Hemos insistido en lo importante que es para nuestra vida la verdad
cristiana, íntimamente ligada a la presencia del mismo Cristo resucitado en su
Iglesia.
Pero algunos piensan: "Después del Concilio, la Iglesia reconoce el valor
que tiene ante Dios la conciencia sincera, aunque no profese la verdad revelada;
ya no parece urgente ni primordial, como se pensaba antes, la labor misionera;
acaso lo mejor sería no inquietar a los hombres con la invitación a la
fe". En resumen, ¿no basta la "buena fe" sin necesidad de la
"fe"?
¿Cuál es, en realidad, la enseñanza de la Iglesia en este punto?
El Concilio voy a utilizar lo más posible sus palabras reafirma la doctrina
tradicional de la Iglesia y la formula del modo siguiente:
"La Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación. El único
mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos
nosotros en su cuerpo que es la Iglesia". "Todos los hombres están
obligados a buscar la verdad"; "están llamados a formar parte del
nuevo pueblo de Dios. Ahora bien continúa diciendo el Concilio,
"quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan,
no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de
la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la
conciencia, pueden conseguir la salvación eterna". Gracias a Dios, el
Espíritu actúa en el interior de los hombres, incluso donde no alcanza la
acción exterior de la Iglesia. Y hay hombres que se dejan guiar por el
Espíritu; tienen, sin saberlo, valores religiosos. Pero no se puede desorbitar,
con optimismo infundado, esta situación. No es satisfactoria. No disminuye la
urgencia de la acción misional. Porque no todo es buena fe, a los ojos de Dios,
que es quien la juzga. Seguir la conciencia es seguir la voz de Dios, que
resuena en ella; no un proceder arbitrario. Dice el Concilio: "Quienes
voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las
cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no
carecen de culpa". "Con mucha frecuencia los hombres, engañados por
el maligno, se envilecen sirviendo a la criatura más bien que al Creador...; o,
viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, se exponen a la desesperación
extrema". Además, cualquiera que sea el número de los que se salven por
la buena fe, no se trata sólo de no tener culpa. La orfandad de un niño
abandonado, aunque sea inculpable, es un estado de desgracia. Aquel que no ha
descubierto la manifestación de Dios, vive privado de un gran bien: el de ver y
esperar con la luz de la fe. Anda a tientas a través de los enigmas del pecado,
el dolor y la muerte; no reconoce a Aquel que es su vida; "no recibe plena
y conscientemente la obra salvadora de Dios".
Por eso escuchemos de nuevo al Concilio: "La Iglesia, acordándose del
mandato del Señor..., procura con gran solicitud fomentar las misiones, para
promover la gloria de Dios y la salvación de todos éstos". "La
actividad misionera conserva íntegra, hoy como siempre, su fuerza y su
necesidad".
Se necesita la luz de la revelación para desvelar en su plenitud la
significación de la misma conciencia, como reflejo de Dios y aspiración a
Dios. Al apreciar los valores humanos, lo que hace la Iglesia es
"referirlos a su fuente divina". Porque la valoración del hombre
depende de la dignidad de la persona humana; y ésta sólo tiene sentido si
somos algo más que brotes transitorios de una naturaleza en continua mutación:
si estamos en comunión con una libertad personal e inmortal, superior a todas
las cosas. El hombre recuerda el Concilio es para sí mismo un problema y un
misterio. Sólo la "manifestación del misterio de Dios ilumina el sentido
de la propia existencia, la íntima verdad del hombre mismo".
Así la luz de la conciencia, de la buena fe, remite al Evangelio. Está
esperando la presentación de éste, como respuesta a las aspiraciones que el
mismo Dios siembra en nuestro corazón. "Cuanto hay allí de bueno y
verdadero entre los hombres que no conocen a Dios la Iglesia lo juzga como una
preparación del Evangelio". Ella sabe que tiene por misión manifestar al
Dios oculto.
Los que, sin culpa, desconocen a Dios, pueden salvarse con una religiosidad más
o menos inconsciente; pero los que conocemos al Señor hemos de comunicarlo para
bien de todos. San Pueblo, en Atenas, no se conformó con registrar el hecho de
que los atenienses adoraban a un Dios desconocido: se lo dio a conocer,
revelándoles su íntima presencia, y la resurrección de Cristo.
La oscuridad de los que caminan a tientas incluye a veces la actitud positiva
del que busca y se acerca. La oscuridad de los que se desentienden de buscar es
negativa. La inhibición de los creyentes, cuando omiten proponer la luz, sería
una regresión, una traición al Evangelio y a nuestros hermanos.
Por tanto, según la doctrina de la Iglesia, la buena fe está necesariamente
orientada hacia la fe en Cristo, que nos habla en la Iglesia.
La Iglesia, según la voluntad salvadora del Señor, invita a los no creyentes a
que abran su corazón al Evangelio.
No emitimos juicio sobre la culpa interior de nadie, porque "sólo Dios es
juez y escrutador del corazón humano", y todos estamos pendientes del
juicio de Dios. Cuando nos dirigimos a los no creyentes, nos desnudamos de toda
orgullosa seguridad. Nos lo advierte el Concilio: "No olviden todos que
serán juzgados con mayor severidad". Es Cristo resucitado el que ha dicho:
"Predicad el Evangelio a toda criatura: el que creyere y fuere bautizado,
se salvará, mas el que no creyere se condenará". Lo ha dicho para todos:
para todos es la vocación, para todos la esperanza, para todos la
responsabilidad.
José Guerra Campos, obispo