Queridos hermanos: La fiesta de la Epifanía celebra
la manifestación del amor de Dios, gracias a la presencia visible de Cristo
Jesús entre los hombres.
En la oración de la misa de hoy, pedíamos al mismo Dios que, ya que ha
revelado a su Hijo a todas las naciones, por medio de la estrella, nos conduzca
a todos a la plenitud de su luz. Y recitábamos tras la primera lección el gran
deseo de Dios y de los que creen en Dios: "Que todos los pueblos te sirvan,
Señor.»
Mis queridos hermanos, esta revelación de Cristo, "para que todos los
pueblos te sirvan", constituye ya, en la historia y para siempre, la luz,
el sentido, la alegría, la esperanza, el camino y la vida toda.
Nosotros, los españoles, tenemos que dar gracias a Dios porque desde el
comienzo quiso que conociésemos a su Hijo encarnado. España, con
imperfecciones, pero con toda sinceridad, cogió como pueblo esta luz que brilla
para todos los pueblos. La vida cristiana en España es un don continuamente
ofrecido y renovado, vocación constante pero ligada, por voluntad de Dios, al
gran don de una herencia. Heredamos la luz para que la transmitamos, siendo
fieles a la misma. Desde que esta luz brilla en los horizontes de un pueblo, en
este caso de España, pasa a ser indiscutiblemente el valor supremo de la vida
personal y de la vida comunitaria y por ello cada uno y la comunidad misma, no
obstante las variaciones de algunos individuos, hemos de mantener la fidelidad a
lo que es nuestro máximo bien, porque estamos consagrados a Cristo.
Hace menos de dos años, el episcopado español, evocando el cincuentenario de
una solemne consagración de nuestra patria al Sagrado Corazón de Jesús,
exhortaba a renovar algunas de las exigencias actualísimas de esa
consagración:
La primera de ellas, la profesión pública de la fe; con palabras del
episcopado, la proclamación valiente y gozosa de la fe que Dios nos ha
concedido. No podemos esconder la luz de la verdad, sino levantarla sin temor
para que ilumine los caminos de hoy.
La segunda, la aceptación incondicional y también gozosa del reinado de Cristo
en todas sus dimensiones, temporales y eternas, y el compromiso de procurar y
pedir que este reinado, este señorío vivificante, sea reconocido por todos los
hombres; que Dios siga siendo de verdad venerado y servido, esto es, que la vida
humana se ordene conscientemente, con subordinación filial, al Dios que se ha
revelado en Cristo, de quien viene toda luz, toda esperanza, la plenitud del
sentido para toda la vida, tanto en lo que tiene de esfuerzo durante la
peregrinación, como en lo que tiene de gracia, objeto de contemplación y de
esperanza.
Muchos años antes, el episcopado español, en la carta colectiva que dirigió a
todos los obispos del mundo en 1937, afirmó este deseo, que era también
propósito y esperanza: "Quiera Dios ser en España el primer bien servido,
condición esencial para que la nación sea verdaderamente bien servida."
La tercera, que el amor de Cristo y a Cristo dé su plenitud a la comunidad
humana. Es obligación de la comunidad patria la restauración progresiva del
orden social, que "no podrá hacerse con la generosidad, la profundidad y
la integridad requeridas si no está inspirada por el amor que brota del
Corazón de Cristo". "Desde Él procuraremos renovar a las personas y
las estructuras sociales con amor, que es decir con fecunda eficacia y no con
irritada y disolvente violencia; podremos defender la justicia, sin convertir
esa defensa en la máxima injusticia; impulsaremos el desarrollo en todas sus
dimensiones, sin truncar el crecimiento de los valores eternos del hombre"
(Exhortación citada).
Cristo, luz de los hombres en comunidad, de los pueblos, se hace visible en
todos los tiempos por medio de la Iglesia, que es nuestra madre porque nos da la
vida de Dios que baja del cielo; pero, al mismo tiempo, la Iglesia somos
nosotros mismos. Nosotros hemos de ser ante los demás la señal visible de la
presencia salvadora del Señor. Ciertamente, aun en un país en que gracias al
Señor coinciden casi del todo los miembros de la Iglesia y los miembros de la
comunidad civil, ella como dice el Concilio no se confunde con la comunidad
política, porque la Iglesia (aquella dimensión de nosotros mismos, miembros de
la patria, por la que somos Iglesia) es signo y salvaguardia de la trascendencia
de la persona humana. La Iglesia, por medio de nosotros, propone lo trascendente
y, a su luz, inspira y anima las soluciones del orden temporal, pero sin
reducirse jamás a ser una solución temporal. Y por eso hay y todos
reconocemos, y exigimos autonomía del orden temporal respecto de la
jurisdicción de la Iglesia. Aquel tiene sus fines, sus leyes, sus fuerzas, su
organización, su autoridad. Autonomía respecto de la jurisdicción de la
Iglesia, pero nunca en relación con la autoridad de Dios, porque, como dice el
decreto conciliar sobre el apostolado seglar: "El orden temporal se ha de
ajustar a los principios superiores de la vida cristiana" (Aa., 7). Y, como
dice también el episcopado español en un documento de 1966, recién terminado
el Concilio: "La Iglesia aporta al orden temporal, supuestas la autonomía,
fuerzas, leyes y organización de dicho orden, el espíritu del Evangelio, es
decir, la ordenación final a Cristo; la iluminación del sentido del hombre por
la revelación del misterio de Dios Padre en Cristo resucitado; la defensa
sincera y la garantía revelada de la libertad y la dignidad de la persona; la
promoción decisiva de la unidad, elevando la vida social a una comunión en la
caridad; la orientación del dinamismo humano hacia una actitud de servicio y de
esperanza; en una palabra, la energía que la Iglesia puede comunicar a la
sociedad humana consiste en la fe y la caridad aplicadas a la vida práctica, no
en un dominio externo, ejercitado con medios puramente humanos" (GS., 42).
Ahora bien, es una preocupación en estos tiempos para los hijos de la Iglesia,
para los hijos de la patria, contemplar una especie de eclipse de la fe, que
queda rebajada al nivel de aspiraciones y valores puramente humanos, patrimonio
común de creyentes y de ateos, y el eclipse de la caridad, que se reduce a
exaltar la libertad de los hombres y, acaso, a una cierta solidaridad entre los
mismos.
En realidad, sabemos muy bien que en algunos sectores, incluso eclesiásticos,
se aboga decididamente por la muerte de Dios, so pretexto de favorecer así
mejor la convivencia y la cooperación entre los hombres. Se difunde por todas
partes, también entre nosotros, una manera turbia de considerar esos bienes
divinos que son la libertad y los valores humanos como si fuesen simple
expresión de la autosuficiencia del hombre y como si esta autosuficiencia fuese
salvadora. Se supone que, rebajándonos todos a ese nivel de patrimonio común,
se obtendrá más fácilmente la unidad entre los hombres. Se piensa, por tanto,
que las sociedades civiles deberían abstenerse de toda motivación
trascendente, e incluso se le pide a la misma Iglesia que se limite a promover
esos valores o, al menos, que los cultive como condición previa, omitiendo o
posponiendo su evangelio específico, su evangelio revelado, porque éste es
causa de división. La consecuencia es que muchos, dentro de la Iglesia misma,
patrocinan en nuestro tiempo una especie de inhibición misionera. Ya no
aprecian como valor primario la fe, la comunicación consciente con el Dios que
se nos ha revelado en Cristo, en la oración, en los sacramentos; la acción
misionera, que es humilde, gozoso ofrecimiento de la fe, considerada como el
bien máximo.
Nosotros sabemos y esta tarde pedimos al Señor nos
lo confirme que el único modo válido de considerar ese patrimonio común de
valores humanos, al que se nos quiere rebajar, eludiendo lo que tiene de don
peculiar la fe, es apreciarlos ciertamente como bienes, pero, según explica el
Concilio, bienes referidos a Dios como a su fuente, a su meta, y, por lo mismo,
aprovecharlos, no para una reducción a niveles inferiores, sino para una
elevación. Que sirvan de disposición para acoger lo que es la plenitud de
todos los valores, la revelación de Cristo, respuesta y sentido a las
aspiraciones e ideales humanos; raíz y cúpula de todos los valores que asoman
en el corazón de nuestros hermanos.
Sí, sin duda el hombre ha de asimilar las motivaciones de su vida de modo
libre; pero pedimos al Señor que no se disipe en nuestras mentes la evidencia
de que la libertad no es indeterminación arbitraría o escéptica; es camino
hacia bienes superiores, que son los que dan consistencia y anchura al vivir de
cada uno. Por eso experimentamos que la libertad sin norma es esclavitud para el
que la padece y es tiranía para los demás. Por eso experimentamos con gozo la
gran definición de la libertad: "Servir a Dios es reinar". Y en
aplicación práctica a la vida social, a la vida comunitaria en todos los
pueblos, y en nuestra patria, sabemos que el servicio de la sociedad a la
libertad, porque no hay libertad sino en la sociedad, en promover positivamente
las condiciones favorables para que los hombres descubran y vivan los valores
fundamentales, para que puedan conocer y amar a Cristo.
Se nos habla de respeto al pluralismo. Respondemos que, sin duda, merece respeto
la libertad creadora en el ancho campo de lo opinable, y que no hemos de
restringir arbitrariamente este campo; pero tampoco hemos de caer en el
escepticismo absurdo. Ante las desviaciones manifiestas, sobre todo, contra el
bien máximo, el respeto y el servicio a la libertad de los demás no consiste
en la aceptación ecléctica de un pluralismo caótico. Hay que favorecer la
libertad para el bien; y en cuanto a lo demás, la esencia razonable y cristiana
de la libertad social o civil importa tres posturas:
La primera, no coaccionar, no violentar a quienes no perciben o no viven los
valores; ser pacientes con quienes están en su búsqueda.
La segunda, que tendemos, desgraciadamente, a omitir, proponerles el bien,
estimular la atención de los interesados hacia ese bien.
La tercera, defenderse y defender a los hermanos, particularmente a los más
débiles, contra la agresión injusta de quienes traten de proyectar su propia
oscuridad o su propia turbulencia sobre los demás.
Jesús nos dijo emocionadamente hablando de la oración: ¿Si tu hijo te pide
pan, le darás una piedra?; ¿si tu hijo necesita un pez, le darás una
serpiente?; ¿si tu hijo necesita un huevo, le darás un escorpión? (Cfr. Lc.
11, 1112).
Hermanos, que nuestro respeto sincerísimo a la libertad de los demás no
consista nunca en esta operación monstruosa de dar escorpiones a nuestros
hermanos, especialmente a los pequeños, los que respecto de la patria son de
verdad hijos. Y que en esta labor de servicio a las exigencias auténticas de la
libertad, camino del bien, no dejemos solas a las autoridades o no nos limitemos
a reclamar de ellas, sino que cooperemos todos, conscientes de que se trata no
de una limitación de la libertad, sino de su defensa, del ejercicio de un deber
y de un derecho.
Muchos otros aspectos de esta manera confusa de apelar a los valores humanos
podrían ser evocados aquí; no me atrevo a insistir en ellos para no ocupar
demasiado tiempo vuestra atención. Sólo quisiera decir de paso, que Dios, que
se nos ha manifestado en Cristo, no podrá tolerar jamás que, los que le
conocemos, traicionemos nuestra condición de testigos. Otros, que no le
conocen, podrán acercarse, sin darse cuenta, al Señor a través de las
aspiraciones confusas de su propio corazón; pero nosotros, no. Tenemos una luz,
y no para ocultarla, sino para mostrarla. Nosotros no podemos ocultar al Señor,
ni siquiera dentro del hombre; no podemos decir que ya amamos al hombre, si,
mientras tanto, omitimos la profesión de nuestro amor a Cristo Jesús, a Dios
Padre; porque el Señor que nos ha pedido, como exigencia de una caridad eficaz,
el amor y el servicio a los hombres, ha dicho también que "el que me
negare delante de los hombres, yo le negaré también delante de mi Padre"
(Mt. 10, 33).
Y en cuanto a la unidad, que es, sobre todo en el ámbito íntimo del
pensamiento y de los corazones, una de las grandes exigencias de toda vida
comunitaria, queremos recordar que no puede lograrse a costa de Cristo. Se
fomenta, sin duda, la unidad, aprovechando ese mínimo que nos es común a todos
los que convivimos en un ámbito determinado, pero ese grado no puede ser el
término de un rebajamiento, de una reducción, sino como decíamos antes
inicio de ascensión. En definitiva, no hay unidad verdadera entre los hombres,
sino cuando todos comulgan en un movimiento ascendente hacia valores que nos
trascienden y nunca cuando pretenden lograrla, por la vía fácil de la
reducción a un mínimo, porque ese camino conduce a lo inferior, donde reina el
egoísmo, manantial incesante de toda división.
La encarnación de Cristo fue un abajarse, pero con finalidad elevadora; si no,
carecería de sentido. Por eso, los cristianos esperamos de nosotros mismos y de
toda la Iglesia, especialmente de los más responsables en la misma, que cuando
practique, en virtud de la caridad, los servicios temporales que necesiten los
hombres, los convierta siempre en signo de la presencia del amor que salva; que,
como Cristo Jesús, el pan más o menos multiplicado, levante siempre el apetito
y el corazón hacia el pan que baja del cielo. Porque cuando no se produce esta
elevación desde el pan de la tierra al pan del cielo, entonces como sucedió a
Jesús en Cafarnaún mejor sería que la Iglesia se quedase sin seguidores.
Entonces, Cristo Jesús, implacablemente fiel a su misión de amor, preferirá
que se marchen todos. "¿También vosotros os queréis ir?", tendrá
que decir, a última hora, al grupo minúsculo de sus discipulos (Cfr. Jn. 6,
6o67).
Precisamente porque conocemos el valor cristiano de la vida social, no podemos
ocultarlo; tenemos que exponerlo, realizarlo, defenderlo, sean cuales fueren las
situaciones de desconocimiento o de repulsa de hermanos nuestros. ¿Por qué
hemos de tolerar con laxitud cualquier forma de vida social, aunque sea con
menosprecio de su contenido religioso y de los más finos valores morales?
Cristo es un dato irreversible. No es algo accidental; es el sentido de la
historia, y nada, ninguna concepción por brillante que fuese, aunque la
expongan hombres de la Iglesia, puede justificar la traición a la presencia
visible, profesada, de Cristo entre los hombres o, lo que es lo mismo, no hay
amor a los hombres sin amor a la verdad. Recordemos, a este respecto, las
palabras incisivas del Padre Santo, Pablo VI, en su encíclica Humanae Vitae,
dirigiéndose a los sacerdotes: "No menoscabar en nada la saludable
doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas", y
continúa diciéndoles que imiten al Señor, "intransigente con el mal,
misericordioso con las personas"; al Señor que dijo: 'La verdad es la que
os hará libres" (Jn. 8, 32).
El mismo Papa, hablando, el pasado día 5 de este mes,
a todos los obispos del mundo, en conmemoración de la clausura del Concilio
Vaticano II y exhortándonos a que presentemos constantemente pura e íntegra la
verdad de la fe al pueblo, que tiene imprescriptible derecho de recibirla, nos
dice: "Sepamos caminar fraternalmente con todos los que, privados de esa
luz que nosotros gozamos, tratan de llegar a la casa paterna a través de la
niebla de la duda. Pero si nosotros compartimos sus angustias, que sea para
tratar de curarlas; si les presentamos a Jesucristo, que sea el Hijo de Dios
hecho hombre para salvarnos y hacernos participar de su vida, y no una figura
totalmente humana, por maravillosa y atrayente que sea".
Sin este amor a la verdad (que por ser amor es ya plenamente respetuoso de la
intimidad y la libertad de los hermanos), la vida social, so pretexto de lograr
la unidad por abajo, mediante un humanismo recortado, da necesariamente paso
libre al ateísmo.
El ateísmo se está convirtiendo en muchas partes del mundo, y algunos quieren
que también se convierta en nuestra patria, en la forma de convivencia y por lo
mismo, prácticamente para la mayoría del pueblo, en forma de vida. A este
propósito, no será inoportuno recordar que, cuando terminó el Concilio, el
episcopado español expuso con cierta solemnidad las orientaciones de la Iglesia
acerca de la vida política y social que habrían de inspirar el
perfeccionamiento de la sociedad española y de sus formas institucionales.
Sobre el modo de hacerlo, el episcopado declaraba que no se sentía facultado
para emitir ningún juicio autoritativo. Invitaba entonces a que opinasen y
deliberasen sobre el asunto los que legítimamente participan en la vida
pública, con amoroso respeto a los anhelos e indicaciones de todos los
conciudadanos, sin que nadie canonice sus opiniones preferidas, y sin que nadie
condene, con ligereza, en nombre del Evangelio, las soluciones ajenas. Supuesta
añadía el Episcopado la voluntad operante de perfeccionamiento, la
jerarquía no ve que ni la estructura de las instituciones políticosociales,
ni el modo general de su actuación, estuviesen en disconformidad sustancial con
los derechos fundamentales de la persona y de la familia y con los bienes que
atañen a la salvación de las almas.
"Pero, y la adición es importante, pensando en el futuro, estos dos
motivos de orden moral y sobrenatural nos obligarían a rechazar de antemano,
bien un sistema de arbitrariedad opresora, bien un sistema fundamentado en el
ateísmo o en el agnosticismo religioso, en contra de la profesión de fe de la
mayoría de los españoles. Es nuestro deber amonestar a todos los fieles para
que de ninguna manera, ni con ningún pretexto, contribuyan a fortalecer las
condiciones que pudieran facilitar la implantación de tal sistema."
Y en 1967, hablando a los militantes del apostolado seglar, con palabras
reiteradas luego en 1969
para todos los fieles españoles, se les proponía a éstos, como obligación
absoluta, lo siguiente:
"Los fieles, al mismo tiempo que colaboran con todos los hombres, aun los
no creyentes, en la recta ordenación de las cosas temporales, evitarán a toda
costa contribuir al progreso de los planes de quienes intentan desterrar a
Cristo de la vida humana."
Mis queridos hermanos, en el mismo documento en el que se recogían estas
palabras, el episcopado español subrayando una de las muchas exigencias de la
fe cristiana en su proyección social escribía lo que sigue: "Los
ciudadanos de un país consagrado al Señor no pueden permitir con pasividad que
la atmósfera social sea contagiada por factores que la hagan irrespirable para
la fe y la vida moral de sus hermanos, en particular los más indefensos."
(Ver también Humanae Vitae, núms. 22 y 23.)
Quisiera terminar con dos peticiones al Señor. Una de perdón. Este pueblo
nuestro recibió desde el principio la luz de la estrella y, gracias al Señor,
esta estrella ha irradiado en tantas partes del mundo. España como comunidad y
en muchas ocasiones ha sabido valorar, como le corresponde, la primacía de la
fe y, por eso, no tiene por qué lamentar ahora el haber invertido tantos
esfuerzos suyos en la acción misionera. Pero... ¡cuánto falta, Señor, para
que la estrella brille con toda su pureza; para que dé todo el rendimiento que
Cristo espera de nosotros! También con palabras del Episcopado Español, en
1969, pidamos perdón al Señor por los pecados que se oponen al reinado de
Cristo en nuestra patria, pecados que expresaba así: Incredulidad, pasividad
apostólica, omisión culpable de los deberes de colaboración ciudadana,
profanación de la santidad familiar, odio, resentimiento, violencia, impureza,
enriquecimiento injusto, falsedad, escándalo, falta de amoroso respeto a los
hermanos".
Segunda petición: Que mientras el Señor nos va purificando de nuestros
pecados, que confesamos humildemente, y en medio de los pecados mismos, nos
mantenga el don supremo de la fidelidad a Cristo. El mundo dicen ahora que
cambia. Cambia siempre. En medio de los cambios más o menos acelerados, que
sepamos discernir lo que contribuye a implantar más hondamente en las almas la
presencia de Cristo, y que sepamos rechazar lo que tiende a oscurecerla por
entronización de la autosuficiencia humana, por mucho que aduzca valores de
origen divino; porque lo son, pero si se emplean contra Dios, configuran una
actitud satánica.
Pidamos que todos los hijos de la santa Iglesia, particularmente los de España,
sepan ver como el mejor servicio que pueden ofrecer a los hombres, la valiente,
la humilde, la agradecida fidelidad al don que han recibido, para hacer
partícipes a los hermanos; que cese dentro de la Iglesia la vergüenza de no
ser iguales a lo que gustaría a un sector del mundo; que se realice la gran
palabra del evangelio de hoy, es decir, que las ovejas que se encuentren
desorientadas o dispersas sin pastor hallen a su pastor, que es Cristo; que
descubran esta presencia de Cristo encarnada en la Iglesia y no la sustituyan
por ningún valor especioso.
Pidamos que España, como comunidad temporal, prospere; que mejore con la
cooperación y la unidad de todos los ciudadanos; que dé y que reciba en el
concierto de las naciones, pero que tampoco se avergüence de aquellas
diferencias, si las hubiere, que dimanen de su positiva fidelidad a Cristo; que
no identifique el progreso hacia la unidad con la traición a Cristo; que en
este país, mis queridos hermanos, luzca siempre la estrella para los que buscan
al Niño, para los que necesitan desesperadamente encontrar al Niño.
La patria es algo más que una agregación de ciudadanos. La patria ejerce
verdadera paternidad, y las generaciones venideras tienen derecho a heredar la
fidelidad a Cristo, a recibir pan y alimentos integralmente nutritivos; no les
demos escorpiones, piedras, serpientes.
Queridos hermanos, que esta fidelidad vigorosa, difícil, constante, pero siempre alegre, porque la luz de la estrella es el único manantial de gozo, que brilla es la noche, en el camino oscuro de los hombres, sea preservada, protegida amorosamente por Santa María, nuestra Madre, y que se mantenga a nuestro lado centinela perpetuo el gran apóstol Santiago, cuyo año santo acaba de abrirse en Compostela. Así sea.
José Guerra Campos