La declaración sobre libertad religiosa
suscita una expectación y una curiosidad que en ciertos ambientes han llegado
al apasionamiento. Interesa a hombres de muy varias ideologías, y muchas veces
por motivos que no son directamente religiosos, lo que es causa de no pocas
confusiones. Toda persona religiosa o fiel a su sentido moral repudia,
naturalmente, las utilizaciones del término "libertad", que olvidando
su significación positiva, que importa un modo humano de ir en busca del bien,
lo rebaja a expresión de una simple irresponsabilidad o a una actitud de
indiferentismo o de relativismo subjetivista.
Ciertamente, la declaración está muy lejos de favorecer tal actitud. La
penúltima redacción del texto decía: "La afirmación de la libertad
religiosa no significa que el hombre esté exento de toda obligación en materia
religiosa o emancipado de la autoridad de Dios; porque la libertad religiosa no
implica que la persona humana pueda estimar equivalentes lo falso y lo
verdadero, o que pueda dispensarse del deber de formarse un juicio verdadero
sobre las cosas religiosas, o que pueda determinar a su arbitrio si y cómo y en
qué religión quiere servir a Dios."
Esta misma idea se afirma con otras palabras en el texto definitivo, que
refuerza todavía más la obligación de todo hombre respecto de la religión de
Cristo, única verdadera y plenamente conforme a la voluntad de Dios. Por
libertad religiosa se entiende solamente la inmunidad de coacción exterior en
la sociedad civil en lo tocante a la relación con Dios. Subsiste la obligación
de conciencia ante Dios y no precisamente ante un Dios interpretado de cualquier
manera, sino ante un Dios que se ha revelado en Cristo y habla por la autoridad
espiritual de la Iglesia.
En este sentido, el texto es de una claridad meridiana. Su lectura bastará para
disipar todo equívoco.
Pero hay otros aspectos en relación con las manifestaciones sociales de la vida
religiosa que, por no ser objeto inmediato de la declaración, pueden escapar a
la atención de muchos lectores. Uno ha oído y leído ya más de una
interpretación extraña, que deja la impresión de que el documento conciliar
es casi una revolución traumática en la vida de la Iglesia. Sobre dichos
aspectos queremos centrar particularmente varias preguntas.
Conscientes de que en estas cuestiones hay muchos aspectos opinables y modos de
actuar sujetos a posibles revisiones, desearíamos, con todo, precisar lo que va
a ser oficialmente enseñanza conciliar. No prejuzgamos las iniciativas y los
movimientos exploradores de sana renovación que puedan brotar en distintos
sectores de la Iglesia, pero tampoco ignoramos que al amparo del aggiornamento
pululan audacias superficiales o, en todo caso, se tiende a confundir o mezclar
nocivamente las opiniones personales o de grupo con la auténtica doctrina de la
Iglesia promulgada en el Concilio. Para la pureza y la eficacia de la multiforme
y dinámica labor renovadora es necesario que se mantengan nítidos los
contornos de aquella doctrina: punto de referencia, el único autorizado, para
todos.
Después de todo, la suprema voz de la Iglesia es la que ha fijado qué se ha de
entender por aggiornamento. El Padre Santo, en la solemne sesión pública del
18 de noviembre, habló con prodigiosa lucidez del período que comienza ahora
tras el Concilio: "El de la aceptación y la ejecución de los decretos
conciliares... La discusión acaba; empieza la comprensión... Es éste el
período del verdadero aggiornamento, preconizado por el papa Juan XXIII, el
cual no quería ciertamente atribuir a esta programática palabra el significado
que alguno intenta darle, como si ella consintiera "relativizar",
según el espíritu del mundo, todas las cosas de la Iglesia, dogmas, leyes,
estructuras, tradiciones... Aggiornamento querrá decir de ahora en adelante
para nosotros sabia penetración del espíritu del Concilio que hemos celebrado
y aplicación fiel de sus normas."
Pregunta primera: La religión es algo que liga al hombre en su conciencia.
Ahora bien: una corriente de interpretación liberal sostenía que es asunto
totalmente personal, y que si tiene una dimensión social, compete sólo a las
comunidades en que los hombres se reúnen libremente con finalidad
específicamente religiosa. Se excluye que la sociedad civil u otras, en cuanto
tales, tengan deberes religiosos. Más de una vez se nos ha dicho que esa
interpretación liberal iba a ser prácticamente sancionada por el Concilio y
que la doctrina tradicional acerca de las obligaciones reflgiosas de la sociedad
se aplicaría ahora, exclusivamente, a la sociedad religiosa, por ejemplo, la
Iglesia. ¿Es ésa la doctrina de la declaración sobre libertad religiosa?
Respuesta: No. La declaración proclama que la doctrina de la libertad religiosa
mantiene "íntegra la doctrina católica tradicional acerca del deber moral
de los hombres y de las sociedades hacia la verdadera religión y la única
Iglesia de Cristo" (núm. l). Y añade: 'Tal potestad civil, cuyo fin
propio es cuidar del bien común temporal, debe reconocer la vida religiosa de
los ciudadanos y favorecerla", aunque sin entrometerse a dirigir o impedir
los actos religiosos (núm. 3).
Pregunta segunda: Pero se dice por ahí que todo el deber atribuido a la
sociedad civil en materia religiosa se reduce precisamente a tutelar la libertad
y el ejercicio de los derechos personales, sin que deba favorecer especialmente
la vida religiosa, y menos según una determinada confesión, por quedar todo
esto fuera del ámbito de la ordenación civil. ¿Qué dice el Concilio?
Respuesta: El Concilio afirma, sin duda, que la tutela de los derechos y
libertades legítimas de las personas es deber esencial de la potestad civil
(número 6). Dicha tutela, entendida como ausencia de coacción externa, vale
para todos, incluso los que obran contra la voz de su propia conciencia, incluso
para los ateos. "El derecho a esa inmunidad de coacción leemos en la
declaración persevera también en quienes no cumplen la obligación moral de
buscar la verdad y de seguirla, y el ejercicio de tal derecho no puede ser
impedido, siempre que se guarde el justo orden público". (núm. 3)
Ahora bien, además de esta tutela general (que es simplemente no violar la
autonomía personal), la potestad pública está obligada moralmente a fomentar
de modo positivo la vida religiosa. Sin mengua de la igualdad jurídica de los
ciudadanos, y sin incurrir en discriminación, el deber moral del poder
público, poder que viene de Dios, es muy diferente en el caso de la infidelidad
y en el caso de la fidelidad de los ciudadanos a la voluntad divina: en uno,
meramente no violar la voluntad infiel a Dios; en el otro, ayudar a la voluntad
que quiere ser fiel a Dios. He aquí otro texto de la declaración:
"La potestad civil mediante leyes justas y otros medios aptos debe asumir
eficazmente la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos y
suministrar condiciones propicias para fomentar la vida religiosa, de suerte que
los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y
cumplir sus deberes, y que la misma sociedad goce de los bienes de justicia y de
paz, que provienen de la fidelidad de los hombres hacia Dios y su santa
voluntad" (núm. 6).
La relación con que fue presentado el proyecto de declaración al aula
conciliar en el mes de septiembre último reiteraba, una vez más (págs. 505
l), que la auténtica libertad religiosa no promueve de ningún modo un estado
arreligioso o indiferente, y que la sociedad en cuanto tal puede honrar a Dios
por actos públicos, en cumplimiento de su deber religioso. La declaración no
propugna un estado de viejo tipo liberal (pág. 52).
Lo anotado vale para el ejercicio de la religión en cualquiera de sus varias
formas. Pero el Concilio afirma además deberes específicos respecto de la
religión y de la Iglesia de Cristo. Ante todo, recuerda que la libertad de la
Iglesia en orden a la actuación de su misión salvífica, aparte de que se le
debe por la misma razón que a cualquier grupo de personas que viven
comunitariamente su religión, le compete por título peculiar "en cuanto
autoridad espiritual constituida por Cristo Señor, a la que por divino mandato
incumbe el deber de ir a todo el mundo y predicar el Evangelio a toda
criatura" (núm. 13). Y junto a esta obligación que las sociedades tienen
de respetar, por doble título, la libertad de la Iglesia, el Concilio evoca y
confirma igualmente los demás deberes morales enseñados por la doctrina
tradicional. El texto ya citado del número 1 es taxativo: "Se mantiene
íntegra la doctrina católica tradicional acerca del deber moral de los hombres
y de las sociedades hacia la verdadera religión y la única Iglesia de
Cristo."
Pregunta tercera: Pero quizá se trata de deberes morales, que no tocan a la
ordenación jurídica. Al menos, piensan algunos, no se incluye el llamado
Estado confesional en la forma prevista en los modernos concordatos.
Respuesta: Se trata de deberes morales que tienen por objeto la esfera
jurídica, al menos en buena parte. Las relaciones al esquema, ya mencionadas,
han repetido constantemente que la libertad religiosa no se contrapone a la
confesionalidad del Estado. Son perfectamente compatibles. El texto oficial de
la declaración supone el caso de países en que "se da a una comunidad
religiosa reconocimiento civil especial dentro de la ordenación jurídica de la
sociedad" (número 6). Y de los concordatos asegura expresamente en la nota
39: "Nada hay en la doctrina de la libertad religiosa que pugne, de manera
alguna, con la práctica contemporánea de los concordatos."
Pregunta cuarta: Con todo, el reconocimiento especial de una comunidad religiosa
aparece más bien como una concesión a circunstancias históricas. Hay en
muchos la opinión de que la forma condicional en que se presenta dicho
reconocimiento demuestra que, si bien no se reprueba, tampoco es lo más
deseable.
Respuesta: Si prescindimos aquí de las opiniones de cada uno sobre lo que es
deseable, o lo que en cada caso es realizable, y nos atenemos a la declaración
conciliar, hay que decir que ésta no emite ni insinúa calificación alguna
sobre el reconocimiento que comentamos. Para entender esto rectamente, hay que
tener en cuenta el objeto y la intención manifiesta de la declaración. Parte
ésta de la existencia de dos cuestiones en lo tocante a deberes y derechos de
carácter religioso: de una parte, los derechos inherentes a la misión de la
Iglesia y los deberes morales de la sociedad y del poder público hacia la
misma; de otra parte, las exigencias de la libertad personal.
Como advierte la relación (pág. 20), la cuestión primera ha sido ya
suficientemente explanada en la doctrina tradicional de la Iglesia,
especialmente en los documentos pontificios hasta León XIII. La declaración
supone y reafirma esa doctrina tradicional (números 1 y 3), pero no se detiene
a exponerla, pues su objeto propio es desarrollar la segunda cuestión,
referente a los derechos de la persona en el marco de la sociedad civil. Por
eso, lógicamente, al tratar en el número 6 del deber que tiene la potestad
civil de tutelar la libertad religiosa de todos los ciudadanos, evoca el caso de
que haya un reconocimiento especial en favor de una comunidad, para señalar en
ese supuesto la libertad que corresponde a los posibles "disidentes".
No juzga para nada el caso en sí mismo: se limita a evocarlo de pasada (de ahí
la elocución condicional), sin calificación alguna. El reconocimiento aludido
sigue teniendo la valoración que merezca, según la concepción vigente acerca
de las relaciones entre religión y sociedad civil, y de manera especial, si se
trata de la Iglesia católica, según la doctrina tradicional de la misma en esa
materia.
Pregunta quinta: ¿Cabe, pues, seguir pensando que el ideal de un pueblo
cristiano es ajustar su ordenación jurídica a la profesión de la religión de
Cristo, si las circunstancias lo hacen posible?
Respuesta: Cabe seguir pensándolo, con la condición, naturalmente, de que se
respete la legítima libertad de otras comunidades religiosas y la igualdad
jurídica de los ciudadanos (número 6). Pero es preciso que, tanto los
persuadidos de que la referida ordenación constituye la forma mejor de cumplir
el deber religioso de la sociedad, como los que opinen lo contrario, no
pretendan apelar a la presente declaración del Concilio. La declaración
vindica la libertad suficiente para que la Iglesia pueda cumplir su misión
divina. Es lo mínimo. No pasa más allá; no determina, por tanto, cuál es la
forma mejor o la forma debida en la ordenación de las relaciones entre la
Iglesia y la sociedad civil. No incluye, ni tampoco excluye, una sentencia dada
sobre la cuestión. Mejor dicho: la incluye implícitamente en la medida y
conforme al sentido en que tal sentencia esté contenida en la doctrina
tradicional acerca de los deberes religiosos de la sociedad: doctrina, como
hemos visto, reafirmada íntegramente por la declaración.
Mas el contenido de esa doctrina tradicional ha de buscarse en otros documentos
eclesiásticos; en el que nos ocupa se hallará únicamente el condicionamiento
que en cualquier ordenación social importan los derechos propios de las
personas.
Ahora bien, además de esta tutela general
(que es simplemente no violar la autonomía personal), la potestad pública
está obligada moralmente a fomentar de modo positivo la vida religiosa. Sin
mengua de la igualdad jurídica de los ciudadanos, y sin incurrir en
discriminación, el deber moral del poder público, poder que viene de Dios, es
muy diferente en el caso de la infidelidad y en el caso de la fidelidad de los
ciudadanos a la voluntad divina: en uno, meramente no violar la voluntad infiel
a Dios; en el otro, ayudar a la voluntad que quiere ser fiel a Dios. He aquí
otro texto de la declaración:
"La potestad civil mediante leyes justas y otros medios aptos debe asumir
eficazmente la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos y
suministrar condiciones propicias para fomentar la vida religiosa, de suerte que
los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y
cumplir sus deberes, y que la misma sociedad goce de los bienes de justicia y de
paz, que provienen de la fidelidad de los hombres hacia Dios y su santa
voluntad" (núm. 6).
La relación con que fue presentado el proyecto de declaración al aula
conciliar en el mes de septiembre último reiteraba, una vez más (págs. 505
l), que la auténtica libertad religiosa no promueve de ningún modo un estado
arreligioso o indiferente, y que la sociedad en cuanto tal puede honrar a Dios
por actos públicos, en cumplimiento de su deber religioso. La declaración no
propugna un estado de viejo tipo liberal (pág. 52).
Lo anotado vale para el ejercicio de la religión en cualquiera de sus varias
formas. Pero el Concilio afirma además deberes específicos respecto de la
religión y de la Iglesia de Cristo. Ante todo, recuerda que la libertad de la
Iglesia en orden a la actuación de su misión salvífica, aparte de que se le
debe por la misma razón que a cualquier grupo de personas que viven
comunitariamente su religión, le compete por título peculiar "en cuanto
autoridad espiritual constituida por Cristo Señor, a la que por divino mandato
incumbe el deber de ir a todo el mundo y predicar el Evangelio a toda
criatura" (núm. 13). Y junto a esta obligación que las sociedades tienen
de respetar, por doble título, la libertad de la Iglesia, el Concilio evoca y
confirma igualmente los demás deberes morales enseñados por la doctrina
tradicional. El texto ya citado del número 1 es taxativo: "Se mantiene
íntegra la doctrina católica tradicional acerca del deber moral de los hombres
y de las sociedades hacia la verdadera religión y la única Iglesia de
Cristo."
Pregunta tercera: Pero quizá se trata de deberes morales, que no tocan a la
ordenación jurídica. Al menos, piensan algunos, no se incluye el llamado
Estado confesional en la forma prevista en los modernos concordatos.
Respuesta: Se trata de deberes morales que tienen por objeto la esfera
jurídica, al menos en buena parte. Las relaciones al esquema, ya mencionadas,
han repetido constantemente que la libertad religiosa no se contrapone a la
confesionalidad del Estado. Son perfectamente compatibles. El texto oficial de
la declaración supone el caso de países en que "se da a una comunidad
religiosa reconocimiento civil especial dentro de la ordenación jurídica de la
sociedad" (número 6). Y de los concordatos asegura expresamente en la nota
39: "Nada hay en la doctrina de la libertad religiosa que pugne, de manera
alguna, con la práctica contemporánea de los concordatos."
Pregunta cuarta: Con todo, el reconocimiento especial de una comunidad religiosa
aparece más bien como una concesión a circunstancias históricas. Hay en
muchos la opinión de que la forma condicional en que se presenta dicho
reconocimiento demuestra que, si bien no se reprueba, tampoco es lo más
deseable.
Respuesta: Si prescindimos aquí de las opiniones de cada uno sobre lo que es
deseable, o lo que en cada caso es realizable, y nos atenemos a la declaración
conciliar, hay que decir que ésta no emite ni insinúa calificación alguna
sobre el reconocimiento que comentamos. Para entender esto rectamente, hay que
tener en cuenta el objeto y la intención manifiesta de la declaración. Parte
ésta de la existencia de dos cuestiones en lo tocante a deberes y derechos de
carácter religioso: de una parte, los derechos inherentes a la misión de la
Iglesia y los deberes morales de la sociedad y del poder público hacia la
misma; de otra parte, las exigencias de la libertad personal.
Como advierte la relación (pág. 20), la cuestión primera ha sido ya
suficientemente explanada en la doctrina tradicional de la Iglesia,
especialmente en los documentos pontificios hasta León XIII. La declaración
supone y reafirma esa doctrina tradicional (números 1 y 3), pero no se detiene
a exponerla, pues su objeto propio es desarrollar la segunda cuestión,
referente a los derechos de la persona en el marco de la sociedad civil. Por
eso, lógicamente, al tratar en el número 6 del deber que tiene la potestad
civil de tutelar la libertad religiosa de todos los ciudadanos, evoca el caso de
que haya un reconocimiento especial en favor de una comunidad, para señalar en
ese supuesto la libertad que corresponde a los posibles "disidentes".
No juzga para nada el caso en sí mismo: se limita a evocarlo de pasada (de ahí
la elocución condicional), sin calificación alguna. El reconocimiento aludido
sigue teniendo la valoración que merezca, según la concepción vigente acerca
de las relaciones entre religión y sociedad civil, y de manera especial, si se
trata de la Iglesia católica, según la doctrina tradicional de la misma en esa
materia.
Pregunta quinta: ¿Cabe, pues, seguir pensando que el ideal de un pueblo
cristiano es ajustar su ordenación jurídica a la profesión de la religión de
Cristo, si las circunstancias lo hacen posible?
Respuesta: Cabe seguir pensándolo, con la condición, naturalmente, de que se
respete la legítima libertad de otras comunidades religiosas y la igualdad
jurídica de los ciudadanos (número 6). Pero es preciso que, tanto los
persuadidos de que la referida ordenación constituye la forma mejor de cumplir
el deber religioso de la sociedad, como los que opinen lo contrario, no
pretendan apelar a la presente declaración del Concilio. La declaración
vindica la libertad suficiente para que la Iglesia pueda cumplir su misión
divina. Es lo mínimo. No pasa más allá; no determina, por tanto, cuál es la
forma mejor o la forma debida en la ordenación de las relaciones entre la
Iglesia y la sociedad civil. No incluye, ni tampoco excluye, una sentencia dada
sobre la cuestión. Mejor dicho: la incluye implícitamente en la medida y
conforme al sentido en que tal sentencia esté contenida en la doctrina
tradicional acerca de los deberes religiosos de la sociedad: doctrina, como
hemos visto, reafirmada íntegramente por la declaración.
Mas el contenido de esa doctrina tradicional ha de buscarse en otros documentos
eclesiásticos; en el que nos ocupa se hallará únicamente el condicionamiento
que en cualquier ordenación social importan los derechos propios de las
personas.
José Guerra Campos