UNA SANTIDAD EJEMPLAR QUE ARRASTRABA


Quisiera en este escrito explicar algunas de las muchas cosas por las que tan agradecido estoy al Señor por haberme concedido la gracia de convivir con el P. Alba, y al mismo tiempo agradecerle a él su generosa respuesta a la acción de la Gracia de Dios.

Mi primer encuentro con el P. Alba fue el año 1.971 en las Colonias de Falset. Me encantaron, y ya asistí todos los veranos a Campamentos. A los 14 años, por influjo de las malas compañías del pésimo colegio de religiosos en el que estaba, después de las desastrosas calificaciones de junio, decidí no seguir estudiando. A través de mis padres, el P. Alba se enteró de que me había puesto a trabajar y que dejaba los estudios. Con un corazón paternal, y llevado por su celo de ganar almas para Dios, se preocupó de hablar conmigo y de animarme para que fuera a la Academia Atlántida, esa "arca de Noé" dirigida por él y por el Sr. Fernández, en la que tantos fuimos salvados de las aguas. Allí pude concluir mis estudios previos a la universidad, y, esto es lo más importante y de agradecer, mi vida sobrenatural, que agonizaba, recibió el oxígeno necesario para recuperarse y empezar su desarrollo.

En aquella Academia, él y algunos compañeros de clase me invitaron a jugar en un equipo de fútbol, a salir de excursiones, a participar en campeonatos de pingpong, etc. etc., un sin fin de actividades, y, por fin, a formar parte de una Asociación Juvenil. En ella encontré un ambiente tan distinto a lo que hasta entonces había conocido que rompí totalmente con la vida anterior, y desde mi incorporación al Centro ya no había otra vida para mí durante todo el fin de semana. Allí me encontraba con verdaderos amigos, allí me divertía y lo pasaba bien con las distintas actividades que ofrecían, y allí, poco a poco, la reunión de grupo, la catequesis con los PP. Cano y Turú, y las charlas del P. Alba en la Ultreya iban alimentando mi alma y llenándola cada vez más de Dios. Mi vida cogió un rumbo muy distinto gracias a su celo y paternal preocupación por mí en un momento crítico de mi adolescencia.

Hay otra virtud que, con agradecimiento, quisiera resaltar en la vida del P. Alba. Siempre nos enseñó que "las palabras vuelan, los escritos permanecen y los ejemplos arrastran". ¡Cuántos ejemplos en su vida, que han arrastrado a tantos y tantos a mayor amor a Cristo! Yo personalmente quiero dar testimonio de un ejemplo que acabó de cambiar mi vida. Fue en el Campamento Volante que en el año 1.977 hicimos por el Pirineo. En aquella ocasión la Gracia de Dios se valió del ejemplo que el P. Alba nos dio a todos en tantas ocasiones de espíritu de sacrificio y de preocupación por los demás. En particular recuerdo vivamente cómo me hacía pensar por las noches el ver que, cuando todos, al final de la travesía del día, estábamos tirados por el suelo, derrotados, él se dedicaba a preguntarnos cómo estábamos, si teníamos alguna ampolla o rozadura y, si así era, él mismo con su botiquín personal se dedicaba a curarte.

Empecé a sentir en mi interior el deseo de dedicar mi vida a hacer yo también algo por los demás, a ser como él. La puntilla que tenía preparada el Señor para darme el regalo de la vocación sacerdotal fue una charla, una de esas maravillosas charlas suyas al aire libre que todos le hemos oído , que nos dio en uno de los últimos días del Campamento Volante. En ella nos animaba a que nuestra vida no fuera tan inútil para los demás que en el fondo diera igual que hubiéramos o no existido, como ocurre, decía él, con las ventanas de uno de esos edificios modernos en que hay tantas, y que en realidad da igual que haya una más o una menos. En aquella charla, tras haberse caldeado mi corazón con el ejemplo que en él había ido viendo los días anteriores de la marcha, yo sentí la llamada de Dios a ser sacerdote, sirviendo a Cristo dedicando mi vida a preocuparme por los demás. Fui a aquel Campamento Volante con los papeles preparados para ingresar en octubre en la Universidad y volví, gracias al ejemplo y a la predicación del P. Alba, con el deseo de irme a vivir con él en la casa de la calle Diputación, para ser un día un sacerdote como él.

P. José María Escudero, MCR