¿UN SANTO...? ¡PUES, SÍ!

 

Era jueves, día 22 de noviembre del año que acabamos de dejar. Había yo tocado la campana para llamar a la comunidad al refectorio, ya que era la hora de comer. Esperábamos a que subiera el Padre para bendecir, pero no subía. Bajé a llamarlo y lo encontré delante de la pantalla de su ordenador hecho un lío porque el programa se había bloqueado y no había manera de apagarlo. Como pudimos, apagamos el aparato. Al salir de su habitación, apoyó su mano izquierda en mi hombro derecho gesto paternal que hacía muchas veces y empezamos a subir las escaleras. Cuando faltaban unos siete escalones para llegar al refectorio, se paró y, mirando al cielo con la mirada perdida, exclamó en un suspiro lleno de amor y esperanza: "Ya se acerca el divino encuentro. ¡Ay, qué momento más feliz será cuando me encuentre cara a cara con Él!". Habló como si conversara con su ángel de la guarda, sin advertir quizá que yo estaba con él. Después, entramos en el refectorio. ¿Acaso sabía que ya estaba cerca su muerte, que no quedaban ni dos meses para volar al cielo? A partir de aquel día, empecé a tomar nota de todo lo que nos iba diciendo.
Al domingo siguiente, festividad de Cristo Rey, hubo Cenáculo, que él vivió con gran fervor y entusiasmo; era el último que pasaba en la tierra. La Sta. Misa la celebró con profunda devoción, y su homilía sobre Cristo, Rey de todos por su muerte en la cruz, fue digna de un alma que vivía unida íntimamente a Jesús. Ya en Sentmenat, sentados a la mesa, celebramos nuestra gran fiesta toda la Comunidad. En un momento de la comida, sin venir a cuenta de lo que se estaba hablando, el Padre quedó con la mirada perdida en el cielo y dijo: "Hoy, el Señor me ha dado a entender un poco más en la Sta. Misa el porqué Jesucristo buscaba con amor la gloria de su Padre". El Señor que le dio luz para entenderlo, estoy seguro de que también le concedió la fuerza y la gracia para buscar ansiosamente y por entero la gloria de su Padre, y le metió en los misterios del Corazón Misericordioso de Jesús, que hizo que en sus últimos días en el lecho del dolor reventara de AMOR por Cristo.A la semana siguiente, el Padre tuvo que ir al hospital para que le realizaran una prueba en la que le metieron dentro de una especie de tubo muy estrecho. Y pocos días después, el martes 4 de diciembre, nos daba su última plática llena de santas enseñanzas que pido a Dios no olvide jamás. Aquella plática no fue como las demás: nos llamó a su habitación y nos sentamos alrededor de su mesa de trabajo, nos habló con mucho AMOR, y allí estuvimos largo rato, más de lo acostumbrado en nuestras charlas espirituales. Yo no sospechaba ni por asomo que sería la última. Una de las cosas que dijo fue: "Cuando me hicieron la prueba en aquel tubo tan estrecho, el Señor me dio la gracia de conocer y entender qué es el purgatorio y lo que en él se sufre. ¡Cómo nos dejamos engañar por las frivolidades y las cosas profanas que son y ya no son! Por un momento de placer y frivolidad, ¡lo que se llega a padecer!". El Señor le premió con este favor tan inmenso del conocimiento del dolor tremendo que se sufre en el purgatorio, y él, inflamado de auténtico celo por las almas, estoy seguro de que pidió al Señor pasar el purgatorio en la tierra con un dolor inmenso en reparación de sus pecados, que serían pocos, y por los pecados de todo el mundo. Por eso, en sus largos días y en sus inacabables noches de enfermedad, no paraba de repetir esta jaculatoria: "¡Es por tu AMOR, Señor; por la conversión de los pecadores!".
Y llegó el 10 de diciembre, día en que el Padre tenía que ir al hospital para que le hicieran la biopsia. La noche anterior se acostó en ayunas y muy pronto, porque a la mañana siguiente tenían que salir a primera hora. Por la mañana, después del rezo del Ángelus, bajaba yo a la capilla cuando me llamó el Padre, que ya marchaba al hospital (fue la última vez que lo vi andar solo, sin necesitar ayuda), y me dijo: "Joan, no véns a despedirme?". (Juan, ¿no vienes a despedirme?). Yo fui hasta su lado; él apoyó su mano en mi hombro y me dijo, señalándose la cabeza: "Vaig a l´hospital perquè em desinflin aquest globus de vanitat que hi ha en aquest cap que es pensava que mai es posaria malalt i s´oblidava que la salut la dóna Déu Nostre Senyor". (Voy al hospital para que me deshinchen este globo de vanidad que hay en esta cabeza que se pensaba que nunca se pondría enferma y se olvidaba de que la salud la da Dios Nuestro Señor). Aquella alma poseía la paz verdadera de los siervos de Dios, la confianza plena en el Señor, que hizo que nunca perdiera la alegría, y una humildad profundísima de verse nada ante Dios.
El camino de la SANTIDAD se resume en AMAR, y andar en la VERDAD es vivir en HUMILDAD. En los dos años que, gracias a Dios, he vivido con el P. Alba lo he visto correr sin detenerse hacia la meta de la santidad, he aprendido de él a combatir con valentía los nobles combates de la Fe y de la Verdad, y su único trabajo, su única dedicación, su única ilusión, su único ideal ha sido el de amar, amar y amar; AMOR a Dios y a las almas cada vez más y más.
El Señor nos ha concedido vivir con un SANTO. ¿Un santo...? me preguntarán extrañados algunos. ¡Pues, SÍ! ¡Un SANTAZO! Y si me preguntan por qué les diré: Por sus frutos lo conoceréis...

Juan María Sellas Vila