Cristo es la respuesta a las preguntas radicales que hicimos antes y, por tanto, a todas las posibles situaciones de la vida, de dos maneras: como revelador y como liberador real.
Como revelador, asumiendo plenamente la vida humana, incorporándose a nuestra situación confusa, limitada, insatisfactoria, nos revela que Dios es amor: responde a la gran pregunta en la que se implican todas las demás.
Revelador claroscuro, es decir, la luz de la revelación cristiana es suficiente para que podarnos confiar, pero no puede satisfacer a los que exijan de ella la aplicación del método científico o explicativo. La revelación cristiana no es una experiencia que se pueda repetir en laboratorio, a gusto del consumidor, para comprobar una determinada ley física, ni es un principio racional de índole matemática universal, del cual se puedan extraer con absoluta seguridad e indiscutibilidad toda clase de aplicaciones; es decir, la revelación no corresponde a ninguno de los dos procedimientos de la ciencia; el inductivo y el deductivo. La revelación cristiana se realiza por otro camino, el de la manifestación personal, por el cual conoce el amigo al amigo, el esposo a la esposa; vía de apertura de la intimidad, absolutamente intransferible. Es un hecho singular, que no cabe en las categorías habituales de la ciencia; pero que vale para la persona humana más que la ciencia.
Esta manifestación de tipo personal es, además, claroscura, porque ilumina el misterio del hombre, da respuesta al problema del mal, a la pregunta sobre la existencia del amor, no tanto con palabras o explicaciones, que son muy sobrias, cuanto con un solo hecho, el mismo hecho de la asociación solidaria de Cristo a nuestra situación. La vida histórica de Jesucristo aparece como la vida de alguien que ciertamente es sobrehumano, siendo al mismo tiempo humano; aparece vinculada estrechamente con el poder divino, como alguien amado por el Padre y, sin embargo, abandonado a la misma situación de muerte, dolor, incomprensión, etc., de los demás hombres, a los cuales esta situación los incita a rebelarse, a pensar que no son centro de ningún amor; lo que induce a sospechar que el poder supremo no existe o existe de forma ciega o inconsciente o, si es consciente, no se interesa por nosotros, tiene otros planes, indiferente e impasible respecto de nuestras aspiraciones subjetivas. Por lo mismo, el hecho de que Jesús, solidarizándose fraternalmente con nosotros, asociando nuestro destino al suyo, viviendo implicado en nuestra situación y, sin embargo, dándonos muestras claras de que el Padre le ama y no le abandona con crueldad o pasividad indiferente, es la demostración única y suficiente de que el Padre también nos ama, de que el poder supremo, a pesar de apariencias contrarias, es para nosotros amor. Aunque no entendamos cómo, nos consta el hecho de que el conjunto de los sucesos y las cosas es dispuesto por Dios para nuestro bien, es decir, el Padre nos ama.
Esto tiene una inmensa actualidad. Porque los razonamientos en este campo son quebradizos; lo que satisface a unas personas o a una generación, a otras les desencanta. Solamente un hecho, como el apuntado, un hecho visible, de acuerdo con nuestra experiencia histórica, es manifestación inequívoca del amor de Dios.
Consiguientemente, tal revelación no aporta explicaciones: nos aporta orientación y confianza. Se puede decir con verdad que, aunque el cristianismo contiene doctrina, una expresión verdadera de la realidad misteriosa, que es la venida de Cristo, con todas sus consecuencias, es más que doctrina que satisfaga intelectualmente la curiosidad humana; más que respuesta a preguntas racionales es motivo de confianza, inspiración global que nos permite confiar en que la vida tiene sentido en su totalidad y que su clave es amor, aunque luego, al analizar cada situación en concreto, cada etapa de la vida, cada fenómeno, no podamos defendernos con facilidad ante los que nos ataquen y ni siquiera podamos satisfacernos a nosotros mismos desde el punto de vista intelectual.
La respuesta es de orientación para la confianza. La explicación satisfactoria para el entendimiento se remite a la plenitud que esperamos, a la visión de Dios, que será nuestra perfección de hombres. La fe es una candela humilde en medio de la noche; no ilumina más que el trozo mínimo de terreno necesario para poner los pies. La visión hasta el horizonte y más allá del horizonte no será satisfactoria hasta que salga el sol.
Revelación claroscura y docilidad.Por ser claroscuro, el cristianismo, al mismo tiempo que da luz, hace posible la oscuridad, o sea, no ver, la rebeldía contra esa luz, negarse a recibirla como respuesta, según sean los condicionamientos que uno trate de imponerle.
El que tenga una actitud objetiva, realista, dócil, que reciba la luz, que se le dé y procure aprovecharla sin exigir más, se siente feliz con la respuesta cristiana. El que ponga condiciones diciendo: "A mí hay que esclarecerme esta y esta cuestión", termina normalmente por no ver el cristianismo como respuesta. Cae en la ceguera, en el pecado contra el Espíritu Santo, que es despreciar la luz que se tiene so pretexto de que no se le da la que a uno se le antoja. Se cumple la palabra del Señor: "Al que tuviere se le dará, y al que no tuviere, incluso lo poco que tuviere se le quitará."
Es fácil soñar que todo sería más cómodo si la revelación fuera del todo clara y contundente, pero de hecho el cristianismo brota de una revelación claroscura, que, por lo mismo, requiere una actitud de honestidad interior y de docilidad, sobre todo, una actitud incondicional, estar dispuesto a acoger lo que se nos ofrezca y a aprovecharlo porque lo necesitamos, aunque no sea tan abundante como quisiéramos; a dar un paso tras otro en la noche a la luz del candil y no sentarnos al borde del camino con la exigencia de que salga el sol; porque si hacemos eso, probablemente ni saldrá el sol ni nos moveremos, mientras que si avanzamos a la luz del candil, podremos salir de la oscuridad y llegar al término, a la desembocadura de nuestras aspiraciones vitales. Baste haber aludido a esto.
José Guerra Campos