Soy Ignacio Borrull, MCR., hijo del P. Alba.
Cuando tenía 15 años conocí al P. Alba en los primeros campamentos de Santa María de Marlés. Tengo el recuerdo muy profundo de aquel campamento en el que el P. Alba nos hizo en un acto muy solemne prometerle a la Virgen el rezo de las tres Avemarías. Por la noche nos hizo formar a todas las escuadras delante de su tienda y con gran solemnidad nos hizo prometer ante un cuadro de la Inmaculada que todas las noches rezaríamos las tres Avemarías. Fue tan solemne aquel acto que he procurado toda la vida rezarlas y recuerdo que cuando alguna vez fallaba me acusaba en confesión de no haber cumplido tan solemne promesa. Me parece verle con gran claridad revestido de su alba, estola y capa, llevando el cuadro de la Inmaculada en sus manos y ante él prometerle a la Virgen María que rezaría las tres Avemarías.
¡Con cuánta seriedad y amor el Padre hacía las cosas de Dios!
Después del campamento asistía los sábados al centro juvenil San Luis Gonzaga y recuerdo con qué cariño y solicitud consiguió que todos los sábados confesara con él. En esas confesiones me encontré con el padre bueno y misericordioso, pues nada había por muy malo que fuera que no pudiera ir a confesar con él con plena confianza.
¡Qué caridad tan grande tenía para con todos!
Recuerdo que a los 17 años caí en cama durante tres meses a causa de una hepatitis, y ,a pesar de las muchas cosas importantes que tenía, venía a menudo a confesarme y a traerme al Señor. Mi madre le advirtió que era muy contagioso, pero él no le dio importancia.
Entre los ejercicios, su dirección espiritual, actividades del centro juvenil, campamentos, etc., Dios fue esculpiendo mi alma por las manos de su "obrero de almas", el P. Alba.
Recuerdo en los primeros años de comunidad viviendo con él en la calle Diputación, que nos hablaba del proyecto del colegio y otros muchos proyectos que, a mi pobre entender, parecían muy lejanos y difícilmente realizables; pero uno a uno fueron cumpliéndose todos, y llegué a la convicción de que lo que se proponía siempre se realizaba, con más o menos problemas o dificultades, pero siempre llegaba a término, como él decía, para mayor gloria de Dios y bien de las almas.
También recuerdo ya en Sentmenat cuando nos mandaba algo, yo enseguida veía los problemas y dificultades, y él siempre me decía "no seas tan pesimista, hombre". Estaba claro que no le importaban las dificultades, para él como si no existieran. Siempre miraba al fin y trabajando siempre se llegaba. Para él los trabajos y dificultades eran normales, ni le molestaban ni pensaba en ellos, había que acometerlos, sin más.
A veces, cuando se nos ocurría alguna idea y se la decíamos, él enseguida nos decía: "Sí, hazlo". Era una gran lección para enseñarnos que las opiniones o palabras no sirven para nada, sino que lo que vale son las obras.
Por otro lado, cuando estabas con algún trabajo, sin que te dieras cuenta, te ayudaba en lo que fuera. Siempre buscaba el bien espiritual de los demás por encima de sus gustos. Recuerdo que un día, cuando estábamos organizando la capilla grande, me dijo que colocara un Cristo encima del sagrario. Puse el que me pareció más bonito a mi gusto y cuando lo vio me dio a entender que con el sagrario de metal, estéticamente ese Cristo no pegaba. Tenía una capacidad muy grande en orden y estética. Pero lo que le convenció fue que le dijera que al ver el Cristo con ese color natural daba más devoción, y enseguida me dijo: "¿Sí?, déjalo." Y ese Cristo todavía está ahí.
Queridos hermanos: ¡Cuántas cosas os contaría desde mi vuelta a España! La verdad es que no sé por dónde empezar... Empezaré dando infinitas gracias a Dios, por el beneficio tan grande de haber conocido y vivido con nuestro P. Alba, y en especial en el momento de su glorioso tránsito. Sí, tránsito, pues bien sabéis que él no ha muerto, está mucho más vivo que nosotros y estoy convencido de que mucho, mucho más cerca que antes por su estado dichoso de gloria. No quiero avanzaros nada de lo que podéis oír de sus propios labios, en el casete que D.m. el P. Turú os mandará con sus últimos consejos y recomendaciones.
He presenciado el tránsito de uno de los santos más grandes de la Historia de la Iglesia. Un santo que ha hecho todo, hasta lo más sobrenatural, con una sencillez pasmosa. A los tres días de llegar, más o menos, en un Benedicamus Domino (sábado o domingo), delante de todos el Padre dijo: "Ignacio, tú vas a ser el báculo de mi ancianidad". ¡Todavía no estaba enfermo!
Os cuento ahora algunas cosas de las que viví con él en su enfermedad. Después de que le hicieran un TAC en la cabeza, le detectaron un tumor e inmediatamente le dieron un medicamento muy fuerte a base de cortisona, para reducir la inflamación. A partir de ahí empezó a estar un poco alterado, por causa de su medicamento y con algunos tranquilizantes apenas podía mantener el equilibrio. Yo estaba siempre que podía a su lado para "hacerle de báculo".
Íbamos a todos lados. Quería empezar a hacer cosas (como si supiera que se le acababa el tiempo). En una ocasión en que él se tumbó a descansar un poco, yo estaba en su oficina y él en su cama. Me llama y me dice con toda su naturalidad: "Ignacio, tú lo sabrás porque has estado bastante enfermo. ¿Verdad que cuando uno está enfermo, el Señor visita?" Yo le dije que claro, que el Señor visita (esto se lo dije no muy convencido). Me senté y él empezó como a dormir. Yo rezaba el rosario. No le podía dejar solo, pues, si quería levantarse, necesitaba ayuda. A los quince minutos más o menos, parecía que estaba durmiendo, le oigo sonreír; y creyendo que estaba despierto me acerqué a su cama por si quería decirme algo, pero le vi como si durmiera, con esa sonrisa tan amable que siempre le ha caracterizado. Me volví al sitio para no molestarle y a los 4 ó 5 minutos le oigo decir con esa voz de emoción que a veces soltaba en las pláticas o meditaciones: "¡Jesús, yo te amo, Jesús, yo te amo!" Me impresionó, me levanté, miré y, como seguía como antes, me retiré, pensando en la primera pregunta. Y pensé: ¡Claro que el Señor le visita!
En varias ocasiones, que nosotros hemos presenciado, le daban como con intermitencias, una especie de "noche oscura del alma". Nunca le vi llorar con tanto sentimiento como en esas ocasiones (pleno llanto). Solían durar 15 ó 20 minutos más o menos. Isabel, Jerusalén, Ana Mª y yo lo vimos varias veces. Si le ocurría en la cama, se cubría el rostro con la sabana. Estuve leyendo después algún libro sobre eso: "Escala mística de Dios" de Jesús Torres, franciscano. Y parece que antes de ese último paso, se repiten las intermitencias, las últimas purificaciones del alma para llegar a arder en el amor de Dios, último grado de la vida unitiva.
Su paciencia era ejemplar y además alegre. Hacía bromas cuando le bañábamos y se quejaba de que tenía que estar desnudo. En una ocasión dijo: "que hasta eso le pedía el Señor", que venciera su pudor y recato.
Una noche en su habitación, una de las cientos de veces que le levanté (dándole como un abrazo), él me pedía perdón porque decía que lo de mi enfermedad fue providencial y que por su culpa estaba yo aquí cuidándole, y lo decía llorando. Y yo por dentro le daba infinitas gracias a Dios y a su Divina Providencia, por poder estar ahí a su lado.
Cuando a veces íbamos de paseo, andando, se apoyaba en mí y cuando veía a una de las hermanas se apoyaba también en ellas. En más de una ocasión, al tener a su lado a una hermana y al otro yo, dijo: "Así es como estará Cristo en el cielo, a un lado las vírgenes y al otro los mártires". ¡Dios quiera que no sea sólo una expresión piadosa! ¿No os parece? En fin, en su enfermedad me he dado cuenta de su fortaleza espiritual. Recuerdo unos cinco o seis días antes de su muerte, cuando celebró su última misa en la capilla grande, venciéndose a sí mismo, ya físicamente como psicológicamente, luchando contra ese tumor, que no le dejaba ver bien y a veces, como él llegó a decir en una de sus cartas, ni siquiera podía rezar bien un Ave María.
También recuerdo su humor excelente. Días antes de su enfermedad, nos contó el chiste de aquella superiora o fundadora que está en el lecho de muerte y rodeada de todas sus monjitas casi no puede hablar. Una de las monjitas, para que tuviera más ánimo, le pone en el vaso de leche un buen chorro de whisky. La madre toma el vaso de leche y lo bebe. Al momento, una de las hermanas le dice: Madre ya se va y todavía no nos ha dado sus últimos consejos. La madre, con unos ojos bien grandes, les dice: ¡Hermanas, no vendan esa vaca!
En sus visitas al Santísimo, recuerdo la sencillez y devoción con que a veces hablaba al Señor (a veces en voz alta). Cuando comulgaba, si no era en la cama, se arrodillaba con gran dificultad. En una ocasión que el P. Turú le llevó la comunión, estaba en el sofá sentado y al ver que venía el Señor, se arrodilló. El P. Turú le dijo que no hacía falta y el P. Alba le dijo: "Si San Fernando se arrodilló, yo también" y se arrodilló y comulgó con gran fervor; con las manos juntas. Antes y después se preparaba con gran devoción. En otra ocasión, antes de recibir al Señor, dijo con sollozos de emoción: " Tú, Señor vienes a mí, cuando yo tantas veces he huido de Ti..."
Queridos hermanos, ahora ya no sólo nos encomendamos a San Ignacio para que nos dé un conocimiento interno de Jesús; también podemos encomendarnos a su "alma gemela", el P. Alba, para conseguir gracias del cielo, pues si es nuestro Padre, ¿no nos las alcanzará? A él os encomiendo en todos vuestros ministerios, que buena protección tendréis y amparo excelente en todas vuestras empresas misioneras para mayor gloria de Dios.
Dios os bendiga. Y ahora más unidos que nunca en Xto. Y María y nuestro P. Alba, que en gloria ESTÁ.
PD: Una señal más de su santidad; desde que murió hasta que 24 horas después cerramos la caja para el entierro, no cesaron de pasar personas con estampas, rosarios y medallas, que pasaban por su cuerpo. ¡Y niños, muchos niños le besaban y a veces más de una vez!
P. Ignacio Borrull, mCR