CONFESIONALIDAD RELIGIOSA DEL ESTADO

  por José Guerra Campos obispo electo de Cuenca.

 

INTRODUCCIÓN

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En algunos sectores eclesiásticos se opina, con insistencia creciente, contra la confesionalidad religiosa del Estado. Unos se muestran recelosos ante los inconvenientes prácticos que le atribuyen; otros llegan hasta negar su legitimidad en nombre de la doctrina de la Iglesia. Unos y otros suponen que la confesionalidad es incongruente, por una parte, con la independencia tanto de la Iglesia como del Estado; por otra parte, con la libertad religiosa de los ciudadanos.

 

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No es fácil hallar una exposición razonada de tales opiniones. Emergen aquí y allá como simples alusiones a algo consabido; pero las alusiones rezuman ambigüedad. Algún documento reciente del que se podía esperar una iluminación ha dejado este punto sin aclarar y, más bien, ha aumentado la incertidumbre acerca del pensamiento de los autores. Urge en esta cuestión aislar el núcleo de valor permanente y distinguirlo de problemas accesorios.

Muchos recelos y objeciones dimanan de un doble equívoco: el de confundir una norma jurídica interior al Estado con posibles vinculaciones jurídicas entre el Estado y la Iglesia, y el de pensar que la confesionalidad equivale, por su naturaleza, a la negación o restricción del derecho de libertad religiosa.

 

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Volveremos más adelante sobre estos equívocos. Ahora, antes de recordar en forma positiva la enseñanza de la Iglesia, es necesario apartar del camino una interpretación equivocada del Concilio Vaticano II. Hay quienes propalan que el Concilio, al defender la libertad religiosa, ha excluido la confesionalidad o, al menos, invirtiendo la posición tradicional de la Iglesia, la mantiene sólo como una hipótesis poco deseable. En favor de esta interpretación se alegan a veces, además de una teoría de la sociedad que se pretende apoyar en el Concilio, el hecho de que éste no habla de la confesionalidad, mientras se ocupa detenidamente de la libertad religiosa; y aunque el Concilio toma en consideración el caso de un reconocimiento civil especial que se puede otorgar a una comunidad religiosa, se subraya que lo hace con una locución condicional y restrictiva: "Si, en atención a peculiares circunstancias de los pueblos..." (DH. 6) [1), como si fuese una concesión excepcional, simplemente tolerada.

 

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Esa interpretación es insostenible. Aunque el Concilio no hubiese tocado el tema de la confesionalidad, habría que aplicar la siguiente advertencia de Pablo VI: "Las enseñanzas del Concilio no constituyen un sistema orgánico y completo de la doctrina católica. Esta es más vasta..., y el Concilio no la ha puesto en duda ni la ha modificado sustancialmente. Por lo contrario, la ha confirmado, ilustrado... No debemos separar las enseñanzas del Concilio del patrimonio doctrinal de la Iglesia, sino más bien ver cómo se insertan en él" (2).

 

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Pero el mismo Concilio ha precisado oficialmente sus intenciones. En efecto, se distinguieron en el Concilio dos cuestiones: primera, los deberes religiosos de la sociedad civil y del poder público en relación con la Iglesia; segunda, los derechos civiles de la persona en materia religiosa. El Concilio, según consta por las relaciones que precedieron a la votación del texto, da por resuelta la cuestión primera, suficientemente explanada en la doctrina tradicional, y de modo sistemático en los documentos pontificios de la edad moderna. El Concilio se propuso únicamente tratar la segunda cuestión, declarando el derecho a la libertad religiosa de modo que "las cosas nuevas, siempre coherentes con las antiguas", sean un desarrollo de la tradición de la Iglesia (DH. 1) (3). Por eso, en lo tocante a los deberes religiosos de la sociedad civil (distintos del reconocimiento jurídico de la libertad) el Concilio se remite a la doctrina tradicional (DH. 1), y si evoca el caso de un reconocimiento civil especial (DH. 6), es para aplicar también a este supuesto la condición de la libertad religiosa, como derecho común a todos los ciudadanos. La locución condicional supone una limitación de facto, puesto que no en todos los países existe el mencionado reconocimiento, pero no implica una restricción de principio o un menor aprecio del caso. El Concilio no indica en este párrafo (DH. 6) si el caso es más o menos deseable; para esta valoración hay que atenerse a la doctrina tradicional, que acaba de reafirmar en DH. 1. V las relaciones con que se presentó a los Padres del Concilio el texto de la Declaración DH. repiten más de una vez expresamente que la libertad religiosa no se opone a la confesionalidad del Estado (4).

 

DOCTRINA DE LA IGLESIA

 

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La doctrina de la Iglesia, reafirmada por el Concilio Vaticano II, incluye, además de la protección de la libertad civil o inmunidad de coacción en materia religiosa, unos deberes positivos religiosos que la sociedad civil, en cuanto tal, ha de cumplir. Se pueden resumir en dos grupos. Primero, en relación directa con el "orden espiritual": al dar culto a Dios; b) favorecer la vida religiosa de los ciudadanos; al reconocer la presencia de Cristo en la historia y la misión de la Iglesia instituida por Cristo. Segundo: en relación directa con el orden temporal, inspirar la legislación y la acción de gobierno en la ley de Dios propuesta por la Iglesia. Estos deberes, cuando una sociedad civil los reconoce como principios fundamentales de su vida pública, constituyen el núcleo esencial de la confesionalidad en su sentido pleno (5).

 

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Primero. Los deberes en relación directa con el orden espiritual quedan reafirmados en la misma declaración sobre la libertad religiosa: "Como la libertad religiosa que los hombres exigen para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo" (DH. 1). Esa doctrina tradicional, que, según declara el Concilio, subsiste íntegra sin mengua de la libertad religiosa, se ha formulado de modo reiterado y explícito en una serie de documentos de los Sumos Pontífices en los ciento veinticinco anos anteriores al Concilio: por ejemplo, Gregorio XVI ("Mirari vos"), Pío IX ("Quanta cura", etc.), León XIII ("Inmortale Dei", "Libertas", "Diuturnum", "Humanum genus", "Sapientiae christianae" etc., etc.), Pío X ("Vehementer nos"), Pío XI ("Urbi arcano", "Quas primas", etc.), Pío XII (innumerables alocuciones relacionadas particularmente con la inspiración cristiana de lo temporal). Y nótese que en estos documentos no se habla de cualquier "reconocimiento jurídico especial"; se habla de un deber moral del Estado, en nombre de la sociedad civil, de dar culto público a Dios y de reconocer la Religión de Cristo no solamente en cuanto lícita o útil en lo social, sino en cuanto verdadera 16). Veamos algunas muestras de la doctrina de la Iglesia:

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I‑a) Culto a Dios. "La sociedad política... ha de cumplir, por medio del culto público, las muchas y relevantes obligaciones que la unen con Dios... No pueden las sociedades políticas obrar en conciencia como si Dios no existiese; ni volver la espalda a la religión, como si les fuese extraña; ni mirarla con esquivez ni desdén, como inútil y embarazosa; ni, en fin, adoptar indiferentemente una religión cualquiera entre tantas otras; antes bien, y por lo contrario, tiene el Estado político la obligación de admitir enteramente y profesar abiertamente aquella ley y prácticas de culto divino que el mismo Dios ha demostrado querer... Es obligación grave de los príncipes honrar el santo nombre de Dios; así como favorecer con benevolencia y amparar con eficacia a la religión, poniéndola bajo el escudo y vigilante autoridad de la ley... Deber este al que también vienen obligados los Gobiernos" [León XIII) 17). "No se nieguen los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo... El deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes" [Pío XI] (8).

 

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I‑b) Favorecer la vida religiosa de los ciudadanos. Según el Concilio, en conformidad con la tradición de la iglesia, el deber de la sociedad civil en materia religiosa no se reduce a tutelar por igual el libre ejercicio de los derechos personales, sin interés especial por las convicciones religiosas. Sin duda, la "inmunidad de coacción externa" debe garantizarse a todos, incluso a los que procedan de mala fe ("aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella"), "con tal de que se respete el justo orden público" (DH. 2). Pero el fomento o favor positivo, por parte del poder público, ha de servir no indiscriminadamente a todas las actitudes, religiosas o irreligiosas, sino precisamente a la vida religiosa, aunque sin pretender dirigirla (DH. 3). "El poder público debe crear condiciones propicias para el fomento de la vida religiosa, a fin de que los ciudadanos puedan realmente ejercer los derechos de la religión y cumplir los deberes de la misma, y la propia sociedad disfrute de los bienes de la justicia y de la paz que proviene de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad" (DH. 6).

 

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I‑c) Reconocimiento de Cristo y su Iglesia. Este postulado, tan de relieve en los documentos ya citados, subyace también a los textos del Concilio Vaticano II; pues la iglesia cree ‑y, naturalmente, quiere que se reconozca‑ "que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro" (GS. 10) (9), y cuando reivindica su libertad ante el poder público lo hace no sólo por el título común a cualquier grupo de hombres que viven comunitariamente su religión, sino "como autoridad espiritual constituida por Cristo Señor, a la que por divino mandato incumbe el deber de ir a todo el mundo y de predicar el Evangelio a toda creatura" (DH. 13).

La Iglesia puede tolerar situaciones legales o ambientes agnósticos en los que no se confiesa el señorío de Cristo. Ante la amenaza de políticas ateas que desprecian o atacan la presencia activa de los valores religiosos [GS. 20; LG. 36; DH. 6] (10), es lógico que la Iglesia procure garantizar en todas partes, al menos, su independencia, mediante la implantación del principio de la libertad religiosa (DH. 13). Pero la Iglesia de ningún modo puede renunciar a que se extienda el reconocimiento de Cristo y de su propia misión divina, tanto en la vida privada como en la pública. Y esto no por ambición institucional ni en busca de privilegios, sino por amor a Cristo y para bien de los hombres. El que muchas iglesias locales no vivan en un primer plano esta preocupación confesional no cambia el sentido de la doctrina y no justifica el descuido allí donde aquélla pueda aplicarse, ni mucho menos la pretensión de erigir en norma suprema situaciones deficientes. Con el pretexto de acomodarse a las inciertas previsiones de un futuro secularizado, la Iglesia no puede fomentar el eclipse de Dios; más bien se alegrará de que los pueblos y sus representantes no se avergüencen de confesar a Cristo. Por algo el Papa, de modo especial en sus viajes por Italia, ha alabado no pocas veces la participación oficial de las autoridades en el culto público.

 

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Segundo. Deber religioso de la sociedad civil en relación directa con el orden temporal: inspirar la legislación y la acción de gobierno en la ley de Dios, según la propone la Iglesia. El Concilio Vaticano II insiste una y otra vez en que los ciudadanos creyentes han de instaurar el orden temporal "dirigidos por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana". "Hay que instaurar el orden temporal de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana" (AA. 7) (11).

Este deber afecta evidentemente a los ciudadanos en todos los grados de su participación en la vida social. Además de reconocer el ámbito propio de la Iglesia en la vida del hombre (contra el intento de absorber a éste en el orden temporal, la inspiración cristiana de dicho orden comprende dos factores: 1º el amor cristiano como espíritu vivificante, que importa una concepción del hombre y del sentido de su vida, condicionante profundo del orden social (12); 2º criterios para el contenido material de las normas. Estos criterios provienen, en gran medida, del Derecho o Ley Natural; pero hay que advertir que el reconocimiento de esta ley en su plenitud y universalidad se salvaguarda gracias al magisterio moral de la Iglesia Católica; dado el relativismo y el agnosticismo reinantes, en la práctica el derecho natural actúa como verdadera norma operativa sólo donde se escucha la voz de la Iglesia, que lo proclama y lo interpreta auténticamente (13). Basta recordar, por ejemplo, la facilidad con que muchos niegan u olvidan el derecho a la vida de los no nacidos. De ahí que aceptar el derecho natural equivale, de hecho, a acatar "la ley de Dios según la doctrina de la Santa Iglesia Católica", como dice un principio fundamental del ordenamiento jurídico de España.

 

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Tres observaciones son necesarias para entender en su verdadero sentido la subordinación de la comunidad política a la ley de Dios según la doctrina de la Iglesia:

a) Inspirar una ley o una solución de orden temporal no es dar hecha ni la ley ni la solución. La autonomía de la sociedad civil respecto a la Iglesia no es sólo técnica; tiene su propio contenido moral, que ciertos ambientes eclesiásticos o de militantes apostólicos tienden a usurpar. Acatar la ley de Dios, conocida según la doctrina de la Iglesia, no es someter la vida política a la jurisdicción de la Iglesia. El posible juicio moral de ésta en los casos de indiscutible oposición a la ley de Dios no depende de que haya o no confesionalidad. Tal juicio es fácil cuando la doctrina de la Iglesia supone una forma determinada y única de aplicación, lo cual apenas sucede más que con las prescripciones negativas de validez universal. Mas cuando se trata de elegir y justipreciar entre varias una forma que realice mejor "hic et nunc" los distintos valores que es necesario armonizar, o una que resulte factible con menos inconvenientes, el juicio no corresponde a la Iglesia; es función esencial de la autorýdad civil, a la que compete el orden de la prudencia política, y por ello tiene un valor moral propio. La autoridad de la Iglesia en ese campo sólo podrá recordar o proponer los objetivos morales a que debe tender la ordenación social y exhortar a buscar fórmulas aptas; su estimación prudencial sobre la aptitud de las fórmulas no condiciona de modo vinculante las decisiones de la autoridad civil.

 

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b) Aunque la ley y la acción de gobierno nunca deban favorecer lo inmoral y, por lo contrario, han de crear condiciones que favorezcan únicamente la vida moral, no es verdad que la ley jurídica deba impedir Y penar todo lo que se opone a la ley moral. Por eso, en ocasiones puede darse discrepancia legítima entre lo "lícito (o no ilícito) civil" y lo "lícito moral". Quien se inspira en la doctrina de la Iglesia sabe que hay un criterio católico acerca de la tolerancia jurídica de lo no moral, que a veces, dentro de ciertos límites, puede ser obligada para los gobernantes (14).

 

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c) Pero no todas las leyes civiles pueden ser permisivas. Un ordenamiento civil conforme a la ley de Dios exige leyes que impongan en la vida pública obligaciones de acuerdo con el orden moral o impidan actuaciones contrarias al mismo. Es decir, leyes o acción de gobierno sometidas a una inspiración superior, independiente del arbitrio de los gobernantes y de los ciudadanos. El poder público, además de promover una acción positiva que favorezca el libre despliegue de la vida moral, tiene  que tutelar con una coerción jurídica valores que afectan a la consistencia de la misma sociedad civil y a los derechos inalienables de personas e instituciones.

 

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Es importantísimo subrayar el alcance que tiene el que la Iglesia pro ponga como obligatoria, sin distinción de países, la inspiración moral de  las leyes y que no acepte en forma universal el principio de la tolerancia jurídica. Estamos en la línea que conduce a la confesionalidad. Nótese  que si se aplicase solamente el principio de libertad jurídica, la Iglesia propondría, sí, a la conciencia de los hombres obligaciones morales; la Iglesia tendría que exigir que las leyes civiles no impidiesen el cumplimiento de esas obligaciones; pero debería considerar justo que las leyes permitiesen, igualmente, quedando a salvo la convivencia entre los ciudadanos, cualesquiera comportamientos disidentes. Ahora bien, he aquí algunos ejemplos de lo que pide la Iglesia ahora mismo a los gobernantes de todo el mundo:

Pablo VI: "Nos decimos a los gobernantes: no aceptéis que se introduzcan legalmente en la familia prácticas contrarias a la ley natural y  divina" (15). En los últimos dos años se han producido numerosas declaraciones de episcopados de distintos países reprobando los intentos de legalización del aborto, intentos que apuntan ‑como advierte un obispo de Africa del Sur‑ a independizar las leyes de "una base ética o de moral cristiana". Se afirma que el Estado tiene el deber de garantizar la vida antes del nacimiento "en la legislación y en la jurisprudencia" (Conferencia Episcopal Alemana). Se niega que el principio de tolerancia civil se pueda aplicar a este caso, ni siquiera como mal menor (Episcopado Italiano) (16). "Sólo el hecho de existir una ley reguladora del aborto es moralmente ilícito", acaban de proclamar los obispos de Bélgica. La Comisión Episcopal Francesa de la Familia llega a decir: "En materia de aborto, el papel de la legislación no debe ser sino represivo." Y los obispos de Norteamérica no se conforman con gravar la conciencia de los católicos, sino que juzgan que la ley que autoriza el aborto no debe existir (17).

Por este ejemplo y otros que se podrían añadir (18), una cosa resulta muy clara. La Iglesia predica en todos los pueblos unos deberes morales relativos a la orientación y contenido de las leyes. ¡El Estado que los reconoce "in iure" es confesional! Parece difícil no admitir que la confesionalidad corresponde a los postulados de la Iglesia. Porque, además, ¿acaso el no reconocerlos suprime esos deberes?

 

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Se ha escrito hace poco en España que es deseable que la fe católica inspire, de hecho, la legislación del Estado, pero que esto no debería prometerse en las leyes 1191. Pero si esa inspiración, de hecho, corresponde a un criterio y un propósito, como conviene, ¿por qué no han de constar en la ley? ¿Se prefiere una actuación sin la garantía y la eficacia de la norma? ¿No contradice esto a los postulados de un Estado de derecho? ¿Y no requiere expresamente el Concilio Vaticano II que la vida política se encuadre en un orden jurídico conforme con el orden moral? (20) .

 

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Prescindimos de analizar las condiciones "de facto" que exigen o permiten que un Estado, en nombre de la sociedad civil, sea confesional. La vocación para ello contiene una referencia a la verdad moral y no consiste solamente en estados de opinión o en datos sociológicos. Sin embargo, podemos aceptar que en la práctica la confesionalidad jurídica del Estado es viable ‑y por lo mismo, recomendable o exigible, y en todo caso, legítima‑ cuando la sustenta la confesionalidad de la mayoría del pueblo.

En España no sólo se da ese soporte social, sino que, además, el principio legal de confesionalidad ha sido aprobado dos veces por referéndum popular en el transcurso de veinte años, antes y después de la declaración conciliar sobre libertad religiosa. Los principios constitucionales en esta materia son óptimos, plenamente de acuerdo con la enseñanza y el espíritu de la Iglesia [21]. No se ve razón para que ésta se interese en revisarlos. El interés debería concentrarse en su aplicación vital, según el deseo que, en la hora de la confesión sangrienta, los obispos sobrevivientes en España comunicaron a los obispos católicos de todo el mundo: "quiera Dios ser en España el primer bien servido, condición esencial para que la nación sea verdaderamente bien servida" (22).

 

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Conviene insistir en una idea. Los deberes religiosos y morales de la confesionalidad no comportan una inclusión mutua de la Iglesia y el Estado ni una interdependencia institucional. La confesionalidad es un compromiso interno de la sociedad civil, proyección de la dimensión religiosa de la misma con valor permanente. Problema distinto y separable es el de las fórmulas jurídicas que regulen la relación entre el Estado y la Iglesia y que por su carácter instrumental pueden variar. Pueden incluso no existir en forma bilateral, siempre que no se destruya la debida relación y cooperación; aunque es evidente la conveniencia de una regulación concertada en las llamadas materias mixtas, que ‑por mucho que se rehuya el nombre‑ están ahí como realidad inesquivable. En todo caso, la autonomía y la independencia moralmente legítimas de la comunidad política y de la Iglesia, "cada una en su terreno" [GS. 76], no es ni tiene por qué ser menor en un Estado confesional que en un Estado no confesional (23). Cumplir las propias obligaciones en relación con los demás no es perder autonomía, sino servir a la misión que justifica la propia existencia.

 

 

EQUIVOCOS Y OBJECIONES

 

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La fuerza y el verdadero sentido de lo que queda expuesto sobre la confesionalidad aparecerán más nítidos si revisamos, aunque de modo esquemático, ciertos equívocos u objeciones que propagan algunos católicos. Podemos referirlos a tres fuentes: 1ª Supuesta incapacidad del Estado para emitir juicios de valor; 2ª supuesta incompatibilidad del Estado confesional con la libertad civil y religiosa de los ciudadanos; 3ª pretendidas dificultades contra la independencia entre la Iglesia y el Estado.

 

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1. Supuesta incapacidad del Estado para emitir juicios de valor.

1‑a) El Estado, ente jurídico, no es sujeto capaz de deberes religiosos.

Respuesta. Los documentos de la Iglesia ya citados se los atribuyen. Son las personas que ejercen las funciones del Estado las que asumen ese deber moral, como tantos otros. (Véase, por ejemplo, el texto de Quas primas reproducido en el número 8.)

 

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1‑b) El Concilio Vaticano II (DH. 6) reduce la posible confesionalidad a un "reconocimiento especial" por motivos histórico‑sociológicos, como se puede otorgar a cualquier religión; excluye el "juicio de valor sobre la verdad de la religión católica" (24).

Respuesta. DH. 6 alude genéricamente a cualquier clase de "reconocimiento especial" en relación con el tema que está desarrollando, el de la libertad, que se ha de salvaguardar en todo caso. No excluye la confesión de la verdad; al contrario, DH. 1 reafirma la "doctrina tradicional católica", que deja "integra", acerca del "deber moral de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de "Cristo". Cfr. DH. 13  (ver en los números 7‑8, "supra", los documentos de esa doctrina que atribuyen tal deber moral al Estado). Cabe un reconocimiento Sin profesión de fe. Pero si ésta se da, de acuerdo con la mayoría del pueblo, ¿por qué degradarla?

 

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1‑c) El "juicio de valor" en lo religioso pertenece a la Iglesia. El

 

Respuesta. A la Iglesia pertenece el juicio autoritativo. Pero hay también un juicio, no autoritativo, implicado en la confesión de fe: es el acto de fe, profesada, no impuesta. También los creyentes que representan a la sociedad civil pueden y deben emitir ese juicio. El Estado no impone las concepciones últimas, pero se inspira en ellas. Los juicios de valor del Estado son ineludibles: ante la Revelación, como acto de fe o reconocimiento de la existencia de tal acto en la sociedad y aprecio de su fecundidad para la convivencia; ante la ley natural son juicios que subyacen esencialmente al ejercicio de la responsabilidad social. [Ver lo que se dice más adelante, número 27, de la trascendencia de la autoridad social por encima de las "opiniones".)

 

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2. Supuesta incompatibilidad con la libertad civil y religiosa de los

ciudadanos.

2‑a) Se ha dicho, glosando el reciente documento "la Iglesia y la comunidad política", que la confesionalidad es algo que compete al Estado y que a la Iglesia sólo le interesa la libertad religiosa. Respuesta .‑Confesionalidad y libertad interesan por igual a la Iglesia

 y al Estada Sobre ambas la Iglesia propone exigencias morales: el Estado decide en ambas la ordenación jurídica.

 

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2‑b) Hemos visto (número 5) que el Concilio Vaticano II no enseña que sean incompatibles la confesionalidad y la libertad. ¿Acaso esta incompatibilidad brota de la naturaleza misma de la libertad religiosa?

Respuesta. Ciertamente, no. Porque la libertad religiosa exige la no coacción externa para todos, pero, al mismo tiempo, importa favorecer la vida religiosa (¡no la vida irreligiosa!); y la misma inmunidad de coacción tiene límites (en defensa de los derechos de todos, de la convivencia pacífica y de la moralidad esencial a la vida pública, DH. 7), que requieren restringir ciertas intervenciones de la libertad personal en la vida pública y, por tanto, ejercer la función coercitiva del Estado (26). Por lo demás, la libertad cívica, en general, no excluye los criterios positivos por los que la sociedad debe regirse, aunque algunos disientan.

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2‑c) La inspiración cristiana de la legislación va contra la libertad, porque la ley del Estado debe permitir el curso de los derechos y aun de los deseos de todos, "sin descuidar la minoría más insignificante" (27). Por tanto, los valores morales predicados por la Iglesia no deberían determinar el orden jurídico civil cuando ello suponga una traba para concepciones diversas de cualquier minoría. Es decir: la Iglesia debería reconocer que es moral que la legislación sea permisiva para todos, aunque enjuicie y repruebe como inmorales algunos de los comportamientos permitidos por la ley (v.gr. el aborto) y se reserve la libertad de declararlo así.

Respuesta. Ya hablamos en los números 13‑14 de los límites de la tolerancia jurídica de lo inmoral. Ciertamente, la doctrina de la Iglesia no acepta que sea moral una legislación indiscriminadamente permisiva; no acepta la suficiencia del principio de libertad civil. En caso contrario, como hay minorías para todos los gustos, la Iglesia debería aceptar ‑más aún, debería recomendar para el orden jurídico‑ que las leyes civiles no impidan, sino que hagan lícita, a quien quisiere, la práctica de la propaganda y el uso de anticonceptivos, el aborto, la eutanasia, el divorcio, la comunidad homosexual, etc., etc. (28).

 

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Se comprende fácilmente que la supuesta oposición entre confesionalidad y libertad recibe su sentido en la perspectiva de un liberalismo agnóstico que niegue al Estado todo juicio de valor o no le tolere más norma o motivación de orden superior que la de representar y canalizar todas las "opiniones" de la sociedad 129). Pero una sociedad permisiva llevada a sus extremos lógicos I¿cómo se justificarían las excepciones?) es inviable y suicida. La experiencia nos enseña que es engañosa: pues la disociación entre libertad civil y norma moral se traduce, de hecho, en que algunos se interfieren abusivamente en los derechos de los demás; y es insincera, pues ciertas apelaciones a la libertad, que en su rostro exhiben determinados "derechos" ciudadanos [referentes a la autonomía del que habla y a su proyección en la vida pública], llevan en la entraña el desprecio de derechos fundamentales, por ejemplo el de los no ciudadanos (personas no nacidas) o el derecho de todos los demás ciudadanos a vivir en un ambiente social que no esté privado de los estímulos para la verdad y el bien, o los derechos educativos de las familias (30).

 

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Resulta claro que lo que está en juego en algunas objeciones contra la inspiración cristiana de las leyes es el concepto católico de la sociedad política en cuanto se diferencia del concepto liberal. Según la doctrina católica (demasiado olvidada por algunos escritores), el gobernante no representa sólo a los ciudadanos. Sin duda, caben múltiples modos de formular de acuerdo con el sentir de los ciudadanos (as normas de vida pública; pero en su raíz, lo mismo que los criterios fundamentales, la autoridad es representante de Dios y de su Ley (31). Las exigencias de esta representación son inesquivables, aunque varíen mucho las fórmulas prácticas a tenor de las circunstancias: ¡en ningún caso se cumplen sólo con dejarse llevar, sin juicios de valor, por las multiformes corrientes de opinión! La simple apelación al pluralismo y a la libertad no es criterio suficiente para orientar la vida política de acuerdo con la doctrina de la Iglesia. Hay otras normas sustantivas.

Por su misma naturaleza invariable, la vida social tiene que ordenarse según juicios de valor. Cuando éstos no concuerdan en la opinión de todos los ciudadanos necesariamente se establecen algunas preferencias. De ahí que podamos decir con todo realismo que todos los Estados del mundo son confesionales, por cuanto se inspiran ‑publíquenlo o no‑ en la supremacía de un sistema de valores, y nunca en el principio de libertad como autosuficiente. El verdadero problema es si ese sistema de valores corresponde al orden moral objetivo, que la Iglesia defiende.

 

2‑d) ¿Basta que el Estado siga el derecho natural?

Respuesta. Pero esto ya excede el liberalismo permisivo y supone un principio confesional, pues implica un juicio de valor que ha de inspirar a la autoridad, aunque haya ciudadanos que se nieguen a admitir tal derecho natural. Como dijimos antes, la confesionalidad católica es la aplicación Plena de la confesionalidad radical inherente a la sociedad.

También hemos señalado que en la práctica ‑dado el relativismo Y agnosticismo reinantes‑ el derecho natural actúa como norma operativa donde se escucha la voz de la Iglesia, que lo proclama y lo interpreta auténticamente .

 

3. Pretendidas dificultades contra la independencia entre la Iglesia y el Estado.

3‑a) Ya vimos en los números 12 y 18 que esta objeción confunde las exigencias religiosas y morales de la confesionalidad con la relación jurídica entre la Iglesia y el Estado y sus formas variables. La autonomía propia de ambas instituciones no debe ser menor en un Estado confesional que en un Estado no confesional.

 

3‑b) Se ha expresado el temor de que el propósito de inspirar la legislación en la doctrina cristiana sea entendido "como si la legislación realizara plenamente los principios de la doctrina social de la Iglesia" (33).

Respuesta. El propósito de inspirar la conducta en los mandamientos o en las bienaventuranzas no equivale, en ningún fiel, a afirmar que la conducta es perfecta. Habrá que fomentar siempre la humilde responsabilidad ante los defectos. Mas los defectos no justifican la renuncia al propósito. Porque no hay alternativa: ¿acaso no enunciar el propósito permite desinteresarse de la norma? ¿Sería mejor intentar aplicarla sin enunciar el propósito? (cfr. núm. 16).

 

3‑c) Se acumulan inconvenientes, tanto si el propósito se cumple como si no se cumple. Si se cumple, porque hay dificultad en acomodar toda la legislación a la doctrina de la Iglesia (34).

Respuesta. Otra vez hay que preguntar cuál sería la alternativa: ¿dejar de intentarlo? Si la dificultad se refiere a estados de opinión pluralistas que hagan prudente una política de tolerancia, eso ‑dentro de sus límites‑ está previsto por la doctrina social católica; lo mismo que las exigencias de gradualidad, experimentación, etc. en la realización de los fines.

 

3‑d) Se dice que la dificultad está en acomodar la legislación a la doctrina católica "con todo el dinamismo que ella encierra" (35).

Respuesta. Suponemos que ese "dinamismo" se refiere a los desarrollos de la doctrina permanente y a las variaciones en su aplicación que los cambios de circunstancias exigen para que aquélla sea realmente efectiva. Será imprescindible distinguir el "dinamismo" en la fase opinativa y la fructificación del dinamismo en doctrina oficial. Sólo ésta es criterio inspirador del Estado, sin olvidar, por otra parte, que no es lo mismo "inspirar" que "determinar" o "dictar" las normas. En la fase del dinamismo de las opiniones éstas influirán, naturalmente, a través de la participación política de los ciudadanos que las sustenten; pero no se pueden imponer como criterio oficial.

En cuanto al criterio oficial, no estará de más advertir todavía que se trata del acatamiento a la "ley de Dios". Hay consejos, exhortaciones, etc. (del Papa o los obispos) que se ordenan, sí, a levantar el ánimo hacia la ley de Dios, pero no se proponen en si mismos como ley de Dios. Se han de considerar con respetuosa atención y deseo de aprovechar, no como una norma. Un Estado no tiene por qué sentirse obligado, en virtud de su ley confesional a aplicar toda clase de sugerencias, deseos, etc. de la jerarquía; si bien un espíritu de cordial cooperación, si la hay por ambas partes, logrará que no queden sin fruto.

 

3‑e) Se objeta también como dificultad que, aun en el caso de cumplir el compromiso de inspirarse en la ley de Dios, las leyes civiles tendrían que optar por un modo concreto de aplicar la doctrina católica, del que otros discreparán 136).

Respuesta. ¿Qué se pretende decir al señalar como inconveniente algo que está en la entraña de la vida social? Según recuerda el Concilio Vaticano II, decidir entre distintas o la razón de ser de la autoridad (37).

 

3‑f) La Jerarquía se haría órgano decisorio intraestatal sobre la  constitucionalidad de las leyes (38).

Respuesta. Vimos en el número 12 que no. Las exigencias religiosas y morales son internas a la sociedad civil. Acatar la autoridad de Dios, conocida según la doctrina de la Iglesia, no es someter la vida política a la jurisdicción de la Iglesia. El posible juicio moral de la Iglesia en los casos de indiscutible oposición a la ley de Dios no depende de que haya o no confesionalidad. Sería tenido en cuenta por los órganos del Estado como un dato para su decisión política. Pero, en general, una cosa son los criterios fundamentales, otra las decisiones en el amplio campo de la prudencia política, donde para la elección de programas, medios, etc., la sociedad civil goza de autonomía moral respecto a la autoridad de la Iglesia. Y por ello la Iglesia no es responsable de las decisiones políticas, aunque se hayan tomado bajo la inspiración de su doctrina (39).

 

 

CONCLUSIONES

 

‑ La Iglesia, al declarar el derecho a la libertad civil en lo religioso, reafirma al mismo tiempo su doctrina tradicional sobre los deberes religiosos de la sociedad civil y el poder público hacia la Iglesia de Cristo.

‑ Estos deberes (cuya profesión constituye la confesionalidad) comprenden: dar culto a Dios, favorecer la vida religiosa de los ciudadanos sin dejar de proteger la inmunidad de coacción externa para todos, reconocer a Cristo y la institución divina de la Iglesia, acatar en la legislación y la acción de gobierno la ley de Dios según la doctrina de la Iglesia.

‑ La confesionalidad, en el sentido pleno deseado por la Iglesia, implica un acto de fe. y el juicio de valor acerca de la verdad que esto supone no sólo no es imposible o indebido, sino que lo requiere expresamente los documentos de la Iglesia.

‑ El Concilio Vaticano II urge con especial intensidad a los ciudadanos creyentes a instaurar el orden temporal según normas jurídicas, de tal modo que, salvando sus leyes propias, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana.

Aunque los criterios de ordenación de la sociedad civil provienen en gran medida de la ley natural, ésta no se conoce o no actúa con plenitud y de modo universal sino mediante la enseñanza de la Iglesia.

‑ La inspiración católica de la legislación

a) deja a salvo la autonomía moral y jurídica de la sociedad civil, dentro de su ámbito propio, para las determinaciones de la prudencia política; la confesionalidad es un compromiso interno de la sociedad civil y no importa ninguna interdependencia institucional entre Iglesia y Estado; es anterior a las fórmulas jurídicas (si existen, ya sean unilaterales o bilaterales) que pueden regular las relaciones entre el Estado y la Iglesia; la independencia entre ambos no tiene que ser menor en un Estado confesional que en un Estado no confesional;

b) reconoce un espacio legítimo de tolerancia jurídica para conductas no conformes a la moral;

c) pero exige que las leyes y la acción de gobierno promuevan y tutelen jurídicamente ciertos valores.

Ahora bien, este deber moral lo propone la Iglesia a todos los Estados, sean o no confesionales. Por eso los Estados que, como España, pueden socialmente reconocer, y reconocen, ese deber, corresponden a los postulados indeclinables de la Iglesia.

‑‑ Confesionalidad y libertad interesan ambas a la Iglesia. La decisión y la ordenación jurídica en ambas competen al Estado.

La exclusión de la confesionalidad en nombre de la libertad o de la independencia sólo se entiende en el supuesto de un liberalismo agnóstico, que suprima en la vida pública toda motivación trascendente a la mera permisión de la pluralidad cambiante de opiniones; supuesto contrario a la doctrina católica sobre la sociedad política y el origen y el valor de la autoridad, según la cual la sociedad no pueden ordenarse solamente según opiniones, sino según la ley de Dios.

Por lo demás,las objeciones contra la confesionalidad valen igual contra cualquier sociedad que se ordene según juicios de valor por encima de opiniones disidentes. Pero una sociedad sin tales juicios es imposible. De hecho, todos los Estados del mundo pueden decirse confesionales, por cuanto se inspiran en la primacía y preferencia de algún sistema de valores. Por tanto, la confesionalidad católica es la perfección de una exigencia natural.

‑ Recapitulando. Las objeciones de principio contra la confesionalidad nacen, o bien de la suposición errónea de que ha cambiado sustancialmente la doctrina de la Iglesia, o bien de un doble equívoco: el confundir un principio jurídico interior al Estado con las posibles vinculaciones jurídicas entre el Estado y la Iglesia, y el confundir la libertad religiosa con un concepto agnóstico e indiscriminadamente permisivo de la libertad civil.

Las objeciones tomadas de inconvenientes prácticos pueden reflejar un deseo de aplicaciones más perfectas, pero en un pueblo como España nada significan contra el principio de confesionalidad. Esto se hace patente en dos hechos: 1º, que las objeciones no dejan alternativa, es decir, los problemas aducidos no se resuelven con suprimir la confesionalidad, pues subsistirían ‑aunque no se reconociesen‑ los deberes morales que la Iglesia ha de predicar en relación con las leyes y la actividad del Estado; 2º, que, de facto, la Iglesia ‑la española y la universal‑ no renuncia a reclamar leyes y actuaciones del Estado que exceden el principio de libertad y sólo se justifican por el principio de confesionalidad.

 

 

 

 

 

 

 

NOTAS

 

 

(1) DH: Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa.

(2) Alocución del 12 de enero de 1966.

(3) Es notorio, por otra parte, que a la vista de la situación mundial en el tiempo del Concilio, lo que se estimaba más urgente entre las preocupaciones de la Iglesia no era la carencia de religiosidad positiva de los Estados, sino la carencia de libertad en muchos países, donde .se pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y se ataca y elimina la libertad religiosa de los ciudadanos" (Lumen gentium, 36). A la Iglesia le urgía ante todo garantizar la independencia necesaria para cumplir su misión en todo el mundo [DH, 13].

(4) Por eso, cuando en el curso de la declaración DH se insiste en las exigencias de la libertad ‑el tema del documento‑, no es lícito sacarlas del marco general de la doctrina católica, que la misma declaración invoca al comienzo una vez por todas.

(5) Hay reconocimientos civiles de una religión que pueden estar inspirados en motivos parciales o sin profesión de fe. Nótese al paso que no discutimos aquí si la denominación "Estado confesional, es o no la más adecuada. En los documentos eclesiásticos apenas se usa este término. Nos interesa la sustancia del asunto.

(6) A pesar de la claridad de DH. 1, hubo quienes insinuaron que entre las sociedades cuyos deberes religiosos se afirman no se cuenta la sociedad civil, sino más bien las asociaciones religiosas. Los documentos excluyen ese conato de interpretación liberal. La misma relación que presentó el sentido de la DH advirtió que no se propugna un estado de viejo tipo liberal, arreligioso o indiferente; que la sociedad en cuanto tal puede honrar a Dios por actos públicos en cumplimiento de su deber religioso.

(7) Inmortale Dei, sobre la constitución cristiana de los Estados, núms. 11, 12 y 13.

Este documento es aducido por el Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 36.

(8) Quas primas, núm. 116, 33.

(9) GS: Gaudium et spes, constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy.

(10) LG: Lumen gentium, constitución dogmática sobre la Iglesia.

(11) AA: Apostolicam actuositatem, decreto sobre apostolado seglar. "Ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede sustraerse al imperio de Dios", por eso los fieles "en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, (LG. 36). "Plugo a Dios unificar todas las cosas, tanto naturales como sobrenaturales, en Cristo Jesús" (AA. 7). "El seglar, que es al mismo tiempo fiel y ciudadano, debe guiarse, en uno y otro orden, siempre y solamente por su conciencia cristiana" (AA. 5). "los laicos han de esforzarse por sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado. (LG. 36).

LG. 36 recuerda los deberes religiosos de la ciudad terrestre: "se rige por principios propios", pero no debe construirse prescindiendo de la religión. Y cita: León XIII, Inmortale Dei, Sapientiae christianae; Pío XII, Alla vostra filiale, 1958 ("la legitima sana laicità dello Stato").

Por tanto, necesita una explicación lo que escribe Olegario González de Cardedal, rechazando al Estado confesional y el secularismo: "Es necesario crear un espacio de existencia pública dejando la posibilidad real a la política de ser política, a la ética de ser ética y a la religión de ser religión" ("Vida Nueva", núm. 874, 17‑111‑1973, p. 29).

(12) Tratando de la construcción de la sociedad, Pablo VI ha insistido recientemente en la necesidad de una recta concepción del hombre: "es necesario saber de qué hombre se trata"; la acción política ha de tener en cuenta la plenitud de la vocación humana; por eso el cristiano en la acción política no puede adherirse sin contradicción a sistemas ideológicos que se oponen radicalmente o en los puntos sustanciales a la fe y a su concepción del hombre. Cfr. Octogesima adveniens, 25, 26, 38, 39, 40.

Los textos políticos españoles hablan del hombre "portador de valores eternos".

(13) La Iglesia interpreta el derecho natural en conformidad con el espíritu de la Revelación, aunque ésta no lo proponga expresamente. Así es como expone el Concilio Vaticano II el mismo derecho a la libertad religiosa. Reconoce que "la Revelación no afirma expresamente el derecho a la inmunidad de coacción externa en materia religiosa"; lo presenta como fruto de una percepción más amplia de las exigencias de la dignidad de la persona, descubiertas por la razón humana a través de una maduración de siglos bajo el influjo del espíritu evangélico, y como proyección de la doctrina constante sobre la libertad del acto de fe [DH. 9‑12].

(14) El criterio católico para los problemas de tolerancia jurídica de lo no moral, especialmente los derivados de la posible inserción de Estados de distintas confesiones en una comunidad de Estados, lo explicó Pío XII a los jurisconsultos católicos en 1953 (Ci riesce, núm. 7‑10).

(15) Humanae vitae, 23.

(16) El mismo Episcopado, destacando la función educativa de la ley, señala que .cualquier concesión al aborto tendría graves repercusiones negativas sobre las costumbres, ya demasiado deterioradas, y fatalmente reforzarían actitudes de egoísmo y de explotación".

(17) Un profesor eclesiástico recomendaba hace poco la disociación entre las normas legales y las exigencias morales de la Iglesia, como un medio para la coexistencia pacífica del Estado y la Iglesia; ésta se reservaría la libertad de enjuiciar moralmente e incluso castigar canónicamente los comportamientos de los católicos (cfr. "Ya", 27‑1‑73).

(18) Ver lo que reclama la Iglesia en materia de matrimonio (por ejemplo, Casti Connubii, 4, 49] y de enseñanza religiosa. Ver las posibles implicaciones religiosas en los motivos de "orden público, [DH. 7] que limitan la libertad religiosa.

Según Pablo VI, los poderes públicos deben evitar en los medios de comunicación social "la difusión de cuanto menoscabe el patrimonio común de valores, sobre el cual se funda 'el ordenado progreso civil, (Oct. Adv., 20).

(19) Editorial de "Ya", 24‑1‑1973, donde se atribuye tal deseo a los obispos españoles.

(20) "El ejercicio de la autoridad política... debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral... según el orden jurídico legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer" (GS. 74]. Cfr. GS. 75; DH. 7.

(21) Principios del Movimiento Nacional, II; Ley de Sucesión, art. 1; Fuero de los Españoles, art. 6 (la acomodación de este artículo a la doctrina sobre libertad religiosa se hizo con aprobación de la Santa Sede y dictamen favorable del Episcopado español).

(22) Carta colectiva del Episcopado español, 1937.

(23) Tan distintos son los temas de la confesionalidad y de las posibles vinculaciones jurídicas entre Iglesia y Estado que, por ejemplo, la intervención del Estado en la  designación de Obispos se da en países no confesionales y con separación; y para algunas diócesis esa intervención es más decisiva que en España.

(24) Así, el proyecto de declaración episcopal aprobado por la Asamblea Plenaria del Episcopado español en diciembre de 1972, según el texto publicado por la revista "Indice".

(25) Cfr. Octogesima adveniens, 25.

(26) Aunque los criterios para limitar la libertad religiosa no sean directamente religiosos, sino lo que llama el Concilio "orden público", éste puede implicar factores de inspiración religiosa. Si, por ejemplo, un miembro de una secta bíblica no acepta la  transfusión de sangre, no se le coaccionará, pero si se impedirá que dañe a los demás; y el empleo de la transfusión, legalmente fomentado, puede justificarse no sólo por un consenso mayoritario, sino por razones que pueden estar teñidas de consideraciones religiosas.

(27) Comentario al documento "La Iglesia y la comunidad política", editorial de "Ya", 24‑1‑1973.

(28) Se ha escrito con razón que un criterio de mera libertad religiosa exigiría en España otras aplicaciones revolucionarias, que la Iglesia no querría, en materia de enseñanza religiosa, de subvención económica, de reconocimiento internacional de la Santa Sede en relación con el reconocimiento de las centrales supranacionales de otras confesiones religiosas o ideológicas, etc. [ver "Iglesia‑Mundo", núm. 44, 15‑11‑1973, p. 26).

(29) Corren por ahí interpretaciones de la libertad religiosa inspiradas en ese liberalismo agnóstico: filosofía subyacente en algunos autores durante la elaboración de los primeros esquemas sobre libertad religiosa en el Concilio, pero rechazada por éste, por incompatible con la doctrina católica.

(30) La egolatría de algunos los lleva a olvidar algo tan elemental como que la existencia de los niños es un factor esencial de la sociedad y condiciona estructuralmente su ordenación y el ejercicio de la libertad de los mayores.

(31) Numerosos documentos de la Iglesia exponen la doctrina católica sobre la autoridad, según la cual el derecho y las condiciones de mandar se derivan de Dios, no del pueblo, aunque sea éste quien designe las personas que lo han de ejercer, y la norma es la ley de Dios, que no se identifica necesariamente con las opiniones. Cfr. León XIII, Diuturnum, 5‑12; Humanum genus, 18, 22, 26; Inmortale Dei, 4‑7, 24, 31, 32, 38; Libertas, 10; Pío XI, Quas primas, 18; Concilio Vaticano II, GS. 74.

(32) Al oponer confesionalidad y libertad, se acentúa no sólo el respeto a la autonomía de los demás, sino también la pureza en la fe del cristiano. Pero subyace aquí otra incongruencia. Pues, por un lado se recurre continuamente al tópico de que las  estructuras sociales, jurídicas y económicas condicionan de un modo determinante y  prioritario la vida espiritual y personal; y de otro, al mismo tiempo, se desprecia la importancia de la ordenación jurídica para la vida religiosa del pueblo, postulando un vivir cristiano fundado únicamente en decisiones personalísimas en medio de los pluralismos más disgregadores; se descalifica la religiosidad de un pueblo que la vive a favor de  un ambiente social.

(33) Proyecto de documento episcopal citado en la nota 24.

(34) Documento "La Iglesia y la comunidad política", publicado con el voto de 59 obispos españoles, enero 1973.

(35) Documento citado.

(36) Documento citado.

(37) "A fin de que por la pluralidad de pareceres no perezca la comunidad política, es indispensable una autoridad que dirija la acción de todos hacia el bien común" [GS. 74].

Lo que sí es oportuno es el aviso que daba hace años el Episcopado español, recogiendo la grave admonición del Concilio [GS. 43] "dirigida a los que, guiados por la inspiración cristiana, se afanan noblemente en abrir con generosidad caminos que lleven a la mayor perfección en las cosas humanas. No canonicen sus soluciones preferidas ni condenen ligeramente en nombre del Evangelio las ajenas... Empleen en sus discusiones datos y razones técnicas, de orden político, social, económico o histórico; no se propasen precipitadamente a reivindicar en exclusiva a su favor la autoridad de la Iglesia o del Concilio. Ni los ciudadanos ni los gobernantes, aun profesándose católicos e intentando realizar fielmente el ideal de la doctrina de la Iglesia, propongan sus ideas, realizaciones o programas como las únicas que corresponden a las exigencias del Evangelio" (Instrucción "La Iglesia y el orden temporal a la luz del Concilio Vaticano II", 1966.)

(38) Olegario González de Cardedal, en .Vida Nueva", núm. 874, 17‑111‑1973, p. 28. "Es la autonomía en la acción temporal de los ciudadanos y la libertad de los creyentes lo que está en juego" (íbid., p. 29).

(39) "El hecho de que el Estado procure que sus leyes se inspiren en la doctrina de la Iglesia no significa en modo alguno que por ello la Iglesia o su Jerarquía queden implicadas en la valoración de las mismas". (Documento "La Iglesia y la comunidad política", núm. 56.) Sin embargo, el mismo documento dice poco antes que en caso de no cumplir el Estado su compromiso constitucional, comprometería a la Jerarquía de la Iglesia. ¿Se refiere acaso al desprestigio que los fallos de los fieles pueden causar en la opinión? ¿Y cuál es la alternativa? ¿Desprenderse de los posibles pecadores? Sería radicalmente antieclesial; y ningún miembro de la Jerarquía se atrevería a contarse entre los "puros".