INTRODUCCIÓN
1. ¿Tiene vigencia pastoral la enseñanza del Magisterio?
El Papa Juan Pablo II, dirigiéndose a los Obispos de la Provincia eclesiástica de Toledo y de la Archidiócesis de Madrid y al Ordinario Castrense en diciembre de 1986, afirmó: "Sé que estáis preparando, sobre todo en Toledo, la celebración de un acontecimiento eclesial de particular importancia, el XIV centenario del III Concilio de Toledo (año 589), que marcó el momento decisivo de la unidad religiosa de España en la fe católica. A distancia de siglos nadie puede dudar del valor de este hecho de los frutos que se han seguido en la profesión y transmisión de la fe católica, en la actividad misionera, en el testimonio de los santos, de los fundadores de órdenes religiosas, de los teólogos que honran con su memoria el nombre de España. La fe católica ha desarrollado una idiosincrasia propia, ha dejado una huella imborrable en la cultura y ha impulsado los mejores esfuerzos de vuestra historia. En la nueva fase de la sociedad española es también necesario que los católicos mantengan una unidad de orientación y de actuación para iluminar la cultura con la fe y testimoniar el Evangelio en la vida". Y en el mismo discurso el Papa señaló las actitudes secularistas que operan en España en los últimos anos, tendentes a que el mensaje evangélico no ejerza su función iluminadora en medio de la sociedad.
2. Un corte en la Historia
La valoración positiva de la "unidad católica", afirmada en tiempo "conciliar" por Juan Pablo II y también por Pablo VI y Juan XXIII, y todo lo que ella evoca en cuanto a relaciones IglesiaEstado produce cierta incomodidad en sectores de la Iglesia española y en otras de historia semejante. Por lo pronto, hay corrientes que repudian una tradición histórica en que la "unidad católica" y la "confesionalidad" eran integrantes del orden político. Pero también se sienten incómodas personas que, reconociendo los valores de aquella tradición en la perspectiva de su tiempo, estiman necesarios otros modos de servirlos en el tiempo actual. Piensan que se ha producido, para bien, un corte en la historia, y temen que el aprecio del pasado induzca en la nueva etapa actitudes de continuismo, que reputan perniciosas, aunque sólo tengan la forma de nostalgia. En este ámbito mental las ideas tradicionales causan perplejidad. No se ve cómo conciliar los valores de antes y los de ahora. ¿Es compatible la "unidad" con el "pluralismo" inherente a la condición humana? Toda posición singular reconocida a la Iglesia se interpreta ahora en clave de "privilegio" o de "poder" civil (equiparados, aunque no son lo mismo): ¿es eso compatible con la igualdad de los hombres y con el Evangelio, tanto si la Iglesia se prostituye a ser "instrumentum regni" como si pretende subyugar al Estado para que sea "instrumentum Regni Dei"? Más aún: es frecuente suponer que si una ley es de inspiración cristiana deja de ser medio de promoción general y se convierte en "privilegio de unos pocos o incluso de una mayoría" (J. Villarejo). Es decir, si los cristianos consiguen que una ley defienda la vida de todos, resulta que esto es un "privilegio" de los defensores, porque atenta al "derecho" de los que quieren interrumpir vidas de no nacidos. Y siguiendo por este camino de contradicciones, se supone que si una ley es de inspiración "racional", en vez de "cristiana", alcanza el valor de generalidad. ¿Pero es posible una ley que sea igualmente aceptable para defensores y para agresores de los no nacidos? Por último, en esta mentalidad ¿qué sentido tiene hablar de "obligaciones religiosas" del Estado mismo? ¿no tiene que ser "secular", incluso para asegurar la convivencia pluralista? Hay en muchos como una sensación de haberse desembarazado de un lastre. Y cierta ufanía al compararse con tiempos antiguos: ¿no es una conquista de la Iglesia actual haber dejado el "poder", tener "libertad" y estar "despolitizada"? Sólo que, al hablar de "poder", "libertad" y "despolitización" y al compararse con otros tiempos, hay no poca ingenuidad y falta de información. Por ejemplo, muchos dan por obvio que el privarlibrar a la Iglesia de todo "privilegio" o "poder" es el fruto de la secularización o supresión de la "confesionalidad". Podrían recordar que el máximo despojo y debilitamiento de la Iglesia en el siglo XIX (desamortizaciones, exclaustraciones...) fue obra de Estados "confesionales". Y que la tendencia regalista a poner toda la disciplina institucional de la Iglesia como función del Estado y a "convertir la Iglesia en una institución nacional que dependa lo menos posible de la Santa Sede" (Leclercq) se dio por igual en situaciones políticas de absolutismo y de liberalismo. Por eso, dicho sea de paso, honra tan poco a la lucidez y a la justicia el que tantas voces en la Iglesia española hablen ahora de "nacionalcatolicismo" refiriéndose a un tiempo, el de 19391975, que fue sustancialmente lo contrario, pues la vida de la Iglesia en España se caracterizó entonces por la romanidad, en uno de los grados más altos de toda su historia. La romanidad equivale a independencia y universalidad. Y ninguna persona bien informada desconoce que también era expresión de romanidad (Pío XI, Pío XII) lo del "Estado Católico" con una legislación "conforme a las enseñanzas de la Sede Apostólica". Especial autocomplacencia, frente a la antigua historia, en lo tocante a la "libertad". Domina el tópico de que la "libertad" de la Iglesia resplandece ahora precisamente en contraste con la "protección" e "ingerencia" de los gobernantes católicos de otros tiempos, desde Constantino (promotor del primer concilio ecuménico) a Carlomagno y Carlos V o, todavía en el siglo XIX, el Emperador de Austria. Esa "libertad" parece evidente a los ojos de todo el mundo en el desarrollo del Concilio Vaticano II. Se recuerda poco o no se sabe que en un punto central del Concilio, por complacer a un poder político, se maniobró de tal forma en contra del reglamento que a un número altísimo de Padres se les impidió proponer su pensamiento, y a todos los demás se nos privó de la oportunidad de conocerlo y emitir juicio conciliar sobre él. No es la menor agresión a la libertad en la historia secular de los Concilios. El hecho de que muchos Padres, en coincidencia con un ambiente exterior propicio, la tolerasen con desinterés no disminuye su magnitud, sino al contrario. La "politización" suele referirse a intervenciones en el campo político. Será ilegítima la que constituya usurpación de funciones o un desvío de la misión de la Iglesia. El influjo y las intervenciones para que la acción política sea conforme al orden moral y favorezca el ejercicio de la acción de la Iglesia (leyes y gobierno en favor de la familia, la sana educación, el sano ambiente público, la ayuda a la vida religiosa, etc.) podrán practicarse en forma más o menos acertadas, pero no están fuera del servicio a la misión propia de la Iglesia. En realidad la "politización" radical se da en la supuesta "no intervención", si se cae en la tentación de reducir la acción de la Iglesia a "facilitar" la convivencia pluralista (tarea central de la política) "debilitando para ello el ejercicio de su misión propia. Su misión la obliga a ser más que una oferta entre otras en el mercado; la obliga a proponer la llamada, la promesa y la exigencia de Dios. El peligro que acecha ahora es que cuando se habla de renunciar a la Iglesiacristiandad para ser Iglesiamisión, sea la misión la que, paradójicamente, se oscurezca.
3. La cuestión permanente
Estamos en que hay un cambio en las circunstancias históricas, que exige variaciones en la acción de la Iglesia para responder a las mismas. Es precisamente el momento de atender a la ley de todo lo vivo y verdadero: que las variaciones funcionen como exigencia y aplicación de algo permanente. No vale desentenderse, como quien suelta lastre, de "pedazos" de la doctrina tradicional. Para muchos es tentador simplificar, como si todo se resolviese con decir que la Iglesia no necesita apoyarse en el poder civil ni debe hacerlo, y que le basta gozar de la libertad común en un Estado democrático. Pero la cuestión permanente es otra. Lo del "poder" y la "libertad" quedan subsumidos en algo más radical: la predicación de la Iglesia acerca de los deberes del poder civil y los ciudadanos. La cuestión no es sólo cómo ha de tratar e Poder a la Iglesia, respetando su libertad en la sociedad civil, sino cómo debe ejercer el Poder su propia misión en el orden moral y en relación con la vida religiosa. Aquí está el eje, fijo en su misma movilidad, en torno al cual han de girar todas las variaciones pensables en la relación IglesiaComunidad política. Todos los planteamientos de la historia también aquellos que ahora muchos creen poder eludir renacen brotando de ese núcleo ineludible. Una "idea" bastante corriente es que la Iglesia, superados los siglos de "implicación" con el poder civil, se encamina nuevamente hacia una presencia en el mundo de tipo preconstantiniano, como en los siglos IIII. Pero no cabe olvidar que entonces la predicación de la Iglesia era netamente diferenciadora, sin acomodaciones; y el despliegue de la comunidad cristiana se movía ya hacia lo que es exigencia destacada en la Iglesia de hoy: que los cristianos no se conformen con "vivir su vida como grupo alojado en una sociedad ya dada", sino que participen activamente como ciudadanos "constructores de la misma sociedad". Si es así, allí donde la Iglesia está implantada, la vuelta a una situación preconstantiniana, entendida como no implicación, es ilusoria. "Constantino" está ahí. Si molesta una determinada imagen de la historia, y queremos ilusionarnos con imágenes "más puras", habrá que confesar en todo caso que "Constantino" son los ciudadanos católicos que ejercen la "soberanía" en una sociedad democrática. Si "Estado católico" era el que se obligaba a inspirar su legislación y la práctica de gobierno en la doctrina católica (Pío XI), en cualquier forma de Estado los ciudadanos católicos en cuanto de ellos depende la legislación y el gobierno, están obligados a configurarlos según su conciencia iluminada por la Iglesia (Pío XI y Concilio Vat. II). Hablemos, si place, de "ciudadanos" y no de "ciudadanos católicos" y recordemos el mínimo y lo más universal en esa iluminación de la Iglesia. En relación con cualquier comunidad política, quienquiera que sea el titular de la soberanía (¿todo el pueblo en asamblea?, ¿una representación elegida?, ¿un monarca elegido o aceptado?), la misión de la Iglesia es predicar en nombre de Dios que, no sólo los actos y comportamientos de los ciudadanos, sino además la misma estructura constitucional de la "ciudad" ha de estar subordinada eficazmente al orden moral. La Doctrina Católica sobre la comunidad política, tal como se enuncia en el Concilio Vaticano II ("Gaudium et spes" 74, "Dignitatis humanae" 7), reclama en conciencia para la acción del poder civil dos condiciones: primera, que se ejerza "dentro de los límites del orden moral; segunda y para limitar la "arbitrariedad", "según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer": En resumen : "según normas jurídicas conformes con el orden moral".
4. Parece este un punto muy claro. Pero está oscuro. En torno a ese punto se difunde la niebla de la indeterminación, se produce un vacío caótico, un socavón en la aparente solidez de la doctrina. ¿Está a la vista una estrella polar para la conciencia de los católicos? No preguntamos si hay una Doctrina de la Iglesia: ahí están los documentos, desde León XIII a Juan Pablo II, y, aunque escasas, no faltan, aun ahora, exposiciones eruditas de su conjunto, como por ejemplo la reciente del Profesor Isidoro Martín. Acaso la dificultad que encuentran los pastores para transmitir a los fieles ese cuerpo doctrinal está en que sus elementos (a saber, fundamento moral del orden político, libertad religiosa, deber religioso de la comunidad política, relación institucional entre Iglesia y Estado) parecen ahora "membra disiecta", sin integración armónica. Como sea, lo que en estas páginas nos proponemos señalar es el hecho de que esa doctrina magisterial no tiene vigencia, no es recibida de modo efectivo y concorde en la pastoral ordinaria. Y este fallo, ahora que se trata de iluminar no sólo la acción del "príncipe" sino la participación de todos los ciudadanos, es demoledor. Difícil será conseguir así aquella "unidad de orientación y actuación" que Juan Pablo II requiere de los católicos en la nueva fase de la sociedad española. Entre los "agentes de pastoral" el magisterio de los documentos sobre moral política se olvida en gran parte, se tiene por "superado" (anulado por el "Concilio"); los criterios con que se actúa van a su aire o se degradan según los estereotipos de la propaganda política. Hará falta mucha reafirmación ¡y quizá recomposición de la doctrina para que numerosos fieles y pastores reconozcan de verdad "in iure" lo que hay de vigente en el Magisterio. Sólo entonces se moverán a darle vigencia "in facto". Algo parecido a lo que ocurrió durante decenios con la llamada "doctrina social" de la Iglesia. He aquí una muestra reciente de la distancia entre la Doctrina Católica y la "opinión" corriente en la Iglesia: los recordatorios que en los últimos años hace la Congregación para la Doctrina de la Fe, y personalmente el Cardenal Ratzinger, acerca del condicionamiento moral de la democracia caen en el vacío; y la instrucción convergente del Papa en Paraguay (mayo 1988), que indicaremos después, a pesar de la atención suscitada por el discurso pontificio ni siquiera ha sido señalada en las informaciones y comentarios católicos: o porque no ha sido captada, o porque ha sido preterida. Habría que preguntarse cuál de las dos causas es peor síntoma. Se dirá que la actual "descomposición es el reflejo normal de una fase de "transición", y que ya surgirá en el futuro el nuevo edificio. Pero, aunque se acepte una cierta indeterminación respecto a modalidades contingentes, la Iglesia no puede esperar que brote nada vivo del mero caos. Sólo puede esperar la fructificación de lo que ya vive. Está encargada de mostrar en medio del caos la semilla del Logos. ¿Se cumple ahora ese encargo de modo suficiente?
Incoherencia de la pastoral ordinaria respecto a la moral del orden político.
5. Enfoque liberal y criterio católico
Dicho queda que, según la doctrina católica, la soberanía en la comunidad política, quienquiera que sea su titular, debe estar sometida jurídicamente al orden moral (a la soberanía de Dios). De modo que la instancia suprema, jurídicamente operativa, esté por encima de lo que es legítimamente variable. Es algo más que una exhortación para que ciudadanos y gobernantes en sus decisiones y actos electivos estén atentos a la ley moral. Se requiere que sea moral el sistema mismo, es decir que esté constituido de tal forma que no sea legítimo dentro de él atentar contra la citada ley. Pues bien, lo que se predica más bien, lo que late en la pastoral ordinaria en relación con la democracia, la libertad religiosa y la relación IglesiaEstado está en clave liberalpermisivista no de doctrina católica. La democracia es supremacía de la voluntad o las opiniones de los ciudadanos. Legitimidad moral, en el orden político, de cualquier decisión tomada según las "reglas del juego", según mayorías. Para evitar la opresión de las mayorías sobre las minorías, se tiende a reglas de juego que importen la máxima permisividad legal; el desiderátum sería poner como límite únicamente la exclusión de la agresión directa. Esta "permisividad legal" se considera buena moralmente en el orden político, aunque se repruebe la "permisividad moral" en los comportamientos personales. La libertad religiosa, enunciada por el Concilio Vaticano II, se entiende como neutralidad oficial" de los gobernantes respecto a la Verdad, contrato igual para todas las formas de autonomías subjetiva en la materia (ateos y creyentes). En cuanto a la Iglesia en la sociedad civil, se repite constantemente que se contenta con que se respete su libertad dentro del pluralismo: libertad para predicar a todos; y para actuar según sus propias normas dentro de la comunidad de los que libremente la aceptan. Las normas de la vida política serán las que determinen los ciudadanos; corresponderán a la doctrina de la Iglesia sólamente en la medida en que los ciudadanos quieran inspirar sus conciencias en la predicación de aquella. Esto es lo que los políticos, en general, entienden como pensamiento actual de la Iglesia, después de oír a sus "portavoces" y de hablar con ellos.
6. Pero la Iglesia cuya predicación en principio parece dar por bueno el "pluralismo permisivista" reacciona luego contra algunas de sus aplicaciones o consecuencias. Declara inviolables en el orden legal ciertos valores morales y reclama su cumplimiento, no sólo como fruto de la fidelidad moral de una mayoría de ciudadanos sino como responsabilidad absoluta de los gobernantes. Rechazo de la legitimidad moral de ciertas leyes, aunque provengan de mayorías (lo que equivale al rechazo de la noción "liberal" de democracia). La enseñanza del Magisterio mundial, reiteradísima por el Papa y los Episcopados en el caso del aborto, mas también en la contracepción ("Humanae vitae" 23), las publicaciones ("Octogesima adveniens" 20), la educación de niños y adolescentes (Concilio Vat., "Grav. educ." 1), excluye el criterio del pluralismo como justificante en el orden legal; declara que una ley contraria a la ley natural no tiene valor de ley y, aunque sólo sea ley permisiva, si deja sin protección al indefenso es totalmente reprobable y mina los cimientos de la sociedad. ¡Léanse los textos y se verá que se impone a los poderes públicos una obligación moral absoluta, independiente de las opiniones de las mayorías! (Cf. v.g. Congregación para la Doctrina de la Fe, declaración del 18 de noviembre 1974, números 1921).
7. Incoherencia
Pero ¿cómo puede un legislador o gobernante, en cuanto tal, acoger esa obligación si se ha legitimado antes el sistema que le obliga no oponerse a la "mayoría"? He ahí la incongruencia de: la predicación. La incongruencia está en que se afirma un criterio moral como absolutamente exigible en nombre de Dios en las leyes concretas que resultan de la aplicación de un sistema político; y ese criterio no se propone con suficiente claridad e insistencia al exponer los principios del mismo sistema. Se aprueba el árbol, se reprueban los frutos. Los efectos lamentables de tal incongruencia no son de extrañar. Primeramente, desde "afuera": sorpresa escandalizada, reacción violenta de muchos, cuando los Obispos aducen la Doctrina en casos como las leyes del divorcio, el aborto, la educación, la permisividad corruptora de jóvenes (¿no aceptaban nuestro pluralismo liberal?). Otro efecto es el debilitamiento y la ambigüedad de la misma predicación destinada a orientar las conciencias de los ciudadanos. Se ha dicho que la Iglesia orienta a sus miembros y ofrece ideas dignas de consideración a los no católicos (¿dónde queda la acción "profética" de decir a todos en nombre de Dios lo que obliga moralmente a todos?). Durante largo tiempo la orientación a los ciudadanos en su función de electores se resumía en esto: "considerad los elementos negativos y los positivos y decidid en conciencia". Pero los ciudadanos en su mayoría no veían claro qué significa "en conciencia" (¿referencia a una norma superior? ¿o a la mera autonomía subjetiva?). Y aunque lo supiesen, se les indicó de mil modos que como no hay nada sin defectos podían en conciencia apoyar con su voto, por razón de los aspectos positivos, a fuerzas promotoras de cosas tan negativas como el aborto, la disolución familiar, la corrupción moral de la juventud, la descristianización cultural, etc. Se dejó de iluminar la cuestión esencial: ¿hay o no algunos elementos negativos que por sí solos (por su radicalidad, por socavar los cimientos de la sociedad) deciden en contra y, excluyen la cooperación? El hecho es que con votos de fieles, y también de pastores, se instauran los mismos males que luego se lamentan. Y voces "autorizadas", en el acto mismo de condenar esos males, se apresuran a advertir que se trata de "puntos aislados", y reiteran su aval al marco teóricojuridico del que brotan. Es notorio que cuando numerosísimos ciudadanos católicos se movilizaron en ejercicio de sus derechos y en defensa de sus hijos, sufrieron frenazos repetidos por parte de sus pastores. Se les dijo: oponeos, pero que la oposición no sea política (¡y era un problema enteramente político!); haced manifestación de vuestro sentir, mas no una presión que perjudique a los autores del mal en sus expectaciones electorales, o que favorezca a otras fuerzas. Sin duda, tales incoherencias de criterio se explican en parte por un móvil pragmático: el deseo de servir ante todo a la "convivencia pluralista", evitando que los católicos se identifiquen con determinadas agrupaciones políticas. Sin embargo, este objetivo no debería promoverse con recetas superficiales (como tampoco parece justo que se invoque para acallar la glorificación de los mártires españoles). No se puede renunciar a que los ciudadanos católicos, de un modo o de otro, hagan valer su fuerza democrática con "unidad de orientación y de actuación" (Juan Pablo II). Su dispersión en partidos no puede ser tal que destruya la unidad suprapartidista que exige la vocación cristiana. Si no, todo es confusión. ¿Vale una "convivencia" que debilita el servicio a la Verdad? ¿Es justo caer en complicidad con fuerzas que, a diestro y siniestro, no renuncian a descristianizar? ¿Se evita de verdad la "guerra"? ¿o los cedimientos amplifican la agresión, según se vio en los episodios de reacción brutal cuando la Jerarquía expuso tímidamente sus criterios en relación con la familia, la enseñanza, etc.? ¿No ocurrirá que, mientras la "guerra" sigue, lo que se hace es desmontar las propias defensas?
8. Libertad de la predicación
Lo que está en juego realmente es la libertad de la predicación, sometida a una fuerte autocensura Hace unos años se repitió mucho: la Iglesia, cuanto más renuncie a privilegios o al poder jurídico en la sociedad civil, tanto más debe intensificar con toda libertad su predicación moral a esa sociedad. Ahora en varios sectores de la Iglesia y entre varios teólogos (con "misión canónica") es la predicación la que resulta preocupante para una sociedad pluralista. La norma política la hace la mayoría. ¿Y si contradice a una norma moral? Se dice que se siga predicando y que se permita lo que no se puede impedir ("permisión que parece obvia e inevitable, ¡pero incluye el consejo de que no se insista en denunciar la ilegitimidad moral de la ley!). Se dice que la Iglesia debe cooperar a que con las distintas concepciones éticas se forme una Moral Política, no cristiana necesariamente. Pero también se dice que el modo con que la Iglesia jerárquica ejerce su predicación moral, por ejemplo sobre el matrimonio, es inconciliable con la Democracia. Porque, dicen, predica como si tuviese el monopolio de la verdad ética, de la ley natural, y así da razón al anticlericalismo. "La Iglesia debe aceptar otras instancias éticas distintas de la suya". En estas indicaciones de teólogos lo único que está claro es la primacía (práctica y, al parecer, axiológica del pluralismo. Lo referente a la misión de la Iglesia está muy turbio. ¿Significa acaso que, al mismo tiempo que enseña en nombre de Dios que el aborto provocado es malo, la Iglesia, para evitar el monopolio, debe decir que la posición de quienes propugnan la bondad o licitud del aborto es "éticamente valiosa"? ¿No se está insinuando la invitación a que la Iglesia renuncie a hablar en nombre de Dios? Sin embargo, el Concilio Vaticano II (en el documento sobre Libertad Religiosa, ¡tan emparentado con el pluralismo!) reafirmó que es misión de la Iglesia: exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo; y declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana (DH 14). Problema candente es cómo insertar la predicación de la Iglesia en una sociedad permisiva, con la que tiende a congraciarse. La sociedad permisiva pretende reducir la ordenación política a una simple coexistencia de libertades subjetivas, prescindiendo de su relación a la Verdad y al Bien moral. Favorece el agnosticismo moral, por reducción de lo ético al mínimo legal. Descuida la solicitud educativa. Desatiende valores que son previos y más importantes que los derechos exigibles. Incrementa la mediocridad y la desgana espiritual. Pero, sobre todo, y como lógica consecuencia, lo que reclama no es precisamente libertad para hacer lo que le venga en gana (ya la tiene); quiere más: la estima o legitimación social de su conducta. Quiere que se la aplauda, como aquellos de que habla San Pablo (Rom. 1,32). La experiencia reciente demuestra que, por mucho que la Iglesia respete el permisivismo civil, no la perdonarán mientras no relativice su predicación y reconozca valor ético a todas las actitudes. Para no ir a la deriva. la nave de la Iglesia tendrá que ir contra corriente o enderezar la corriente.
9. Resumen
Las incoherencias entre la predicación acerca del sistema del pluralismo permisivo y la predicación acerca de sus aplicaciones concretas denotan un déficit de reflexión, quizá un desinterés por la verdad y por la trascendencia práctica de la misma. Y siembran la duda sobre el alcance de las enseñanzas de la Iglesia, poniendo a muchos ante este dilema: ¿la verdad afirmada como norma inviolable en las aplicaciones (ley de aborto, etc.) es sólo un residuo de viejas concepciones, que debe ceder ante la "verdad" superior del pluralismo permisivista? ¿o al contrario, el permisivismo, tan fácilmente admitido al hablar en general del sistema, es algo condicionado, con subordinación a la auténtica verdad superior recordada al enjuiciar las aplicaciones? La coherencia impone elegir con nitidez. Si lo primero, habrá que disociar plenamente la "moral del orden político" de la moral de los comportamientos personales", es decir: aunque se reprueben el aborto criminal o el contagio inmoral de los niños, sería injusto reprobar la ley que los facilita. Si lo segundo, entonces hay que delimitar la parte de validez que tenga el permisivismo; hay que reconocer que las declaraciones de aceptación genérica, tan "simpáticas" son de un oportunismo antieclesial: hay que expresar abiertamente las condiciones de legitimidad moral de un sistema pluralista, y mover sin ambigüedad a los ciudadanos a que las implanten.
Urge recomponer la doctrina y su proyección pastoral
10. Fluye de lo expuesto que en el campo de la moral aplicada a la vida pública la Iglesia necesita, no sólo que se cumpla lo que enseña sino volver a enseñar lo que se ha de cumplir. Y esto incluye: reafirmar su doctrina, rescatarla de las exposiciones falseadas, y quizá reajustarla, integrando los fragmentos con unidad orgánica; evitando en todo caso que su mensaje quede rebajado a ser una expresión más del lenguaje político y cultural del mundo. Sobre el campo de escombros de la confusión reinante ha de levantar de nuevo el edificio de su Moral política, como hizo en su día el Papa León XIII. Naturalmente, no hablamos de una simple construcción en el papel, sino de orientaciones referidas a una praxis viva. Doctrina y proyección pastoral inseparables. Y, claro está, no se presupone ningún idealismo ingenuo. Los ciudadanos católicos han de saber cómo soportar situaciones impuestas o establecidas; y, según advertía León XIII y en 1931 el Episcopado español, no ignoran que dentro de un régimen no laudable puede haber leyes y actuaciones justas, y viceversa. pero no se trata de grupos impotentes, forzados a "padecer" lo bueno o malo que hagan con ellos. Son ciudadanos activos, obligados en conciencia a participar en un proceso incesante de mejora de la sociedad, de renovación y conservación. Ese proceso necesita un polo que le dé sentido y eficacia, y una doctrina aplicable a la realidad presente.
11. Indicaciones del Magisterio
Para la integración doctrinal necesaria ofrece pistas el Magisterio reciente. Curiosamente quizá esté ya apuntada en un documento que ha sido utilizado para la desintegración: la declaración sobre Libertad Religiosa del Concilio Vaticano II. Bien por insuficiente desarrollo, bien porque ha sido recortado en la predicación ordinaria, no se ha logrado que aparezca clara la coherencia de las "cosas nuevas con las antiguas", postulada en el documento; y tanto los adversarios como muchos partidarios, unos lamentándolo y los otros alegrándose, coinciden en una misma interpretación, según la cual la Iglesia ha abandonado su "doctrina católica" y se ha convertido, sin más, a una doctrina que rechazaba. Lástima que la falta de espacio impida exponer aquí un análisis detenido del texto. Con todo, y sin entrar en el fondo de la cuestión, es imprescindible señalar algo que es desatendido en la opinión corriente. El propósito del Concilio es dar doctrina católica. El texto contiene dos directrices que brotan de los postulados de la doctrina tradicional católica y desautorizan el simplismo de la interpretación vulgar. La primera, que la misión del Poder civil respecto a la libertad está ligada con la Verdad (D.H. 1, 3, 6): pues la sociedad civil tiene obligaciones religiosas; y la libertad religiosa exige del Poder civil, además del respeto de la autonomía, la acción positiva de promover condiciones propicias para la vida religiosa, de ayudar a los ciudadanos a que cumplan sus deberes con Dios, estimándolo como un bien para la vida social. Nada de neutralidad: si la "no coacción comprende a todos (cumplan o no su deber religioso), la "promoción y ayuda" se refieren a la vida religiosa. Y por eso en el campo de la educación el Concilio proclama,. en correlación con un derecho inviolable, un deber que obliga a todos los responsables de la educación, no solamente a los católicos: nada menos que el de estimular positivamente a niños y adolescentes en su vida religiosa y moral, en el conocimiento y el amor de Dios ("Grav. Ed." 1). Dimensión positiva de la función gobernante, silenciada en la pastoral ordinaria. La segunda directriz (D.H. 1, 4, 7) es que la libertad religiosa (no coacción en el orden civil) ha de ser regulada por el poder público mediante la justa delimitación y la imprescindible coerción contra los abusos. Los límites son los exigidos por la tutela de los derechos de los demás, la composición de los derechos de todos, la paz pública como convivencia en la justicia, la moralidad pública. Todo esto de los límites y la coerción a su servicio en defensa de los derechos, a la luz de la función positiva y estimuladora del poder público, tiene, sin salir de la letra del documento conciliar, un alcance que ha sido casi enteramente desatendido. Si se toma en serio, ¿no reafirma, en conformidad con el núcleo de la doctrina tradicional, que también la vida religiosa y moral de los ciudadanos debe ser objeto de la protección, incluso coercitiva, del poder público? Esta no ha de mirar sólo a los ataques contra "otros derechos" con pretexto religioso; también a los ataques contra "derechos religiosos" con pretexto de libertad. De hecho, todo gobernante, por permisivista que sea en principio, se siente obligado a marcar líneas de solicitud positiva y de coerción, y no sólo para que subsista la sociedad o para la autodefensa institucional, sino para promover lo que estima beneficioso y refrenar lo dañoso, aun contradiciendo costumbres y opiniones extendidas. Este hecho descubre que, si esa solicitud de promoción y defensa no se aplica a los valores religiosos, no es por exigencia de un principio de libertad o supuesta neutralidad, sino por una despreocupación errónea. Si son objeto de solicitud los "derechos" de los ciudadanos y lo que da consistencia a la sociedad civil, ¿por qué no los valores religiosos que, según el Concilio, son un derechodeber personal y social? ¿Por qué no la vida de los no nacidos? ¿Por qué no la preservación de los niños y jóvenes contra propagandas corruptoras? ¿Por qué no la fe y el amor a Dios de los ciudadanos contra el insulto y la agresión? ¿por qué no todo aquello sin lo cual el ciudadano se ve agredido o desamparado en su derecho a que la comunidad le ayude en su vida religiosa y moral, facilitando su fidelidad y no forzándole a respirar aire contaminado? El derecho de los ciudadanos a obtener condiciones propicias para lo religioso ("Dignitatis humanae") y muy particularmente el derecho de niños y jóvenes a ser estimulados (Grav. Ed.) son de tal entidad que, si se toman en serio, condicionan estructuralmente toda la vida social y pública, y por tanto el sistema de normas y de coerciones. ¿Se toman en serio? No. ¿Se predican seriamente a las autoridades y a los ciudadanos? No. ¿Hay una idea clara de lo que es, como "limite" de la libertad civil, la "moralidad pública" (DH 7)? No. Parece que es hora de invitar a los católicos, en cuanto "ciudadanos", a salir del cómodo y adormecedor refugio de una libertad meramente negativa y a interesarse por la dimensión positiva de la libertad religiosa. ¿Y no deberían algunos estudiar de qué modos se podría cumplir ahora el deber de promoción y tutela que al poder civil incumbe, y contarlos como ingredientes de la tarea política? Bien entendido que el cauce han de ser (DH 7) "normas jurídicas conformes con el orden moral objetivo".
12. Mensajes recientes
Pío XII, en su radiomensaje de Navidad de 1944, hablaba de una "sana democracia fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas"; si no, el régimen democrático es absolutismo. En estos últimos años el Cardenal Ratzinger insiste en la necesidad de que la democracia asuma, como su propio constitutivo, la subordinación al orden moral. La Santa Sede, en 1974, a propósito de las leyes permisivas del aborto, afrontaba abiertamente la gran cuestión: en un sistema pluralista, y siendo además verdad que la ley civil no tiene por qué sancionar todo lo inmoral, ¿cómo se puede exigir la no legalización en contra de la opinión de la mayoría? La respuesta fue que la protección de la vida de un niño prevalece sobre todas las opiniones. El 17 de mayo de este año 1988 Juan Pablo II, en un discurso muy cuidado durante su encuentro con los "Constructores de la sociedad" (Asunción, Paraguay), recordó que la Doctrina social de la Iglesia propone un "ideal de sociedad solidaria y en función del hombre abierto a la trascendencia"; la verdad es la piedra fundamental del edificio social. Refiriéndose a la "sociedad democrática, basada en el libre consenso de los ciudadanos"; subrayó dos requisitos. Primero: "participación real de todos los ciudadanos en las grandes decisiones, mediante formas que sean las "más conformes a la expresión de las aspiraciones profundas de todos". Segundo: referencia a los"valores absolutos que no dependen del orden jurídico o del consenso popular: por ello una verdadera democracia no puede atentar en manera alguna contra los valores que se manifiestan bajo forma de derechos fundamentales, especialmente el derecho a la vida en todas las fases de la existencia; los derechos de la familia, como comunidad básica o célula de la sociedad; la justicia en las relaciones laborales"; todos los derechos basados en la vocación trascendente del ser humano. El requisito primero fue muy voceado en los medios informativos como desautorización de ciertos regímenes autoritarios. El requisito segundo no fue comentado. Si hay lógica, los informadores tendrían que entenderlo como desautorización moral de aquellas democracias (por ejemplo, la española) en que se puede atentar legalmente contra los valores absolutos, pues quedan a merced de "consensos" cambiantes.
13. Conclusión
Todo nos lleva a una conclusión, que es la clave de arco del edificio doctrinal de la Iglesia. La subordinación del sistema político al orden moral, si ha de realizarse como es debido en forma jurídica y de modo que en democracia se evite la contradicción entre el deber moral y un "derecho" de mayorías, sólo se puede garantizar estableciéndola en la Constitución: mediante un principio constitucional y un poder que lo haga cumplir. Sólo así el sistema es moral.
14.
Fijar esa invariante en la Constitución es factible de modo democrático. No hablamos de imponer un "dogma" abstracto a una realidad social, sino de hacer fructificar la realidad de una historia, de una adhesión a valores de inspiración cristiana, que revelan las "aspiraciones profundas" (Juan Pablo II) de la mayoría de un pueblo. Aspiraciones que es necesario cultivar, para mantener la sintonía entre el deber moral del poder público y el sentir hondo de los ciudadanos. Según la enseñanza de la Iglesia, la misión del poder y de las leyes no es sólo registrar lo que se hace sino estimular lo que debe hacerse. Si, por el contrario, los dirigentes se desinteresan y si a la desidia se une la complicidad ante la siembra de incitaciones disolventes, entonces no cabrá extrañarse de que se acelere el proceso de erosión moral, y de que crezcan a la par la contradicción y la impotencia de los responsables. Porque en cada momento histórico la responsabilidad se concentra en unos pocos. No se diluye en un pueblo. De una manera o de otra siempre es decisivo el protagonismo de algún "Recaredo". En la oportunidad reciente de España unos pocos, desde una posición de "poder ocupado" tuvieron en sus manos muchas posibilidades; colocaron al pueblo ante una situación como pudieron hacerlo ante otras. Habrá que lamentar que a España le hayan fallado los guías y que no haya contado, en el mundo civil o en el eclesiástico, con personas lúcidas dispuestas a esforzarse por intentar una construcción de verdad salvaguardando el depósito recibido, en lugar de limitarse a poner un solar tras el derribo a disposición de cualquier proyectista. Unas personas que no se aviniesen a confundir las posibles ventajas de una cierta ambigüedad o indeterminación política en la Constitución con el cáncer de la indeterminación moral. ¿Acaso los custodios del depósito estaban tan aplastados por presiones incoercibles, o les era tan difícil sintonizar oportunamente con las "aspiraciones profundas" del pueblo, como para tener que empezar desde cero? Puestos a cambiar el agua de la bañera del niño, ¿era necesario tirar por la ventana también al niño? En todo caso la historia sigue y lo que es necesario hacer está ahí como tarea pendiente para los ciudadanos católicos.
15. Epílogo
El epílogo es una pregunta: promover lo indicado sobre el compromiso moral del régimen político y sobre la misión positiva del poder civil respecto a la vida religiosa ¿no llevará de nuevo a la Confesionalidad? Como disponemos de poquísimas líneas, mejor será no enredarnos ahora en palabras que actúan como fantasmas, e ir derechamente a los significados. Pongamos de pie la escala de valores en la predicación de la Iglesia sobre la comunidad política: Primero. Lo indicado lleva a reconocer como constitutivo interno de la sociedad civil su subordinación a la ley moral y su dimensión religiosa. En una sociedad de católicos, en virtud de la unidad de conciencia del ciudadano, eso importa ya una referencia a la Doctrina de la Iglesia. Los ciudadanos están obligados en conciencia a trabajar para que la sociedad asuma su deber. Si lo que es su deber la sociedad lo inscribe como compromiso en su ley fundamental (según corresponde a un estado de derecho) ya tenemos el núcleo de lo que se llama "confesionalidad". Segundo. En relación con la Iglesia, la sociedad civil ha de respetar su libertad y ayudarla. Para ello tiene que haber unas relaciones adecuadas. Tercero. Pero las formas de dichas relaciones son variables. No incluyen necesariamente una interdependencia jurídica o institucional. Pueden incluir compromisos jurídicos bilaterales. No se identifican sólo con las llamadas relaciones diplomáticas. Cuarto. La subordinación a los valores morales, aunque esté iluminada por la doctrina de la Iglesia, deja intacta la autonomía que corresponde propiamente a la acción política. Es la misma con "confesionalidad" o sin ella. Autonomía incluso moral, por cuanto la elección prudente de vías y medios contingentes, dentro de lo mucho opinable, es atribución del poder civil, el cual verá cómo aprovecha otras apreciaciones o consejos. Sin que se le puedan proponer autoritativamente, salvo el derecho de la Jerarquía a emitir juicio sobre la transgresión del orden moral.
José Guerra Campos