LA
ESPERANZA DEL EVANGELIO
Beatos Cruz Laplana y Fernando
Español testigos de la
esperanza
Reverendos sacerdotes,
amadísimos hermanos: ahora que
está más cerca la
glorificación de nuestros
hermanos, los siervos de Dios
Don Cruz Laplana y Don
Fernando Español, ha parecido
oportuno que nos reuniésemos
aquí para dar gracias al Señor
y para suplicarle que el
resplandor de los mártires nos
ilumine a nosotros y nos ayude
a reavivar nuestra fidelidad a
Cristo y nuestra valentía
apostólica. Y nos reunimos
hoy, porque tal día como éste
hace 70 años (el 8 de abril de
1922), entraba como obispo en
esta ciudad y en esta Iglesia
Catedral, Don Cruz Laplana. Y
las crónicas del tiempo nos
permiten asomarnos a una gran
explosión de entusiasmo, a una
travesía triunfal desde la
estación de ferrocarril hasta
esta santa Iglesia.
En uno de los días siguientes,
un periódico de Cuenca, más
bien hostil, insertaba unas
observaciones versificadas, en
las que recordaba al Obispo
que no olvidase que después
del Domingo de Ramos viene el
viernes de Pasión. No parece
que lo olvidase el Obispo. No
lo olvidamos nadie: es la
triste y universal condición
humana. Pero así como los que
esperaban un reino
superficial, el reino de
Israel (en el que soñaban los
mismos discípulos de Jesús),
pudieron sentirse frustrados o
conturbados por este cambio
súbito e increíble de
escenario (desde los aplausos
multitudinarios hasta la
soledad, el abandono, la
indiferencia, la cobardía y el
odio sarcástico), nosotros,
queridos hermanos, gracias al
Señor, no podemos sucumbir.
Don Cruz, como sabéis, estuvo
unos días recluido,
prisionero, en el edificio del
Seminario. Y durante algunos
días (unos pocos al menos),
los miembros de la Guardia
Civil de la provincia
concentrados en la capital
coincidieron con él y con
otros sacerdotes que ahí
estaban, ofreciéndole
insistentemente (con
autorización más o menos
tácita y disimulada del
Gobernador civil y de otras
autoridades civiles del
momento), que se retirase
protegido por ellos a Teruel,
pues desde allí podía ir con
toda facilidad a Zaragoza. Él
había venido a Cuenca desde
allí, donde había sido
profesor del Seminario y
párroco de la Iglesia de San
Gil, y donde tenía todo un
ambiente de amigos y
conocidos: una atmósfera
acogedora, un lugar pacífico
para la vida cristiana. Sin
embargo, no quiso: "Es mi
deber quedarme".
Y al
final dirá, porque no sólo
presentía, sino que conocía y
casi palpaba lo que le
esperaba: "Me muero a gusto".
Y
esta misma disponibilidad y
esta voluntariedad, que es
realmente sublime más fácil
resulta decirla que
practicarla la vivió
igualmente su acompañante Don
Fernando. También a él, como
sabéis, cuando fueron en busca
de Don Cruz para llevarlo de
noche a la muerte, le dijeron
que se quedase, pero se empeñó
en acompañar a su Obispo. Le
dijeron: "Le va a pesar, le
vamos a matar". Y él contestó:
"Pues me matáis". Misterio de
entrega generosa, por la cual
brilla más aún el momento del
martirio: ese misterio
dramático, trágico, pero al
mismo tiempo sublime, de la
conjunción, de la
simultaneidad del odio en su
forma más terrible y del amor
en su forma más sublime.
Porque el mártir es aquel que
muere porque alguien odia su
fe, su causa, su Iglesia, no
porque le odien a él, sino lo
que él representa y lo que es
razón de su vida. Y el mártir
es aquel que corresponde a
este odio homicida con la
sublime, la más alta
manifestación del amor, que es
tener por amigos a los que le
matan y amarles, perdonándoles
como Cristo Jesús en el
Calvario. En nuestro caso,
como en tantos otros, el odio
a la fe no significa que la
Iglesia piense en la
responsabilidad de todos y
cada uno de los ejecutores.
Alguien podrá decir y muchos
se complacen en decirlo que,
aunque obcecados, lo hacían
por motivaciones que no iban
contra la religión, sino
porque veían en la Iglesia (o
les habían hecho ver), una
enemiga del pueblo, una
fautora de los poderosos
comprometida con la opresión.
Como
acabamos de oír en el
Evangelio de hoy, alguno
podría incluso pensar que,
dando muerte a los creyentes,
estaban haciendo un obsequio a
Dios. Pero esto no tiene
interés ninguno: lo que
importa es que eran,
consciente o
inconscientemente,
instrumentos del odio de otros
que sabían muy bien lo que
hacían y que odiaban a la
Iglesia no por unos fallos u
otros, no por comportamientos
personales que casi nunca se
dan en el caso del martirio,
sino como tal institución
religiosa que predica la
vinculación del hombre a Dios
y que es incompatible, según
ellos, con un proyecto de
mundo feliz, autónomo,
totalmente emancipado y
autosuficiente.
Y
son estos propagandistas del
odio los que, a sabiendas,
envenenan el ambiente y la
cabeza de muchos (más o menos
ingenuos) con toda clase de
falsedades propaladas con una
intención tácita (sabiendo,
además, que son falsas):
movilizar precisamente el odio
homicida.
Durante los primeros siglos,
la Iglesia tuvo una inmensa
constelación de mártires. Y es
curioso recordar que todos los
responsables de la época, las
autoridades y la gente
ilustrada, sabían que eran
íntegramente inocentes, pero
pensaban que, aunque fueran
personalmente inocentes, lo
que representaban, la fe
cristiana, los criterios de
vida moral cristiana, la
concepción de la vida de los
cristianos, era incompatible
con la salud del Imperio
Romano.
Y, para favorecer la defensa
de esta persecución, durante
muchísimos decenios, unos y
otros se dedicaron a propalar
toda clase de calumnias: que
si eran ateos los cristianos
porque sólo aceptaban a un
Dios y no a los demás dioses;
que si eran caníbales porque
interpretaban lo que habían
oído de la Eucaristía como una
comida de carne humana; que si
eran incestuosos porque sus
reuniones litúrgicas nocturnas
se presentaban como
orgiásticas...
Sin duda, más de uno en el
pueblo se creyó estas
calumnias, pero los
responsables de las mismas no
se las creían. Por tanto,
había odio a la fe, odio al
mensaje de Cristo, odio a la
Iglesia portadora de este
mensaje. Y así, igualmente en
nuestro caso, los que llevaron
a la muerte a nuestro hermano
Don Cruz y a nuestro hermano
Don Fernando, lo que
pretendían era desarraigar la
Iglesia como institución,
porque era el signo del
oscurantismo, era el obstáculo
para introducir una nueva era
revolucionaria, un mundo feliz
fundado en la independencia
absoluta, que expresaban con
un dicho muy manido en España
y en Europa, y que aún no hace
mucho tiempo hemos vuelto a
ver escrito en las paredes de
Cuenca: "Ni Dios ni amo".
Frente a la tenebrosidad,
llena de equívocos (y quizá en
algún caso concreto,
personalísimo, de una posible
"misteriosa" buena fe), ahora
refulge el misterio de la
confesión de la fe (no
agresiva, sino evangelizadora,
con amor a los verdugos), y el
misterio del perdón, evocando
el perdón de Cristo en la
Cruz. Por eso, mis hermanos,
estamos aquí para dar gracias
a Dios y para pedirle que, por
medio de la que esperamos
próxima glorificación de estos
hermanos nuestros, nos
convirtamos todos en
instrumentos más idóneos para
la obra de la evangelización,
que tanto urge ahora en la
Iglesia. Porque estos hermanos
mártires son la realización
más perfecta del Evangelio.
Todas las demás empresas de la
Iglesia, sean cuales sean,
palidecen al lado de la pureza
misteriosa, pero casi
tangible, de esta entrega
total de uno mismo en
conformidad con la Voluntad
del Padre. Por eso, más de una
vez, oralmente y por escrito,
me he atrevido a reiterar que
los mártires son el caudal más
precioso del que dispone la
Iglesia de España en todo el
siglo XX y en muchos siglos, y
que ninguna otra empresa se le
puede comparar. En los
mártires brilla, como en
ningún otro lugar, la
supremacía del poder de Dios:
brilla precisamente en el
abismo de nuestra pequeñez, de
nuestra debilidad, de nuestro
desvalimiento, de nuestra
impotencia.
En los mártires se alimenta
una esperanza alentadora y
estimulante, porque con su
muerte dan testimonio de algo
que vale más que la vida que
parecen perder, y vale más que
la vida porque es más vida: la
vida oculta en Dios de Cristo
Resucitado. Y sobre todo,
porque los mártires no son
mártires de una idea: son
testigos de la presencia
viviente en ellos de Cristo
Jesús, el Protomártir: aquel
Cristo Jesús que salió al paso
de Saulo (quien perseguía en
Palestina, Siria y Damasco a
los cristianos de la primera
generación y que jamás pensó
que estaba persiguiendo a
Cristo, al que daba por
muerto) para recordarle:
Saulo, me persigues a mí; "Yo
soy Jesús a quien tú
persigues"; "el que a vosotros
persigue a mí me persigue”.
Y
este mismo Jesucristo que se
hace uno con los perseguidos,
con los mártires (como si se
prolongase en el tiempo su
martirio supremo, el martirio
creador y redentor de la cruz)
es el que en los mismos
mártires, uno a uno, habla
diciendo ese increíble "Padre,
perdónalos", que es el gran
ejemplo sublime de nuestros
mártires.
Alguna vez, voces atrevidas,
incluso eclesiásticas, han
osado insinuar que la Iglesia
de aquel tiempo, la Iglesia de
Don Cruz, era más de Cristo
Rey, triunfante, avasallador,
que no del Cristo manso de la
Cruz. ¡Qué error! Todos los
millares de mártires, sin
excepción, pensaron
inmediatamente (porque les
salía de su propia vida
interior cristiana), en el
Cristo manso de la Cruz que
dijo: "Perdónales, Padre". Y
dijeron lo mismo: ¡Cristo lo
dijo en ellos! ¡Demos gracias
a Dios! Pidamos al Señor que
esta lección se haga cada vez
más viva y universal en medio
de nosotros.
Vamos a dar gracias a Dios
incorporando este recuerdo de
los mártires al Martirio, a la
Pasión, a la Muerte y a la
Resurrección de Cristo el
Señor en la santa Eucaristía.
Y vamos a dar gracias a Dios
también cantando después
(mientras nos dirigimos a la
tumba de Don Cruz Laplana), el
himno clásico de acción de
gracias y de alabanza en la
Iglesia, el Te Deum. En este
canto hay un versículo en el
que también los mártires se
unen al coro multiforme de los
que alaban al Señor: "A Ti,
Señor, te alaba el ejército,
la muchedumbre de los
mártires" (Te martyrum
candidatus laudat exercitus).
Y a esta muchedumbre, a este
ejército, este himno lo
califica como "candidato"
(candidatus), que significa
literalmente "vestido de
blanco".
Habéis oído la lectura del
Apocalipsis. El Apocalipsis
nos presenta a los mártires de
las primeras persecuciones, en
el siglo I, situados muy cerca
de Dios en el Paraíso, más
cerca que nadie, debajo del
mismo Altar que es Dios, que
es Cristo Cordero. Y nos los
presenta como inquietos,
impacientes: "Señor: ¿cómo es
posible que, después de
habernos sacrificado a
nosotros, mirando a la tierra
podamos ver que aún sigue el
martirio, la persecución? ¿Por
qué no le das la victoria
definitiva a la Iglesia? ¿Por
qué no le devuelves la paz
satisfactoria?" Y de un modo
emocionante, el autor del
Apocalipsis pone en boca del
Señor una respuesta admirable:
"Estad tranquilos, no os
impacientéis, porque seguirá
todavía por mucho tiempo la
persecución y caerán todavía
muchos otros. Es decir,
aceptad mi Reino por la vía de
la cruz, pero, mientras tanto
añade os voy a vestir con
las túnicas blancas de los
vencedores, un ejército
"candidato", blanqueado,
porque la roja sangre del
martirio blanquea, y éste es
el color del triunfo"7.
Lo que le pedimos esta tarde
al Señor es que esas túnicas
blancas de vencedores, que Él
ha puesto a los hermanos
mártires desde el momento
mismo de su martirio, se las
ponga también ahora a la
Iglesia de modo visible,
social, de suerte que actúen
como un signo alentador en
medio de nuestra
peregrinación. Que este
ejército de mártires blancos,
vestidos de blanco, y a la
cabeza nuestro hermano Don
Cruz Laplana, nuestro hermano
Don Fernando Español, nos
guíen a todos, mis queridos
hermanos sacerdotes,
religiosos y fieles seglares
de Cuenca, para que, como
anuncié al principio, se
reavive, echando raíces cada
vez más hondas, nuestra gozosa
fidelidad a Cristo Jesús y
nuestra valentía apostólica
para llenar el mundo con la
Buena Noticia, haciéndole
descubrir la alegría en lo que
parece fuente de dolor y de
tristeza: en el resplandor
triunfante de la Cruz.
Que así sea.
José Guerra Campos