"El octavo día» ha tenido doce emisiones, una por semana. En los diez minutos de cada una sólo caben algunas pinceladas, que en espacios sucesivos se van ordenando para diseñar una figura intangible. Mas no todos los que me otorgan el honor, que no sé cómo agradecer, de abrirme la puerta de sus casas, habrán podido seguir la línea en su totalidad. Por eso, acaso no sea inútil volver la mirada, evocar la finalidad general de "El octavo día", y subrayar algunos rasgos salientes de lo dicho hasta ahora. La finalidad se ajusta a estas palabras del Concilio: "Cristo es la luz de los pueblos... y su claridad resplandece en el rostro de la Iglesia". Muchos lamentan, no sin motivo, que en algunos sectores responsables se presente a la Iglesia no como luz, sino como espectáculo de confusión. "El octavo día" se propone difundir un poco de claridad. No, bien lo sabe Dios, porque el que habla tenga luz propia o presuma de resolver problemas difíciles. Habla solamente como obispo, servidor de la Iglesia; es decir, no emitiendo opiniones personales, sino la enseñanza de la Iglesia universal, cuyo maestro y portavoz supremo es el Papa. En la vida humana hay siempre zonas oscuras, y a la Iglesia no le faltarán nunca dificultades en su camino; pero también lleva consigo una luz inextinguible, que alumbra nuestros pasos. Lo sensato es aprovecharla, no mezclar lo claro con lo oscuro, no tapar la linterna ni sofocar su luz con las humaredas artificiales de una palabrería que aturde en vez de orientar. "El octavo día" está animado por la decisión de levantar en alto, con sencillez y seguridad, la lámpara de la doctrina de la Iglesia. La luz viene de Jesucristo, camino, verdad y vida. La Iglesia no es más que resonador de su voz, y cuando sus ministros comparecen ante el mundo, no han de hacerlo para exhibirse a sí mismos (sus planes, su sabiduría, su poder), sino para elevar la atención hacia el misterio luminoso de Cristo. Como nos avisaba hace poco el arzobispo de Toledo, es necesario hablar menos de las estructuras de la Iglesia y más de Dios y sus misterios. El fundamento de todo, al que hemos dedicado los dos primeros espacios, es la presencia salvadora de Cristo resucitado. La Iglesia es más que una asociación de personas que buscan la verdad o que comparten unas ideas y actitudes; su enlace con Cristo es más que con un fundador o un maestro lejano: Cristo es su vida, no sólo por lo que dice, sino por lo que El mismo es y hace, por encima de los límites humanos. Todos los hombres necesitamos un ideal. Un ideal digno de este nombre es algo que dé sentido a la totalidad de nuestra vida, incluida la muerte; algo que mantenga tensado nuestro espíritu y que encauce nuestras energías, como una vocación que, al mismo tiempo, nos levante, vincule y libere. Muchos hombres desesperan de poder levantar los ojos hacia un ideal, sospechando que esta pretensión sea un sueño ilusorio, o se limitan a ideas y programas parciales y pasajeros. Cristo se nos ofrece como ideal pleno, no soñado, sino realizado. El nos revela y nos comunica el amor del Padre; nos hace hijos; transforma nuestra vida por el amor y la esperanza; nos conduce hacia la victoria sobre el pecado, el dolor y la muerte. Su luz y la eficacia del amor fraterno contribuyen también a mejorar las condiciones de la vida temporal, pero la esperanza del reino de Dios no se identifica con ningún futuro que sea obra de los hombres y, por eso mismo, no se disipa cuando llega la hora de la debilidad o de la muerte. y porque Cristo resucitado es el corazón viviente de la Iglesia, ésta tampoco se identifica del todo con nosotros, sus miembros. Es más que nosotros: es nuestra madre. Dos veces hubimos de tomar en consideración a quienes piensan que esta realidad sencilla y hermosa de Cristo en su Iglesia queda oprimida por la carga de los dogmas o de las verdades que hay que creer. Algunos menosprecian las verdades de la fe en nombre de la vida o con el pretexto de la humildad o de la libertad y unidad de los hombres. Hemos visto que la verdad cristiana es precisamente la expresión de la vida plena, que se nos da por la persona de Cristo. Y, como verdad y vida son inseparables, lo que se esconde realmente en el desprecio de la verdad, es el desprecio de esa plenitud de vida que Cristo nos aporta, para encerramos en los límites de nuestros proyectos o de la acción humana. Hemos visto que la firme orientación que nos da la fe, en medio de las oscuridades, no se funda en la presunción orgullosa de ser, nosotros, propietarios de la verdad. Se funda en un don de Dios, que todos hemos de acoger con humilde gratitud, que a .todos se ofrece y a todos ha de juzgar. Y no puede haber amor a los hombres sin amor a la verdad, que es la que nos hace libres. Por eso mismo hicimos notar cómo, según el Concilio y en contra de lo que algunos propalan, la acción misionera sigue siendo, como siempre, una función primaria de la Iglesia. E indicamos cómo se relaciona con la predicación del Evangelio la buena fe de los que caminan a tientas hacia Dios, sin conocer todavía la verdad. Pero, sobre todo, "El octavo día" iba mirado con simpatía fraternal a los innumerables "hijos del pueblo que respiran confiadamente la atmósfera de la fe y que ahora se ven acusados de poseer una fe de inferior calidad, porque no entienden las interpretaciones nuevas que algunos tratan de imponerles. Puedo afirmar que el móvil principal de "El octavo día» ha sido decir a todos, como si me dirigiese a mi madre: "No desconfiéis de vuestra fe. Es válida, para la vida y para la muerte. La fe cristiana no es más accesible para los que presumen de sabios que para los sencillos, los auténticamente inteligentes. ¿Os invitan a renovaros? Si es una invitación a mejorar en amor de Dios, en amor del prójimo, en desprendimiento, en colaboración activa con la Iglesia, en asimilación ,más honda de las verdades y valores del Evangelio..., aceptadla. Si os invitan a can celar, por inútil, la formación, a veces muy honda, que habéis recibido o heredado de la madre Iglesia, rechazad la invitación; no viene de Dios. En ciertos ambientes de confusión, esto exigirá que cada uno sepa defender su fe. Para tal autodefensa hemos dado criterios en "El octavo día". Será conveniente recapitularlos de nuevo. Lo haremos en la próxima emisión.
Monseñor José Guerra Campos