Tenía once años cuando conocí al P. Alba en el
campamento "El morrón", que se hizo cerca de Teruel en el año 1984.
Aunque a pesar de estar este año y los dos siguientes yendo al campamento,
apenas hablé con él durante este tiempo, sí que le escuché varias veces en
charlas que nos daba. Me imponía bastante respeto, casi tanto como el jefe del
campamento. A primera vista me pareció bastante severo.
Por diversas circunstancias estuve apartado de la Unión Seglar durante siete
años. Durante este tiempo he de reconocer que me hizo mucho bien todo lo que
aprendí en los campamentos. Es cierto que incluso viví mucho tiempo de
espaldas a Dios, pero al final aquella semilla que se había sembrado en los
campamentos acabó dando fruto. Con veinte años y gracias a la intercesión de
la Virgen acabé volviendo a Dios y a la Unión Seglar.
Comencé asistiendo a las reuniones de los viernes por la tarde en la parroquia
de San Félix. Recuerdo muy bien la primera vez. Me llevaron al P. Alba para
presentarme y lo primero que me dijo fue: "Tú vendrás a Santiago".
Era el año santo de 1993 y en julio de aquel año salía desde Valcarlos, cerca
de Roncesvalles, andando con los demás peregrinos hacia el sepulcro del
Apóstol. En aquella peregrinación, en medio de los momentos de silencio y
oración que teníamos a lo largo de la jornada, sentí la llamada del Señor.
Durante casi un año no dije nada y es que temía un poco todo lo que
significaba seguir aquel camino.
Al año siguiente, en Semana Santa, asistí a los ejercicios espirituales. No
sé cómo pero ya el padre Alba se había dado cuenta de lo que me ocurría y
cuando fui a decírselo, casi no tuve que decir nada, él me lo adivinó todo.
Todavía pasó algo más de un año hasta mi entrada en la Escuela Apostólica,
en Sentmenat. Durante aquel tiempo empecé a tratar mucho más con él y aquel
concepto que tenía de él cambió por completo. Me demostró una caridad que no
me hubiera imaginado.
En julio de 1995 empecé a vivir en Sentmenat junto con el resto de aspirantes a
la Sociedad Misionera. Y a partir de aquí ya no sé por dónde empezar ni por
dónde acabar. En el P. Alba he visto un verdadero hijo de San Ignacio, hombre
de oración y de caridad con el prójimo, y a la vez sumamente práctico. Lo
interior es lo que ha de dar eficacia a lo exterior para el fin sobrenatural que
se pretende. Y esto me lo ha enseñado no sólo con su palabra, sino con su
ejemplo. Se preocupaba mucho de que fuéramos hombres de oración, de que
tuviéramos una verdadera vida interior. Y para esto cuidaba mucho que se
guardase el silencio en los tiempos señalados, que no nos distrajéramos
demasiado con cosas exteriores, que procurásemos en lo posible la guarda de los
sentidos, que tuviéramos un corazón libre y no enredado en afecciones
desordenadas. Y al mismo tiempo procuraba que no perdiéramos el tiempo, que
aprovecháramos cada momento para la mayor gloria de Dios. "¿Qué he hecho
por Cristo, qué hago por Cristo, qué debo hacer por Cristo?" Con él no
he sabido lo que es aburrirse o perder el tiempo, a no ser por culpa mía.
Siempre había cosas que hacer, cosas que arreglar, cosas que mejorar ... Y
siempre que podía él mismo se ponía a ayudarnos, lo mismo a recoger las hojas
de los árboles, que a trasladar mesas y sillas. Y todo esto con un gran ánimo
y alegría, como quien sirve a Dios. Cuántas veces nos había dicho en
pláticas y en puntos de meditación aquélla máxima de San Ignacio:
"Servir al mundo con descuido y pereza, poco importa; mas servir a Dios con
negligencia, es cosa que no se puede sufrir".
Su caridad era admirable, mostrándose siempre alegre y consolador. No hubo
ocasión en que fuera a hablar con él en que mostrase la más mínima
impaciencia, a pesar de tener mucho trabajo o de estar ocupado en otras cosas. Y
cuántas veces me consoló en momentos difíciles y supo infundirme el ánimo
que necesitaba. En los viajes y peregrinaciones que hice con él, era admirable.
Siempre mirando por los demás y olvidándose de sí mismo. Cuántas veces se
nos adelantaba a buscamos alojamiento o a preparar el sitio donde comeríamos.
Es mucho el bien que he recibido por medio de él los años que llevo en la
Escuela Apostólica, tanto por sus enseñanzas como por su ejemplo. Y ahora,
tras su muerte, he de confesar que noto en muchos detalles su ayuda y su
intercesión. Gracias P. Alba, gracias por haber sido fiel al ideal y por
habernos enseñado a serlo.
Jaime Caro Rodríguez.