San Ignacio de Loyola, cuya fiesta celebramos el día de
hoy, propone en sus Ejercicios la meditación de las dos banderas: la de Cristo
y la de Lucifer; y nos sugiere imaginar a éste "como si se asentase... en
aquel gran campo de Babilonia, como en una grande cátedra de fuego y
humo...".
Esta imagen nos hace evocar las palabras, ya famosas, que pronunció el Papa el
día de San Pedro, y que han suscitado tantos comentarios en todo el mundo.
"Se diría afirmó que a través de alguna grieta ha entrado el humo de
Satanás en el templo de Dios."
"Se creía añadió el Papa que después del Concilio iba a venir un día
de sol para la historia de la Iglesia; por el contrario, ha llegado un día de
nubes, de tempestad, de oscuridad..." ¿Cómo ha ocurrido esto? Porque
"ha intervenido un poder adverso: el demonio", tantas veces aludido y
mencionado por Cristo y los apóstoles.
Los efectos de la intervención diabólica en la Iglesia, según el Papa, son
dos: la confusión (incertidumbre, inquietud, problemática, insatisfacción,
enfrentamientos...); y una tristeza, que obstruye la alegría que brota
espontáneamente de la fe, y frustra el "himno de gozo", connatural a
toda auténtica renovación de la Iglesia.
El discurso de Pablo IV ha conmovido a los creyentes. Mas, por otra parte,
algunos medios en la Iglesia como informa un diario suizo, y hemos podido
comprobar entre nosotros "han reaccionado con embarazo, irritación o
ironía". Parece como si, para algunos católicos, resultase una sorpresa
que el Papa tenga fe en lo que dice el Señor sobre la realidad misteriosa del
demonio y que tome en serio su influjo.
¿Es una novedad la intervención demoníaca? No; Jesús nos habla de Satanás
como el adversario habitual del reino de Dios; es "homicida desde el
principio"; "mentiroso y padre de la mentira", odia la verdad; y
por eso los que le siguen no acogen la palabra de Dios: él mismo arrebata la
semilla de sus corazones, para que no crean y se salven.
Eso es habitual. Pero hay horas en que Satanás zarandea a los creyentes de modo
extraordinario; y precisamente para estas horas recibió Pedro el encargo de
confirmar en la fe a sus hermanos de que ésta es una hora extraordinaria de
Satanás. Tres días antes de que lo dijese públicamente en la misa de San
Pedro, tuvimos la oportunidad de referir aquí sus reiteradas manifestaciones en
ese sentido.
¿Por qué es una hora extraordinaria? Sin duda, porque está en curso un ataque
a las raíces del ser mismo de la Iglesia y la religión. Felices aquellos a
quienes no haya alcanzado el oleaje; pero el Papa, renovando el aviso de San
Pedro, nos pone a todos en guardia frente al poder maligno que ronda para
devorarnos. ¿Y en qué consiste exactamente este ataque radical? El Papa lo ha
expuesto en centenares de ocasiones. Algo hemos apuntado ya en "El octavo
día". Pongámoslo de relieve de un modo claro y conciso.
Ante todo, es bueno recordar lo que advierte Jesús: El diablo es
"mentiroso"; induce al mal bajo apariencia de bien. Cuando tentó al
mismo Jesús, antes de llegar a la proposición descarada contra el reino de
Dios ("Te daré los reinos terrestres, si postrado me adorares"),
pasó gradualmente por otras, que parecían razonables (subvenir a la necesidad
de alimentos, hacer una ostentación milagrosa ante el pueblo) y aparentaban
servir al reino; pero, en realidad, desviaban del camino trazado por la voluntad
de Dios. La pretensión de que el poder de Dios manifieste necesariamente su
eficacia en la solución inmediata de problemas temporales, el exhibicionismo
conforme a las expectaciones de moda en las gentes, son la negación de la Cruz.
Por esa vía no hay adhesión al reino de Cristo; lo que hay es un intento de
utilizarlo para nuestros programas. De ahí que la muchedumbre, que le aclamó
rey tras la multiplicación de los panes, le abandonase cuando Él levantó su
atención hacia el pan de vida eterna. Y cuando Pedro quiso disuadir al Señor
de aceptar la pasión oyó: "Apártate de mí, Satanás".
También ahora, el Papa se refiere a "algo preternatural, venido al mundo
precisamente para echar a perder y sofocar los frutos del Concilio".
Podríamos sintetizar esta intervención diabólica del modo siguiente: uno de
los propósitos del Concilio fue acercar la Iglesia al mundo actual, para
comunicarle el Evangelio. Con este fin, es laudable, es necesario, tratar de
comprender las preocupaciones de los contemporáneos, incluidos los ateos, y
presentarles la palabra de Dios de forma que la sientan como una luz que orienta
sus vidas. Pero, con este pretexto, el demonio consigue que no pocos propugnen,
desde dentro, un repliegue de la Iglesia a las posiciones del mundo: una como
disolución de su fe y de su misión en las palabras y en los objetivos de
aquél. La operación comprende tres partes, señaladas por el Papa el día 23
de junio:
Primera. –Vaciar la fe de su contenido revelado transmitido por los Apóstoles
y el magisterio, para confundirla prácticamente con una corriente de opiniones
y deseos de este tiempo. "Algunos piensan dice el Papa que la Iglesia
debería renunciar incluso a las certezas adquiridas, para dedicarse únicamente
a escuchar las aspiraciones del mundo".
Segunda. –Prescindir de la constitución divina de la Iglesia, o, como dice el
Papa: Se rechaza "la Iglesia preconciliar" y se concibe una
"Iglesia nueva, casi reinventada".
Tercera. –Reducir la misión de la Iglesia a una acción temporal, una acción
política revolucionaria. En el extremo de esta secularización o
desacralización, que el Papa denuncia, desaparece la adoración de Dios; nos
adoramos a nosotros mismos, concentrando la esperanza sobre el mundo que
pretendemos construir en el tiempo.
Éstas son las formas descaradas de la tentación; pero hay otras más ambiguas
y disimuladas, que preparan el camino hacia aquéllas.
Cuando la Santa Sede nos previno a los obispos españoles, en relación con la
llamada asamblea conjunta, sobre el peligro de ciertos errores, apuntaba en las
tres direcciones que acabamos de indicar.
Es lo peor del humo, cuando es muy espeso, que oculta hasta los focos del
incendio. El diablo trata de pasar inadvertido. Pero el Papa nos ha avisado.
Conocer la enfermedad es un requisito, independiente de optimismos y pesimismos,
para poder afrontarla con buen ánimo.
Con solicitud y confianza en Dios nos será dado conservar lo más precioso de
la vida: la certeza y la alegría de la fe.
31 de julio de 1972
Mons. José Guerra Campos