PEDRO CONFIRMA A SUS HERMANOS EN MEDIO DE UNA TEMPESTAD

Estamos en vísperas de la fiesta de San Pedro y del día del Papa. Cristo, cabeza, fundamento y pastor de su Iglesia, confía a Pedro y a sus sucesores la administración visible de sus propios oficios. Lo constituye su vicario y portavoz supremo, a la cabeza de los apóstoles; principio de unidad, sobre todo por la confesión de la verdadera fe. A Pedro hemos de volver los ojos en las horas de confusión, como la que ahora atravesamos. " ¿Quién dicen los hombres que soy yo?", pregunta el Señor. Los discípulos refieren diversas opiniones humanas ("Unos dicen... Otros dicen..."). El que acierta es Pedro; no porque fuese más sabio que los demás, sino por la revelación del Padre, acogida con docilidad. ¿Qué dice la gente sobre lo que es o debe ser la Iglesia? ¿Qué es Cristo para nosotros en el siglo XX? ¡Se dicen tantas cosas! Con tanta algarabía, que muchos terminan por no entender nada. Y ahí está, resonando de continuo, la voz del Papa; precisando, en un diálogo amoroso y comprensivo, cuál es la verdad divina, que corresponde a la revelación del Padre, y cuáles son habladurías vanas. Con sus instrucciones casi diarias y con su palabra más solemne el Credo pronunciado en 1968 el Papa con firma en la fe a sus hermanos. Lo hace en medio de una tempestad. En la hora de la pasión el Señor dijo a Pedro: "Simón, Simón, Satanás os busca para zarandearos como trigo; pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, cuando te hayas vuelto, confirma a tus hermanos". Junto con otros obispos, he oído decir más de una vez a Su Santidad Pablo VI que, después del Concilio, él había esperado que la Iglesia se entregase a un trabajo positivo de expansión misionera; pero se ha sembrado cizaña a voleo en el campo de trigo, obra según el Papa de origen diabólico; soplan vientos y se desbordan corrientes, que tronchan las plantas y las desenraizan. El Papa nos manifestaba su deseo de que en España cualquier adaptación se hiciese manteniendo las raíces de su espiritualidad tradicional. Una muestra del vendaval que azota también nuestro suelo: desde Valencia me escribe un sacerdote que la obediencia religiosa al Papa es perdón, por repetirlo "una majadería, apta sólo para catetos, histéricos y reprimidos". Lo que confunde a los fieles en esta situación no es la multiplicidad de opiniones. Tampoco sorprende que se emitan opiniones contrarias a la Iglesia y a su doctrina. Lo característico y tenebroso de esta hora es que esas opiniones contrarias se presenten como doctrina de la Iglesia, por personas que de ella han recibido su misión. Más aún: mientras el Papa habla con firme lucidez, hay quienes, con fraude o con habilidad más o menos diplomática, procuran aparentar o exhibir una cobertura oficial de la Iglesia para actuaciones que contradicen lo que enseña el Papa sobre la fe y la moral. Y así resulta una doble enseñanza, que es un engaño injusto, dañoso para el bien espiritual, y hasta para la salud anímica, de todos: los creyentes, los que buscan y los incrédulos. En un documento, que leímos hace días, el episcopado español recoge las quejas de padres angustiados porque algunos educadores pervierten a sus hijos en contra de las directrices de la Iglesia. (No se puede olvidar a tantísimos sacerdotes y profesores que cumplen fielmente su misión. Ellos son los primeros en sufrir por la anarquía. Y comprenden muy bien que los padres y otros fieles no se quejan por capricho.) ¿De qué se quejan? Se quejan de la abundancia de las excepciones, y de las tristes sorpresas que les deparan instituciones, personas, revistas de piedad, en las que menos se atreverían a sospecharlo. Se quejan, por ejemplo, de que en el curso que acaba de terminar haya estado en vigor un programa de formación religiosa, que propone a los adolescentes criterios contrarios, en algún punto, a las enseñanzas del Papa y de los obispos españoles; y que, en vez de corregirlo, se intente justificarlo. Se quejan de que en ciertos institutos superiores de la Iglesia, donde se adoctrina a sacerdotes y religiosos de toda España, no faltan docentes que suplantan, a veces, el dogma católico, e inyectan en sus alumnos desamor y desprecio hacia la paternidad magisterial del Papa y los obispos, como si la adhesión religiosa al magisterio fuese un mero residuo de mentalidad mágica. Los alumnos de una facultad eclesiástica de cierta ciudad española acaban de alegar ante su obispo que afirmaciones publicadas por éste, en defensa de la fe y la moral, "chocan abiertamente son sus palabras con lo que se enseña en nuestra facultad". Los que padecen de cerca estas situaciones no pueden aquietarse con declaraciones evasivas, y menos si con ellas se extiende sobre las llagas un manto de optimismo apologético, mientras la infección sigue adelante. Esta pasividad les conturba; algunos llegan a decir que les parece un encubrimiento. Los que acuden al episcopado con estas quejas no discuten de pormenores opinables; no tratan de imponer sus gustos; no restringen la libertad de nadie. Sólo piden no ser engañados. Quieren recibir de la Iglesia para ellos y para sus hijos la verdadera doctrina de la fe. No atacan; se quejan, se defienden. Es su derecho y su deber. Llamarles lindezas, tales como " inmovilistas ", por mucho que se pondere el valor medicinal de los insultos, no pone remedio a la injusticia. "Tú eres piedra", dijo el Señor. He aquí el fundamento, he aquí el remedio: apoyarse en la roca, no dejar la nave de Pedro, asimilar el catecismo, el Credo de Pablo VI y su catequesis semanal; ante los abusos, acudir filialmente al obispo propio y a la Santa Sede. Y nunca sucumbir al desaliento. En el mismo San Pedro hallamos un precedente y un modelo para las horas de debilidad. Su amor a la persona de Jesús le salvó siempre de su propia desorientación. En Cafarnaún, al producirse entre los discípulos desconcierto, vacilación y desbandada, Pedro dijo unas palabras que son de las más emocionantes y sensatas de la historia; las más adecuadas cuando la fe parece debilitarse o es todavía un balbuceo: "¿También vosotros os queréis ir?" preguntó Jesús a los doce. "Señor respondió Pedro, ¿a dónde quieres que vayamos? ¡Sólo Tú tienes palabras de vida eterna!". 26 de junio de 1972.

José Guerra Campos