Fue beatificado, el 28 de octubre de 2007, junto a otros
498 mártires españoles.
Anales del Seminario de Málaga y Causa de beatificación
Su familia y el seminario
Juan Duarte nació en Yunquera el 17 de marzo de 1912. Sus
padres fueron Juan Duarte Doña y Dolores Martín de la Torre. De este matrimonio
nacieron diez hijos, de los que sobrevivieron seis, Juan era el cuarto de ellos.
Su padre era un labrador autónomo, con bienes suficientes para no tener que
trabajar por cuenta ajena, aunque no para llevar una vida desahogada; hombre de
campo de recia piedad; miembro veterano de la Adoración Nocturna, como recuerda
la insignia expuesta en el chinero de su casa, que mantuvo una relación muy
estrecha con su hijo Juan, desde que era pequeño, y aún más cuando le comunicó
su deseo de ingresar en el Seminario. Era, sin duda, su hijo preferido, lo cual
nunca despertó celos en sus hermanos, pues ellos también le tenían como el mejor
de todos.
Fue bautizado en la parroquia de la Encarnación de Yunquera, donde recibió
también la Confirmación. De la recepción de estos sacramentos no hay partidas,
porque el archivo parroquial fue totalmente destrozado en el año 1936 y las
hojas de sus libros sirvieron para envolver los productos que se adquirían en la
iglesia, convertida entonces en economato.
Ingresó en el Seminario en el curso 19251926, a la edad
de trece años. A decir verdad, fue una decisión que a nadie sorprendió, pues
desde muy pequeño ya mostró su cercanía y su inclinación hacia la Iglesia. Y se
sentía tan firme en su vocación que cuando, ante los insuficientes medios
económicos de la familia, el padre le planteó cómo podrían pagar sus estudios,
él sin vacilar respondió: "No se preocupe, el Señor le va a ayudar".
En el Seminario Juan se sintió perfectamente, pues más que un internado se
encontró una verdadera familia, con un auténtico padre –el rector– y un
excelente director espiritual, el P. Soto.
Juan quería mucho al Seminario, como permanentemente pudieron constatar sus
padres y sus hermanos. Cuando estaba en el pueblo pasando las vacaciones de
verano, contaba los días que faltaban para el regreso. Y en una ocasión muy
señalada, cuando, después de la quema de iglesias y de conventos en Málaga en
mayo del 1931, se planteó la necesidad de regresar al Seminario y su padre le
pidió que aplazara su vuelta hasta que la situación política se normalizase,
Juan Duarte fue de los valientes que volvieron al Seminario, dispuestos a
emprender aquella nueva etapa, huérfanos de su Obispo tan querido, D. Manuel
González, y con muy escasos recursos económicos, pero con unos superiores que
vivían ya el ideal expresado en aquellos días por el propio D. Manuel: "Espíritu
Santo, concédenos el gozo de servir a la Madre Iglesia de balde y con todo lo
nuestro".
Siendo ya clérigo Durante los años de Seminario, Juan
era, como decía el Padre Soto, "un seminarista ejemplar". Inteligente y
estudioso, fue aprobando siempre con las máximas calificaciones. Reconociendo su
capacidad, en los últimos cursos se le encomendó la tarea de prefecto de los
seminaristas menores, educador de ellos. Era alegre y sencillo, de lo cual
tuvieron constancia los niños del catecismo de la parroquia de la Victoria y los
de Yunquera. De él y de otros dos seminaristas, José Merino y Miguel Díaz,
también de Yunquera, se decía que en sus vacaciones traían la alegría al pueblo.
Era muy notable su profunda vocación apostólica. Contaba a este respecto su
hermana que Merino le dijo un día: "Cuando sea sacerdote, quiere irse a las
misiones".
El 1 de julio de 1935 recibió el Subdiaconado; de la noche anterior tenemos una
plegaria a la que él alude en una emotiva carta al Obispo Don Manuel González:
"¡Con qué ganas me pongo en brazos de la Iglesia y con qué ganas le pido al
Señor que me quite la vida si no he de servirla con la alegría que inunda mi
alma el día que a ella me entrego!".
Al año siguiente fue ordenado Diácono en la Catedral de Málaga, el 6 de marzo de
1936.
Cualidades sobresalientes de Duarte eran su arrojo y
valentía, pese a ciertas apariencias de timidez. Prueba de ello es la respuesta
que dio a uno de los principales dirigentes políticos y revolucionarios de su
pueblo, cuando, estando en su casa, preguntó a su hermana Dolores y a su novio
por qué si llevaban 11 años de noviazgo no se casaban o se juntaban, y él,
adelantándose a ellos, respondió: "Se casarán cuando las cosas cambien a mejor".
Así mismo se hizo patente este arrojo cuando, en plena vorágine revolucionaria,
un día pasó junto a la puerta de su casa uno blasfemando y él quiso salir para
abofetearle, o en su empeño de salir por las calles con sotana hasta el último
momento, o de negarse a esconderse en el zulo que le había preparado su padre,
como le pedían con lágrimas en los ojos su madre y sus hermanas.
Su carácter y detención
Duarte, sin embargo, dudaba de su capacidad para afrontar
el martirio "si llega el momento", como le confesó un día a su amigo Merino.
A este arrojo y valentía de Duarte bien pueden llamársele "parresía", esto es,
libertad recibida del Espíritu para decir y hacer lo que él quiere. Su familia y
los que le trataron de cerca en aquellos meses saben que una respuesta que
frecuentemente salía de sus labios cuando alguien le advertía que la situación
empeoraba era: "¡El Señor triunfará, el Señor triunfará!
Quizás ese arrojo o "parresía" fuese la razón última de
por qué no fue martirizado en El Burgo como sus dos compañeros José Merino
Toledo y Miguel Díaz Jiménez, y se lo llevaran a Álora para matarle en este
pueblo, después de una semana de torturas y humillaciones.
Su detención ocurrió el 7 de noviembre, por la delación de alguien que, tras un
registro fallido llevado a cabo en su casa, le vio asomarse a una pequeña
ventana para respirar aire puro después de varias horas, sin luz ni ventilación,
en una pequeña pocilga que le había servido de escondite.
Cuando los milicianos pegaron en la puerta, sólo se encontraban en casa su madre
y él, pues de sus hermanas dos habían ido al campo para lavar la ropa y la otra,
la más pequeña, Carmen, se encontraba aprendiendo a bordar para confeccionarle
la cinta con la que sus padres atarían las manos de Juan en su ordenación
sacerdotal.
Las torturas
De su casa le llevaron al calabozo municipal, y de allí,
con los otros dos seminaristas, José Merino y Miguel Díaz, sobre las cuatro de
la tarde, lo trasladaron a El Burgo, donde quedaron sus dos compañeros,
martirizados en la noche del 7 al 8, mientras Juan fue llevado, por la carretera
de Ardales, hasta Álora.
Los motivos para no asesinar a Juan en El Burgo, como hicieron con los otros, y
llevarlo a Álora no son suficientemente conocidos, pero parece ser fruto de un
acuerdo del Comité Local de Yunquera con algún dirigente revolucionario de Álora.
En Álora, fue llevado primeramente a una posada y, después, a la Garipola o
calabozo municipal, en el que durante varios días fue sometido a torturas sin
cuento, con las que pretendían forzarle a blasfemar. Pero él siempre respondía:
"¡Viva el Corazón de Jesús!" o "¡Viva Cristo Rey!".
Las torturas y humillaciones a las que fue sometido en la Garipola fueron muy
variadas: desde palizas diarias, introducción de cañas bajo las uñas, aplicación
de corriente eléctrica en su genitales, (en una ocasión llegó a avisar que el
cable se habría debido desconectar de la batería, porque no sentía la corriente)
hasta paseos por las calles entre burlas y bofetadas con el mismo objetivo. De
cómo se desarrollaban estos paseos hay testimonios de varios familiares y
amigos, ya difuntos.
La buena gente de Álora vivió la pasión de Juan Duarte
como la de un hijo o hermano muy querido. Fueron muchos los que deseaban que
aquel sufrimiento, aquella insoportable muerte lenta acabase de una vez. Algún
bienintencionado llegó a hablar con él para convencerle y que cediera en su
actitud.
Para hacerle renegar de la fe
De la Garipola lo llevaron a la cárcel, que entonces se encontraba en la Plaza
Baja, hoy Plaza de la Iglesia. Allí se inició el sádico proceso de
mortificación, psíquico y físico, que habría de llevarle al fin hasta la muerte.
Empezó este proceso introduciendo en su celda a una muchacha de 16 años, con la
misión expresa de seducirle y aparentar luego que la había violado. Como este
atropello no dio el resultado apetecido, uno de los milicianos, con la
colaboración de otros, se acercó a la cárcel y con una navaja de afeitar le
castró y entregó sus testículos a la tal muchacha, que los paseó por el pueblo.
Realizada esta salvaje acción, cuando Juan Duarte recuperó el conocimiento, sólo
preguntaba a los demás presos que estaban en la misma celda: "Pero, ¿qué me han
hecho, qué me han hecho?".
Como la indignación de mucha gente de Álora aumentaba por días y la actitud de
Juan Duarte se hacía más provocadora –pues con serenidad preguntaba a sus
verdugos si no se daban cuenta de que lo que le hacían a él se lo estaban
haciendo al Señor–, los dirigentes del Comité decidieron acabar con él
proporcionándole una muerte horrenda.
Crueldad de su martirio y perdón
Esta muerte se llevó a cabo en la noche del día 15 de
noviembre. Lo bajaron al Arroyo Bujía, a kilómetro y medio de la estación de
Álora, y allí a unos diez metros del puente de la carretera, lo tumbaron en el
suelo y con un machete lo abrieron en canal de abajo a arriba, le llenaron de
gasolina el vientre y el estómago y luego le prendieron fuego.
Durante este último tormento, Juan Duarte sólo decía: "Yo os perdono y pido que
Dios os perdone... ¡Viva Cristo Rey!".
Las últimas palabras que salieron de su boca con los ojos bien abiertos y
mirando al cielo fueron: "¡Ya lo estoy viendo... ya lo estoy viendo!".
Los mismos que intervinieron en su muerte contaron luego en el pueblo que uno de
ellos le interpeló: "¿Qué estás viendo tú?". Y acto seguido, le descargó su
pistola en la cabeza.
Pocos meses después, el 3 de mayo, su padre, hermanos y otros familiares se
presentaron en Álora para exhumar su cuerpo, fácil de encontrar bajo la arena,
pues había sido enterrado por unos vecinos a tan poca profundidad que su hermano
José, como él mismo contó, con sólo escarbar con sus manos, topó enseguida con
sus restos.
Una mujer, que estuvo presente en aquella exhumación y que lo vio todo, refirió
que su sangre no aparecía como derramada en su ropa, sino cuajada formando
bolas, lo que viene a confirmar que fue, efectivamente, quemado después de
abrirle el vientre y el estómago.
Y finalizamos estas breves notas afirmando que, al conocer así los datos tan
impresionantes de aquella semana de pasión, puede decirse, con toda certeza, que
el martirio de nuestro diácono Juan Duarte Martín, aquel joven de sólo 24 años
de edad, no es menor que el de los insignes diáconos de la Iglesia, San Esteban
y San Lorenzo.
Francisco Herrera