Mañana se celebra en todo el mundo la fiesta de la Asunción, la más antigua y universal en honor de nuestra Señora. De los cientos de miles de iglesias católicas la mayor parte están dedicadas a Santa María; y casi todas festejan a su titular el día 15 de agosto.
Sería bueno que recobrásemos la admiración ante un hecho incomparable: hace veinte siglos una joven, modestamente situada en un rincón de Palestina, se atrevió a decir: "Me llamarán dichosa (me felicitarán) todas las generaciones": Increíble: porque lo ordinario es que precisamente al paso de las generaciones, se desvanezcan las aclamaciones entusiastas. Sin embargo, toda la trompetería de la fama mundana, todo el sensacionalismo artificial de las modas pasajeras, apenas son más que un charco de ranas al lado de la corriente –secular, honda, limpia de amor y esperanza que María sigue suscitando en millones de personas de todas las edades.
A veces perdura en los pueblos el culto a los hombres del pasado; pero no es más que un culto recuerdo. El culto de María, en la órbita del culto a nuestro Señor Jesucristo, se dirige a alguien viviente, que nos acompaña sin barreras de tiempo: es un culto que importa una memoria de las manifestaciones históricas de esta persona y, a la vez, una adhesión a su presencia invisible, en la que tocamos la realizamos y como una prenda de la vida futura que esperamos.
La fiesta de la Asunción canta la plenitud feliz a la que ha llegado Santa María. Según palabras del Concilio Vaticano II, "terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste, y ensalzada como reina del universo". Es la única persona que está ya asociada del todo a la resurrección y al señorío universal de Cristo, por encima de todas las formas del dolor y de la muerte.
¿Qué significa esto para nosotros? Más que un objeto de admiración, más que un símbolo de aspiraciones irrealizables: ¡es nuestro ideal realizado y asequible! María es ya lo que nosotros queremos y podemos llegar a ser, aunque en un grado inferior. Dice también el Concilio: "La Madre de Jesús..., glorificada en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia" del futuro; "así, en la tierra precede con su luz al pueblo de Dios, que aún peregrina, como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que legue el día del Señor".
Ese ideal rebasa cualquier futuro mejor, de esos que los hombres optimistas intentan construir con sus manos, porque, por espléndido que este futuro resultara, si se lograse, sería imperfecto, insatisfactorio, pasajero para cada una de las generaciones que lo disfrutasen; y quedarían fuera de todas las generaciones precedentes, que acaso lo habrían preparado.
Ese ideal tampoco es sueño evasivo, por huida de nuestra impotencia frente a la realidad social y corporal. Las fiestas de la Ascensión de Cristo y de la Asunción de María destacan precisamente la elevación del cuerpo; no tanto por un traslado como por una transformación, que es un don de Dios; es una vida superior que constituye una exaltación positiva de toda nuestra realidad: espíritu y cuerpo, vida individual y social, en la que podrán participar los hombres fieles de todos los tiempos, los muertos y los que vamos hacia la muerte.
Optimista o pesimista, el hombre, que tan admirablemente progresa en el dominio de la tierra, no puede vencer sus propios límite; y, sin embargo, no sería hombre si no aspirase a ser más de lo que por sí mismo puede realizar. Aspira a un dominio de la tierra que sea también señorío interior de sí mismo, verdadera libertad, comunión de corazones, vida sin muerte. Esta aspiración sólo es factible en la comunicación filial con Dios, a la que somos llamados. La pretensión de conseguirla por autosatisfacción es suicidio, es el pecado.
El Evangelio, que es programa ya realizado en Jesús y María, nos muestra que la victoria sobre el pecado. Sólo es posible si no estamos solos, abandonados a nuestras ideas o a las fuerzas naturales; si dentro y por encima de nosotros, de las pasiones fugaces de la evolución ciega, triunfa un amor personal, creador e inmortal.
Este amor se nos ha revelado visiblemente en Jesucristo, Hijo de Dios, hecho hombre, peregrino con nosotros, camino y meta: camino, por su obediencia hasta la muerte, que nos libera de la falsa autosuficiencia del pecado y nos une con el Padre, y meta por su Resurrección.
María, madre de Jesús, es madre de Dios y es madre de los que se incorporan a Jesús: madre de la Iglesia. Esta categoría altísima no la aleja de nosotros; al contrario, gracias a ella somos hijos, incorporados a una comunidad de vida. La madre lo es sin dejar de ser hermana. Ha sido redimida, levantada por Dios desde nuestro nivel a una altura "por encima de todos los ángeles y de todos los hombres". Y desde esa altura brilla como modelo imitable, al que nos podemos acercar, si no igualar. Así como es el prototipo de la actitud religiosa durante esta vida.
En ella vemos, en su forma más pura, cómo en la raíz de todo está la iniciativa y la elección de Dios, no nuestros méritos. Dios es quien la ha liberado del pecado original haciéndola inmaculada desde el primer momento de su existencia. Dios es quien la ha llenado de gracia.
Y en ella vemos también la respuesta meritoria de la voluntad humana a la vocación de Dios: humildad radical, alegría, confianza, consagración virginal, aceptación de la maternidad como misión sacrificada, obediencia incondicional a través de una vida oscura y dolorosa con que cooperó a la acción redentora de Cristo, espíritu e contemplación entre los quehaceres de una modesta ama de casa, esperanza del reino de Dios por medio de la Cruz... El corazón que no sintoniza con este modelo, no es cristiano.
Mientras vamos de camino, necesitamos a María. Ella sigue ejerciendo sobre nosotros su función maternal. El desarrollo en el tiempo nos permite emanciparnos de los padre de la tierra; pero no podemos salir del hogar, mejor dicho, de las entrañas de esta madre.
Mucho habría que decir de ella. Para terminar, permítanme unas observaciones prácticas:
La primera es que el Concilio Vaticano II ha dedicado a María un capítulo enjundioso, que a la luz de la doctrina tradicional expone su puesto único en el misterio de Cristo y la Iglesia. Sería provechoso leerlo.
La segunda, que en esta hora de confusión doctrinal resulta oportunísima la siguiente afirmación del Concilio: "María, por su íntima participación en la historia de la salvación, reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe. Cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre". Es alentador comprobar que donde florece la devoción a María no hay desviaciones en la fe.
Y, por último, en un tiempo en que la tierra amenaza con absorbernos, la Asunción puede avivar en nosotros con absorbernos la Asunción puede avivar en nosotros un actitud sin la cual no hay vida cristiana, y que la Iglesia ha formulado en una antigua oración, que tanto le gustaba repetir a Juan XXIII: "Que el uso de los bienes temporales no apague en nosotros el deseo de los bienes eternos".
José Guerra Campos