Durante el funeral del P. Alba, miraba a
mi alrededor a tantísima gente que había presente; gente de toda condición y
de todas las edades, e intentaba interpretar la expresión de sus rostros y leer
sus pensamientos más íntimos en aquel momento. Acabé pensando para mí:
"Si el P. Alba ha hecho por ellos tan sólo una pequeñísima parte de lo
que ha hecho por mí, pues no me extraña nada que le quieran tanto, al igual
que yo".
Dos pensamientos prevalecían en mi mente después, dos pensamientos muy
opuestos: el uno era de hace casi nueve años, cuando empecé a trabajar en el
Colegio, y el otro era de tan sólo siete días antes de la muerte del P. Alba.
Hace nueve años, cuando vine al Colegio por primera vez para la entrevista del
trabajo, estuve muy contenta cuando me ofrecieron el puesto de trabajo de
profesora y cuando me dijeron que mis tres hijos también podían empezar en el
mismo Colegio. Sin embargo, poco después, como yo era nueva en el pueblo, la
gente empezaba a contarme cosas que francamente me asustaban, hasta tal punto,
que fui a hablar con la directora, la srta. Isabel Lamarca, y según la
respuesta que me diera, estaba dispuesta a renunciar al trabajo, que tanto
había querido. Ella me tranquilizó y me aseguró que ellos, como Colegio, no
me obligarían a hacer nada de lo que no quería, pero sí me invitarían a
todo, como hacían con todo el mundo.
Firmé el contrato, y durante unos tres años, puedo decir que cumplí
plenamente con mi trabajo y conviví muy respetuosamente con mis compañeros de
claustro, con la dirección y con los alumnos. No obstante, los viernes a las 2,
me iba a mi casa y me olvidaba del colegio hasta el siguiente lunes a las ocho y
media.
Unos tres años más tarde, poco después del nacimiento de mi cuarto hijo,
James, empecé a tener unos graves problemas en mi vida personal. Yo siempre
había sido muy fuerte físicamente y en cuestiones de salud, pero
emocionalmente y espiritualmente la vida me enseñó que no estaba preparada. Mi
vida, que de niña había sido un jardín de rosas, empezó a quebrarse: empecé
a sufrir desmayos repentinos y adelgazamientos; me sentía desvalida e incapaz
de vencerme. En breve, el mundo se me caía encima.
Sin darme cuenta de por qué, recurrí curiosamente a una persona con quien no
tenía mucha confianza, excepto en el ámbito laboral, y quien me daba mucho
respeto, pero quien acabaría siendo una de mis hermanas queridísimas en la
vida: Isabel Lamarca. Ella, en todo momento guiada por los Padres del Colegio,
me cogió de la mano y me apoyó en todos los sentidos; físicamente, moralmente
y espiritualmente, y puedo decir que, desde entonces, nunca me ha abandonado,
como tampoco me ha abandonado mi otra queridísima hermana, Jerusalén Torra. Me
han enseñado el verdadero camino de Dios y me han reforzado la devoción que yo
siento por la Virgen desde pequeña. Con el nacimiento de mis dos pequeños:
Thomas Anthony y Matthew Joseph, ellas, con el P. Turú, que tanto bien ha hecho
por mí y por mis hijos, y quien ha sido como un verdadero ángel de la guarda
para nosotros, hicieron de padrinos.
¡Qué felices nos han hecho! Con ellos, Dios nos ha mandado unos padrinos que
no nos merecemos.
Los Padres del Colegio, actuando como padres espirituales, han mirado siempre
por el bien de mi familia, resolviendo mis problemas, cumpliendo tan fielmente
con todo lo que prometieron, y sobre todo, haciéndonos sentir muy queridos y
parte de su familia.
El segundo pensamiento que me vino a la mente durante el funeral del P. Alba, y
que contrastaba tanto con el otro, fue un recuerdo del viernes, cuatro de enero
de 2002, tan sólo siete días antes del fallecimiento del Padre Alba: El Padre
Alba, apoyado débilmente en sus codos, encima de una mesa de su despacho, y
junto a sus queridas hijas, Jerusalén e Isabel, me dijo que me sentara a su
lado, y al igual que hizo con el P. Cano aquella víspera de Reyes, me apoyó
contra su corazón y me abrazó. Como un padre a su niña, pasó sus manos
cariñosamente por mi pelo y me dijo: "No te separes nunca de nosotros,
Elizabeth, nunca". Yo, entre las lágrimas y dentro de mí, respondí:
"¡No, Padre, nunca!", pero mis labios no pudieron coger la suficiente
fuerza para decírselo bien.
Yo sabía perfectamente, al igual que el P. Alba, Jerusalén e Isabel, a lo que
se refería: hace nueve años, la providencia de Dios me había traído al
Colegio del Corazón Inmaculado de María de Sentmenat, (en circunstancias que
también merecen ser contadas, pero que resultarían muy largas de relatar),
pero no me había traído para el puesto de trabajo de profesora de inglés,
como yo había pensado, sino para llegar a conocer (tal como me había dicho
Isabel tiempo atrás en una discusión que había tenido con ella) esta obra
apostólica de Dios, y para que el Padre Alba, junto con sus fieles seguidores,
tanto de la comunidad, como de la Unión Seglar de San Antonio Mª Claret, me
enseñara el verdadero camino de Dios, y me enseñara que (como decía el P.
Cano en su homilía del funeral): "Dios es amor y todos son bienvenidos a
su casa".
¿Cuántas veces, cuando ya no tenemos a la persona querida delante,
quisiéramos decirle lo mucho que le queremos? ¿Cuántas veces, antes de tocar
en la Velada Musical, a mí me hubiera gustado anunciar públicamente que yo
tocaba, en primer lugar, por mi devoción a la Virgen María, pero también, por
el agradecimiento y cariño que yo sentía por el P. Alba y los otros Padres y
señoritas directoras?, pero no tuve el valor suficiente para decirlo.
Así que ahora, y públicamente a todos los lectores, quisiera pronunciar estas
palabras: "Gracias, Padre Alba, por haberme recibido en su casa y, junto
con sus hijos e hijas misioneros de Cristo Rey, e hijos de la Unión Seglar de
San Antonio Mª Claret, por habernos amado tanto a mí y a mi familia".
Elizabeth Ronksley