Transcurría la noche del 9 al 10 de Enero. El
reloj apuntaba ya al cambio de fecha cuando me desperté al ruido de una sirena
de ambulancia. Pegué un salto, abrí la ventana y, efectivamente, el
presentimiento de los últimos días se hacía realidad: el Padre Alba
necesitaba con urgencia ser ingresado, el divino encuentro se acercaba. Mi alma
entera se desvaneció en aquel instante, una sensación indescriptible se
apoderó de mi cuerpo, como si una soledad anticipada se hiciera presente.
Susurré varias veces: "Padre no te mueras, por favor; Padre no te
mueras". Parecía que era yo el que agonizaba, y es que, verdaderamente,
una parte de mi se iba con el Padre Alba. Con el Padre ya dentro, despedí a la
ambulancia, siendo consciente de lo que se llevaba: el Santo de nuestros
tiempos, todo un PADRE DE LAS ALMAS. No dormí en toda la noche. No era para
menos. Empecé a evocar recuerdos de mis vivencias junto a él; todas y cada una
de las imágenes de mi santo y querido jesuita venían acompañadas con una
sonrisa en su rostro. Imágenes vivas, almacenadas en mi memoria desde hacía
doce años. Fue cuando le conocí. A partir de entonces no falté a la única
cita que de momento me unía a él: los campamentos que tanto bien me han hecho.
Nos profesó un gran cariño, a mi y a toda mi familia, y admiró como un
intrépido joven, con irresistibles ganas de imitar las gestas gloriosas de
antaño, el pasado tan heroico que forjaron al servicio de España nuestro
mayores. Siempre nos recibió con los brazos abiertos. Nos atrajo tanto su
persona y el entorno que él había hecho germinar, ese ambiente que respiraba
juventud enamoradiza de los altos ideales de Dios y la Patria, la Iglesia y la
Familia, el Altar y el Hogar, tan olvidados y despreciados hoy, que fuimos
frecuentando más y más su Unión Seglar, por la sencilla razón del: "¿A
quién iremos Señor? Sólo tú tienes palabras de vida eterna".
Los campamentos, Montserrat, el Bartolo, el Moncayo, cursillos de jefes de
escuadra... Pero fue la peregrinación a Santiago de Compostela del año 1999
cuando su alma me cautivó. Una de las tardes de aquella hermosa peregrinación
me dijo que necesitaba cruzados de la Iglesia para levantar a España.
"¿No te alistas?", me preguntó. Y al cabo de mes y medio empecé a
vivir en su cuartel, verdadera escuela de santidad. ¡Cuán gracia la mía!
¿Porqué Señor? San Francisco Javier lloraba a raudales al leer las cartas de
su padre Ignacio y yo, miserable pecador, he podido convivir diariamente con el
guerrero de Loyola de nuestro tiempo en sus últimos años de vida.
Lo que más me impresionó de nuestro santo jesuita no fue la santidad ni la
sapiencia, que lo han hecho y mucho, sino su sentido común y criterio, y su
"sicología". El sentido común y el criterio que poseía le permitió
combatir los nobles combates de la Fe contra el humo del Maligno que había
penetrado en la Iglesia. Lucha arriesgada la que emprendió el valeroso jesuita,
máxime cuando la Iglesia se autodemolía por sus propios moradores y los que
resistían eran profundamente rechazados. Esto hizo que la Iglesia, si conviene,
algún día pregone con altiva voz los méritos de quien en buena hora empuñó
la espada de la Fe. Su "sicología", como él me dijo, me aferró en
la lista de los que estaban dispuestos a derramar su sangre por Cristo Rey. ¿En
qué consistía? En el armonioso ideal del monje y del cruzado, que hoy más que
nunca el Reinado de María lo reclama. Cuántas veces me dijo: "Miguel, no
entienden mi sicología". Esa sicología que le hacía gritar a los cuatro
vientos con nuestros mártires: ¡Viva Cristo Rey!; proclamar con valentía su
filial amor al Santo Padre: ¡Viva el Papa!; consagrar al reinado de la
Inmaculada a nuestra Patria: ¡Viva España Católica!. Por ello fue
incomprendido por muchos, mas muy amado por otros. Pidamos al Padre Alba que su
intercesión nos alcance la perseverancia en sus obras infundiéndonos, aunque
sea, un poquito de su espíritu. Padre José María Alba, ruega por tu Iglesia,
por tu España, por tus hijos.
Miguel Menéndez Piñar