Esperanza activa
La esperanza trascendente de ciertos grupos religiosos no cristianos no es activa; es pasiva. Ahora está muy de moda echar en cara a los cristianos, a la Iglesia, una pasividad en el orden de la acción temporal. Si eso se dice como un estímulo o despertador, bien venido sea. Si se dice como afirmación o juicio sobre la realidad histórica, es de una ingente falsedad, porque el sector de la historia humana que coincide con el "activismo" es el sector cristiano. El ámbito histórico del cristianismo es el mismo en que, desde hace muchos siglos, se despliega la máxima actividad transformadora del universo. Por algo será. La esperanza es activa.
La actividad de la esperanza se puede diseñar con tres rasgos:
a) Lo que ahora se llama edificación del mundo, con todo lo que eso supone en todos los órdenes: dominio técnico, dominio social, reordenación, mejora del mundo. La esperanza cristiana implica la dedicación a hacer el bien a los hermanos. Lo exige la caridad; y como la caridad es amor y el amor quiere ser ilimitado, la primera obligación y actitud del hombre que vive en esperanza inspirada por la caridad es hacer el bien ilimitadamente, hacer el máximo bien posible.
Son también ilimitadas las consecuencias prácticas de esta exigencia. No basta con hacer cualquier bien para salir del paso. Estamos obligados a no cejar hasta hacer todo lo que realmente podamos. Al menos, hay que intentarlo. Así ya queda dicho que la esperanza cristiana, por exigencia de la caridad, que es su principio supremo, exige buscar eficacia. Buscarla; no precisamente conseguirla.
b) La esperanza, por ser activa, exige lo que acabamos de oír. Mas por ser esperanza, exige conjugar armónicamente la acción y la contemplación, no dejar que nuestro espíritu, nuestras ilusiones, nuestros propósitos, nuestro ser consciente, se identifique con los programas de acción, porque, en tal caso, estaríamos negando a Dios y negando al hombre. Estaríamos recayendo, como les pasa a algunos cristianos, en el humanismo ateo, aunque no se acepte con palabras. Es decir, hemos de seguir dando más valor a lo que está fuera del alcance de nuestros programas de acción, cualesquiera que fueren, que a lo que está dentro.
c) La esperanza cristiana es esencialmente trascendente. No tiene como objeto propio, ni lo puede tener jamás, aunque algunos lo digan, contra el Evangelio, un futuro histórico mejor, que vayamos a hacer nosotros. Intentar ese futuro es, sí, exigencia del amor cristiano. Se conseguirá o no. En todo caso, no hay una sola promesa en la revelación cristiana de que lo vayamos a conseguir; y por eso no es objeto de la esperanza, que tiene por fin lo prometido.
La esperanza cristiana es ultrahistórica; me remite a lo que voy a conseguir, si Dios quiere y no soy infiel, cuando me muera, aunque sea dentro de dos minutos, y no a lo que vamos a conseguir al comienzo del siglo XXI. Trabajaremos para el siglo XXI como si fuéramos a conseguir lo que nos proponernos; pero podemos fallar. Identificar la esperanza con la realización histórica de programas humanos es la negación del cristianismo, un engaño, y ninguno debe dejarse engañar y, mucho menos, engañar al prójimo. No hay promesa alguna en la revelación cristiana tampoco la hay fuera de la misma, dicho sea de paso según la cual el año 1985 vaya a ser de más plenitud vital que 1971. Todos deseamos que lo sea. Llenamos toneladas de papel diciéndolo; cosa fácil y que no está mal. No nos juguemos la vida a esa baza; juguémosla como si dependiera de esa baza: "Como si...", porque el amor exige intentarlo. Pero la esperanza, el consuelo, el sentido para la totalidad de la vida no dependen de que lo consigamos.
La esperanza cristiana es trascendente. Esto, aunque parezca extraño, combina muy bien con fases recientes de la psicología juvenil en el mundo entero. Si no me equivoco, en los últimos veintitantos años ha inundado al mundo, precisamente en los sectores juveniles, una inmensa, aplastante desilusión frente a las expectaciones suscitadas, decenios antes, por programaciones humanas. Es difícil a quien no lo ha vivido imaginar con qué ilusión, en los años 19251930, reaccionaban grandes sectores de la juventud ante determinados incentivos y programas, como el comunismo, el fascismo, el nazismo... Estos y otros programas, por ser parciales y haberse presentado con una indebida totalidad, que no les correspondía, al malograrse o al lograrse de modo deficiente, o al quedar truncados por situaciones catastróficas, generaron una actitud de desencanto radical, una desconfianza que ha informado la vida juvenil de numerosos países, aunque ya empieza a cambiar; un no querer saber nada, desencanto de esperanzas temporales.
La esperanza cristiana se realiza en la impotencia y en la muerte tanto como en el tiempo de la eficacia y del éxito feliz. Se realiza de modo más perfecto en la muerte, cuando es puro don, pura esperanza, que no depende para nada de nosotros. Antes, más que la esperanza, es la caridad la que nos empuja a entregarnos al prójimo y a desgastarnos por hacer algo con la máxima eficacia posible.
No hay tiempo para una exposición más detenida. Me limito a avisar que es importantísimo, en el momento actual, apreciar con exactitud la relación entre el reino de Dios y el progreso temporal. Convendría repasar las indicaciones del Concilio Vaticano II y del Credo de Pablo VI.
La "muerte de Dios" es antihumana.
Los cristianos que subordinan íntegramente el mensaje cristiano a la realización de programas humanos temporales, con los que identifican la esperanza, son cristianos ateos. El ateísmo cristiano no significa que no haya Dios, sino que el propósito de Cristo, o bien el resultado eficaz de su presencia en la historia, se reduce a una revelación de lo humano o a una mejora de las relaciones interhumanas. Por este recortamiento de las perspectivas y la reducción del cristianismo a lo sociotemporal, en la práctica se desvanece la diferencia entre creer en Dios y no creer. La diferencia es como un supuesto proyectado sobre el más allá: ¿Es o no encuentro con Dios la culminación de la vida en la muerte? Los ateos dirán que no; que sí los creyentes. En todo caso, se tiende a hacer coincidir las posiciones de todos en la vida actual. Se nos invita a rebajar el cristianismo hasta fundirlo, en la práctica, con todos los movimientos de mejora humana que haya en el mundo; se nos invita a recortar los elementos diferenciales o a dejarlos entre paréntesis: se supone que son factores de división.
Todo lo expuesto más arriba podría confluir ahora en esta afirmación: el cristianismo es respuesta radical para la vida, si respetamos la primacía absoluta de su elemento diferencial, como foco luminoso que, abierto a todos, da sentido a la totalidad. Si, en nombre de una supuesta y superficial unidad, damos valor solamente a la coincidencia superficial, llegaremos a una coincidencia de palabras. Pero, como se ha escamoteado el problema, habremos escamoteado también la respuesta y la solución.
José Guerra Campos