Venimos comentando lo que ha dicho el Papa
sobre la infiltración diabólica en la Iglesia, como un ataque desde el
interior a las raíces de la misma. El lunes último explicamos una forma de la
tentación: la que intenta vaciar la fe de su contenido revelado y confundirla
con una corriente de opiniones y deseos del tiempo actual.
Otra forma, reflejo lógico de la anterior, es la que induce a prescindir de la
constitución divina de la Iglesia, reinventando una nueva y (tercera
tentación) reduciendo su misión a una acción temporal, que muchos vinculan a
una política revolucionaria. Insistamos hoy en esa doble tentación.
Según la fe, la Iglesia es mucho más que una asociación humana. En ella está
presente y actúa Cristo resucitado. Cristo nos libera del poder del diablo, del
pecado, de la muerte, incorporando a los hombres a su propia vida. Nos libera de
nuestro propio egoísmo. Nos da la libertad real, aquella por la cual, según el
viejo himno de la Iglesia, "servir a Dios es reinar", y que coincide
con la sumisión filial a los mandatos del Señor. Todos somos miembros de la
Iglesia, llamados a una participación activa, pero subordinados a lo que el
Señor ha instituido bajo la dirección de sus vicarios. Esta sumisión filial
es condición de vida, como lo es para un niño el seno de su madre.
La tentación del diablo desde el principio de la historia es proponer con
engaño una libertad sin obediencia. Apoyándose en la verdad de que nosotros
somos miembros con participación activa en la Iglesia, empuja, con más o menos
disimulo, hacia unas actitudes que suponen que la Iglesia no es más que
nosotros mismos y no es de verdad nuestra madre. Todo lo que en ella se produce
resultaría, según eso, de la participación de sus miembros, como iguales: no
hay más norma que la que acuerde cada grupo o federación de grupos. Incomoda y
se rechaza una autoridad que promulgue para todos, en nombre de Cristo, la norma
y la verdad de validez universal. La finalidad de muchas reacciones negativas
que se dan en la Iglesia actual dijo el Papa el 23 de junio es "la
disolución del magisterio eclesiástico".
La tentación importa el desprecio, y aun el odio de la Iglesia del pasado. Los
grupos revolucionarios se exaltan a sí mismos y a la Iglesia que dicen van a
construir en el futuro.
El desprecio del pasado incluye a la mejor parte de la Iglesia presente, que es
la Iglesia triunfante: se desprecia la comunión con todos los que, en cualquier
tiempo, han muerto fieles al Señor y viven con Cristo en la gloria del Padre;
las muestras de devoción a los santos impacientan: se reacciona ante ellas como
Judas ante el obsequio de María de Betania a Jesús.
El desprecio se extiende a la mayoría de los creyentes contemporáneos, los que
componen lo que se denomina la masa, los extraños a los grupos que a sí mismos
se consideran selectos. No podemos olvidar que quien selecciona es Dios. Por
medio de su Iglesia, Él desparrama la semilla en todos los campos, echa la red
en todas las aguas: los selectos son los que responden con fidelidad a la
llamada. Y éstos se encuentran donde Dios quiere, en cualquier zona del pueblo
creyente, dentro o fuera de clases y grupos particulares. Dios sabe quiénes y
cuántos son; nosotros sólo sabemos que no lo son los que presumen de serlo.
Las desviaciones sobre la constitución de la Iglesia suponen una desviación en
cuanto a su finalidad.
La misión propia de la Iglesia es de orden religioso. A ella se subordinan,
como algo derivado, sus proyecciones de orden temporal; y aun a través de
éstas, la Iglesia ha de levantar los ojos de los hombres, como hizo Jesús al
multiplicar los panes hacia la alegre perspectiva del amor de Dios y de la vida
eterna.
En vez de respetar esta prioridad, el demonio (escalonando sus tentaciones, como
hizo ante Jesús) sugiere en primer lugar invertir el orden: que la Iglesia se
dedique por entero a la solución de los problemas temporales, con condición
previa, necesaria, para que más tarde puedan los hombres apreciar el Evangelio.
Exactamente lo contrario de lo que hizo el Señor y de lo que mandó hacer a sus
Apóstoles.
En seguida, pasa a la tentación definitiva: no sólo aplazar la predicación
del reino de Dios, sino identificar a éste con la eficacia histórica. Termina
por menospreciarse la religión (comunicación con Dios, culto, sacramentos...);
se la quiere sustituir por la mera acción política, que para ciertos grupos
sólo puede ser la revolución, anarquista o marxista.
En todo caso se exalta y adora la potencia del hombre como "creador del
futuro", desligado de todo vínculo permanente, tanto de la revelación
como de la ley natural. Es significativo que la apelación obsesiva de algunos a
determinados derechos y valores sociales coincida con el olvido, no sólo de lo
religioso, sino de las normas morales que regulan el matrimonio, la vida
familiar, la castidad propia de cada estado... Por este camino, quiérase o no,
se acaba por fomentar un egoísmo que carcome las raíces de cualquier
ordenación social verdaderamente humana. Pablo VI ha dicho hace poco: "La
idolatría del humanismo contemporáneo... niega o desprecia la existencia del
pecado, de lo que se deriva una ética loca de optimismo, que aspira a hacer
lícito todo lo que gusta y lo que es útil; loca de pesimismo, que quita a la
vida el sentido profundo, que procede de la distinción trascendente del bien y
del mal, y la desanima con una visión final de angustiosa y desesperada
fatuidad".
Mientras Cristo nos ha enseñado que son inseparables el amor a Dios Padre y el
amor a los hermanos, pero que éste deriva de aquél, el demonio hace pensar que
es una injuria estimar al hombre por relación con Dios; exige que se le tenga
en mucho por sí solo; utiliza la solidaridad con los hombres como pretexto para
no confesar a Cristo, mientras el Señora ha dicho: "A todo el que me
negare delante de los hombres, Yo lo negaré también delante de mi Padre"
y "el que ama al padre y a la madre, al hijo o a la hija, más que a Mí,
no es digno de Mí".
El tentador dijo a Jesús: "Todos los reinos del mundo y su gloria te
daré, si postrado me adorares". Jesús respondió: "Apártate,
Satanás... Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo servirás".
Del mismo Señor es el aviso: "No os inquietéis por el mañana... Buscad
primero el reino de Dios..."
La carta a los Hebreos nos conforta con estas palabras: "Jesucristo es el
mismo ayer, hoy y por los siglos. No os dejéis llevar de doctrinas varias y
extrañas...".
José Guerra Campos