LA LEY Y SENTIDO DE LA LIBERTAD, ¿ES AMOR?

Esta pregunta es la que empalma más vitalmente con el cristianismo. Fuera de éste no hay respuesta. Aun suponiendo y afirmando que la ley suprema del universo no sea necesidad, fatalidad, automatismo ciego o azar sino inteligencia, libertad o providencia, todavía falta saber si el plan universal está dispuesto para mi bien o no; si la clave del universo es amor para mí o no.

En virtud de la estimación que cada uno tiene de sí mismo por razón de la superioridad, dignidad y trascendencia de la persona humana, tiende uno a pensar que todo el universo tiene que estar planeado por convergencia hacia mí, al servicio del hombre; que el hombre tiene que ser la finalidad de todas las demás cosas: Y si no, se dice muchas veces, no hay derecho.

Pero decirlo no basta para convencernos. ¿Y si no fuera así? ¿Y si, aun habiendo en el mundo, como poder supremo, libertad e inteligencia y, por tanto, programa y providencia, y no mera fatalidad o casualidad, yo no fuese, a pesar de ello, más que un medio al servicio de otras finalidades, al igual que yo mismo utilizo tantas cosas como medio a mi servicio? ¿Quién me garantiza lo contrario? Así se plantea la cuestión del amor como sentido para la totalidad de la vida. No me basta que haya libertad e inteligencia; deseo, quizá exijo, que me ame a mí, es decir, que en último término ordene todas las cosas para mi bien.

Una respuesta podría ser la bondad de Dios. Pero, si no hay una revelación del mismo Dios, el modo de su bondad es oscuro para nosotros. Acaso no baste decir que Dios es bueno, para que tenga que ser bueno conmigo. Acaso Dios no dejaría de ser bueno, aunque la bondad se refiriese a un plan de conjunto, en el que me tocara únicamente ser medio, engranaje de la gran máquina. En todo caso, puede surgir esta duda, y, cuando surge, las manifestaciones de lo divino a través de la naturaleza o del razonamiento no parecen suficientes para disiparla. La bondad de Dios para los hombres a través de la naturaleza se ha manifestado siempre, por ejemplo, en forma de sol, de floración primaveral, de euforia vital, de salud, de mil sucesos gratos; pero ese mismo poder misterioso se manifiesta otras veces de formas diferentes: no siempre el sol reconforta, que a veces abrasa; no siempre el fuego es para calentarse, que a veces quema... Las manifestaciones de la naturaleza, en cuanto a la bondad, son ambiguas. Se explica que muchísimos hombres, incluso en las religiones puramente naturales, hayan apreciado con satisfacción esas manifestaciones, hayan sentido felicidad y gratitud hacia el poder misterioso que rige el universo. También se explica que otros hombres hayan llegado a posiciones más críticas, poniendo de relieve la ambigüedad. En el plano de la investigación humana esta ambigüedad, cuando se yergue como problema, parece insoluble, al menos en forma satisfactoria.

Conclusión de esta parte: no es posible un humanismo satisfactorio, sin relación con Dios, ni humanismo de acción sin contemplación.

A veces se habla de dos humanismos: el religioso y el ateo o, por lo menos, secularizado, sin referencia a Dios; como si el segundo fuese un escalón, inferior pero válido, hacia el primero. Sabido es que la posición de Pablo VI en la Populorum progressio, al hablar del desarrollo humano en la tierra, es la contraría. Un humanismo que, al menos, no esté abierto hacia lo divino no se queda en humanismo imperfecto, sino que deja de ser humanismo. El humanismo ateo es una contradicción, no por ser humanismo, sino por no serlo; por ser negación del hombre.

Esto equivale a la otra afirmación del título: "No es posible humanismo de acción sin contemplación." No es posible una concepción o actitud vital del hombre que esté limitada a las posibilidades de acción del mismo hombre. Este es hombre por referencia a realidades que están fuera de su capacidad de acción y son objeto de contemplación y de esperanza.

Esta dimensión contemplativa es, según parece, una de las que vuelven a caracterizar de modo visible a ciertos sectores de la juventud contemporánea. Si no me equivoco, esto es lo que destacan, como valor positivo, tantos escritores al referirse a movimientos juveniles que, con maneras extrañas, están intentando redescubrir el valor de actitudes vitales que no se miden por su eficacia activa, por el programa que realizan, sino todo lo contrario: son una especie de evasión del programa, al menos en cuanto éste pretende absorber y acaparar; una evasión cordial hacía cosas un poco indeterminadas probablemente, cuando no ofrecen rostro religioso, que son objeto de contemplación pasiva y, sin embargo, beatificante, que llenan el espíritu más que la acción sola.

Un humanismo como el marxista no puede aceptar la contemplación, a no ser que se llame contemplación al estudio del plan quinquenal, que es lo que el hombre intenta hacer. Una auténtica contemplación, fuente de consuelo y de expansión íntima ante la totalidad de la vida, más allá del coto del quehacer humano, está descartada del marxismo. Por eso, los marxistas son coherentes cuando exigen un arte realista. Toda otra forma de arte resulta sospechosa, porque es un modo, más o menos extraño, de abrir brecha en un ámbito de realidad que trasciende lo que es técnicamente factible. Tal es la lógica del sistema. No se concilian el ser marxista, por una parte, y, por otra, cultivar formas de evasión, proyección de aspiraciones íntimas, que no se puedan encasillar en ningún programa quinquenal, porque el humanismo marxista es un humanismo de transformación y de eficacia en plazo histórico, y niega la realidad superior y envolvente que es el objeto de la contemplación.

José Guerra Campos