P.: El Gobierno ha acordado enviar a las Cortes el
anteproyecto de ley por el que se regula el ejercicio del derecho a la libertad
religiosa. Pudiéramos decir que éste es el tema, el gran tema de hoy, de
nuestro tiempo y, mejor, el gran tema de nuestra España. No es nuestro
propósito, de momento, interesarnos en la forma en que se incorpora el
ordenamiento jurídico vigente, es decir, al derecho positivo, el ejercicio de
ese derecho a la libertad religiosa. Preferimos de momento, puesto que lo otro
sería una cierta falta de consideración hacia las Cortes, que tienen que
discutir, deliberar y en, definitiva, votar ese proyecto, preferimos de momento
establecer los principios que emanan de la propia Iglesia sobre la libertad
religiosa a los estudios de Televisión Española a don José Guerra Campos,
obispo auxiliar de Madrid y secretario episcopal español. A monseñor Guerra,
le preguntamos para iniciar y centrar el tema desde el principio, ¿qué
entiende el Concilio por libertad religiosa?
R.: El Concilio entiende por libertad religiosa el derecho que tienen los
hombres a que en sus relaciones con Dios no sean coaccionados desde afuera por
los demás hombres; es decir, que no sean obligados ni impedidos de actuar
contra lo que les dicta su propia conciencia. El Concilio recuerda que en
materia religiosa, más que en ninguna otra, es indispensable que el hombre
actúe de modo humano. Actuar de modo humano es actuar desde dentro, por
convicción interior, por decisión propia, asumiendo la responsabilidad de esta
decisión ante Dios, movidos por la conciencia del deber y, mejor aún, si es
posible, por el amor al bien. Ahora bien, para redondear, si vale la palabra, la
noción de libertad religiosa que nos propone el Concilio, hay que añadir en
seguida que esta libertad, lo mismo que toda libertad humana, es algo
correlativo a la obligación. La libertad no es una actitud indiferente, una
mera posibilidad de decisiones arbitrarias; es un instrumento para encaminarse
hacia el bien. Por tanto, en materia religiosa, la libertad implica, sí, la
posibilidad de dirigirse a Dios libremente; pero también la obligación de
buscar a ese Dios y, una vez que se ha hallado, de adherirse a Él por el amor y
por la sumisión de la voluntad.
P.: Supuesta la libertad contra la coacción de los demás, pero al mismo tiempo
la obligación en conciencia ante Dios, ¿admite o puede admitir la Iglesia que
cualquier confesión es buena?
R.: Aquí conviene precisar con mucho cuidado. Cualquier confesión religiosa es
buena en la medida que constituye el cauce de la búsqueda noble y sincera del
hombre respecto a Dios; respecto a lo que da sentido final y contenido último a
la misma vida humana. El Concilio, y la Iglesia desde siempre, han reconocido
que las personas que sin culpa buscan a Dios o se ponen en comunicación vital
con Él en cualquiera de las confesiones religiosas, obran bien, obran mejor que
si no lo hiciesen; pero también tienen que reconocer el Concilio y la Iglesia
que esas confesiones religiosas humanas son muy imperfectas. Diría yo que son
la búsqueda, el tanteo del hombre en la sombra. No hay ninguna confesión
religiosa humana que pueda exigir para sí misma un título de superioridad o
preferencia.
Lo que sí hay y ésta es la mente de la Iglesia es una revelación
histórica del mismo Dios. Frente a la llamada de los hombres, a su tanteo en la
sombra y en la noche, hay una iluminación o revelación, que es como la
respuesta de Dios. Entonces, sin demérito para ninguna religión, respetando su
nobleza y sus valores positivos, sin destruirlos, todas ellas quedan asumidas,
transfiguradas por la respuesta de Dios. Una vez que se conoce esta respuesta de
Dios, todo hombre está obligado en conciencia a aceptarla y a ordenar su propia
vida según la misma. Por eso la Iglesia sabe y recuerda continuamente que,
junto a la proclamación de la libertad interior, debe darse el esfuerzo
misionero, la proposición constante (humilde al mismo tiempo) de lo que no es
mérito propio de la Iglesia, sino don de Dios que se ofrece a todos y para
todos sirve.
P.: La religión liga al hombre con su conciencia, de acuerdo, pero éste es un
asunto personal. ¿Es que existe además una dimensión social?
R.: Me parece una pregunta muy pertinente, porque, como es sabido de todos los
televidentes, una cierta exageración de la libertad interior o independencia
frente a la presión o coacción externa ha llevado a una interpretación
simplista, que podríamos llamar, para entenderlos, la interpretación puramente
liberal, según la cual la religión es asunto personal, asunto de la intimidad,
mientras la sociedad, y sobre todo el poder público y el Estado como tales, no
tienen nada que hacer en materia religiosa.
Según el pensamiento de la Iglesia, esto no se puede aceptar. Sin infringir
para nada el respeto que se debe a la intimidad de las conciencias, la Iglesia
proclama que todo lo humano tiene dimensión social. El hombre no existe
aislado, ni mucho menos introvertido en su propia intimidad; el hombre vive en
sociedad. Y la misma sociedad tiene, en materia religiosa, al menos dos deberes
morales: primero, reconocer y fomentar con condiciones propicias la vida
religiosa interna de cada persona; segundo, como tal sociedad reconocer a Dios,
declarar que Dios es una realidad importante, la más importante, de la vida
individual y social y, en consecuencia, rendirle el homenaje que, como tal
realidad suprema, le corresponde.
P.: Luego, ¿la función del Estado en ese menester consiste en tutelar la
libertad de todos los ciudadanos sin excepción?
R.: Consiste en tutelar la libertad de todos los ciudadanos sin excepción.
Acepto la pregunta como respuesta, siempre que se entienda la libertad en la
plenitud de sentido: no sólo como posibilidad indiferenciada de hacer lo que se
quiera, sino como instrumento para hacer el bien, para hallar la verdad, para
perfeccionarse. Por tanto, diría que la auténtica misión del Estado en
materia religiosa comprende estos tres puntos:
Primero, tutelar el derecho de todos los ciudadanos sin excepción, a no ser
coaccionados. Esta tutela comprende a todos, hasta a los ateos; incluso a las
personas insinceras, a las que obran contra su propia conciencia y con mala
voluntad. En principio, ni el Estado ni persona alguna tienen derecho a
inmiscuirse desde fuera en esta decisión íntima.
Segundo: el Estado tiene obligación de tutelar la libertad protegiendo la
libertad de los demás contra el abuso de algunos; con lo cual hay ya un
comienzo de limitación aparente de la libertad.
Tercero, y esto corresponde a la dimensión positiva de la libertad: tiene el
Estado la obligación, aunque las concepciones liberales la hayan olvidado, no
solamente de respetar la libertad y de tutelarla, sino de favorecer
positivamente y facilitar la vida religiosa.
P.: Acabamos de oír que es función del Estado favorecer la vida religiosa;
luego, ¿se descarta que el Estado puede ser neutral entre religión y no
religión?
R.: Se descarta que puede ser neutral, siempre que tengamos en cuenta una
condición; si ha de haber respeto a las decisiones libres del ateo (incluso a
las del ateo no sincero, del ateo culpable y mucho más a las del ateo
inculpable), es necesario, como acaba de proclamar el Concilio, que la
condición de ateo, de irreligioso o de religioso no signifique discriminación
en los derechos civiles del ciudadano en su vida temporal. Ahora bien, salvada
esta igualdad jurídica, cabe todavía, sin injuria para nadie y con bien para
todos, que el Estado facilite aquellas condiciones que sean más propicias para
el desarrollo de los que quieren ser religiosos: de los que quieren cultivar
este bien, cumplir este deber.
Habría que añadir en seguida, para ser del todo honestos y realistas, que, a
pesar de lo dicho sobre la no discriminación en los derechos civiles por
motivos religiosos, es inevitable que en ciertas circunstancias el motivo
religioso repercuta en el estado civil. Un ejemplo sencillísimo: todos los
ciudadanos tienen derecho a ser maestros, a enseñar a los demás; pero si un
maestro, hombre que sabe y quiere comunicar su saber a los demás, tuviese la
costumbre (la mala costumbre) de enseñar su física, sus matemáticas, su
biología, su geografía, inyectando en el niño, su alumno, una concepción
total de la vida que resultase irreligiosa o atea, ese tal no tendría derecho
de enseñar, porque esta pretensión invadiría los derechos de los demás: de
los niños y de los padres de los niños.
P.: El derecho de la libertad engendra otros derechos, entre ellos el de
comunicar nuestras convicciones a los demás. ¿Hasta qué punto esta
comunicación no es propaganda o no puede ser propaganda y hasta qué punto esto
es lícito?
R.: En principio, comunicar a los demás lo que sabemos o lo que suponemos, para
conjurar los esfuerzos en la búsqueda, si todavía no conocemos la meta, o para
reforzar nuestra actitud de una manera comunitaria en la adhesión a la meta,
verdad o bien ya conocidos, es una actitud legítima, en cierto modo inevitable,
inseparable de la vida humana. Si se llama propaganda a esta comunicación,
hecha por medios lícitos, con honestidad, con amor a la verdad y con amor a
aquel a quien queremos llevar a la verdad, es lícita la propaganda. Lo que hace
ilícita a la propaganda es, precisamente, lo que, de una parte, infringe el
respeto a la autonomía legítima de cada persona; y, por otra parte, lo que
infringe el derecho de las personas a que les sea presentada con pureza la
verdad, que es el don máximo a que todas aspiran y que no se puede negar a
nadie. En tal caso, estamos ya ante una forma de propaganda menos honesta, que
el Concilio rechaza expresamente.
P.: Entonces, ¿esa libertad de que venimos hablando acaso no es ilimitada?
R.: Ciertamente, no es ilimitada.
P.: ¿Cuáles son sus límites?
R.: Podría responder muy sencillamente con una expresión ya clásica, que el
Concilio acaba de aceptar y, en cierto modo, acaba de consagrar en el lenguaje
eclesiástico. Los límites son dice el Concilio las exigencias del orden
público; pero estas exigencias deben entenderse en toda la amplitud que el
mismo Concilio les atribuye: Orden público no significa solamente el orden
exterior, de la calle...
P.: O sea, ¿no es la supresión de la violencia exterior en este concepto?
L: No es sólo la supresión de la violencia exterior. Esto es, sin duda, una
parte o ingrediente del orden Público, pero es algo demasiado extrínseco
(incluso, en algunas circunstancias extremas puede haber una alteración del
orden público que sea moralmente exigible y provechosa). El Concilio propone
como ingredientes de este que llama orden público, que justifican en el orden
moral la limitación de las manifestaciones externas de la libertad en materia
religiosa, los tres campos siguientes:
Primero: nadie tiene derecho de manifestarse o de actuar hacia fuera, en nombre
de sus convicciones religiosas o no religiosas, si con ello ataca los derechos
de los demás: "Respeto de los derechos de los demás".Segundo: nadie
tiene derecho a las manifestaciones o actuaciones indicadas, si con ellas rompe
la justa y pacífica convivencia: "Respeto de la paz pública".
Tercero: nadie tiene derecho, si con sus manifestaciones o actividades ataca la
moral pública.
"Derechos de los demás", "convivencia pacífica",
exigencias de la moral pública": este es el campo que el Estado puede y
debe defender, incluso con leyes coactivas, frente a los abusos que se cometan
en nombre de la religión, aunque se hagan con toda sinceridad.
P.: Entonces, ¿esos límites puestos a la libertad no entrañan el peligro de
frustrar la propia libertad?
R.: Creo que no. Al contrario. ¿Me permite un ejemplo aunque sea un poco
elemental? (Asentimiento). Supongamos que se presenta una enfermedad (no hace
falta dar ningún nombre). Hay, como es lógico, inquietud y deseo impaciente de
los enfermos, o de los posibles enfermos, por poner el remedio. Ante esta
situación caben las siguientes actitudes y
o reacciones, por parte de los demás o, en nuestro caso, por parte del Estado o
del poder público:
Primero: que no se conozca un remedio suficiente, para tal enfermedad. En esta
situación gente, llevada de prejuicios o de influencias menos ocultas, se
dedican a tantear en la sombra y a aplicarse remedios más o menos extraños.
Quizás los hombres científicos descalifiquen esos supuestos remedios. ¿Cuál
es la obligación del Estado, que cuida de la sanidad pública, ante la actitud
de personas que buscan a ciegas, y quizá equivocándose, el remedio para su
enfermedad? Ante todo: respeto. Cada uno hace con su enfermedad y con su salud
lo que estima conveniente.
Segundo: pero si el que se aplica estos remedios, más o menos supersticiosos o
equivocados, invade la esfera de los demás y comienza a difundir un determinado
remedio, que no solamente no es seguro, sino que es claramente nocivo (una
especie de medicación venenosa), el Estado interviene para limitar o restringir
esa difusión; porque tiene que defender los derechos de los demás, por lo
menos de los incautos, los niños, los ignorantes.
Tercero: como no se conoce un remedio definitivo, además de los que se dejan
llevar de prejuicios, de inercias más o menos tradicionales, es normal que
otros hombres se dediquen a investigar con metodología más segura y
científica. Obligación del Estado es respetar, promover, ayudar esa
investigación, sin erigirse en juez, y remitiéndose al juicio de los técnicos
o investigadores.
Queda aún una última actitud, digna de atención: si se ha hallado un remedio,
el Estado puede y debe respetar la libertad de los que siguen investigando otros
distintos; pero tiene igualmente la facultad, y quizá el deber, de proteger de
modo especial la fabricación, distribución y recomendación del remedio
comprobado, aunque sólo fuera paliativo o remedio parcial, y, mucho más, si
fuera un remedio de plena eficacia.
Hay, pues, una escala de actitudes que, lejos de ser limitación de la libertad,
aunque lo parezcan en alguno de sus grados, son la garantía de la libertad:
siempre que se entienda por libertad repito no sólo respeto a la autonomía o
"real gana" de cada uno, sino la ayuda a aquellos que libremente
quieren buscar remedio y, si lo encuentran, utilizarlo.
P.: Entonces, ¿se llega a la conclusión, sin ningún género de dudas, de que
la defensa del orden público equivale a la defensa de la libertad de los
demás?
R.: Si la defensa se hace justamente hay que reconocer que es difícil lograr
un equilibrio perfecto entre la exigencia de la autonomía individual y esta
exigencia de los derechos de los demás, mas prescindamos ahora de los posibles
fallos en la aplicación creo que ésa es exactamente la posición que se llaman
"límites" de la libertad: son sencillamente la defensa de la libertad
de los demás.
P.: Al amparo de esa libertad, entonces, ¿los niños tienen derecho de ser
adoctrinados, como se decía en la Edad Media, en las escuelas de sus
respectivas religiones?
R.: Evidente. El niño tiene ese derecho, o quizá lo tengan los padres, a
quienes los niños están confiados. Yo añadiría algún derecho más (que
también podría servir de ejemplo, para no quedarnos solamente con los ejemplos
de medicina, torpemente indicados). Por ejemplo: todos los hombres tienen
derecho de que, al comunicarles otros hombres sus convicciones, no les engañen,
no usen métodos seductores, que son los que constituyen la mala propaganda.
Otro ejemplo: todos los hombres tienen derecho a que la verdad ya conocida y
promulgada, aunque sea negada por muchos hombres, les sea propuesta. La
proposición de la verdad no es coacción; es un servicio que se hace a los
hombres. Por tanto, si en algún país, por las circunstancias que fueren, el
hecho maravilloso y gozoso de que el Padre se ha manifestado en Cristo Jesús no
se propone suficientemente a los hombres, no sólo se está faltando a un
mandato del Señor; se está faltando a un derecho de los hombres. Tercer
ejemplo: Los padres y así enlazo con lo que usted acaba de indicarme tan
oportunamente tienen derecho de educar a sus hijos religiosamente según su
estimación, sin coacción exterior (a no ser en casos de manifiesta desidia, de
abandono total, de prepotencia y abuso intolerables). Y, por último sin agotar
la lista de posibles ejemplos, creo que habría que consignar un derecho que
tienen los niños y los adolescentes, y que el Concilio proclama en un documento
importante: no sólo el derecho de no ser engañados o de que se les proponga la
verdad, sino el derecho de ser estimulados. El niño necesita estímulo e
impulso, que no es coacción, para que pueda captar y asimilar los valores
religiosos y los valores morales. Por tanto, un Estado neutro o descuidado que,
aun respetando al máximo la libertad de cada adulto, no proporcionase
condiciones favorables para que los niños y, en general, las personas que lo
necesiten se sientan estimuladas a buscar o a asimilar la verdad que se les
propone, estaría incumpliendo una parte decisiva, importantísima, de lo que
llamamos bien común, que es su tarea.
P.: ¿Cuáles son sus límites?
R.: Podría responder muy sencillamente con una expresión ya clásica, que el
Concilio acaba de aceptar y, en cierto modo, acaba de consagrar en el lenguaje
eclesiástico. Los límites son dice el Concilio las exigencias del orden
público; pero estas exigencias deben entenderse en toda la amplitud que el
mismo Concilio les atribuye: Orden público no significa solamente el orden
exterior, de la calle...
P.: O sea, ¿no es la supresión de la violencia exterior en este concepto?
L: No es sólo la supresión de la violencia exterior. Esto es, sin duda, una
parte o ingrediente del orden Público, pero es algo demasiado extrínseco
(incluso, en algunas circunstancias extremas puede haber una alteración del
orden público que sea moralmente exigible y provechosa). El Concilio propone
como ingredientes de este que llama orden público, que justifican en el orden
moral la limitación de las manifestaciones externas de la libertad en materia
religiosa, los tres campos siguientes:
Primero: nadie tiene derecho de manifestarse o de actuar hacia fuera, en nombre
de sus convicciones religiosas o no religiosas, si con ello ataca los derechos
de los demás: "Respeto de los derechos de los demás".Segundo: nadie
tiene derecho a las manifestaciones o actuaciones indicadas, si con ellas rompe
la justa y pacífica convivencia: "Respeto de la paz pública".
Tercero: nadie tiene derecho, si con sus manifestaciones o actividades ataca la
moral pública.
"Derechos de los demás", "convivencia pacífica",
exigencias de la moral pública": este es el campo que el Estado puede y
debe defender, incluso con leyes coactivas, frente a los abusos que se cometan
en nombre de la religión, aunque se hagan con toda sinceridad.
P.: Entonces, ¿esos límites puestos a la libertad no entrañan el peligro de
frustrar la propia libertad?
R.: Creo que no. Al contrario. ¿Me permite un ejemplo aunque sea un poco
elemental? (Asentimiento). Supongamos que se presenta una enfermedad (no hace
falta dar ningún nombre). Hay, como es lógico, inquietud y deseo impaciente de
los enfermos, o de los posibles enfermos, por poner el remedio. Ante esta
situación caben las siguientes actitudes y
o reacciones, por parte de los demás o, en nuestro caso, por parte del Estado o
del poder público:
Primero: que no se conozca un remedio suficiente, para tal enfermedad. En esta
situación gente, llevada de prejuicios o de influencias menos ocultas, se
dedican a tantear en la sombra y a aplicarse remedios más o menos extraños.
Quizás los hombres científicos descalifiquen esos supuestos remedios. ¿Cuál
es la obligación del Estado, que cuida de la sanidad pública, ante la actitud
de personas que buscan a ciegas, y quizá equivocándose, el remedio para su
enfermedad? Ante todo: respeto. Cada uno hace con su enfermedad y con su salud
lo que estima conveniente.
Segundo: pero si el que se aplica estos remedios, más o menos supersticiosos o
equivocados, invade la esfera de los demás y comienza a difundir un determinado
remedio, que no solamente no es seguro, sino que es claramente nocivo (una
especie de medicación venenosa), el Estado interviene para limitar o restringir
esa difusión; porque tiene que defender los derechos de los demás, por lo
menos de los incautos, los niños, los ignorantes.
Tercero: como no se conoce un remedio definitivo, además de los que se dejan
llevar de prejuicios, de inercias más o menos tradicionales, es normal que
otros hombres se dediquen a investigar con metodología más segura y
científica. Obligación del Estado es respetar, promover, ayudar esa
investigación, sin erigirse en juez, y remitiéndose al juicio de los técnicos
o investigadores.
Queda aún una última actitud, digna de atención: si se ha hallado un remedio,
el Estado puede y debe respetar la libertad de los que siguen investigando otros
distintos; pero tiene igualmente la facultad, y quizá el deber, de proteger de
modo especial la fabricación, distribución y recomendación del remedio
comprobado, aunque sólo fuera paliativo o remedio parcial, y, mucho más, si
fuera un remedio de plena eficacia.
Hay, pues, una escala de actitudes que, lejos de ser limitación de la libertad,
aunque lo parezcan en alguno de sus grados, son la garantía de la libertad:
siempre que se entienda por libertad repito no sólo respeto a la autonomía o
"real gana" de cada uno, sino la ayuda a aquellos que libremente
quieren buscar remedio y, si lo encuentran, utilizarlo.
P.: Entonces, ¿se llega a la conclusión, sin ningún género de dudas, de que
la defensa del orden público equivale a la defensa de la libertad de los
demás?
R.: Si la defensa se hace justamente hay que reconocer que es difícil lograr
un equilibrio perfecto entre la exigencia de la autonomía individual y esta
exigencia de los derechos de los demás, mas prescindamos ahora de los posibles
fallos en la aplicación creo que ésa es exactamente la posición que se llaman
"límites" de la libertad: son sencillamente la defensa de la libertad
de los demás.
P.: Al amparo de esa libertad, entonces, ¿los niños tienen derecho de ser
adoctrinados, como se decía en la Edad Media, en las escuelas de sus
respectivas religiones?
R.: Evidente. El niño tiene ese derecho, o quizá lo tengan los padres, a
quienes los niños están confiados. Yo añadiría algún derecho más (que
también podría servir de ejemplo, para no quedarnos solamente con los ejemplos
de medicina, torpemente indicados). Por ejemplo: todos los hombres tienen
derecho de que, al comunicarles otros hombres sus convicciones, no les engañen,
no usen métodos seductores, que son los que constituyen la mala propaganda.
Otro ejemplo: todos los hombres tienen derecho a que la verdad ya conocida y
promulgada, aunque sea negada por muchos hombres, les sea propuesta. La
proposición de la verdad no es coacción; es un servicio que se hace a los
hombres. Por tanto, si en algún país, por las circunstancias que fueren, el
hecho maravilloso y gozoso de que el Padre se ha manifestado en Cristo Jesús no
se propone suficientemente a los hombres, no sólo se está faltando a un
mandato del Señor; se está faltando a un derecho de los hombres. Tercer
ejemplo: Los padres y así enlazo con lo que usted acaba de indicarme tan
oportunamente tienen derecho de educar a sus hijos religiosamente según su
estimación, sin coacción exterior (a no ser en casos de manifiesta desidia, de
abandono total, de prepotencia y abuso intolerables). Y, por último sin agotar
la lista de posibles ejemplos, creo que habría que consignar un derecho que
tienen los niños y los adolescentes, y que el Concilio proclama en un documento
importante: no sólo el derecho de no ser engañados o de que se les proponga la
verdad, sino el derecho de ser estimulados. El niño necesita estímulo e
impulso, que no es coacción, para que pueda captar y asimilar los valores
religiosos y los valores morales. Por tanto, un Estado neutro o descuidado que,
aun respetando al máximo la libertad de cada adulto, no proporcionase
condiciones favorables para que los niños y, en general, las personas que lo
necesiten se sientan estimuladas a buscar o a asimilar la verdad que se les
propone, estaría incumpliendo una parte decisiva, importantísima, de lo que
llamamos bien común, que es su tarea.
P.: Antes oímos que la actitud del Estado no
puede ser la misma en cuanto a la religión y en cuanto a sus negaciones. Ahora
bien, ¿el Estado debe garantizar igualdad de condiciones para las diversas
religiones?
R.: Pregunta importante y delicadísima. Si he de hablar con la doctrina de la
Iglesia, que es lo que usted busca (P.: Exacto), la respuesta es clara. Es
afirmativa, si por "igualdad de condiciones" se entienden dos cosas:
1ª, que la diferencia de religión no signifique discriminación en los
derechos civiles a no ser las limitaciones legítimas por razón de los derechos
de los demás; 2ª que toda religión, además del respeto básico a la
autonomía de las personas (común a los ateos y no religiosos), merece con
derecho una ayuda especial, un favor, protección o impulso para que pueda
desarrollar sus valores positivos. Pongamos un ejemplo, que en España
entenderemos muy bien. En España tenemos muy pocos ciudadanos que sean
mahometanos; e incluso, me parece, muy pocos mahometanos que residan en España;
pero, más o menos, algunos hay, y en ciertas circunstancias históricas no
lejanas hubo más que algunos. Si a estos mahometanos se les ofrecen facilidades
para que puedan vivir su propia vida religiosa, acaso algún católico diga que
se favorece una religión falsa o, por lo menos, imperfecta. Sin embargo, cabe
considerar el asunto desde otro punto de vista mucho más serio: se les ofrecen
facilidades para que practiquen una religión, en vez de dejarse arrastrar por
la desidia, el abandono, la inercia espiritual. Entre esta dejadez, que es un
vicio, y la práctica sincera y honesta de una religión, todo se inclina a
favor de lo segundo: es un valor positivo, aunque sea imperfecto.
Hasta aquí, pues, igualdad de condiciones. Ahora bien, según la doctrina de la
Iglesia, no todas las religiones tienen derecho a una plena igualdad de
condiciones. La religión verdadera (llamamos verdadera no a la religión
humana, sino a la que brota de la manifestación de Cristo, revelación de Dios
en la Historia) tiene el máximo derecho, el derecho en exclusiva, de ser
reconocida como tal, y de ser como tal favorecida; no con coacciones, sí con
ayudas positivas para que este mensaje, que es don de Dios, llegue realmente a
todos los hombres. Éstos lo aceptarán o no; pero su proposición debe
favorecerse mucho más que cualquier proposición de otras religiones. Asumir la
diferencia entre una religión que viene de Dios y una religión que es un
reflejo del espíritu humano no constituye ninguna infracción de la igualdad
básica de los ciudadanos ante el Estado.
P: Esta libertad de que venimos hablando, ¿se armoniza con la confesionalidad
del Estado y las obligaciones de ella derivadas?
R: Sí, se armonizan perfectamente, si por confesionalidad del Estado entendemos
que un Estado, los dirigentes o representantes de un país, confiesan a Dios, le
rinden acatamiento y recogen las inspiraciones de la voluntad divina, también
operativas y eficaces en las cosas temporales, según la forma de una
determinada religión; siempre que al mismo tiempo –como hemos dicho tantas
veces se respete la libertad de los demás y de las demás comunidades. Es
decir, se trata de armonizar continuamente dos cosas: el respeto a los demás y
el favorecimiento especial de lo que estima que es mejor o, sencillamente, que
es la verdad. Una cosa no excluye la otra.
P: ¿El reconocimiento especial de la Iglesia católica se justifica solamente
por el hecho de que la mayoría de un país profesa esa creencia?
R: No sólo por eso. La profesión de la mayoría de un país es una razón
válida en cualquier parte; y se refiere a la confesionalidad en orden a
cualquier religión. Por ejemplo, muchos países árabes profesan la religión
mahometana; y algún país europeo tiene la confesionalidad de formas
protestantes de la religión cristiana. De modo que es un motivo válido, una
como plataforma común, suficiente para justificar la confesionalidad, esa
especie de preferencia por una religión.
Añadiría dos motivos más. Aunque los habitantes de un territorio estén
divididos y agrupados en muchas religiones, puede un Estado preferir una de
ellas si estima, por ejemplo, que favorece con más eficacia el desarrollo
social del país, que es más dinámica en valores sociales. En ese caso, sin
negar la libertad de las demás e incluso un cierto apoyo básico a todas, tiene
derecho de apoyar especialmente aquella religión.
P: Pero, ¿eso no es un privilegio?
R: Esto no es un privilegio, si entendemos estrictamente la palabra
"privilegio". Diría que no es por muchas razones.
Primera: porque se trata de un servicio a todo el país, no de una excepción
favorable a un grupo de personas. El grupo de personas, las que son miembros de
la religión aludida, es el vehículo de un servicio que el Estado cree poder y
deber ofrecer a todo el país. Como tal, no es un grupo privilegiado. De la
misma manera que si un Estado estima que debe levantar el nivel de los
conocimientos fisicomatemáticos de su país, aunque haya muchos habitantes que
desprecien la física y las matemáticas, aunque haya mucha ignorancia y mucha
desidia respecto de este saber, el Estado puede, y quizá debe, apoyar
especialmente al grupo reducido de aficionados o de expertos en ciencia
fisicomatemática, porque esto lo hace para bien de todos.
En segundo lugar, tratándose de un país en que la mayoría, casi la totalidad,
profesa una religión, la misma apariencia de privilegio se disipa.
En tercer lugar, esta razón también es válida si un Estado reconoce la
presencia de la revelación de Cristo, y, por tanto, el valor supremo de la
religión cristiana, tiene derecho a que este reconocimiento tenga su
aplicación práctica (siempre, repito, sin infringir el respeto a la libertad
de cada uno). Nótese que, con este planteamiento, el derecho a un apoyo
especial en su difusión lo obtiene la religión revelada precisamente porque es
la verdad y por el honor que se debe al mismo Dios..
P.: Esperamos que la libertad religiosa influya
para mejorarlas sobre las zonas farisaicas de la comunidad católica nacional,
sobre los católicos por comodidad o formularios o porque lo son otros sobre los
que se dicen católicos para alcanzar un puesto o para no perder el que ya
tienen, ¿no es así?
R.: Sí. Está usted poniendo el dedo en carne viva y apretándolo en la zona
que duele. Ahí duele. Esperamos eso que usted indica; es una parte de las
posibles ventajas de la libertad religiosa.
De todos modos, para no incurrir en simplismo que sería simpático acaso a
algunos, pero no conforme a la verdad, si hemos de tratar al final de esta
charla del panorama de ventajas o desventajas (no sé) de la libertad religiosa,
habría que dar una respuesta más matizada, precisamente porque la libertad no
es tan simple y porque las ventajas dependen no sólo de la libertad, sino del
uso recto de la libertad. Si puedo atreverme ahora a indicar, un poco
precipitadamente, el panorama tal como yo lo veo, diría lo siguiente:
Primero: Es una ventaja, es bueno, reconocer y tutelar en todos los países el
máximo de libertad y no restringirla más de lo necesario. Esto por sí mismo,
y salvas otras condiciones que después apuntaremos, es un bien, porque es un
derecho y porque hace posible o facilita el uso bueno de la libertad. También
hace posible el uso malo; pero no se puede hacer posible el bueno sin que a la
vez sea posible el malo. He aquí una razón que es ya válida; pero
insuficiente.
Segundo: La libertad religiosa, reconocida en el ámbito jurídico, tal como
queda diseñado, si se implantase con sinceridad en todo el mundo, podría
favorecer las relaciones pacíficas y la concordia entre los hombres y los
pueblos en esta fase de la Historia, en la que se multiplican las relaciones y
las comunicaciones entre hombres y pueblos de diferentes culturas y diferentes
religiones. Es un motivo que aduce el Concilio.
Tercero –y también de esto habla el Concilio: habiendo por desgracia muchos
países que no reconocer la misión divina de la Iglesia, si se logra al menos
esta libertad básica (esta especie de reconocimiento igual para todos, sin
favorecer siquiera a la religión, como acontece en países de gobiernos
agnósticos o ateos), se garantizaría una libertad suficiente para que la
Iglesia pueda cumplir con independencia su propia misión.
Hasta aquí he dicho, por tres títulos: "es bueno". Mas ahora
comienza el esfuerzo de ser realista. Las ventajas y desventajas de una
situación deben estudiarse en conjunto, teniendo en cuenta todos los factores.
Y en conjunto (aun considerando las ventajas innegables de desterrar de una
sociedad esas lacras del fariseismo, la superficialidad o la inercia, a las que
usted aludía oportunamente hace un momento) el último juicio no se puede dar
ahora. El último juicio, como siempre, dependerá del uso que hagamos de esta
ordenación jurídica: el que hagan las autoridades, que son quienes tutelan ese
orden, y el que disfrutamos de dicho orden, porque, en definitiva, habría que
responder, no con palabras, sino con la experiencia histórica, con la práctica
del futuro, que cae sobre las espaldas de nuestra propia responsabilidad, a las
siguientes alternativas.
La ordenación jurídica de la libertad, por nuestro modo de aplicarla, por
nuestra solicitud o por nuestra desidia, ¿va a favorecer el ejercicio de la
libertad como búsqueda, al menos y como adhesión a la verdad y al bien, cuando
se encuentran? Entonces, es buena. ¿Va a favorecer, por el contrario, el
abandono, la desidia, la desconsideración hacia el problema? Entonces no es
buena. Tenemos que ser sinceros y realistas.
Segunda alternativa: los encargados de la aplicación de este orden jurídico de
la libertad religiosa como de cualquier otro orden de libertad y de libertades,
¿se van a limitar a dejar hacer?, ¿o, según lo pide el bien común, van a
proporcionar cuidadosamente las condiciones propicias que ayuden a que todos los
ciudadanos consigan con más plenitud y con más facilidad su propia
perfección, que ésta es la definición del bien común encomendado al poder
público? De esto depende que la libertad sea, en conjunto, ventajosa. Esperamos
que lo sea, si se cumplen estas condiciones y , sobre todo, si se atiende a un
factor imprescindible, que es la educación de la libertad.
Aquí no puedo resistirme a leer un fragmento literal de la declaración
conciliar sobre libertad religiosa, porque lo dice todo mucho mejor que yo
pudiera hacerlo:
"Los hombres de nuestro tiempo están sometidos a distintas clases de
coacciones y corren peligro de verse privados de su propio libre albedrío; por
otra parte, aún no pocos los que muestran propensos a rechazar toda sujeción
so pretexto de libertad y a tener en poco la debida obediencia, por lo cual este
Concilio Vaticano exhorta a todos, pero principalmente a aquellos que cuidan de
la educación de otros, a que se esmeren en formar hombres que, acatando el
orden moral, obedezcan a la autoridad legítima y sean amantes de la genuina
libertad, hombres que juzguen las cosas con criterio propio a la luz de la
verdad, que ordenen sus actividades con sentido de responsabilidad y que se
esfuercen en secundar todo lo verdadero y lo justo asociando gustosamente su
acción con los demás" (DH,. 8)
Con estas condiciones, si se realizan, podría ser ventajosa la libertad de que
venimos hablando.
P.: Bien. Una cosa es el ordenamiento jurídico de la libertad religiosa, como
dije al principio, y otra una sociedad, la sociedad española, que tenemos ahí
y que es de una manera y no vamos a poder modificarla en unos días ni siquiera
en unos años.
Como final de este diálogo, una jerarquía de la Iglesia –por ejemplo,
usted, ¿qué les diría a los católicos españoles ahora mismo sobre la
evolución de su responsabilidad al día siguiente de la libertad, o sea, cuando
ya no se sientan tan total y absolutamente protegidos como hasta ahora?
R.: Les diría dos cosas. Primera. Que, si como parece el Estado español,
respetando al máximo la libertad de todos, sigue favoreciendo en la forma que
he explicado a la Iglesia católica (la religión de Cristo), los que servimos
al Señor en esta Iglesia y hacemos un servicio a todos los ciudadanos y, por
tanto, no incurrimos en la odiosidad real de ningún privilegio, no provoquemos
la apariencia del privilegio, es decir, que lo que se nos concede o se nos
facilita para servicio humilde, generoso, de todos los hombres, no lo
convirtamos, ni con mala voluntad ni por descuido, en instrumento de servicio
propio, que es una de las grandes tentaciones y de los grandes peligros a que
están sometidos todos los hombres que tienen confiado un servicio público,
cualquiera que sea. Una purificación, por tanto, de lo que pudiera parecer
privilegio, cuando es realmente un servicio para cumplir la voluntad del Señor.
Y lo segundo, que todos los cristianos, por serlo, no solamente han de mantener
fidelidad a la Iglesia, sino que han de sentirse responsables de la Iglesia, que
son Iglesia. A través de todos y cada uno de ellos llega a los hombres la
Iglesia, la voz de Cristo. Dicho de otra manera: lo que se nos pide ahora, con
más urgencia que nunca, es espíritu apostólico; que seamos testigos con
nuestra humildad, con la alegría de nuestra fe, con nuestra solicitud
constante, de la verdad del Señor; y que al mismo tiempo hagamos este servicio
en honor de Dios y para bien de nuestro prójimo con muchísimo amor, con
muchísima prudencia y con muchísima paciencia hacia aquéllos de entre
nuestros hermanos que todavía no ven al Señor, todavía no lo reconocen y, por
lo mismo, no comulgan con nosotros en el gozo de la fe.
Esto es lo que se me ocurre ahora. Creo que el Señor inspirará a todos, si
toman el problema con la seriedad religiosa que merece, otras consideraciones
más profundas o más adecuadas a su caso particular.
José Guerra Campos