Por
el cardenal Joseph Ratzinger
Europa.
¿Qué es exactamente? Esta pregunta de siempre, fue planteada expresamente por
el cardenal Józef Glemp en uno de los círculos lingüísticos del Sínodo de
obispos sobre Europa: ¿dónde comienza, dónde termina Europa? ¿Por qué, por
ejemplo, Siberia no pertenece a Europa aunque también la habitan europeos, que
tienen un modo de pensar y de vivir completamente europeo? ¿Dónde se pierden
las fronteras de Europa en el sur de la comunidad de los pueblos de Rusia? ¿Dónde
está su límite en el Atlántico? ¿Qué islas pertenecen a Europa, y cuáles,
en cambio, no? Y, ¿por qué? En estos encuentros se manifiesta claramente que sólo
de modo secundario Europa es un concepto geográfico. Europa no es un continente
netamente determinado en términos geográficos, sino más bien es un concepto
cultural e histórico.
1. El surgimiento de Europa
Esto se percibe con bastante evidencia si intentamos remontarnos a los orígenes
de Europa. Quien habla del origen de Europa, cita normalmente a Heródoto
(484 425 a.C. aproximadamente), quien, de hecho, es el primero en definir Europa
como concepto geográfico; y lo hace así: «Los persas consideran Asia como su
propiedad y los pueblos bárbaros que habitan en ella, mientras estiman que
Europa y el mundo griego es un país distinto». No hace referencia a las
fronteras de Europa, pero está claro que tierras que hoy son el núcleo de
Europa estaban completamente fuera del campo visual del historiador antiguo.
De hecho, con la formación de los estados helenísticos y del imperio romano,
se había formado un continente que se transformó en la base de la sucesiva
Europa, pero que tenía otras fronteras: eran las tierras alrededor del Mediterráneo,
que gracias a sus vínculos culturales, gracias al tráfico y al comercio,
gracias al sistema político común, formaban un verdadero y particular
continente.
Sólo el avance triunfal del Islam en el siglo VII y al inicio del siglo VIII
trazó una frontera a lo largo del Mediterráneo; por así decirlo, la partió
en dos, de tal manera que todo lo que hasta entonces era un continente se
subdividía ahora en tres continentes: Asia, África y Europa.
En oriente, la transformación del mundo antiguo se realizó más lentamente que
en occidente: el imperio romano, con Constantinopla como punto central, resistió
hasta el siglo XV, aunque fue quedando cada vez más al margen. Mientras tanto,
en torno al año 700, la parte meridional del Mediterráneo queda completamente
fuera de lo que hasta ese entonces era un continente cultural. Al mismo tiempo
se lleva a cabo una mayor extensión hacia el norte. El límite, que hasta
entonces había sido un confín continental, desaparece y se abre hacia un nuevo
espacio histórico que ahora abrazaría Galia, Germania, Bretaña como tierras núcleo
propiamente dichas, y se extiende cada vez más hacia Escandinavia.
En este proceso de cambio de los confines, la continuidad ideal con el
precedente continente mediterráneo, medido geográficamente de un modo nuevo,
tiene como garantía un modelo de teología de la historia: partiendo del libro
de Daniel, se consideraba al Imperio Romano renovado y transformado por la fe
cristiana como el último y permanente reino de la historia del mundo en general
y, por tanto, se definía la trabazón de pueblos y estados que estaba en vías
de formación como el permanente «Sacrum Imperium Romanum».
Este proceso de una nueva identificación histórica y cultural se realizó de
manera totalmente consciente bajo el reino de Carlomagno. Aquí surge nuevamente
el antiguo nombre de Europa, con un significado diverso: este vocablo se
utilizaba incluso como definición del reino de Carlomagno, y expresaba, al
mismo tiempo, la consciencia de la continuidad y de la novedad con que la nueva
trabazón de estados se presentaba: como una fuerza con futuro. Con futuro
porque se concebía en continuidad con lo que había sido la historia del mundo
hasta entonces y anclada últimamente en lo que permanece para siempre.
Esta autocomprensión que se estaba formando se expresa al mismo tiempo en la
consciencia de la definitividad, así como la de una misión.
Es verdad que el concepto de Europa casi desaparece nuevamente después del fin
del reino carolingio y se conserva solamente en el lenguaje de los doctos; en el
lenguaje popular sólo se usa al inicio de la época moderna aunque en relación
con el peligro de los Turcos, como modalidad de autoidentificación , para
imponerse en general en el siglo XVIII. Independientemente de esta historia del
término, la constitución del reino de los francos como el imperio romano jamás
desaparecido y entonces renacido, significa, de hecho, el paso decisivo hacia lo
que nosotros entendemos hoy cuando hablamos de Europa.
Ciertamente no podemos olvidar que hay también una segunda raíz de la Europa,
de una Europa no occidental: el imperio romano de hecho, como ya he mencionado,
había resistido en Bizancio contra las tempestades de la migración de los
pueblos y de la invasión islámica. Bizancio se percibía a sí misma como la
verdadera Roma; es un hecho que aquí el imperio no había decaído jamás, razón
por la cual seguía reivindicando la otra mitad del imperio, la occidental.
También este imperio romano de oriente se extendió ulteriormente hacia el
norte, abarcando al mundo eslavo, y se creó un mundo propio, greco romano, que
se diferencia respecto a la Europa latina del occidente en virtud de la
diversidad de su liturgia, de una constitución eclesiástica diferente, de una
escritura diversa, y en virtud de la renuncia al latín como lengua común enseñada.
Ciertamente hay también suficientes elementos unificadores, que pueden hacer de
los dos mundos un único, común continente: en primer lugar, la herencia común
de la Biblia y de la Iglesia antigua, que, por otra parte, en ambos mundos hace
referencia a una realidad que está más allá de sí misma, hacia un origen que
ahora se encuentra fuera de Europa, es decir, en Palestina; en segundo lugar, la
misma idea común de Imperio, la común comprensión de fondo de la Iglesia y,
por tanto, también la comunión en las ideas fundamentales del derecho y de los
instrumentos jurídicos; por último, yo mencionaría también el monaquismo,
que en los grandes movimientos de la historia se ha mantenido como el vehículo
esencial, no sólo de la continuidad cultural, sino, sobre todo, de los valores
fundamentales religiosos y morales, de las orientaciones últimas del hombre, y
en cuanto fuerza pre política y super política se transformó en el vehículo
de los renacimientos siempre necesarios.
Entre las dos Europas, a pesar de la común y esencial herencia eclesial, hay
sin embargo una profunda diferencia, cuya importancia ha quedado subrayada
especialmente por Endre von Ivanka: en Bizancio, Imperio e Iglesia aparecen casi
identificados el uno con el otro; el emperador también es el jefe de la
Iglesia. Él se considera a sí mismo como representante de Cristo, y en unión
con la figura de Melquisedec, que era al mismo tiempo rey y sacerdote (Gén 14
18), lleva desde el siglo VI el título oficial de «rey y sacerdote». Dado que
a partir de Constantino el emperador había escapado de Roma, en la antigua
capital del imperio pudo desarrollarse la posición autónoma del obispo de
Roma, como sucesor de Pedro y pastor supremo de la Iglesia; aquí ya desde el
inicio de la era constantiniana se enseñó una dualidad de potestad: emperador
y papa tienen de hecho potestades separadas, ninguno dispone de la totalidad. El
papa Gelasio I (492 496) formuló la visión de occidente en su famosa carta al
emperador Anastasio y, todavía más claramente, en su cuarto tratado, donde
ante la tipología bizantina de Melquisedec subraya que la unidad de las
potestades está exclusivamente en Cristo: «él, de hecho, a causa de la
debilidad humana (¡soberbia!) Ha separado para los tiempos sucesivos los dos
ministerios de manera que ninguno se ensoberbezca» (c. 11). Para las cosas de
la vida eterna los emperadores cristianos tienen necesidad de los sacerdotes
(pontífices) y éstos, a su vez, se atienen para el curso temporal de las
cosas, a las disposiciones imperiales. Los sacerdotes deben seguir en las cosas
mundanas las leyes del emperador, puesto por querer divino, mientras éste debe
someterse en las cosas divinas al sacerdote. Con esto se introdujo la separación
y distinción de las potestades, que fue de máxima importancia para el
desarrollo sucesivo de Europa, y que, por así decirlo, puso los fundamentos de
lo que es propiamente típico de Occidente.
Ya que de ambas partes, ante tales delimitaciones, siempre permaneció vivo el
impulso a la totalidad, la codicia de imponer el poder propio sobre el del otro,
este principio de separación se convirtió también en fuente de sufrimientos
infinitos. La manera en que se debe vivir correctamente y concretar política y
religiosamente este principio sigue siendo un problema fundamental, incluso para
la Europa de hoy y de mañana.
2. El viraje hacia la época moderna
Si a partir de cuanto he dicho hasta ahora podemos considerar el surgimiento del
imperio carolingio de una parte, y la continuación del imperio romano en
Bizancio y su misión hacia los pueblos eslavos por otra, como el verdadero y
propio nacimiento del continente Europa, el inicio de la época moderna
significa para ambas Europas un viraje, un cambio radical que concierne tanto a
la esencia de este continente como a sus contornos geográficos.
En 1453 Constantinopla fue conquistada por los turcos. O. Hiltbrunner comenta
este acontecimiento de manera lacónica: «los últimos... doctos emigraron...
hacia Italia y transmitieron a los humanistas del Renacimiento el conocimiento
de los textos originales griegos; sin embargo, oriente se hundió en la ausencia
de cultura». Esta afirmación puede ser un poco burda, ya que, de hecho, también
el reino de la dinastía de los Osman tenía su cultura; pero es cierto que la
cultura greco cristiana europea de Bizancio tuvo su fin con esta invasión. De
este modo, una de las dos alas de Europa estuvo a punto de desaparecer, pero la
herencia bizantina no estaba muerta: Moscú se declara a sí misma como la
tercera Roma, funda entonces un propio patriarcado sobre la base de la idea de
una segunda «translatio imperii» y se presenta, por tanto, como una nueva
metamorfosis del «Sacrum Imperium » como una forma propia de Europa, que,
sin embargo, permaneció unida con occidente y se orientó cada vez más hacia
él, hasta el punto de que Pedro el Grande intentó convertirla en un país
occidental . Este movimiento hacia el norte de la Europa bizantina implicó
también un amplio movimiento hacia oriente de las fronteras del continente. El
establecimiento de los Urales como frontera es sumamente arbitrario. De
cualquier forma, el mundo que quedaba a su oriente se convirtió cada vez más
en una especie de subestructura de Europa ni Asia ni Europa ; esencialmente
forjado por Europa, pero sin participar de su carácter de sujeto: objeto, pero
no vehículo de su historia. Quizás con esto se define la esencia de un estado
colonial.
Por tanto, al inicio de la época moderna, podemos hablar, en la Europa
bizantina, no occidental, de un doble acontecimiento: por una parte se da la
disolución del antiguo Bizancio con su continuidad histórica en relación con
el Imperio Romano; por otra parte, esta segunda Europa obtuvo con Moscú un
nuevo centro y amplió sus confines hacia oriente, para erigir en Siberia una
especie de pre estructura colonial.
Contemporáneamente, también podemos constatar en occidente un doble proceso
con un significado histórico notable. Gran parte del mundo germánico se separa
de Roma; surge una nueva forma iluminada de cristianismo, de modo que, por medio
de occidente, se crea a partir de entonces una línea de separación que forma
también claramente una frontera cultural, un confín entre dos diversos modos
de pensar y relacionarse. Ciertamente, también dentro del mundo protestante hay
una fractura: en primer lugar entre luteranos y reformados, a los cuales se
asocian los metodistas y presbiterianos, mientras la Iglesia anglicana busca
formar un camino intermedio entre católicos y evangélicos; a esto se añade
también la diferencia entre el cristianismo bajo la forma de una iglesia de
Estado, que llega a ser un distintivo de Europa, e iglesias libres, que
encuentran su espacio de refugio en Norteamérica, tema éste del que debemos
volver a hablar.
Pongamos atención, en primer lugar, al segundo acontecimiento, que caracteriza
esencialmente la situación de la época moderna, diferenciándola de la que era
la Europa latina: el descubrimiento de América. A la extensión de Europa hacia
el este, gracias a la progresiva extensión de Rusia hacia Asia, corresponde la
radical salida de Europa más allá de sus confines geográficos hacia el mundo
que está más allá del océano, que ahora se llama América. La subdivisión
de Europa en una mitad latino católica y una mitad germánico protestante se
transfirió y repercutió sobre esta parte de tierra ocupada por Europa. También
América fue al inicio una Europa ampliada, una colonia, pero ella también se
crea contemporáneamente a la agitación europea provocada por la Revolución
Francesa su propio carácter de sujeto: desde el siglo XIX en adelante, aunque
forjada en sus aspectos profundos por su nacimiento europeo, América se
presenta ante Europa como un sujeto propio.
En este intento de conocer la identidad más profunda e interior de Europa a
través de una mirada histórica, hemos tomado en consideración dos virajes
históricos fundamentales:
a)
El primero es la disolución del
viejo continente mediterráneo, por obra del continente del «Sacrum Imperium»,
colocado más hacia el norte, en el que se forma Europa a partir de la época
carolingia como mundo occidental latino, junto a éste está la continuación de
la vieja Roma en Bizancio, con su extensión hacia el mundo eslavo.
b)
Como segundo paso, hemos observado la
caída de Bizancio y, por una parte, el consiguiente traslado hacia el norte y
hacia el este de la idea cristiana de imperio de una parte de Europa, y, por
otra parte, la división interna de Europa en un mundo germánico protestante y
un mundo latino católico. Además de esto, se encuentra la expansión hacia América,
a la que se trasfiere esta división y que, al final, se constituye como un
sujeto histórico propio que está ante Europa.
c)
Ahora debemos considerar un tercer viraje, cuyo faro más visible lo
constituye la Revolución francesa.
Es
verdad que el «Sacrum Imperium» como realidad política se estaba disolviendo
desde el final de la Edad Media y se había vuelto cada vez más frágil,
incluso como válida e indiscutible interpretación de la historia; pero sólo
entonces este marco espiritual se fragmenta también formalmente, este marco
espiritual sin el cual Europa no habría podido formarse. Es un proceso de
considerable importancia, tanto desde el punto de vista político como ideal.
Desde el punto de vista ideal, esto significa que se rechaza el fundamento sacro
de la historia y de la existencia estatal: la historia ya no se mide de acuerdo
con una idea de Dios precedente a ella y que le da forma; el Estado es
considerado, a partir de entonces, en términos puramente seculares, fundado en
la racionalidad y en la voluntad de los ciudadanos.
Por primera vez en absoluto surge en la historia el Estado puramente secular,
que abandona y deja a un lado la garantía divina y la normativa divina del
elemento político, considerándolo como una visión mitológica del mundo y
declara al mismo Dios como una cuestión privada, que no es parte de la vida pública
y de la formación de la voluntad común. Ésta es concebida únicamente como un
asunto de la razón, para la cual Dios no aparece claramente cognoscible: religión
y fe en Dios pertenecen al ámbito del sentimiento, no al de la razón. Dios y
su voluntad cesan de ser relevantes en la vida pública.
De este modo surge, con el fin del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX, un
nuevo tipo de cisma, cuya gravedad percibimos cada vez más netamente. En alemán,
este proceso no tiene ningún término, ya que se ha desarrollado más
lentamente. En las lenguas latinas es caracterizado como división entre
cristianos y laicos. En los últimos dos siglos esta laceración ha penetrado en
las naciones latinas como una fractura profunda, mientras el cristianismo
protestante, al inicio, tuvo una vida fácil al conceder dentro de sí espacio a
las ideas liberales e ilustradas, sin destruir el marco de un amplio consenso
cristiano.
El aspecto de política realista de la disolución de la antigua idea de imperio
consiste en esto: las naciones, los estados, que son identificables como tales
gracias a la formación de ámbitos lingüísticos unitarios, aparecen
definitivamente como los únicos y verdaderos portadores de la historia, y, por
tanto, obtienen un rango que antes no les correspondía.
El dramatismo explosivo de este sujeto histórico, plural, se muestra en el
hecho de que las grandes naciones europeas se consideraban depositarias de una
misión universal, que necesariamente debía llevar a conflictos entre ellas,
cuyo impacto mortal lo hemos experimentado dolorosamente en el siglo recién
pasado.
3. La universalización de la cultura
europea y su crisis
Finalmente debemos considerar un proceso ulterior, con el cual la historia de
los últimos siglos avanza claramente hacia un mundo nuevo. Si la vieja Europa
precedente a la época moderna, en sus dos mitades había conocido esencialmente
sólo un adversario, con el cual debía confrontarse para la vida y para la
muerte, es decir, el mundo islámico; si el viraje de la época moderna había
llevado a la extensión hacia América y hacia partes de Asia sin grandes
sujetos culturales propios, ahora tiene lugar la
salida hacia los dos continentes hasta ahora tocados sólo marginalmente: África
y Asia, que trataron de transformarse en sucursales de Europa, en colonias.
Hasta cierto punto, esto también se logró, pues ahora también Asia y África
siguen el ideal del mundo forjado por la técnica y el bienestar, de tal modo
que también allí las antiguas tradiciones religiosas entran en crisis y
estratos de pensamiento puramente secular dominan siempre más la vida pública.
Pero hay también un efecto contrario: el
renacimiento del Islam no está solamente unido a la nueva riqueza material
de los países islámicos, sino que también se alimenta por la conciencia de
que el Islam es capaz de ofrecer una base espiritual válida para la vida de los
pueblos, una base que parece haberse escapado de la mano de la vieja Europa,
que, no obstante su duradera potencia política y económica, se ve, cada vez más,
como condenada al declino y al obscurecimiento.
Las grandes tradiciones religiosas de Asia, sobre todo su componente mística,
que encuentra expresión en el budismo, se elevan también como potencias
espirituales contra una Europa que reniega de sus fundamentos religiosos y
morales. El optimismo acerca de la victoria del elemento europeo, que Arnold
Toynbee podía sostener todavía al inicio de los años sesenta, aparece hoy
extrañamente superado: «de 28 culturas que nosotros hemos identificado... 18
están muertas y nueve de las restantes; de hecho, todas menos la nuestra
muestran que están golpeadas de muerte».
¿Quién repetiría hoy todavía las mismas palabras? Y, en general, ¿qué es
nuestra cultura, la que todavía permanece? La cultura europea, ¿es quizás la
civilización de la técnica y del comercio difundida victoriosamente por el
mundo entero? ¿O no es esta civilización más bien la nacida de manera
post europea por el fin de las antiguas culturas europeas?
Yo veo aquí una sincronía paradójica: con la victoria del mundo técnico secular
post europeo, con la universalización de su modelo de vida y de su manera de
pensar, se da en todo el mundo especialmente en los mundos estrictamente
no europeos de Asia y África la impresión de que el mundo de valores de
Europa, su cultura y su fe, aquello sobre lo que se basa su identidad, ha
llegado al final y esté saliendo del escenario; da la impresión de que ha
llegado la hora de los sistemas de valores de otros mundos, de la América
precolombina, del Islam, de la mística asiática.
Europa, justo en esta hora de su máximo
éxito, parece haberse vaciado por dentro, paralizada en cierto sentido por
una crisis de su sistema circulatorio, una crisis que pone en riesgo su vida,
dependiendo por así decirlo, de trasplantes, que sin embargo no pueden eliminar
su identidad. A esta disminución
interior de las fuerzas espirituales importantes corresponde el hecho de que
también étnicamente Europa parece que recorre el camino de la desaparición.
Hay una extraña falta de deseo de futuro.
Los hijos, que son el futuro, son vistos como una amenaza para el presente; se
piensa que nos quitan algo de nuestra vida. No se les experimenta como una
esperanza, sino como un límite para el presente. Se impone la comparación con el Imperio Romano en declive: funcionaba
todavía como gran armazón histórico, pero en la práctica vivía ya de
quienes debían disolverlo, porque a él mismo ya no le quedaba ninguna
energía vital.
Con esto hemos llegado a los problemas del presente. En cuanto al posible futuro
de Europa hay dos diagnósticos
contrapuestos.
a) Por una parte, está la tesis
de Oswald Spengler, quien creía poder fijar una especie de ley natural para las
grandes expresiones culturales: existe un momento de nacimiento, crecimiento
gradual, florecimiento, lento entorpecimiento, envejecimiento y muerte. Spengler
enriquece su tesis de modo impresionante , con documentación entresacada de
la historia de las culturas, documentación en la que se puede entrever esta ley
del decurso natural. Su tesis era que Occidente ha alcanzado su época final,
que este continente cultural está corriendo inexorablemente al encuentro con la
muerte, a pesar de todos los intentos de rechazarla. Naturalmente, Europa puede
transmitir sus dones a una nueva cultura emergente, como ya ha sucedido en los
precedentes ocasos de una cultura, pero como sujeto, ella tiene ya su tiempo de
vida a las espaldas.
b) Esta tesis definida como «biologista» ha encontrado opositores
apasionados en el tiempo de entreguerras, especialmente en el ámbito católico;
Arnold Toynbee se opuso a ella de manera impresionante, aunque con postulados
que encuentran actualmente poca resonancia. Toynbee muestra la diferencia entre
progreso técnico material de una parte y progreso real de otra. Define este último
como espiritualización. Admite que Occidente el mundo occidental se
encuentra en una crisis, y su causa sería el hecho de que se ha pasado de la
religión al culto a la técnica, a la nación, al militarismo. La crisis, para
él, significa al final secularismo.
Si se conoce la causa de la crisis, se puede indicar también el camino hacia la
curación: se debe introducir nuevamente el factor religioso, del que forma
parte, según él, la herencia religiosa de todas las culturas, pero,
especialmente, lo «que ha quedado del cristianismo occidental». Aquí se
contrapone a la visión «biologista» una visión «voluntarista», que apunta
a la fuerza de las minorías creativas y a las personalidades singulares y
excepcionales.
La pregunta que se plantea es: ¿es justo este diagnóstico? Y si lo es, ¿está
en nuestras manos introducir nuevamente el momento religioso, en una síntesis
de cristianismo residual y herencia religiosa de la humanidad? En todo caso, la
cuestión entre Spengler y Toynbee permanece abierta porque no podemos ver el
futuro. Pero independientemente de todo eso, se impone la tarea de preguntarnos
qué es lo que puede garantizar el futuro y mantener viva la identidad interior
de Europa a través de todas las metamorfosis históricas. O más simplemente:
qué podría ofrecer tanto para hoy como mañana la dignidad humana y una
existencia conforme a ella.
Para encontrar una respuesta debemos echar de nuevo un vistazo a nuestro
presente teniendo en cuenta sus raíces históricas. Anteriormente nos habíamos
detenido en la Revolución Francesa y en el siglo XIX. Durante este tiempo se
han desarrollado sobre todo dos nuevos
modelos europeos. En las naciones latinas el modelo laicista: un Estado
netamente separado de los organismos religiosos, que son relegados al ámbito
privado. El mismo Estado rechaza cualquier fundamento religioso y se sabe
fundado solamente sobre la razón y sus intuiciones. Frente a la flaqueza de la
razón, estos sistemas se han revelado frágiles y se convierten con facilidad
en víctimas de las dictaduras; sobreviven, propiamente, sólo porque partes de
la vieja conciencia moral continúan subsistiendo aun sin los fundamentos
precedentes, permitiendo así un consenso moral básico. Por otra parte, en el mundo germánico, existen de manera diferenciada
los modelos de Iglesia de Estado del protestantismo liberal. En ellos una
religión cristiana iluminada, esencialmente concebida como moral y con formas
de culto resguardadas por el Estado garantiza un consenso moral y un
fundamento religioso amplio, al que cada religión que no es del Estado debe
adecuarse. Este modelo en Gran Bretaña, en los estados escandinavos y en un
primer momento en la Alemania dominada por los prusianos aseguró durante mucho
tiempo una cohesión estatal y social. En Alemania, sin embargo, la caída del
cristianismo de Estado prusiano creó un vacío, que después se ofreció
igualmente como vacío para el surgimiento de una dictadura. Hoy en día, las
iglesias de Estado han caído en todas partes, víctimas del desgaste: de
cuerpos religiosos que son derivaciones del Estado ya no proviene ninguna fuerza
moral, y el mismo Estado no puede crear una fuerza moral, sino que la debe
presuponer para después construir sobre ella.
Entre estos dos modelos se colocan los Estados Unidos de Norteamérica, que por
una parte formados sobre la base de las iglesias libres parten de un rígido
dogma de separación y por otra parte más allá de las denominaciones
individuales , se caracterizan por un consenso de fondo cristiano protestante
no forjado en términos confesionales. Consenso que se vinculaba a una
particular conciencia de la misión de tipo religioso frente al resto del mundo.
De este nodo, daba al factor religioso un significativo peso público, que en
cuanto fuerza pre política y supra política podía ser determinante para la
vida política. Ciertamente no se puede esconder que también en los Estados
Unidos la disolución de la herencia cristiana avanza incesantemente, mientras
que al mismo tiempo el rápido aumento del elemento hispánico y la presencia de
tradiciones religiosas provenientes de todo el mundo cambian el panorama. Se
podría observar también que los Estados Unidos promueven ampliamente la
protestantización de América Latina y, de ese modo, la disolución de la
Iglesia católica a través de la formación de iglesias libres. Todo ello
porque tienen la convicción de que la Iglesia católica no puede asegurar un
sistema político y económico estable, ya que fracasa como educadora de las
naciones. En cambio, esperan que el modelo de las iglesias libres haga posible
un consenso moral y una formación democrática de la voluntad pública,
similares a aquellos característicos de los Estados Unidos. Para complicar
todavía más el panorama, se debe admitir que actualmente la Iglesia católica
forma la comunidad religiosa más grande de los Estados Unidos. Esta Iglesia, en
su vida de fe, está decididamente del lado de la identidad católica. Sin
embargo, los católicos, por lo que se refiere a la relación entre Iglesia y
política han recibido las tradiciones de las iglesias libres, es decir, que una
Iglesia que no se confunda con el Estado garantiza mejor los fundamentos morales
del todo, de forma que la promoción del ideal democrático aparece como un
deber moral profundamente conforme a la fe. En una posición similar, se puede
ver una continuación, adecuada a los tiempos, del modelo del Papa Gelasio, del
que se ha hablado anteriormente.
Regresemos a Europa. A los dos modelos de
los que he hablado anteriormente se le añadió en el siglo XIX, un tercero: el
socialismo, que rápidamente se subdividió en dos vías diversas: la
totalitaria y la democrática.
El socialismo democrático fue capaz, desde el inicio, de integrarse dentro de
los dos modelos existentes, como un sano contrapeso frente a las posiciones
liberales radicales, enriqueciéndolas y corrigiéndolas. Esto se reveló como
algo que iba más allá de las confesiones: en Inglaterra era el partido de los
católicos, que no podían sentirse a gusto ni en el campo
protestante conservador, ni en el liberal. También, en la Alemania guillermina
el centro católico podía sentirse más cercano al socialismo democrático que
a las fuerzas conservadoras rígidamente prusianas y protestantes. En muchos
aspectos el socialismo democrático estaba y está cerca de la doctrina social
católica; en todo caso, ha contribuido considerablemente a la formación de una
conciencia social.
Sin embargo, el modelo totalitario se vinculaba a una filosofía de la historia
rígidamente materialista y atea: la historia se comprende deterministamente
como un proceso de progreso que pasa a través de la fase religiosa y de la
liberal para alcanzar la sociedad absoluta y definitiva, en la que la religión,
como residuo del pasado, se supera y el funcionamiento de las condiciones
materiales puede garantizar la felicidad de todos. El aparente carácter científico
esconde un dogmatismo intolerante: el espíritu es producto de la materia; la
moral es producto de las circunstancias y debe definirse y practicarse de
acuerdo con los objetivos de la sociedad; todo lo que sirve para favorecer la
llegada de un Estado final feliz es moral. La inversión de los valores que habían
construido Europa es completa. Aún más, se da una fractura frente a la tradición
moral de toda la humanidad: ya no hay valores independientes de los objetivos
del progreso; en un momento dado todo puede permitirse e incluso resultar
necesario, puede ser moral en el sentido nuevo del término. Incluso el hombre
puede llegar a ser un instrumento; no cuenta el individuo. Sólo el futuro llega
a ser la terrible divinidad que dispone de todos y de todo.
Los sistemas comunistas, mientras tanto, han naufragado sobre todo por su falso
dogmatismo económico. Pero se olvida demasiado fácilmente el hecho de que han
naufragado sobre todo por su desprecio de los derechos humanos, por su
subordinación de la moral a las exigencias del sistema y a sus promesas de
futuro. La verdadera y propia catástrofe que han dejado a sus espaldas no es de
naturaleza económica; consiste en el desecamiento de las almas, en la destrucción
de la conciencia moral. Veo esto como un problema esencial del momento actual
para Europa y para el mundo: nadie cuestiona el naufragio económico, y por eso
sin dudarlo los ex comunistas se han vuelto liberales en economía. Sin embargo,
la problemática moral y religiosa, el problema de fondo, es casi totalmente
removida de la consideración.
La problemática dejada tras de sí por el marxismo continúa existiendo hoy: la
disolución de las certezas primordiales del hombre sobre Dios, sobre sí mismo
y sobre el universo. Esta disolución de la conciencia de los valores morales
intangibles es precisamente ahora nuestro problema y puede conducir a la
autodestrucción de la conciencia europea que debemos comenzar a considerar
independientemente de la visión del ocaso de Spengler como un peligro real.
4. ¿En qué punto estamos hoy?
Así nos encontramos ante la cuestión: ¿cómo deberían continuar las cosas?
En los violentos trastornos de nuestro tiempo, ¿hay una identidad de Europa que
puede tener un futuro y por la cual podamos comprometernos con todo nuestro ser?
No estoy preparado para entrar en una discusión detallada sobre la futura
Constitución europea. Sólo quisiera indicar brevemente los elementos morales
fundamentales que, en mi opinión, no deberían faltar.
Un primer elemento es el carácter
incondicional con que la dignidad humana y los derechos humanos deben
presentarse como valores que preceden a cualquier jurisdicción estatal.
Estos derechos fundamentales no son creados por el legislador ni son conferidos
a los ciudadanos, «sino más bien existen por derecho propio, siempre han de
ser respetados por el legislador, a quien le son dados previamente como valores
de orden superior». Esta validez de la dignidad humana previa a cualquier
actuar político y a toda decisión política nos remite al Creador: sólo Él
puede establecer valores que se fundan en la esencia del hombre y que son
intangibles. Que existan valores que no son manipulables por nadie es la garantía
verdadera y propia de nuestra libertad y de la grandeza humana; la fe cristiana
ve en esto el misterio del Creador y de la condición de imagen de Dios que Él
ha conferido al hombre.
Ahora bien, hoy en día casi nadie negará directamente la preeminencia de la
dignidad humana y de los derechos humanos fundamentales respecto a toda decisión
política; son aún demasiado recientes los horrores del nazismo y de su teoría
racista. Pero en el ámbito concreto del así llamado progreso de la medicina,
hay amenazas muy reales para estos valores: sea que pensemos en la clonación,
sea que pensemos en la conservación de fetos humanos para la investigación y
donación de órganos, sea que pensemos en todo el ámbito de la manipulación
genética la lenta consunción de la dignidad humana que aquí nos amenaza no
puede ser desconocida por nadie. A esto se añaden, de manera creciente, el tráfico
de personas humanas, las nuevas formas de esclavitud, el negocio del tráfico de
órganos humanos para trasplantes. Siempre se aducen finalidades buenas, para
justificar lo injustificable. En estos sectores, hay algunos puntos firmes en la
Carta de los derechos fundamentales de los que podemos alegrarnos, pero en
puntos importantes resulta demasiado vaga, mientras que es propiamente en estos
puntos donde se arriesga la seriedad del principio que está en juego.
Resumiendo: fijar por escrito el valor y la dignidad del hombre, la libertad,
igualdad y solidaridad con las afirmaciones de fondo de la democracia y del
estado de derecho, implica una imagen del hombre, una opción moral y una idea
de derecho que no son para nada obvias, pero que de hecho son factores
fundamentales de identidad de Europa. Estos principios deberían garantizarse,
también, en sus consecuencias concretas y sólo se pueden defender si se forma
siempre nuevamente una conciencia moral correspondiente.
Un segundo punto en donde aparece la identidad europea es el matrimonio y la familia. El matrimonio monógamo, como estructura
fundamental de la relación entre hombre y mujer y, al mismo tiempo, como célula
en la formación de la comunidad estatal, se ha forjado a partir de la fe bíblica.
Éste dio a Europa, tanto a la occidental como a la oriental, su rostro
particular y su particular humanidad, también y precisamente porque la forma de
fidelidad y de renuncia delineada en ella siempre debió conquistarse
nuevamente, con muchas fatigas y sufrimientos. Europa no sería Europa, si esta
célula fundamental de su edificio social desapareciese o se cambiase algo de su
esencia. La Carta de los derechos fundamentales habla de derecho al matrimonio,
pero no expresa ninguna protección jurídica y moral específica para él, y ni
siquiera lo define de forma más precisa. Todos sabemos cuán amenazados están
el matrimonio y la familia tanto mediante el vaciamiento de su indisolubilidad a
través de formas cada vez más fáciles de divorcio, como por un nuevo
comportamiento que va difundiéndose cada vez más: la convivencia de hombre y
mujer sin la forma jurídica del matrimonio. En notable contraste con todo esto,
existe la petición de comunión de vida de los homosexuales, quienes ahora
paradójicamente exigen una forma jurídica, que debe equipararse más o menos
al matrimonio. Con esta tendencia se sale del complejo de la historia moral de
la humanidad, que a pesar de toda la diversidad de formas jurídicas del
matrimonio, sabía siempre que éste, según su esencia, es la particular comunión
de hombre y mujer, que se abre a los hijos y así a la familia. No se trata de
discriminación, sino de la pregunta sobre qué es la persona humana en cuanto
hombre y mujer y cómo la convivencia de hombre y mujer puede formalizarse jurídicamente.
Si, por una parte, su convivencia se separa cada vez más de las formas jurídicas,
si, por otra parte, se ve la unión homosexual como participante del mismo rango
del matrimonio, entonces estamos ante una disolución de la imagen del hombre,
cuyas consecuencias sólo pueden ser extremadamente graves.
Mi último punto es la cuestión
religiosa. No quisiera entrar aquí en las complejas discusiones de los últimos
años, sino poner de relieve sólo un aspecto fundamental para todas las
culturas: el respeto de a lo que es sagrado para otra persona, y particularmente
el respeto por lo sagrado en el sentido más alto, por Dios. Es lícito suponer
que se pueden encontrar este respeto en quien no está dispuesto a creer en
Dios. Donde se quebrante este respeto, se pierde algo esencial en la sociedad.
En la sociedad actual, gracias a Dios, se multa a quien deshonra la fe de
Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se multa también a quien
vilipendia el Corán y las convicciones de fondo del Islam. Sin embargo, cuando
se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos, la libertad de
opinión aparece como el bien supremo, cuya limitación resulta una amenaza o
incluso una destrucción de la tolerancia y la libertad en general. Sin embargo,
la libertad de opinión tiene su límite en que no puede destruir el honor y la
dignidad del otro; no hay libertad para mentir o para destruir los derechos
humanos.
Occidente siente un odio por sí mismo
que es extraño y que sólo puede considerarse como algo patológico; occidente
sí intenta laudablemente abrirse, lleno de comprensión a valores externos,
pero ya no se ama a sí mismo; sólo ve de su propia historia lo que es
censurable y destructivo, al tiempo que no es capaz de percibir lo que es grande
y puro. Europa necesita de una nueva ciertamente crítica y humilde
aceptación de sí misma, si quiere verdaderamente sobrevivir. A veces, la
multiculturalidad, que se estimula y favorece continua y apasionadamente, se
transforma en abandono y negación de lo que le es propio, una fuga de las cosas
propias. Pero la multiculturalidad no puede subsistir sin constantes en común,
sin puntos de referencia a partir de valores propios. Seguramente no puede
subsistir sin respeto de lo que es sagrado. De ella forma parte el andar al
encuentro con respeto a los elementos sagrados del otro, pero esto podemos
hacerlo sólo si lo sagrado, Dios, no nos es extraño a nosotros mismos.
Ciertamente, podemos y debemos aprender de lo que es sagrado para los demás,
pero justamente ante los demás y por los demás, es deber nuestro nutrir en
nosotros mismos el respeto ante lo que es sagrado y mostrar el rostro de Dios
que se nos ha aparecido del Dios que tiene compasión de los pobres y de los débiles,
de las viudas y de los huérfanos, del extranjero; del Dios que hasta tal punto
es humano que él mismo se ha hecho hombre, un hombre sufriente, que sufriendo
junto a nosotros da dignidad y esperanza al dolor.
Si no hacemos esto, no sólo renegamos de la identidad de Europa, sino que se
desvanece un servicio a los demás al que ellos tienen derecho. Para las
culturas del mundo, la profanidad absoluta que se ha ido formando en Occidente
es algo profundamente extraño. Están convencidas que un mundo sin Dios no
tiene futuro. Por lo tanto, justamente la multiculturalidad nos llama a entrar
nuevamente en nosotros mismos.
No sabemos cómo será el futuro de Europa. La Carta de los derechos
fundamentales puede ser un primer paso, un signo de que Europa busca nueva y
conscientemente su alma. En esto hace falta darle la razón a Toynbee: el
destino de una sociedad depende siempre de minorías creativas. Los cristianos
creyentes deberían concebirse a sí mismos como tal minoría creativa y
contribuir a que Europa recobre nuevamente lo mejor de su herencia y esté así
al servicio de toda la humanidad.