El 25 de julio, la Iglesia universal festeja al apóstol Santiago. En la ciudad de Compostela, nacida en torno de su sepulcro, se concentran es estos momentos numerosos fieles. Allí, España le honra como a su patrono. Allí confluyen, desde hace más de mil años, innumerables peregrinos de toda la cristiandad. Santiago, Roma y Jerusalén han sido, durante centurias, las metas de las mayores peregrinaciones de la Iglesia católica.
Pasados veinte siglos, entre los sepulcros o lugares de los apóstoles, solamente Santiago en Compostela, San Pedro y San Pablo en Roma, conservan vivo todavía un culto resonante; y acaso el de Compostela sea el más afectuoso y el más popular ¿Qué podemos esperar del apóstol Santiago? Según un conocido testimonio de la Europa medieval, el motivo principal de atracción para los peregrinos de Santiago era "visitar el cuerpo de un apóstol que, a su vez, había tenido la dicha de ver y de tocar a Dios hecho hombre". Visitaban a un testigo del Señor. La Iglesia es apostólica. Está fundada sobre testigos enviados por Jesús. Por ellos enlazamos de un modo sensible con el Hijo de Dios asociado a nuestra historia.
Los Apóstoles, por tanto, son piezas básicas en la vida cristiana, ya que ésta no se alimenta sólo de aspiraciones o de teorías, sino de realidades atestiguadas. Todos los apóstoles podrían suscribir estas admirables palabras de San Juan, el hermano de Santiago: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos, lo que palparon nuestras manos tocando al Verbo de vida... –la vida eterna, que estaba en el Padre y que se manifestó..., os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros... para que sea vuestro gozo colmado" Podemos esperar de Santiago, sobre todo, que nos ayude a purificar y enderezar la fe, como principio y fundamento de toda nuestra vida; a situarnos con exactitud ante el reino de Dios, proclamado por Cristo y su Iglesia. El reino de Dios es un descubrimiento del amor; es adoración; es perdón de los pecaos, docilidad filial, fraternidad en casa del Padre, visión completa de la realidad según los planes de dios, esperanza de una vida plena.
El anuncio de este reino suscita la expectación de muchos. Pero, a veces, nos empeñamos en suplantarlo por un reino a la medida de nuestras pretensiones inmediatas, subordinado al logro egoísta de la independencia y del bienestar. Así, los discípulos de Jesús soñaban con la restauración política del reino de Israel, que estaba entonces bajo la dominación de los romanos. Santiago y Juan solicitaban para sí los primeros puestos. Jesús encauza su ambición hacia lo esencial: "No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber mi cáliz?", es decir, ¿podéis asociaros incondicionalmente a la suerte, al destino, que me reserva el Padre? La suerte de la cruz. Y la respuesta es decidida: "Podemos". Santiago será el primero de los apóstoles en dar su sangre por el Señor. Cuando el Resucitado va a despedirse de los apóstoles, "les habla del reino de Dios... Ellos le preguntaban: ¿Es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?" La respuesta de Jesús es tajante: "No os toca a vosotros eso... (Con el poder del Espíritu) seréis mis testigos hasta el extremo de la tierra." El Señor no juzgaba la legitimidad de las aspiraciones políticas de Israel; no las condenaba; pero las desliga de la misión directa confiada a los apóstoles.
El reino es Él, cualesquiera que sean las circunstancias exteriores. El Evangelio es fecundo por sí mismo. Transfigura, como un fermento activo, la vida en la tierra; pero no está limitado por la eficacia de nuestros programas, ni su esperanza se nutre de los éxitos temporales. La fe es confiada ("Pedid y recibiréis"); pero, al mismo tiempo, es incondicional ("Padre, si es posible, pase de mí esta cáliz, pero hágase tu voluntad y no la mía"). Misterio de la cruz: el poder de dios, manifestado en Cristo, no actúa como un realizador satisfactorio de nuestras pretensiones inmediatas, sino como demostración de que nos ama y de que está con nosotros para realizar un programa de vida superior, cuya prenda tangible es la resurrección de Jesucristo. Santiago, patrono de España, nos ha inspirado siempre este aprecio de la fe, como valor primario. Con su protección se ha dado en nuestra patria un prodigio histórico: que, a través de siglos de presencia mahometana, se haya conservado la continuidad de un pueblo cristiano, sin diluirse, mientras, por ejemplo, las espléndidas cristiandades del país de San Cipriano o de San agustín se han desvanecido. Y no fue una conversación meramente defensiva: la fe, que había sido el aglutinante supremo en el interior del país, impulsó en su momento a España a una expansión misionera que, juntamente con Portugal, le dio a la Iglesia su universalidad geográfica.
La fidelidad se mostró, una vez más, como fuerza creadora. Son hechos innegables por los que nosotros y el mundo entero debemos dar gracias a Dios. No tenemos por qué avergonzarnos de que nuestros padres hayan estimado la fe como el bien máximo que podían ofrecer a sus hermanos en todo el mundo. Lamentaremos, si acaso, en la presencia de Dios lo que haya habido de defectuoso en el cumplimiento de dicha tarea. En las actuales condiciones de la historia, vuelve Jesús a preguntarnos, como a Santiago, si estamos dispuestos a seguirle.
La tentación de ahora no es urgir al Señor para que instaure un reino temporal, ni pedirle los primeros puestos. La tentación es más bien invitarle a que se retire, a que nos deje concentrar toda nuestra esperanza y todo nuestro corazón en el reino que nosotros mismo intentamos construir en el tiempo. Es decirle a los apóstoles que han dado demasiada importancia a la fe. Se aboga por que los pueblos renuncien a su consagración, a las motivaciones trascendentes; se busca un modo prácticamente ateo, como forma de convivencia, con peligro de que se convierta en forma de vida.
Yo espero que el Apóstol vele sobre nosotros, sobre nuestras familias, sobre todo el pueblo de España, para que se reavive el gozo y el compromiso de la fe. Y como la fe, que es don continuamente ofrecido por Dios a cada uno, nos ha venido ligada a una tradición, que también es don de Dios, haga el Apóstol que las generaciones sucesivas hereden de nosotros la fidelidad al Evangelio.
24 de julio de 1972
Monseñor José Guerra Campos