El Papa nos ha advertido sobre una infiltración extraordinaria del
demonio en la hora presente de la Iglesia; es un ataque, desde el interior, a
las raíces del ser mismo de la Iglesia y de la religión.
¿Cuál es el sentido de ese ataque radical, según las continuas enseñanzas
del Papa? El día de San Ignacio lo resumíamos en tres pretensiones descaradas
(sin olvidar que les preparan el camino otras más disimuladas y ambiguas): la
primera, vaciar la fe de su contenido revelado y confundirla con una corriente
de opiniones y deseos de este tiempo; la segunda, prescindir de la constitución
divina de la Iglesia, para reinventar una nueva; la tercera, reducir la misión
de la Iglesia a una acción temporal, de carácter político revolucionario.
Anunciamos que otro día procuraríamos explicar un poco estas formas de la
tentación diabólica. Comencemos hoy por la primera, con la ayuda de la Virgen
María, vencedora de la serpiente.
El vaciamiento del contenido o de las verdades de la fe es un efecto del
desinterés por aquellas realidades vivas, anteriores y superiores a nosotros,
de las cuales se alimenta nuestra vida personal. La fe se empobrece, hasta
reducirse a pensamiento humano, como simple creador de nuestros planes de
acción.
Suele empezar todo por una desgana misionera en relación con los demás. Y
suele cubrirse con una apariencia de bien, por deformación de una verdad.
¿Qué verdad es ésta? Que la revelación predicada por la Iglesia no caen en
un vacío: Dios prepara el corazón de los hombres sembrando en ellos valores,
que vienen de Dios, conducen a Dios, y por lo mismo disponen al hombre para
recibir la palabra divina. Los que sin resistencia culpable ignoran la
revelación pueden salvarse, si siguen de buena fe la voz de Dios que resuena en
su interior; pero no por ello la Iglesia se siente menos urgida a proponer el
mensaje de Cristo, luminoso y alegre, que confiere todo su sentido a los valores
del corazón sincero, los hace conscientes, los purifica y los eleva. Como
dijimos en otra ocasión, la buena fe del no creyente apunta hacia la fe, y la
Iglesia le sale al paso con su acción misionera.
La deformación diabólica de esta verdad lleva a algunos cristianos a pensar:
¿para qué inquietar a los hombres con la acción misionera? Cualquier
expresión sincera del espíritu humano, religiosa o atea, es de igual valor
para ir a Dios. Y los mismo que destacan la malicia, la injusticia de la
sociedad cuando se trata de realizar los derechos propios, dan por supuesto que
en relación con Dios la buena fe es lo ordinario. (Sin embargo, cuando nos
ponemos ante Dios, no podemos cerrar los ojos ante la abundancia de nuestra mala
fe, ante el envilecimiento, que nos puede llevar a la idolatría, ante la
desesperación, sorda o patética...) Se menosprecia la necesidad de la
revelación divina; se multiplica el número de los que llaman
"cristiano" anónimos, que no reconocen a Cristo; y así se favorece
la inhibición de la tarea evangelizadora, la desgana por ofrecer a los hombres
la fe como un bien máximo. Si dependiese de este modo de pensar, la Iglesia,
renunciando a su aportación propia, se limitaría a promover valores comunes de
índole moral o social.
Está claro que este desinterés por los demás brota de un desinterés por
nosotros mismos. El enemigo de la verdad produce en muchos desgana de la verdad,
con muchos pretextos inconscientes, que hemos examinado ya, oponiendo, por
ejemplo, la verdad a la vida, a la humildad, a la libertad, a la unidad. A la
humilde y serena aceptación de la verdad sucede la inapetencia, la autonomía,
solitaria o solidaria; la búsqueda inquieta, el empeño en abrirse camino sin
norma ni orientación de validez permanente.
Para suplirlas, se recurre a veces a las voces o signos del tiempo que vivimos:
lo que opinan y desean los hombres. Aquí late algo verdadero: Dios actúa en el
corazón de los hombres y en la historia. Pero las voces de éstos son
equívocas, pues tanto pueden reflejar la inspiración de Dios como las
resistencias y argucias del espíritu malo; por eso, como enseña el Concilio,
hay que interpretar y valorar tales significados a la luz superior del
Evangelio.
Ahora bien, el demonio logra que algunos escuchen esas voces como nueva palabra
de Dios; que piensen que Dios habla ahí igual que hablo por Cristo y los
Apóstoles; y, naturalmente, que terminen por quedarse con las voces del mundo,
como las únicas interesantes, tachando la tradición del Evangelio como
fórmulas del pasado. Y así se llega a lo que llaman el ateísmo cristiano,
fórmula hábil del llamado espíritu moderno: al que no interesa lo que Dios
dice de sí mismo y de nuestra vida en El, sino solamente lo humano, tal como lo
pueden vivir también los no creyentes, lo que se expresa por medio de la
cultura o de la praxis, es decir, por la acción tendente a organizar o
reconstruir este mundo. La religión se desvanece. Lo que muchos denominan
"encarnación de la Iglesia en el mundo" terminaría por servir, no
para elevar el mundo hacia Dios, como lo requiere la auténtica Encarnación,
sino para diluir a la Iglesia misma en una humanidad endiosada.
El Padre Santo, en su discurso del 23 de junio, dijo: "Algunos piensan que
la Iglesia debería renunciar incluso a las certezas adquiridas para dedicarse
únicamente a escuchar las aspiraciones del mundo." Y el 29 de junio:
"Ya no se confía en la Iglesia; se confía en el primer profeta profano
que nos viene a hablar desde algún periódico o desde algún movimiento
social." He aquí una ilustración pintoresca de las palabras del Papa: si
vamos mundo adelante y entramos en las habitaciones de algunos, pocos,
sacerdotes y religiosos, comprobaremos que han desaparecido las imágenes de
Jesús, de María y de los santos, y ocupan su puesto las de Che Guevara o de
Mao TseTung.
Hemos de vigilar, porque podemos vaciarnos de la fe por rendijas a las que no
damos importancia, pero que dan entrada –como diría el Papa al "humo de
Satanás". Señales inconfundibles de que se está produciendo ese escape
interior son la desgana misionera, la falta de aprecio de la fe y la vida
religiosa por sí mismo (no sólo por sus derivaciones temporales), el descuido
y abandono de la comunicación personal con Dios (oración, sacramentos), la
pérdida del sentido del pecado, que equivale al desprecio de la presencia y del
amor de Dios.
Para terminar, recojamos otras dos notas señaladas por el Papa en el discurso
antes citado: "Una falsa y abusiva interpretación del Concilio, que
querría una ruptura con la tradición, incluso doctrinal"; un
"pluralismo, concebido como libre interpretación de las doctrinas y
coexistencias tranquila de afirmaciones opuestas..., prescindiendo de la
doctrina sancionada por las definiciones pontificias y conciliares". (La
marca del diablo aparece en que se reclama pluralismo en lo dogmático, que es
palabra y verdad recibida de Dios, y en cambio se trata de imponer uniformidad
en lo opinable: lo que son tácticas y planes humanos)
Reafirmemos nuestra fidelidad. Y que nos conforten las palabras de Jesús:
"Confiad, Yo he vencido al mundo"; las palabras de San Juan:
"Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe"; las
palabras de San Pablo "Fiel es el Señor, que os confirmará y guardará
del maligno".
José Guerra Campos