máximos valores espirituales se convirtieran en
polvo y olvido, como si fuéramos
un pueblo extinguido. Al Greco se le descubrió apenas hace treinta años y no
hace mucho que Maier Graeffe dijo
de su obra lo mejor que se ha dicho, pero todavía no se ha fijado la relación
que existe entre su pintura y su cultura.
A Velázquez no hace muchos más años que comenzamos a apreciarle por su realismo,
pero todavía no se le ha
dedicado el libro que realce su dignidad y valor constructivo. Lo más grave de
todo fue la substitución de nuestro
antiguo sentido de justicia por la soberanía popular, como si la voluntad de los
más tuviera que ser justa.
El hecho es que a mediados del siglo XVIII echamos de menos algo esencial en el
espíritu nuestro. Pongamos que
ello acaeció en el año 1750, porque todos los autores están contextos en que en
el siglo XVIII no se diferenció
substancialmente de su antecesor, sino en la segunda mitad. También porque fue
en 1750 cuando Torres Villaroel
pidió que se le jubilase de la cátedra de matemáticas que desempeñaba en
Salamanca, para dedicarse a abogar por
la fundación de una Academia que se dedicara a investigar y a enseñar su
ciencia. También fue en 1750 cuando el
padre Feijó, a quien prohibió atacar el rey Fernando, se hizo cargo en sus
"Cartas Eruditas" del sistema de Newton
y empezó a defenderlo. Todavía tengo tres razones para fijar esta fecha. Fue
cuando el padre Burriel escribió sus
"Apuntamientos de algunas ideas para fomentar las artes", en que se proponía
reanudar el hilo de la vieja cultura
española. Fue en 1750 cuando se terminó la fachada del "obradoiro" de la
Catedral de Santiago, que puede
considerarse como la última obra en gran escala de la España tradicional. Pero
lo fundamental es que en 1750
vivíamos en plena actuación del marqués de la Ensenada en el Gobierno. Ensenada
fue el inventor de las pensiones
al extranjero. Envió a expensas del Erario a jóvenes de nuestras clases media y
alta para estudiar en las capitales
extranjeras y traer a España ideas nuevas sobre las ciencias, las artes y las
letras. Al mismo tiempo trajo de Francia
y de Inglaterra ingenieros navales, mecánicos e hidráulicos, para resucitar las
industrias y a científicos extranjeros,
como Bowle y Ker, que se encargaron de explotar las riquezas naturales de
España. Ensenada había presentado un
informe a Fernando VI quejándose de falta de profesores de derecho, político, de
física experimental, de anatomía
y de botánica, así como de la carencia de mapas exactos, que le parecía
deshonrosa.
Y con ello se confirma que hacia 1750 nos persuadimos los españoles de que algo
muy importante nos faltaba,
pero no estábamos seguros de lo que era. Si hubiéramos tenido entonces un genio
o si un genio extranjero se
hubiera dedicado a estudiarnos, habría visto que lo que necesitábamos entonces
era precisamente la disciplina
físico matemática, destinada a transformar el mundo. Tal vez si hubiéramos
podido darnos cuenta en 1720 de lo
que advertimos treinta años después, hubiéramos caído en la cuenta de que lo
esencial que ocurría en el mundo era
la creación de una nueva ciencia por la obra confluyente de Copérnico, Galileo,
Descartes, Pascal, Newton y
Leibniz. En diez años habríamos reparado la falta y no se hubiera vuelto a
hablar del atraso de España. Pero en
1750 era ya adulta la generación que pudiera llamarse de los grandes
separatistas. Lessing había nacido en 1729.
Era el hombre que iba a separar el pensamiento de la verdad, al decir en su "Nathan
el sabio" que si le dieran a
elegir entre la verdad y el camino de la verdad, preferiría el último. El camino
de la verdad es el pensamiento. Sin
la verdad como estación de término, la preferencia por el camino equivale a
contentarse con el pensamiento por el
pensamiento. Rousseau había nacido en 1712. Su "Contrato Social" desliga la vida
política de las instituciones de
la cultura y de la experiencia de la historia. Baumgarten nació en 1714. Su
"Estética", que separó el conocimiento
estético sensible del intelectivo, fue el primer paso de todo movimiento que
cristaliza en la fórmula del arte por el
arte y que ha querido separar la actividad artística de la religiosa y la moral.
Adam Smith había nacido en 1723. Su
"Riqueza de las Naciones" separó la economía de la moral y la política, al
partir del supuesto de que no esperamos
nuestra comida de la benevolencia del carnicero, el panadero y el lechero, sino
de su egoísmo. Ya el abate Prévost
había separado en su "Manon Lescaut" el amor ideal de toda clase de
consideraciones morales y sociales. También
Kant, nacido en 1725, era ya adulto, aunque fuera mucho después cuando escindió
la ética de sus raíces religiosas
y científicas. Y Montesquieu acababa de publicar "El espíritu de las leyes"
(1748), que, al dividir el poder
legislativo del judicial, rompía la unidad esencial que debe haber entre la
legislación y la jurisprudencia y desataba
la Revolución al investir al Soberano, que bien podía ser el vulgo ignaro, con
la toga del legislador.
A esa Europa, que empezaba a perderse en el caos, fue la España de 1750 en busca
de una estrella orientadora.
Honremos la buena fe de nuestros abuelos. Cumplieron su deber lanzándose por
esos mundos en busca de lo que
su patria no tenía y necesitaba. No podemos calificar sus viajes de
infructuosos, porque ahí están nuestras escuelas
de ingenieros y de artillería, que han sido en estos tiempos nuestro orgullo
durante muchos años. No nos
lamentemos demasiado porque muchas de las cosas que nos trajeron nuestros
pensionados del siglo XVIII han
resultado luego de escaso provecho nacional. También hay un valor en el no ser,
un valor de experiencia. Hay que
hacer muchos ensayos estériles para lograr alguno de éxito. Agradezcamos a
nuestros mayores, no sólo los aciertos
sino los errores de buena fe. Los pueblos aspiran a la integridad espiritual y
no es siempre cosa fácil dar con ella.
Muchos de aquellos hombres arrastraron la impopularidad para meter a su país por
los cauces de la cultura nueva,
y si además de la física matemática, que nos hacía falta, nos lanzaron por el
camino de una revolución, que no nos
hacía falta alguna, no todos ellos fueron culpables de malevolencia. Algunos de
ellos se preguntarían por las
causas de la prosperidad de Francia. ¿Cómo era posible que triunfara un pueblo
que se había aliado a los
protestantes y a los turcos, mientras España, siempre fiel a su ideal religioso,
se encontraba decaída? De entre las
cosas que los hombres buscan, para la mayor gloria de su patria, hay algunas que
se incorporan a su ser y no tardan
en formar tradición; otras hay, en cambio, que no suscitan sino odios y
disputas, porque repugnan a su vida.
¿Cómo distinguirlas por adelantado? ¿Cómo ahorrar el coste de las experiencias
fracasadas? Parece que no hay
modo y que tenemos que resignarnos a juzgar del árbol por sus frutos.
Si las ideas antitradicionalistas valieran más que nuestra tradición, ésta se
hubiera convertido en una especie de
prehistoria, sólo que algo mejor conocida. Esto es lo que se ha querido hacer en
estos años al llamar "cavernícolas"
a los españoles amantes de las glorias del pasado. Sólo que cuando se pregunta
por los títulos de las ideas que se
juzgan nuevas, los enemigos han de guardar silencio, si no prefieren envolverse
en retórica inane. Porque el árbol
se conoce por los frutos y los suyos no aparecen. Ni una filosofía que se
sostenga, ni un sistema de derecho
satisfactorio, ni el bienestar del pueblo, ni un gran arte, ni historia, ni
poesía. Un trágala perpetuo, una amenaza
incesante, un permanente insulto. ¿Son estos los títulos de las nuevas ideas?
¿El arte por el arte? No ha producido
una gran obra en país alguno. ¿La economía individualista? Es la madre de la
cuestión social. ¿El socialismo?
Arruina a los pueblos. ¿La democracia? Es la incapacidad para el gobierno. ¿El
liberalismo espiritual? Es el triunfo
de la difamación. ¿El bachillerato enciclopédico? Como casi todo el presupuesto
de Instrucción pública, no sirve
sino para infiltrar en los espíritus el horror al trabajo. Repitámonos para
consolarnos, que la más de estas cosas nos
las han traído gente de buena fe, que se echaron a buscar por el mundo lo que
necesitábamos. Pero no olvidemos
que las acompañaban y empujaban los resentidos, los negadores, los anormales,
que no se movían sino por
impulsos destructores, que, por lo visto, no se han satisfecho con hacer
astillas lo que fue el más generoso y
humano de los Imperios que ha habido en el mundo.
Cuerpo, alma y espíritu
¡Pobres pueblos hispánicos! En lo material parece que el destino de todos ellos,
los de América como los de
Europa, era conocer un momento la riqueza para volver a caer después en la
penuria. Dinero extranjero ha afluído
a casi todos ellos en pago de sus productos o para explotación de sus riquezas,
y cuando se habían acostumbrado a
cierta abundancia, el extranjero se ha marchado a otros países para proveerse a
menos precio de análogos artículos.
Ello ha ocurrido con los azúcares de Cuba y con el mineral de hierro de Vizcaya,
con los nitratos de Chile y con las
naranjas de Valencia, con el petróleo de Méjico y con el cobre de Río Tinto.
Ahora parece que empieza a acontecer
con las carnes, el trigo y el maíz de la República Argentina. Por lo visto, no
somos ni lo bastante hábiles para
enriquecernos de un modo permanente en nuestros tratos con el extranjero, ni lo
bastante humildes para
resignarnos a ser por mucho tiempo su colonia económica.
Pero el desengaño material es poca cosa junto al espiritual. La Inglaterra
librecambista, que iba a enseñar
economía a todas las naciones, ha tenido que cerrar sus fronteras y no sabe si
en lo futuro dispondrá de recursos
suficientes para seguir nutriendo a su pueblo con alimentos importados. Francia,
promesa universal de placeres,
guarda en los sótanos de su Banco central, en la Rue de la Vrilliére, el dinero
amonedado y los lingotes de oro con
que debieron "financiar" su crecimiento los países hispanoamericanos, pero nadie
sabe si podrá costear los
presupuestos de su democracia. Los rascacielos de Nueva York serán herrumbre y
ruinas antes de encontrar
inquilinos que puedan pagar a sus propietarios la renta calculada. Lo peor no es
que estemos mal nosotros, sino
que, salvo la posibilidad de que los nuevos regímenes de Italia y Alemania
señalen un camino de progreso, no haya
en el mundo nada que envidiar y tengamos que decir con Quevedo:
Y no hallé cosa en que poner los ojos
Que no fuese recuerdo de la muerte.
Ello no importaría grandemente si los pueblos hispánicos nos aprendiéramos la
debida lección, y es que todo o casi
todo lo que padecemos es resultado de haber abandonado nuestro sistema
tradicional de legislación, fundado en el
saber especializado y en la inspiración cristiana, por otro en que la ley no es
ya sino la voluntad de un soberano,
individual o colectivo. Dejamos al padre Vitoria por el barón de Montesquieu,
que separó, con su célebre división
de poderes, la legislación de la jurisprudencia, y desde entonces nos condenamos
a no vivir sino bajo el albedrío
caprichoso de un tirano o de una mayoría parlamentaria, no menos irresponsable e
ignorante. Los pueblos
hispánicos se hicieron en torno de una creencia religiosa: la de que la
Providencia ha dispensado a todos los
hombres una gracia suficiente para la salud. Sobre esta idea hemos fundado
nuestras instituciones políticas. Si
todos los hombres pueden salvarse, todos deben poder mejorar de condición,
entiéndase bien que se dice "poder
mejorar", no mejorar a secas. Que mejoren o no de condición deberá depender de
sus merecimientos. Las
instituciones no han de estorbar, sino que han de favorecer, el ascenso social
de los que lo merezcan. En ese
espíritu se inspiraban las leyes de Indias. Y hubo un tiempo en que el negro, el
indio, el zambo, el cholo y el
mulato estaban persuadidos de que había un rey de Castilla que defendería su
justicia si fuera necesario. El
catolicismo español llevaba implícito el ideal de cristianizar al mundo entero y
de elevar, en lo posible, a todos los
caídos. Ahora nos hemos olvidado de todo eso. De cada veinte hombres cultos no
habrá apenas uno que se dé
cuenta de que América no fue descubierta por el progreso de las artes de la
navegación, ni por codicia, sino por el
convencimiento de que los habitantes de sus tierras ignotas podían salvarse lo
mismo que nosotros, ni de que lo
maravilloso de esta gloria, con la que de un solo golpe creamos la unidad física
del globo, la unidad moral del
género humano y la posibilidad de la Historia Universal, no está en el pasado,
sino en el porvenir, en cuanto marca,
lo mismo en lo social que en lo internacional, el derrotero que hemos de seguir
en lo futuro para hacer de la
Humanidad una sola familia.
Es probable que a la pérdida de nuestra tradición ecuménica haya contribuido no
poco la misma índole universal
de nuestro espíritu. Por ella estábamos más dispuestos que cualquier otro pueblo
a creer en la bondad de las ideas
extranjeras. Un fuerte patriotismo territorial nos hubiera impulsado a defender
con más tenacidad nuestros propios
valores. Pero tal vez era preciso, para que este patriotismo se vigorizase entre
nosotros, que se fragmentara nuestro
imperio, porque mientras se sostenía eran tan grandes nuestras tierras que no
podíamos quererlas, ya que ojos que
no ven, corazón que no siente. No sé si ahora mismo habrá brotado, en alguna de
las patrias formadas en lo que fue
el Imperio nuestro, uno de esos nacionalismos exagerados, que se olvidan de que
la vida de los pueblos debe
también ajustarse a los principios generales del derecho y de la moral. Lo que
sé es que un nacionalismo que se
funde en la tradición y apenas es concebible un nacionalismo que no busque sus
raíces en la Historia , tiene que
ser en España universalista, porque ese es el sentido de toda nuestra Historia.
Entre nosotros no podría tener otro
sentido hacer distingos entre patriotismo y nacionalismo, que no sea el de
considerar el nacionalismo como un
patriotismo militante frente a un peligro de disolución. Para España no hay más
nacionalismo que "el nacionalismo
justo", que definía recientemente el Comité archiepiscopal de la Acción Católica
Francesa como: "aquel que quiere
para su país la prosperidad, el respeto de sus derechos y su verdadero lugar en
el concierto mundial". Los grandes
hombres que el espíritu territorial produce en nuestra patria, como Jovellanos y
Pignatelli, no son "jingoes", ni
"chauvinistas", sino espíritus ponderados que no renuncian a su universalismo y
en que se armonizan sin violencia
el espíritu de las águilas austriacas con la economía de las lises borbónicas,
al revés de lo que ocurre con fanáticos
del tipo de Aranda y Floridablanca, que no creían en la posibilidad de construir
carreteras sin combatir la religión y
que, en último término, antes renunciarían a las carreteras que a la persecución
de los creyentes.
No es probable que el espíritu territorial llegue jamás entre nosotros a
monopolizar el patriotismo. Queramos o no
queramos, los pueblos hispánicos tenemos una patria dual: territorial y
privativa, en un aspecto; espiritual, histórica
y común a todos, en el otro. ¿Qué sabe de España el español que no ha salido
nunca de ella, siquiera sea con el
alma? ¿Y qué sabe de su propia patria el americano que se figura que no comenzó
su historia sino en las guerras de
la independencia? El español que no lleve en el alma la catedral de Méjico, no
es totalmente hispánico. Y el
mejicano que no perciba el carácter hispánico de su grandioso templo, es porque
no lo entiende. Pasamos todos por
un período de falta de fe en nosotros mismos. Parecemos los "heitmatloss", los
despatriados de la cultura. A lo
sumo se dicen los más piadosos de nosotros, que Dios no puede abandonar a
España, lo que sería admirable si
implicase el propósito de consagrar la existencia a su defensa, pero que, sin
este propósito y la acción consiguiente,
viene a ser casi como la fe sin obras del luteranismo. La diversidad misma de
nuestros territorios y de nuestras
razas y su profunda unidad espiritual, en la que no es posible que surja un gran
poeta, como Rubén Darío, sin que
se erija en vate hispánico, nos está diciendo que así como en el hombre hay,
según San Pablo (I, "Tesalonicenses",
V, 23) " espíritu, alma y cuerpo ", también los hay en la patria, sólo que en
ella es posible que la pluralidad de los
cuerpos, que son los diversos territorios, y la mayor pluralidad de las almas,
que son las de los hombres, se den al
mismo tiempo que la unidad del espíritu. El drama se opera, por supuesto, en la
región medianera, que es la de las
almas. A ellas corresponde nutrirse del espíritu, para espiritualizar con él la
tierra y conservar y acrecentar el tesoro
espiritual, para que las nuevas generaciones se alimenten con él. Ellas son las
que han de conservar izada la
bandera. El espíritu no puede morir, pero la patria, sí, por abandonarlo o
traicionarlo o cambiar sus valores por
desvalores que envenenen las almas. También en este plano del espíritu ser es
defenderse. Ser es defender la
Hispanidad de nuestras almas. La Hispanidad, como toda patria, es una permanente
posibilidad. Así como sobre el
individuo se alza la guadaña de la muerte, como una fatalidad inevitable, la
patria, en cambio, como la rueda de la
Fortuna, es permanente posibilidad. Puede morir, puede ser inmortal, por lo
menos mientras no venga el fin del
mundo: todo depende de nosotros, que, a nuestra vez, no realizaremos nuestros
destinos personales como
abandonemos el que nos señala, como corriente histórica que apunta al porvenir,
la tradición de nuestra patria.
Pero son pocos los españoles e hispanoamericanos que nos damos cuenta de que
vivimos espiritualmente de la
Historia. Cuando era yo joven, en el atropello del 98, que fue nuestro "Sturm und Drang",
llamé a Menéndez y
Pelayo "triste coleccionador de naderías muertas" porque, en mi ignorancia, no
me daba cuenta de la supervivencia
de lo histórico. Pocos años después me horroricé, todavía me estremezco al
recordarlo, cuando en un discurso de la
Biblioteca Nacional, exclamó don Marcelino, con voz tonante y retadora: "Entre
los muertos vivo". Me pareció oír
decirle que vivía entre cadáveres, y aunque recuerdo, y todavía me parece estar
oyendo sus palabras precisas:
"Entre los muertos vivo", yo sentí como si proclamase que se estaba muriendo
entre los fallecidos. La idea de que
se pudiera vivir entre los muertos y la de que sólo entre ellos pueda vivirse
con plenitud la vida del espíritu, me
eran entonces completamente extrañas y hasta repugnantes y supongo que lo
seguirán siendo a inmenso número de
compatriotas educados. Pero recientemente recibía la Academia Francesa a M. Abel
Bonnard, sucesor de M. Le
Goffic, y en su discurso de contestación recordaba Monseñor Baudrillart que el
último libro de Le Goffic:
"Broceliande", termina con un capítulo que se titula "Espíritu, ¿estás ahí?"
"Cae la noche o más bien, sube, y los pensamientos con ella. El bosque no es ya
más que una masa coagulada y
negra: en el centro de la cabaña hay dos espejos que se devuelven todavía
reflejos de luz; un pedazo de cielo, un
estanque. Es la hora de las apariciones: "Espíritu que espero, cualquiera que
sea el mensaje que me traigas, ¿estás
ahí?" El espíritu aparece: es el encantador Merlin, que, como el Proteo de la
fábula, ha recibido el doble don de
profetizar y de cambiar de forma. Y he aquí que sucesivamente reviste la de
todos los personajes, humildes o
grandes, que han encarnado y traducido al exterior el alma de Bretaña. Espíritu,
¿estás ahí? La cuestión sube a
nuestros labios, con la noche de nuestras vidas, mientras miramos Francia, tal
como ahora se deshace y se rehace.
Espíritu de Francia y de su tradición, ¿estás ahí? ¿Estás ahí, en ese caos de
sistemas y de ideas, en esta invasión
tumultosa de doctrinas extrañas a tu genio que maestros extraviados pretender
imponerte? Señores, nuestra misión
es guardar, en el curso de las evoluciones legítimas, el espíritu sin el cual,
aunque subsistiera un pueblo francés,
Francia dejaría de existir."
Para evocar el espíritu de la Hispanidad o el de Francia no nos parece el mejor
medio apelar a los servicios de
Merlin cuando tenemos el camino de Menéndez y Pelayo: el de la Historia. Sólo
que no ha de pensarse que la
Historia es sólo útil, a los que la enseñan o a los historiadores. La historia
es útil sobre todo a los hombres de
acción. Hasta pudiera definirse como el método universal de toda acción. El
político no tiene otra guía que las
analogías que le ofrece la Historia. Tampoco hay ciencia especial de los
negocios que la experiencia del
negociante, que viene a ser su Historia. Y cuando los negocios que la ocupan
trascienden su experiencia personal,
a la Historia ha de acudir para informarse. Al pincel que pinta una sonrisa
deben acudir las mil sonrisas de los
recuerdos del artista y de los cuadros de los museos. El general empeñado en un
combate no tiene tampoco más
estrella del Norte que la que le ofrezcan en su mente la semejanza de análogas
batallas. Todo lo que podemos
vislumbrar del porvenir es lo que nos indican las corrientes históricas. Hasta
los físicos y matemáticos más
notables suelen distinguirse por el conocimiento de la Historia de sus ciencias
y en ella encuentran, por analogía, la
única guía que puede orientarles en sus perplejidades, que son la noche oscura
que precede a sus descubrimientos.
Y sin llegar a la identificación que hace Croce entre la Lógica y la Historia,
porque en los seres hay también lo
general, que no es histórico, no cabe duda de que el modo individual de cada ser
sólo en su historia se revela.
Al morir Menéndez y Pelayo, el 19 de mayo de 1912, puede decirse que la
innegable derrota de su propósito
fundamental coincidía con el comienzo de su victoria definitiva. Estaba
derrotado, porque había dedicado la vida a
arrancar a España de las garras de la revolución, y ésta se propagaba en torno
suyo, por todos los departamentos
del Estado, para minar y corroer lo que aún quedase del espíritu tradicional.
Don Marcelino había vivido entre sus
muertos, sin poderse dedicar al cuidado de formar generaciones de discípulos que
continuasen su labor. De cuando
en cuando se escuchaba la protesta del polígrafo, que volvía a sumirse en sus
infolios después de formularla. Sus
compatriotas estaban divididos, desde hacía más de un siglo, en dos grupos: los
que seguían la tradición patria en
la línea del tiempo, pero vueltos de espaldas a lo que en el mundo acontecía y
como temerosos de que les fuera en
el porvenir tan enemigos como en el pasado; y los que vivían con las miradas
fijas en el mundo exterior, dispuestos
en cualquier momento a aceptar sus ideas y a dar a la novedad el valor de la
verdad, pero ignorantes y
despreciadores de su propio pasado, con lo que ya se dice que en el fondo se
despreciaban a sí mismos, porque no
somos sino lo que el tiempo nos ha hecho. Y aunque se llamaban y se creían
innovadores, su labor era puramente
destructiva, porque sólo se renueva lo que de la tradición recibimos: " Nihil
innovatur, nisi quod traditum est ". Al
morir el polígrafo, ese mundo, que tantos españoles venían venerando con culto
idolátrico, estaba a punto de
arrojarse por el despeñadero en que se ha hundido. Los españoles no hemos sabido
evitar que la catástrofe
universal nos alcanzase. Desde hace tres años puede decirse que estamos en la
guerra.
Pero a medida que la crisis del mundo se ha ido acentuando, han comenzado a
menudear los libros maravillosos
extranjeros en que se reconoce la razón de España: la de Isabel la Católica, la
de Carlos V, la de Felipe II, la de la
Contrarreforma, la de las Leyes de Indias, la del arte barroco. Y de otra parte,
los mismos españoles hemos
empezado a aprender, estupefactos, lo que fue nuestra acción en el Concilio de
Trento, lo que enseñaba Francisco
de Vitoria, lo que fueron nuestras controversias religiosas en los siglos XVI y
XVII, y cómo no hubo en el mundo
pensadores más sabios y profundos que Molina y Suárez, Alvarez y Bañez. La vida
de Menéndez y Pelayo entre
los muertos y la de sus continuadores nos han valido el conocimiento de una
España inmortal, creadora y maestra
de una Hispanidad, que puede, si quiere enraizarse en su pasado, defender su
futuro contra todas las sacudidas de
los demás pueblos. La crisis del mundo no se debe, en último término, sino al
esfuerzo insano realizado por los
pueblos y las clases sociales para colocarse en situación de privilegio respecto
de los demás. Es fundamentalmente
extraña al espíritu hispánico. Los españoles y los hispanoamericanos podíamos,
debíamos haber previsto que esos
esfuerzos tenían que frustrarse, porque nuestra fe fundamental nos dice que la
Providencia ha dispensado a todos
los hombres una gracia suficiente para la salud, de cuya fe teológica se deriva
un credo político. Las sociedades
han de constituirse de tal modo que no estorben, sino que ayuden al mejoramiento
de sus miembros y de los demás
hombres, pero con el convencimiento de que no se conseguirá que todos mejoren,
porque no todos sabrán o
querrán aprovecharse de las condiciones que se les propongan para estímulo. Ello
significa que los hispanos no
creemos en países privilegiados. En vano tratará Israel de vivir sobre los
gentiles, imaginándose que le son
inferiores. En vano fingirán una superioridad de raza los anglosajones o
alemanes. Tampoco se conseguirá que
Francia llegue a ser permanentemente la sal de la tierra. Será absurdo querer
que los albañiles de Nueva York
puedan ganar siempre, como ganaban hace cuatro años, más dinero que los miembros
del gobierno español. Ni es
posible que los pueblos que componen el Islam se persuadan de que siempre han de
tener que servir a los otros,
sólo porque la palabra Islam signifique abandono a la voluntad de Dios, porque
antes abandonarán el Islam que
resignarse a inferioridad perenne, a que tampoco se someterán los pueblos de
Asia, ni los de Africa.
Todos pueden caer y todos pueden levantarse, lo mismo los pueblos que los
hombres. Esto es lo que nos dice
nuestra fe y lo que la Historia corrobora. Nuestra caída, la de todos los
pueblos hispánicos, porque todos juntos no
pesamos lo que en el siglo XVI, consistió solamente en haber inferido de cierta
superioridad temporal de otros
pueblos, una superioridad inherente, contraria a nuestra fe; dicho más claro, en
haber creído en la superioridad
intrínseca de Francia e Inglaterra y, después, de los Estados Unidos y Alemania.
De esta traición a nuestra fe
fundamental se ha derivado la deficiencia de nuestra labor creadora, con cuya
deficiencia hemos pretendido
corroborarnos en este credo de abyección. Pero la verdad, y nuestra verdad, es
la que defendía Diego Lainez, en
Trento, cuando decía que las armas y el caballo que Dios ha puesto en nuestras
manos son insuperables para la
pelea, por lo que no hemos de culpar de nuestro atraso a nuestra tierra, ni a
nuestra raza, sino que hemos de poner
en la batalla de toda la mente, todo el corazón, toda la vida.
Las piedras labradas
Creo en la virtud de las piedras labradas y en que el espíritu que las talló
vuelve a infundirles en el país de sus
canteros, escultores y maestros de obras, si no ha perdido totalmente la
facultad de merecerlo. Un general inglés
describía hace un siglo la impresión que Italia le había producido: "Ruinas
pobladas por imbéciles". Cuando
Marinetti predicaba el incendio de los Museos es que se daba cuenta de lo que
opinaba el general inglés. Pero el
general se equivocaba. Y por eso las piedras de la Roma antigua pudieron
inspirar el Renacimiento; y las del
Renacimiento han hecho surgir la tercera Italia. La Roma de Mussolini está
volviendo a ser uno de los centros
nodales del mundo. ¿No han de hacer algo parecido por nosotros las viejas
piedras de la Hispanidad?
Un día vendrá, y acaso sea pronto, en que un indio azteca, después de haber
recorrido medio mundo, se ponga a
contemplar la catedral de Méjico y por primera vez se encuentre sobrecogido ante
un espectáculo que le fue toda la
vida familiar y que, por serlo, no le decía nada. Sentirá súbitamente que las
piedras de la Hispanidad son más
gloriosas que las del Imperio romano y tienen un significado más profundo,
porque mientras Roma no fue más que
la conquista y la calzada y el derecho, la Hispanidad, desde el principio,
implicó una promesa de hermandad y de
elevación para todos los hombres. Por eso se juntaron en las piedras de la
Catedral de Méjico el espíritu español y
el indígena y el estilo colonial fue desde los comienzos tan americano como
español, y la Catedral misma se
distingue por la grandeza de sus proporciones, la claridad y la serenidad, para
que en ella desaparezcan, como
nimias, las diferencias del color de la piel y se confundan las oraciones de
blancos, indios y mestizos, en un ansia
común de mejoramiento y perfección, mientras que no se alzó en Roma un sólo
monumento en que los esclavos
del Africa o del Asia pudieran sentirse iguales al senador o al magistrado.
En varios pueblos de América, en el Brasil especialmente, pero también en alguno
de nuestra aula, ha surgido un
movimiento llamado "nativista", que se propone devolver a las razas aborígenes
el pleno imperio sobre el suelo de
América. Los "nativistas" no saben lo que quieren. Su ideal no puede consistir
en el retorno a los dioses atroces
que pedían sacrificios humanos y en el aislamiento respecto de Europa de las
diversas razas de indios, sino en la
elevación de los aborígenes de América a la altura que hayan alcanzado en el
resto del mundo los hombres más
civilizados, y esto fue precisamente lo que España quiso y procuro en los siglos
de su dominación. Por eso estamos
ciertos de que no ha habido en el mundo un propósito tan generoso como el que
animó a la Hispanidad. No cabe ni
comparación siquiera entre el sueño imperial de España y el de cualquier otro
país. Por eso parece haberse escrito
para nosotros el dilema que nos obliga a escoger entre el valor absoluto y la
nada absoluta. El hombre que haya
llegado a compartir nuestro ideal no puede querer otro.
Ahora bien; cuando ese supuesto azteca culto compare un día la gran promesa que
significa la Catedral de Méjico
con la realidad actual, es decir, con la miseria y la crueldad, la ignorancia y
las supersticiones de la casi totalidad
de los indios del país, es muy posible que se le ocurra renegar de la promesa y
declarar la guerra a la Iglesia
Católica, y esto es lo que han hecho los revolucionarios mejicanos, bajo el
influjo de la masonería; pero también es
muy posible que vislumbre que la obra de la Hispanidad no está sino iniciada,
porque consiste precisamente en
sacar a los indios y a todos los pueblos de la miseria y la crueldad, de la
ignorancia y las supersticiones. Y acaso
entonces se le entre por el alma un relámpago de luz que le haga ver que su
destino personal consiste en continuar
esa obra, en la medida de sus fuerzas. Al reflejo de esa chispa de luz habrá
surgido un caballero de la Hispanidad,
que también podrá ser un duque castellano o un estudiante de Salamanca o un cura
de nuestras aldeas, o un
hacendado brasileño, un estanciero argentino, un negro de Cuba, un indio de
Méjico o Perú, un tagalo de Luzón o
un mestizo de cualquier país de América, así como una monja o una mujer
intrépida, porque si un ideal produce
caballeros también han de nacerle damas que lo sirvan.
La falta de ideal
Lo esencial es que aquel relámpago sea, a la vez, la chispa mística en que el
alma se siente liberada del mundo, es
decir, de la sensualidad y de sus halagos y unida al Espíritu. Bergson ha
escrito que la religión es a la mística lo
que la vulgarización es a la ciencia. ¿Qué pensaría de este concepto nuestro
padre Arintero, que dedicó la vida a
pregonarlo? En su "Evolución doctrinal" está dicho: "Hay una luz (sobrenatural)
de Dios que ilumina a todo
hombre que viene a este mundo (Joan,I,9); y a todos se dirige la palabra de
llamamiento: Sto ad ostium, et pulso
(Apoc, 3, 20). Así, no hay proposición teológica más segura que esta: "A todos,
sin excepción, se les da proxime o
remote una gracia suficiente para la salud..." El versículo del Apocalipsis
dice: "He aquí que estoy a la puerta, y
llamo: si alguno oyere mi voz, y me abriere la puerta entraré a él, y cenaré con
él y él conmigo". Esa Voz no se
oye, si acaso, sino en raros momentos de aflicción profunda o de completa
abnegación, cuando por una u otra
causa nos despegamos de todos los bienes y goces de la vida y sentimos que el
alma nuestra queda libertada de sus
prisiones, y al encontrarse libre se identifica con la Cruz. Ello ocurre cuando
no se es santo, en instantes tan
efímeros como un abrir y cerrar de ojos, pero que nos iluminan largos trechos de
vida. Y me parece muy difícil que
pueda sentir con plenitud la Hispanidad el que no sepa, de experiencia propia,
que sólo la Verdad nos hace libres.
Otros patriotismos podrán desligarse de la fe. En muchos casos viene a ser el
patriotismo el sustituto de la religión
perdida. El de la Hispanidad no puede serlo. La Hispanidad no es en la historia
sino el Imperio de la fe.
Lo que sí se puede separar es la fe del patriotismo. La apostasía de parte de la
aristocracia de España en los
reinados de Fernando VI y Carlos III tuvo que sembrar en los espíritus piadosos
el germen de una desconfianza
invencible respecto de los poderes temporales. Por lo mismo que había puesto la
Iglesia en la Monarquía Católica
de España, su desilusión debió de ser proporcionada al ver que sus gobernantes
no se cuidaban sino de entrar a
saco en los bienes eclesiásticos y de apartar a España de la tutela espiritual
de Roma, porque pensaban, como
gráficamente dijo en 1753 el embajador Figueroa, desde el Vaticano, en carta
dirigida al marqués de la Ensenada:
"Que es más conquista apartar a los romanos de España que la expulsión de los
moros", y respecto al concordato
de aquel año, que: "En dos siglos nadie tuvo espíritu para emprender esta
redención del Reino. V. E.lo pensó y
consiguió en dos años y medio". Al Concordato de 1753 fueron siguiendo el
comienzo de la desamortización, los
cambios en la orientación de la enseñanza, la infiltración y propaganda de las
ideas revolucionarias, la expulsión
de los jesuitas, etc.. No es extraño que tantas almas escogidas, que son
precisamente las que han sentido la
independencia de su yo interior respecto de los bienes del mundo, hayan vuelto
la espalda a los vaivenes de los
Gobiernos temporales, para fijar sus miradas en lo alto. Pero con ello se
olvidan de que el alma consiste en haberse
abandonado el gobierno de los pueblos a las ideas de la revolución y de que debe
de haber alguna razón de orden
superior, para que esta alma nuestra, independiente como es de todo el resto de
la creación, no nos haya sido dada
para vivir fuera del mundo, sino para actuar en el mundo y reformarlo, por lo
que es deber suyo ejercitar su
libertad, independencia y soberanía en disputar el régimen de los Estados a la
revolución y restablecer la norma de
los principios que hicieron grande a España y a los que tendrán que acogerse
cuantos pueblos aspiren a salvarse.
Es evidente que todos nuestros males se reducen a uno sólo: la pérdida de
nuestra idea nacional. Nuestro ideal se
cifraba en la fe y en su difusión por el haz de la tierra. Al quebranto de la fe
siguió la indiferencia. No hemos
nacido para ser kantianos. Ningún pueblo inteligente puede serlo. Si la chispa
de nuestra alma no se identifica con
la Cruz, mucho menos con ese vago Imperativo Categórico que sólo nos obligaría a
desear la felicidad del mayor
número, aunque el mayor número se compusiera de cínicos e hijos del placer. A
falta de ideal colectivo, nos
contentamos con vivir como podemos. Y así se nos encoge la existencia, al punto
de que han dejado de influir
nuestros pueblos en la marcha del mundo.¿Qué podemos esperar de gentes que
contemplan impávidas la quema de
conventos, como si no les fuera nada en ella? Lo mismo que de las aristocracias
que se gastan sus rentas en el
extranjero o de los intelectuales que viven de prestado, sin preguntarse nunca
si tienen algo propio que decir. Esta
España no es excusable, aunque sí explicable. Su flojera es hija de la falta de
ideal, o cuando menos, de su
relajamiento. "No está en forma",como dicen los deportistas, y es que para estar
en forma tendría que proponerse
algún objeto. Y no se lo propone, porque se siente desnacionalizada.
Se ama lo que se estima
La historia es ya antigua. El 30 de marzo de 1751 escribía el marqués de la
Ensenada al embajador Figueroa: "Ha
siglos que no ha habido ministros que mirasen por el bien de esta Monarquía, que
no ha sido arruinada mil veces
porque Dios no lo ha permitido... Nunca supimos expender a tiempo diez escudos,
ni los teníamos tampoco,
porque hemos sido unos piojosos llenos de vanidad y de ignorancia". Esta
desprecio de lo propio e infatuación de
lo postizo y extranjero es lo que nos indujo a la pérdida de la fe y a la
revolución. Como escribe el padre Miguélez
es su Historia del jansenismo y regalismo en España: "El Rey se puso la tiara y
los Ministros oficiaban de Obispos
in partibus infidelium". Y es que muchos de nuestros abuelos no tardaron en
hacerse infieles. Era la moda entre los
extranjeros y los españoles teníamos que seguirla. En la Península sobrevino el
cambio antes que en América, pero
fue más tenaz en ella la resistencia de la tradición. Probablemente acabará por
salvarnos, quizás cuando aún no
sepan los pueblos criollos lo que hacerse para defender su independencia contra
las ambiciones extranjeras. Pero el
problema es el mismo en ambos Continentes. Pueblos que no son fieles a su origen
son pueblos perdidos, y el
origen no ha de buscarse en las nebulosidades de la prehistoria, sino en el
acceso a la luz del Espíritu. El ser de los
pueblos es la defensa de sí mismos, en cuanto tienen de valioso.
No hay muchos medios de defensa, por desgracia. Por todas partes parecen que se
cierran los caminos de la
Hispanidad. Todos los pueblos hispánicos de América fueron ricos en algún
momento y todos ellos, unos tras
otros, parecen estar cayendo en la pobreza. Es que también para ser ricos hay
que tener conciencia de un ideal y de
una misión. Esaú vendió por un plato de lentejas sus derechos de primogenitura,
y esta es una de las parábolas de
más extensa aplicación que se han escrito. ¿Cuantas veces no habrán hecho otro
tanto los politicastros de la
América hispánica y hasta los de la misma España!¿No hemos visto a los hombres
de las mejores familias
disputarse las representaciones de las firmas extranjeras, sin dárseles una higa
de que estaban enajenando la
economía nacional al poner en manos extrañas lo que debiera hacerse con las
propias? La razón última de todo ello
es siempre la misma: la desnacionalización que padecemos desde que Ensenada nos
consideraba como piojosos
llenos de vanidad y de ignorancia. Ensenada, que era un gran patriota, quería
con ello suscitar nuestro amor propio,
para lanzarnos a conquistar las técnicas y medios de riqueza que engrandecían a
otros pueblos. Pero no se daba
cuenta de que, al cabo, sólo se ama lo que se estima y lo que no vale tampoco se
quiere. De cuando en cuando se
producen grandes pesimistas, como Cánovas y Ramón y Cajal, que son también
grandes patriotas y saben ser al
mismo tiempo, según la divisa de Chesterton: "místicos en el credo y cínicos en
la crítica". En la obra de Cánovas
se nota, sin embargo, el pesimismo. Un optimista hubiera fundado la Restauración
en la verdad, que era la
necesidad de convivir republicanos y carlistas bajo el amparo de una Monarquía
militar. Un pesimista prefirió
fundarla en el falseamiento de las elecciones, a base de caciquismo. Pero los
más de los hombres necesitan atribuir
valor a sus afectos, para no perderlos. No es improbable que el juicio de
Ensenada sobre los españoles, compartido
como lo sería por los virreyes y gobernadores del Nuevo Continente, fuera una de
las causas fundamentales de la
separación de América. Tampoco de que haya producido el tipo del político de
carrera carente de ideales; el del
rentista que se gasta sus bienes en el extranjero; el del escritor que nunca lee
a sus compatriotas, por suponer que
no le pueden decir nada interesante. En el pecado suele llevar la penitencia,
porque, por talento que tenga, acaba
también por no decir nada que interese a su pueblo, ya que éste no es sino la
tradición misma, convertida en
receptáculo emotivo, que sólo se asimila lo que le es afín.
Vuelta a nuestra fe
Siempre volvemos a lo mismo: la desorientación nacional. No es verdad que seamos
inmorales. Nuestro pueblo
sigue siendo uno de los mejores de la tierra. Entre nosotros marchan
satisfactoriamente todos los modos de vida:
relaciones de familia, de amistad, de negocio en la pequeña industria y el
pequeño comercio, que sigue rigiéndose
por principios de nuestro Siglo de Oro. Lo que no marcha bien es la política, el
Estado, la enseñanza, cuantos otros
aspectos de la actuación social se han dejado malear por ideas revolucionarias y
extranjeras. La tragedia en los
países nuestros es la de aquellas almas superiores, que se han dejado ganar por
el escepticismo, que las condena a
vivir sin ideales. Así la vida misma acaba por hacerse intolerable. El alma del
hombre necesita de perspectivas
infinitas, hasta para resignarse a limitaciones cotidianas. Lo que echamos de
menos lo tuvimos, hasta que en el
siglo XVIII lo perdimos: un gran fin nacional. Esto es lo que hemos de buscar,
lo que ya buscan en los autores de
otros países los lectores de libros extranjeros. Y lo que han de ir descubriendo
en nuestra historia y arte y religión y
en la profundidad de nuestros sentimientos más auténticos, los caballeros de la
Hispanidad. Esta España de ahora,
que vive como si estuviera de más en el mundo, no es sino la sombra de aquella
otra que fue el brazo de Dios en la
tierra. ¿Cómo resurgirá la verdadera? Por nuestras ansias, y aun por el mismo
espíritu de aventura que nos
extranjerizó hace dos siglos. Porque todas las otras pruebas están hechas, y
andados todos los caminos. No nos
queda más que uno sólo por probar: el nuestro. Tómense las esencias de los
siglos XVI y XVII; su mística, su
religión, su moral, su derecho, su política, su arte, su función civilizadora.
Nos mostrarán una obra a medio hacer,
una misión inacabada. En cambio, al volver los ojos a los senderos que en estos
dos siglos hemos recorrido nos
encontraremos siempre con que no llevan a ninguna parte. Nietzsche dijo de
España que había querido demasiado.
La verdad es que España no quiso sino lo que todas las grandes ideas, como el
liberalismo o el socialismo, han
deseado y prometido: la redención del género humano. España no sólo quiso, sino
que hizo mucho. Compárense,
principios por principios, los que cumplen sus promesas con lo que las dejan
incumplidas. Y el liberalismo no
cumple las suyas. En el orden del espíritu, su escepticismo respecto de la
verdad no hace sino propagar la peste del
indiferentismo, como dice la proposición LXXIX del Syllabus, que lo condena
justamente por conducir "más
fácilmente a los pueblos a la corrupción de las costumbres y del espíritu y
propagar la peste del indiferentismo".
¿Nos compensará de estos males con los bienes que fomenta en la vida económica?
Hoy se ha desvanecido la
ilusión que había puesto el mundo en el ideal librecambista. Los países
principales vuelven la mirada a regímenes
de autarquía. Así se desvanecen todas las críticas que se habían hecho contra el
sistema cerrado de la economía
española en América. Ningún país puede consentir que sus riquezas sean
explotadas para exclusivo o principal
beneficio de extranjeros. ¿Quién podrá creer hoy en la democracia? Las naciones
más ricas se arruinan para sacar a
los electores de su natural retraimiento, ofreciéndoles, a expensas del Erario,
ventajas particulares. Tampoco
creeremos en la ciencia, porque es neutral y mata como cura. Y el progreso no lo
afirmaremos sino como un deber.
La idea del progreso no lo afirmaremos sino como un deber. La idea del progreso,
fatal e irremediable, es un
absurdo. El tiempo, que todo lo devora, no puede por sí solo mejorarnos. Era más
cierta la mitología de Saturno, en
que se pinta al tiempo comiéndose a sus hijos. Tampoco se sostendrá nuestra
beocia admiración por los países
extranjeros. Todos los pueblos que siguieron caminos distintos de la común
tradición cristiana se hallan en una
crisis tan profunda que no se sabe si podrán salir de ella.
La misión interrumpida
Para los españoles no hay otro camino que el de la Monarquía Católica,
instituida para servicio de Dios y del
prójimo. No podría fijar el de los pueblos de América, porque son muchos y
diversos. Cada uno de ellos está
condicionado por sus realidades geográficas y raciales. A mí no me gusta la
palabra Imperio, que se ha echado a
volar en estos años. No tengo el menor interés en que empleados de Madrid
vuelvan a recaudar tributos en
América. Lo que digo es que los pueblos criollos están empeñados en una lucha de
vida o muerte con el
bolchevismo, de una parte, y con el imperialismo económico extranjero, de la
otra, y que si han de salir victoriosos
han de volver por los principios comunes de la Hispanidad, para vivir bajo
autoridades que tengan conciencia de
haber recibido de Dios sus poderes, sin lo cual serán tiránicas, y de que esos
poderes han de emplearse en
organizar la sociedad de un modo corporativo, de tal suerte que las leyes y la
economía se sometan al mismo
principio espiritual que su propia autoridad, a fin de que todos los órganos y
corporaciones del Estado reanuden la
obra católica de la España tradicional, la depuren de sus imperfecciones y la
continúen hasta el fin de los tiempos.
Ello han de hacerlo nacionalizándose aún más de lo que están. Los argentinos han
de ser más argentinos; los
chilenos, más chilenos; los cubanos, más cubanos. Y no lo conseguirán sino son
al mismo tiempo más hispánicos,
por la Argentina y Chile y Cuba son sus tierra, pero la Hispanidad es su común
espíritu, al mismo tiempo que la
condición de su éxito en el mundo. El ansia universalista que les animaba cuando
se ofrecían a la emigración de
todos los pueblos de la tierra sólo es realizable por el Catolicismo. Las otras
religiones son exclusivistas y celosas
y la experiencia ya ha sido hecha. Los argentinos creían poder asimilar a los
judíos, a los españoles o a los
italianos. No lo han logrado. Los judíos se casan entre sí, y este cuidado de la
pureza de su raza no es sino la
expresión de su voluntad firme de no dejarse absorber por ningún otro pueblo.
El éxito se logra de otro modo. Don Eusebio Zuloaga me contaba que no hace
muchos años le guió un cacique
indio por las montañas de Bolivia. El indio se apoyaba en un bambú que tenía en
el puño una vieja onza española.
"¿Quién es ese?" le preguntó Zuloaga, señalando con el dedo la efigie de la
onza . "El Rey de Castilla, mi rey"
repuso el indio . "¿ Cómo tu rey? Aquí en Bolivia tenéis un presidente" observó
Zuloaga . Pero el indio se lo
explicó todo: "Ese presidente lo nombra el rey de Castilla. Si no fuera por eso,
¿crees tú que yo me dejaría mandar
por un mestizo?". Sin duda ha habido gobernantes en Bolivia que, hasta hace
pocos años, han querido fortalecer su
prestigio haciendo creer a los indios que los designaba el rey de España. Ello
no muestra sino que la obra
protectora de los indios, a que se dedicó durante tres siglos la Monarquía
Católica española, por medio de toda
organización gubernativa y eclesiástica, ha echado raíces tan profundas en los
pueblos de América, que no pueden
concebir otra autoridad legítima que la que ella designa. Y lo que aquí se
significa (porque los Gobiernos se
legitiman mucho más por su bondad que por su origen) es que la misión de todo
Estado hispánico ha de consistir
en fortalecer a los débiles, en levantar a los caídos, en facilitar a todos los
hombres los medios de progresar y
mejorarse, que es confirmar con obras la fe católica y universalista.
Para esta faena, la de seguir la misión interrumpida, han de esperar los pueblos
hispánicos las simpatías y el apoyo
de todos los países católicos. Si la Hispanidad se hizo con la idea católica, la
Iglesia, en cambio, no ha producido
en el curso de los siglos otro Imperio que se dedicara casi exclusivamente a su
defensa, más que el nuestro. Esa
misión hay que continuarla. En ella está la orientación que echábamos y echamos
de menos. El mundo no ha
concebido ideal más elevado que el de la Hispanidad. La vida del individuo no se
eleva y ensancha sino por el
ideal. Pero si una mujer abnegada dijo en la hora de su muerte que el
patriotismo no es bastante, también puede
decirse que la religión no es tampoco suficiente para llenar la vida, sino que
necesita del patriotismo para
encarnarse en esta tierra. En este ideal religioso y patriótico sería ya posible
hasta recoger las almas extraviadas
que de su patria regeneraron por no encontrar en ella los bienes de otros
pueblos. Las diríamos que busquen donde
quieran las ciencias y las artes que nos falten, para traerlas al "dulce y
patrio nido", como pájaros menesterosos de
pajuelas. No necesitan renegar de nuestro pasado, que también fue una busca por
el mundo de cuanto
precisábamos. Lo esencial es que defendamos nuestro ser. La vida del hombre se
rige por la causa final. Su
finalidad se encuentra en sus principios. Los pueblos señalan su porvenir en sus
mismos orígenes, apenas se va
plasmando en ellos la vocación de su destino.
Presumo que los caballeros de la Hispanidad están surgiendo en tierras muy
diversas y lejos unos de otros, lo que
no les impedirá reconocerse. ¿No se conocen entre sí los místicos, los amigos
del arte, los grandes aficionados al
mismo deporte? ¿No hay en el lenguaje de los buenos hispanos un diapasón, a la
vez religioso y patriótico, que los
distingue a todos? Esperemos entonces: "Don Gil, don Juan, don Lope, don Carlos,
don Rodrigo" porque su ideal
personal será el de sus países, y el de sus países el de la Hispanidad, y éste
el del género humano , que los
caballeros de la Hispanidad, con la ayuda de Dios, estén llamados a moldear el
destino de sus pueblos.
Un lema de caballeros
Nuestro pasado nos aguarda para crear el porvenir. El porvenir perdido lo
volveremos a hallar en el pasado. La
historia señala el porvenir. En el pasado está la huella de los ideales que
íbamos a realizar dentro de diez mil años.
El pasado español es una procesión que abandonamos, los más de nosotros, para
seguir con los ojos las de países
extranjeros o para soñar con un orden natural de formaciones revolucionarias, en
que los analfabetos y los
desconocidos se pusieran a guiar a los hombres de rango y de cultura. Pero la
antigua procesión no ha cesado del
todo. Aún nos aguarda. Por su camino avanzan los muertos y los vivos. Llevan por
estandarte las glorias
nacionales. Y nuestra vida verdadera, en cuanto posible en este mundo, consiste
en volver a entrar en fila.
"¿Decíamos ayer?..." Precisamente. De lo que se trata es de recordar con
precisión lo que decíamos ayer, cuando
teníamos algo que decir. Esta precisión, en general, sólo la alcanzan los
poetas. Si tenemos razón los españoles
historicistas, han de venir en auxilio nuestro los poetas. Si la plenitud de la
vida de los españoles y de los
hispánicos está en la Hispanidad y de la Hispanidad en el recobro de su
conciencia histórica, tendrán que surgir los
poetas que nos orienten con sus palabras mágicas.
¿Acaso no fue un poeta el que asoció por vez primera las tres palabras de Dios,
Patria y Rey? La divisa fue, sin
embargo, insuperable, aunque tampoco lo era inferior la que decía: Dios, Patria,
Fueros, Rey. Nuestros guerreros
de la Edad Media crearon otra que fue talismán de la victoria: "¡Santiago y
cierra, España!". En el siglo XVI pudo
crearse, como lema del esfuerzo hispánico, la de: "La fe y las obras". Era la
puerta al reino de los Cielos. ¿No
podría fundarse en ella el acceso a la ciudadanía, el día en que deje de creerse
en los derechos políticos del hombre
natural? Los caballeros de la Hispanidad tendrían que forjarse su propia divisa.
Para ello pido el auxilio de los
poetas. Las palabras mágicas están todavía por decir. Los conceptos, en cambio,
pueden darse ya por conocidos:
servicio, jerarquía y hermandad, el lema antagónico al revolucionario del
libertad, igualdad, fraternidad. Hemos de
proponernos una obra de servicio. Para hacerla efectiva nos hemos de insertar en
alguna organización jerárquica. Y
la finalidad del servicio y de la jerarquía no ha de consistir únicamente en
acrecentar el valer de algunos hombres,
sino que ha de aumentar la caridad, la hermandad entre los humanos.
El servicio es la virtud aristocrática por excelencia. Ich dien, yo sirvo, dice
en tudesco el escudo de los reyes de
Inglaterra. El de los Papas dice más: Servus servorum, siervo de los siervos. Es
el lema de toda alma distinguida.
Si se le contrapone al de libertad se observará que el de servicio incluye la
libertad, porque libremente se adopta
como lema, pero el de libertad no incluye el de servicio: "Mejor reinar en el
infierno que servir en el cielo", dice el
Satán de Milton. La jerarquía es la condición de la eficacia, lo específico de
la civilización, lo genérico de la vida,
que parece aborrecer toda igualdad. Toda obra social implica división del
trabajo: gobernantes y gobernados,
caudillos y secuaces. Disciplina y jerarquía son palabras sinónimas. La
jerarquía legítima es la que se funda en el
servicio. Jerarquía y servicio son los lemas de toda aristocracia. Una
aristocracia hispánica ha de añadir a su lema
el de hermandad. Los grandes españoles fueron los paladines de la hermandad
humana. Frente a los judíos, que se
consideraban el pueblo elegido, frente a los pueblos nórdicos de Europa, que se
juzgaban los predestinados para la
salvación, San Francisco Javier estaba cierto de que podían ir al Cielo los
hijos de la India, y no sólo los
brahmanes orgullosos, sino también, y sobre todo, los patrias intocables.
Esta es una idea que ningún otro pueblo ha sentido con tanta fuerza como el
nuestro. Y como creo en la
Humanidad, como abrigo la fe de que todo el género humano debe acabar por
constituir una sola familia, estimo
necesario que la Hispanidad crezca y florezca y persevere en su ser y en sus
caracteres esenciales, porque sólo ella
ha demostrado vocación para servir este ideal.
Ramiro de Maeztu