INVALIDEZ DE LA ANTÍTESIS «EVANGELIOEJÉRCITO»
Ilustrísimos señores, señores Jefes y Oficiales, Caballeros Alumnos:
Ya sé que conocéis, admiráis y queréis a vuestro Coronel. Por tanto, estáis preparados para descontar de los elogios de su presentación la dosis muy subida de generosidad, que me atrevería a llamar paternal.
Muchas gracias, señor Coronel. Pero muchas gracias, sobre todo, por permitirme la incorporación, aunque sea fugaz, a este mundo admirable y difícil de la vida militar, para hablar como corresponde a un cristiano, a un sacerdote, a un obispo del sentido cristiano del Ejército, de la misma vida militar.
Mis queridos amigos, Caballeros Alumnos, yo me imagino muy fácilmente a mí mismo sentado en medio de vuestras filas, aunque en una categoría inferior, evocando mis tiempos de soldado de segunda. Me imagino con la misma facilidad entremezclado en vuestro mundo de aspiraciones y de profesión universitarias. Me imagino, todavía más fácilmente, sumergido en una comunidad de creyentes, de cristianos. Y son esos tres factores la vida militar, la perspectiva universitaria y, sobre todo, el sentido totalizante de la vida cristiana los que tendría que conjugar ante vosotros, para decir algo, aunque sea muy sencillo y muy somero, sobre el tema que se os acaba de anunciar: «Sentido cristiano del Ejército».
Como universitario que he sido muchos años, sé muy bien cuál es la proporción de espíritu crítico con que un tema como este es acogido, normalmente, por vosotros. Como sé también que, cuando llega la hora de la verdad, de estas filas donde parece prevalecer un espíritu crítico, que algunas veces se acerca a lo disolvente brota el entusiasmo más constructivo, la respuesta más generosa y más pronta. También sé, por otra parte, que conjugar de una manera lúcida, crítica y, por tanto, universitaria, la perspectiva de la vida militar (del Ejército) con la perspectiva cristiana de la vida total no es fácil; al menos, no es fácil de exponer.
No puedo permitirme el lujo de una exposición minuciosa. Tenéis que perdonarme que os hable con la mayor simplicidad.
Si me permitís trazaré desde el comienzo, para entrar en situación, unos rasgos simples acaso simplistas, para conducir vuestra atención hacia esos sectores, cada vez más extensos, en los que el espíritu cristiano es considerado como radicalmente incompatible con el espíritu militar o con la función institucional de los Ejércitos. Hay personas también cristianas y en la Iglesia Católica que, en nombre del amor a la paz, en nombre del ideal del amor fraterno, de la sana y santa mansedumbre, se consideran incompatibles con la vida militar, con la institución del Ejército. Ven como una contradicción. Y, si esto es así, será porque esas personas apelando, al ideal del amor y del respeto fraternal y de la mansedumbre estiman que «vida militar», «Ejército», «Fuerzas armadas» han de ser equiparados a «odio», que es lo contrario del amor; a «guerra», que es lo contrario de la paz; a violencia, a abuso.
Ciertamente, estoy entre personas más cultas que yo, debo descartar desde el comienzo esta visión simplista y grosera, aunque a veces se dé con buena intención. Bastará apelar a la propia experiencia. Mi paso por la vida militar no me ha hecho pensar nunca que las Fuerzas Armadas fuesen la simple plasmación del odio, de la violencia o del abuso. Bastará apelar a vuestra propia experiencia. Bastará apelar a la experiencia histórica, milenaria, de la Iglesia, la cual, a pesar de su fidelidad al Evangelio, nunca ha señalado esta supuesta contradicción e incompatibilidad. Y, si me lo permitís todavía, bastará apelar al testimonio de nuestro pueblo sencillo, en el que están nuestras madres, nuestras hermanas, nuestros vecinos, el cual, cuando aplaude emocionado con purísima espontaneidad un desfile militar no lo hace ciertamente, para aplaudir la fuerza bruta, ni la violencia, ni el abuso; no lo hace, siquiera, tan sólo para aplaudir una muestra de gallardía, que pudiera rondar lo fanfarrón. La emoción del pueblo sencillo, que aplaude el paso de un Ejército por sus calles, está impregnada de una espiritualidad indefinible, de una carga de valores morales. Y son estos valores morales, más o menos sintetizados en la noción compleja de «Patria», los que el pueblo aplaude.
EL EVANGELIO Y LA «ESPADA»
1.Supuesto lo anterior, acerquémonos al Evangelio, en sus comienzos; al momento germinal de ese espíritu nuevo que algunos creen incompatible con el espíritu militar.
El Evangelio aparece en el mundo con Cristo Jesús.. Evocad en la imaginación el coloquio de Cristo, que va, a morir, con P'ilato, el representante del máximo Poder de entonces, el Poder romano (1). Cristo le indica que el Reino de Dios que El viene a instaurar no es de este mundo no se establece por la fuerza, por la ocupación, por medios, militares, como establecieron el suyo los romanos, y que, por tanto, el representante del Imperio romano no tiene por qué temer que Jesús, el Rey del Reino nuevo, sea un competidor.
El mismo Jesús, cuando uno de los discípulos, Pedro, trata de defenderle echando mano a la espada, se lo impide: «Vuelve la espada a la vaina... ¿No, sabes que, si yo, quisiera, el Padre me enviaría hasta doce legiones de, ángeles?» (2). Jesús renuncia a defenderse a sí mismo y se somete mansamente al poder constituido, aunque este poder en aquel momento fuese; manejado porel espíritu malévolo de sus perseguidores. Lo hace na sólo con mansedumbre sino con acatamiento respetuoso
El Reino de Dios, mis queridos amigos, es sustancialmente una revelación de la Voluntad, del Amor del Padre; que se propaga por la predicación; que requiere ante todo la apertura intima del corazón de cada persona; que, por consiguiente, no se puede imponer por vía de simple dominación o de poderío exterior. Ahora bien, el Reino de Dios, aunque no es de este mundo, se instaura en este mundo; asume sus valores; trata de inspirar, dándoles un sentido nuevo y una esperanza total y una dimensión infinita, todas las realidades y todas las aspiraciones que constituyen lo que llamarnos «este mundo»: el mundo que está a nuestro alcance, al alcance de nuestro conocimiento, al alcance de nuestros atisbos y de nuestros deseos. Todo este mundo es asumido, para ser transfigurado, no para ser anulado. Sólo una cosa excluye de sí o tiende, a excluir el Reino de Dios (la vida cristiana), que es el pecado. El Reino de Dios asume a los pecadores, mas para liberarlos: para liberarlos, del odio, del egoísmo, del rencor, de la venganza, de la prepotencia, del aislamiento suicida; para abrirnos a una solidaridad que nos trasciende y nos obliga a la sumisión, pero al mismo tiempo nos libera de nuestra mezquina, cerrazón, de nuestra estrechez individual o de nuestra pequeñez de grupo.
2.Pues bien, en el mismo momento inicial de la propagación del Evangelio, éste asume esa forma de vida humana que llamamos vida militar (el «soldado», en todas sus graduaciones); y la asume tal cual es, sin exigir que cambie, sin exigir que deje de ser. A otras formas de vida, precisamente porque eran pecaminosas, las acogen misericordioso el Señor, misericordiosos los Apóstoles, para purificarlas y convertirlas, para que cambien.
Ya al principio, cuando Juan el Bautista, el Precursor, anuncia la proximidad del Reino de Dios y del Rey que lo instaura (el «Mesías») y suscita en torno a él un movimiento profundo, implacablemente exigente, de purificación y penitencia, de cambio de vida y de mentalidad, es decir, de conversión, se le acercan, entre otras categorías; de personas, unos soldados preguntándole: «¿Y nosotros, qué hemos de hacer?» Como han notado muy bien los comentaristas el Precursor ¡tan enérgico y exigente! no les insinúa en modo alguno que deban cambiar de oficio. Se limita a recomendarles que no cometan abusos en el ejercicio de sus funciones: «No hagáis, extorsión a nadie, no denunciéis falsamente, contentaos con vuestra soldada».
Las mentes fáciles en ver, o al menos en proclamar, la supuesta distancia o incompatibilidad entre un auténtico espíritu cristiano y un auténtico espíritu militar, suelen a veces echarnos en cara que, si tal incompatibilidad no es sentida por la Iglesia actual y por la Iglesia de muchos siglos, se debe acaso a que esta ha ido separándose de] auténtico espíritu original del Evangelio.
Mis queridos amigos, estoy evocando el momento germinal del Evangelio. Y para ser del todo fiel a la verdad histórica, aún he de añadir algo que algunos buenos exegetas, entre ellos un hijo de esta tierra, el ya difunto, Padre Bover , han subrayado claramente. Es un fenómeno que pronto fija la atención, por su espectacular relieve, del que lee, toda la historia evangélica, contenida en los Evangelios, en los Hechos, de los Apóstoles, en las Cartas Apostólicas.
A través de los mencionados escritos vamos asistiendo a la fulminante propagación inicial del Evangelio o Cristianismo, arrancando de la Palestina, avanzando por las orillas del Mediterráneo y cubriendo todo el mundo entonces civilizado, hasta plantar sus reales en Roma, el corazón del Imperio. Pues bien, en los momentos cruciales de esa propagación decisiva, destacan, por su sintonía espiritual con el Evangelio, figuras de, soldados. Bastará reseñarlas; pues vuestra cultura complementa mis alusiones.
Durante la predicación personal de Jesús, mientras una gran parte del pueblo le sigue con una fe turbia, insuficiente, para acoger eficazmente dicha predicación, Jesús manifiesta su sorpresa y admiración gozosa porque ha encontrado el máximo de fe, la fe pura y exacta, en un soldado, un jefe de centuria romana: el Centurión de Cafarnaúm.
Cuando Jesús muere en el Calvario, entre el odio de unos, la indiferencia de otros, el desánimo cobarde de algunos más, también el centurión, que mandaba a los soldados ejecutores de las órdenes de Pilato, supo ver en el espectáculo de aquella agonía la marca de Dios: «Verdaderamente este hombre era justo», «Hijo de Dios».
Cuando el Evangelio quiere traspasar las fronteras de Palestina y abrirse al mundo de los gentiles momento impresionante de la historia cristiana, Pedro, inspirado por el Señor, se dirige primeramente a Cornelio, el centurión de la Cohorte Itálica, que estaba de guarnición en Cesarea de Palestina, en la costa del Mediterráneo. Aquella familia de soldados constituye las primicias de la incorporación del mundo pagano a una Religión que muchos por entonces creían reservada a los judíos.
Otro momento significativo: la implantación de la primera Iglesia en Europa. Todos recordáis que el Apóstol Pablo, después de recorrer en peregrinaciones apostólicas toda el Asia Menor (la actual Turquía), atraviesa la lengua de mar que separa Turquía de Grecia y va a parar a Filipos: ciudad fundada por una colonia de soldados romanos veteranos («jubilados», diríamos ahora) y con una interesante guarnición militar. Aquí logra Pablo constituir la primera comunidad cristiana de Europa. Una noche, estando Pablo en la prisión, un terremoto produjo el gran desconcierto entre todos sus acompañantes. El soldado encargado de la guardia, en vez de huir o agredir, se plantó ante los Apóstoles diciendo: «Señores, ¿qué he de hacer para ser salvo?», y Pablo lo evangelizó y lo bautizó con todos los de su casa.
Y llegamos finalmente a la meta de esta primitiva historia cristiana, que termina con la inserción del Evangelio en la ciudad de Roma, núcleo fundamental de todo el mundo civilizado antiguo. Pablo va a Roma (hacia el año 61) como ciudadano romano prisionero, pues había apelado al tribunal del César. Es conducido por una guardia, custodiado por soldados. Los Hechos de los Apóstoles narran cómo Julio, el oficial de la Cohorte Augusta encargado de conducir a los presos, trató a Pablo, con delicadísima humanidad, en momentos en que peligraba su vida. Ya en Roma, Pablo, todavía sometido a proceso, en una prisión que no le impedía la acción apostólica con sus visitantes, escribe una de sus cartas más afectuosas y gozosas a la comunidad de Filipos, a la que antes nos referíamos, contándoles cómo su prisión se había convertido en portavoz del Evangelio para todo el Pretorio, la gran estación militar de Roma; y envía saludos a la comunidad de Filipos de parte de muchos cristianos, que se habían convertido al Señor, gracias a su palabra, en «la casa del César».
Esta sucinta reseña histórica resulta impresionante, casi increíble. Alguna afinidad, alguna sintonía espiritual tiene que haber entre el tenor de vida de aquellos paganos militares y el mensaje evangélico para que se produzca, de manera tan ostensible, el acercamiento entre ambos en los momentos decisivos.
En resumen, el Evangelio que, como tal, no se propaga por medio de la fuerza asume con toda naturalidad a los soldados en su propio ámbito espiritual; señal de que asume en ellos valores positivos. Pero, hay más. Desde el comienzo los apóstoles Pedro y Pablo sobre todo, aparte de acoger, como digo, a los soldados con toda naturalidad en la comunidad cristiana, proclaman la función que corresponde a la espada (a la fuerza canalizada por la autoridad legítima, a la fuerza militar): la «espada» no es solamente un instrumento de legítimas necesidades humanas, sino que, según la mente y la palabra de los Apóstoles, es expresión de la voluntad de Dios. Pablo y Pedro lo dicen con toda energía: estad sumisos a las autoridades, porque por ellas actúa Dios; por algo llevan espada: mas no estéis sumisos sólo por temor sino por conciencia (ver carta a los Romanos, 13; carta segunda de San Pedro, 2, 1317). La espada legítima, en la concepción de los Apóstoles, no es un simple hecho bruto, de fuerza que se impone y con la que se tropieza, sino que es la expresión de un valor espiritual que afecta a la conciencia. No dejemos de decir, porque esto tiene importancia excepcional, que esta interpretación de los Apóstoles es absolutamente pura, absolutamente desinteresada. No valdría sospechar o sugerir: claro, encontraban apoyo en el Poder para su obra evangelizadora. No, mis queridos amigos; la espada, el Poder a que se están refiriendo Pedro y Pablo son concretamente los de Nerón, el perseguidor, el que les llevó a la muerte. Como a perseguidor le conocían; sin embargo, respetaban en él la expresión de la voluntad de Dios.
Este espíritu absolutamente puro, absolutamente desinteresado, es el que marca desde los orígenes la actitud básica de la Iglesia ante la fuerza, ante el Ejército: sean cuales sean los vaivenes, las vicisitudes históricas y contingentes en que tal fuerza se manifiesta a lo largo de los siglos. Por ello no será superfluo continuando esta reseña histórica, quizá un poco fastidiosa recordar aquí algo que muchos de los pacifistas a ultranza de nuestra época manejan como un dato contundente:
En los tres primeros siglos una serie de autores cristianos (Tertuliano, Orígenes, el obispo Cipriano, Lactancio y algunos más) parece ostentar en nombre del Evangelio un espíritu totalmente antimilitar; desaconsejan a los cristianos que tomen el oficio de soldados. Pero conviene enmarcar esta postura en su auténtico contexto. Disuaden estos autores a los cristianos de que tomen el oficio de soldados porque se trataba entonces de un oficio voluntario que se ejercía en una atmósfera impregnada de idolatría, de cultos paganos, de fórmulas supersticiosas, ciertamente no recomendables. Pero esto no impedía que al mismo tiempo los mismos autores en páginas inmortales proclamasen su reverencia religiosa hacia el Imperio romano y el ejército que mantenía la paz y el orden en aquel Imperio; como tampoco impedía que muchos cristianos fuesen de hecho soldados al servicio del Imperio.
Por eso lógicamente surge un cambio al llegar el siglo IV, tiempo de la paz religiosa. El oficio militar era antes respetable en sus funciones esenciales, pero voluntario y del que podían encargarse otros, sin que la pequeña comunidad cristiana tuviera que considerarlo como de propia responsabilidad. Cuando es ya cristiana, en casi todas sus líneas, la contextura del Imperio de Roma, entonces no sólo los cristianos seglares que ocupaban puestos directivos en el Imperio, sino también los teólogos y los prelados tenían que examinar más de cerca cuál era la función del cristiano y el modo de ejercerla en ese sector inesquivable, que impone la vida misma, esto es, la organización y el uso de la fuerza militar. A partir de ese momento, con hombres tan lúcidos como Ambrosio de Milán y Agustín el de África, y luego con todas las escuelas jurídicas y teológicas de la Edad Media, se va formando una doctrina cristiana, que podríamos llamar oficial, acerca del valor y del sentido cristiano del Ejército.
DOCTRINA CRISTIANA SOBRE EL EJÉRCITO
1.Señores alumnos, pido licencia para esbozar en pocas palabras y de un modo no demasiado sistemático esa doctrina o actitud oficial de la Iglesia, formulada ya íntegramente en el siglo IV. Pero procedamos con orden.
Si la fuerza militar que puede ser mal empleada tiene, no obstante, una función legítima y recomendable, y puede por lo mismo ser asumida por el Evangelio, en vez de constituir una especie de polo opuesto, ello es porque la fuerza militar contiene valores positivos. ¿Cómo se explicaría, si no, lo que antes he llamado afinidad espontánea y sintonía espiritual de los soldados con la propagación inicial del Evangelio? Si hay una violencia, un uso de la fuerza que es la expresión del pecado, hay también un uso de la fuerza que puede ser expresión de la virtud y liberación del pecado.
El hecho es que en este mundo hay violencia al servicio del egoísmo; hay violencia en virtud de la cual yo o un grupo intentamos perturbar injustamente el orden armónico de los derechos y de las legítimas aspiraciones de los demás; hay violencia injusta. Ahora bien, un ejército es ante todo perdonad la definición elemental una fuerza organizada, disciplinada, ordenada al servicio del bien general, al servicio de la comunidad. Esto es ya una diferencia muy importante: la fuerza como portadora del egoísmo disolvente y caprichoso, o la fuerza como servidora del bien común. Esta disciplina de la fuerza es por sÍ misma un bien, un avance prodigioso de la civilización, de la comunidad humana. La disciplina comunitaria de la fuerza implica el ejercicio de virtudes (fortaleza sometida a norma, abnegación, dominio racional de lo instintivo, o primario, etc.) que no solamente contribuyen a una utilización racional de la fuerza, sino que favorecen la vida civil, la vida comunitaria y pacífica.
Así se explica el hecho innegable de que tantos ejércitos en la historia hayan dejado un sedimento civilizador. A cualquier hijo de esta tierra, España, y muy particularmente de esta tierra de Cataluña, el simple nombre de «los romanos» le evoca un complejo mundo de cultura, de paso desde la oscuridad anónima de nuestro pasado a la luz de la historia. Y no somos ingenuos: no desconocemos el proceso complicado, algunas veces turbio, de la ocupación y transformación de nuestro país por el poder romano. Pero la resultante histórica que, una vez depurada de todas las gangas, queda ahora como signo de todo aquel período histórico es positiva. Y es manifiestamente, básicamente, el fruto, quizá no siempre pretendido, del paso de unas fuerzas militares; enmarcadas, eso sí, en un extraordinario orden jurídico. Pero es que no hay fuerza militar auténtica sin orden jurídico.
Con todo, a pesar de ese bien intrínseco, inherente a la misma disciplina de la fuerza, hay que reconocer que la simple disciplina de la fuerza no basta para una calificación cristiana de la fuerza o de un ejército. Porque, si imaginamos el caso más sencillo, el de un ejército invasor injusto, al que se opone un ejército defensor justo, caso posible, caso real más de una vez, nadie se atreverá a decir que la disciplina de la fuerza, en cuanto tal disciplina y organización, ha de ser necesariamente mayor en el ejército defensor justo que en el ejército agresor injusto. Es decir que, como tal, la simple disciplina de la fuerza, aunque lleva inherentes tantos valores morales positivos, es todavía un instrumento, está en el plano de los medios; y como tal medio o instrumento, puede ser utilizada para un fin o para otro, para bien o para mal. Lo cual nos lleva a la consideración, obvia, de que la clave de la interpretación humana y cristiana de esa fuerza organizada al servicio del bien común, que es el Ejército, está en la subordinación de la misma a un fin superior; un fin que regula desde arriba el uso servicial de dicha fuerza.
2.¿Cuál es este fin? En la doctrina de la Iglesia el fin superior que da sentido al uso de la fuerza y a la función militar, y los justifica, es la paz. La fuerza militar tiene que hacer muchas veces la guerra, pero el fin que justifica ese medio es la paz. Lo ha dicho siempre la Iglesia; recientemente, de manera reiterada. Ahora bien (también lo ha dicho la Iglesia, y a todos se nos alcanza), la paz es un producto de orden espiritual. La paz no se realiza sólo por la fuerza, por la hegemonía despótica, aunque a veces sea esta «paz» la única que se logra. No resulta tampoco de la mera compensación o equilibrio de las fuerzas, aunque a veces, insisto, sea esta paz la única que se logra. Pero tampoco resulta de la simple huida de la violencia.
El Papa Pablo VI, cuya predicación en favor de la paz no ofrece ambigüedades, ha dicho en solemne ocasión (Mensaje de Navidad, 1964) que no vale fiarlo todo a un desarme; aunque él mismo en aquella ocasión estaba invitando a un desarme prudente y magnánimo, que dejase a salvo la legítima defensa de los países y el mantenimiento de la paz universal; un desarme que de algún modo vaya limitando la tentación de actitudes que fomentan la psicología del poderío y de la guerra, o que tienden a fundar la paz sobre la base insegura e inhumana del recíproco temor. Antes había advertido el papa Pío XII que sería un materialismo práctico, un sentimentalismo superficial, y en el fondo inhumano, no considerar sino la amenaza de las armas: pensar que el simple desarme es garantía sólida de una paz duradera, si no hay al mismo tiempo una preocupación continuada y seria por abolir las armas del odio, de la codicia, del inmoderado deseo de prestigio, es decir, por instaurar un orden de relaciones libres y responsables, de cooperación humana (a escala mundial, si es posible o es, como ahora, necesario); un orden que aspira a la justicia, pero que no puede producirse; y mucho menos mantenerse, si no es impulsado por amor, amor de verdad, amor apasionado y sacrificado.
Palabras de Pío XII: «El terror que las armas inspiran llega a perder con el tiempo su eficacia, como cualquier otra causa de miedo» (Mensaje de Navidad, 1951). Yo mismo os confesaré que, cuando por los años 1950 todo el mundo estaba invadido por el temor a la fuerza terrorífica y destructora de las armas atómicas, nunca he sentido con viveza ese temor. Y bien sabe Dios que no ignoro cuál es la fuerza destructora de esas armas, y que no quiero que se ejerza, y que si llegase el caso haría lo posible para evitar ese mal; pero lo sé racionalmente, sin la sensación del temor. Y como no creo ser ningún fenómeno extraordinario, sospecho que este acostumbramiento a los factores del temor es más general de lo que yo mismo puedo saber.
Si el fin único que justifica el uso de la fuerza es la paz, y la paz tiene que ser buscada y construida primeriamente no por la fuerza sino con factores morales y espirituales, que son la Justicia y el Amor..., ello exige de cada uno de nosotros que amemos hasta a los enemigos, que nos sacrifiquemos por ese amor; que no cultivemos el espíritu de dominación, sino el de servicio; que estemos dispuestos a perdonar toda injuria, para no perpetuar la cadena de las venganzas y de los rencores: dispuestos a poner la otra mejilla, según la palabra gráfica y exactísima del Señor. Este espíritu que algunos falsamente creen opuesto al espíritu militar, y que en algún tiempo pudo ser motejado por intelectuales como una especie de utopía irrealizable, es ahora más necesario que nunca, con necesidad palpable. Me atrevo a creer que todos y cada uno de los presentes, cualesquiera que sean las contingencias de su vida, sabe por experiencia que no puede construirse una auténtica comunidad de paz y de orden justo sin una efusión continua y una impregnación profunda de este espíritu. Por tanto, queda ya dicho para siempre este espíritu es un ingrediente esencial del soldado cristiano, del Ejército entendido cristianamente.
Pero ¡atención! este espíritu es manifestación del amor sacrificado hacia los demás; no de la blandenguería, no de la inhibición, no de la pasividad cobarde, aunque se vistan con los ropajes de la belleza evangélica. El amor cristiano no es un amor blando, sino fuerte: si el amor a los demás necesita el uso servicial de la fuerza, es el mismo amor evangélico el que reclama esa fuerza.
El Concilio Vaticano II, refiriéndose a la moderna espiritualidad pacifista, tiene un texto que en su concisión es notable por su equilibrio. El Concilio, dice, alaba «a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa que, por otra parte, están al alcance de los más débiles; con tal añade que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad» (Gaudium et Spes, núm. 78).
3.En este clima de amor auténtico a la paz, en esta disposición cristiana «escandalosa» a poner la otra mejilla, se inserta armónicamente, sin ninguna contradicción, el uso legítimo de la fuerza, cuando es el servicio del amor a los demás el que la reclama, cuando es el único medio de evitar males que deben ser evitados. Por eso la doctrina de la Iglesia añade a lo ya dicho y no como una excepción, sino como una confirmación que la fuerza al servicio de la comunidad, contra la agresión injusta o contra la resistencia injusta a la ordenación social, es un medio al servicio de la paz.
Para no extenderme en consideraciones, leo unos pocos textos, más autorizados que mis palabras. Primero, de San Agustin, obispo de Hipona en el Norte de África. Escribe el Santo al general romano Bonifacio, que trataba de contener la invasión asoladora de los Vándalos, y planteándose el problema de conciencia le dice: «La paz debe ser el objeto de tu deseo. La guerra debe ser emprendida sólo como una necesidad, y de tal manera que Dios, por medio de ella, libre a los hombres de esta necesidad y los guarde en paz. No debe buscarse la paz a fin de alimentar la guerra, sino que la guerra debe llevarse a cabo para obtener la paz» (12).
Pío XII en el año 1948, recién terminada la segunda guerra mundial, y amenazadora ya la que entonces parecía que iba a ser la tercera, dice: «El precepto divino de la paz es para proteger los bienes de la humanidad. Ahora bien, entre estos bienes hay algunos de tal importancia para la convivencia humana, que el defenderlos contra la injusta agresión es plenamente legitimo; a esta defensa viene obligada también la solidaridad de las naciones... La seguridad de que tal deber no ha de quedar sin cumplir servirá para desalentar al agresor y para evitar la guerra o, al menos, para abreviar sus sufrimientos» (Mensaje al final de 1948).
Antes, en plena guerra mundial, cuando el Papa clamaba, solo, ante el mundo contra la misma guerra, habla dicho: «En realidad, la paz no puede lograrse sino, mediante algún empleo de la fuerza. Necesita apoyarse sobre una normal medida del poder. Pero la función propia de esta fuerza, si ha de ser moralmente recta, debe servir para protección y defensa, no para disminución u opresión del derecho» (Mensaje de Navidad, 1943).
Y en otro discurso de Pío XII aparecen las siguientes palabras, llenas de alusiones: «El anhelo cristiano de paz es fuerte. No es un simple sentimiento eudemonístico y utilitario, que aborrece la destrucción por el horror a la misma más que por la injusticia. No es un simple sentimiento utilitario, que prepara el campo en que luego veremos alineados el engaño del estéril compromiso, la tendencia a salvarse a costa de los demás y el afortunado éxito de un agresor» (Mensaje a fines de 1948). Terminaba diciendo que no podía aceptar sin matices ninguna de las fórmulas elementales que entonces se barajaban para salvar la paz: por una parte, el adagio clásico «Si vis pacem, para bellum» (si quieres la paz prepara la guerra), porque esta fórmula, por sí sola, engendra continuamente desconfianza, factor de guerra; por otra parte, la fórmula «paz a toda costa». El pensamiento del Papa trasciende ambas fórmulas y recoge en armonía superadora lo que ambas tienen de válido. Prepárate para la guerra, si quieres la paz; no quieras salvar la paz con un espíritu de renuncia a toda costa: ¡pero pon por delante los factores espirituales de generosidad y sacrificio, que fomentan la convivencia y el orden en que se cimenta la auténtica paz!
Ante esta doctrina de la Iglesia, naturalmente se reduce a sus términos propios la corriente del pacifismo integral, sustentada por algunas sectas cristianas y por algunos escritores famosos. Dejando a un lado la intención, que puede ser nobilísima, quisiera como sacerdote, como portavoz en este momento del espíritu del Evangelio hacer sólo una observación. Es una injusticia dar por bueno que un pregonero del pacifismo integral constituye automáticamente, la expresión pura del ideal evangélico del amor, mientras que la aceptación de la fuerza militar sería una traición, o, más benignamente, una transacción o acomodación a las necesidades de la historia.
No, mis queridos amigos; esto es injurioso,. Respetemos la sinceridad de todo el mundo, ya que no podemos constituirnos ahora en tribunal para nadie. Dejemos aparte los casos en que determinadas posturas individuales ofrecen una coherencia heroica, depurada, sacrificada, generosa, digna de todo respeto y de toda admiración. Pero acerquémonos también a la consideración objetiva del problema, y veremos enseguida que no pocos pacifistas integrales lo mismo que les pasa a no pocos admirables «anarquistas» pueden ser lo, que son porque sus actitudes se sostienen al amparo de un orden tutelado por los demás; es decir, y lo digo sin ofensa, en una condición parasitaria. Ahora bien, el parásito puede vivir del cuerpo u organismo que lo mantiene ( y no discutiré ahora si lo hace justamente en determinadas ocasiones); mas no tiene derecho a acaparar para si los valores espirituales de la situación, denigrando mientras tanto al organismo portador. Tampoco el anarquista puro, (que quisiera no dar un paso sino por la vía del consenso deliberante, obtenido en todos y cada uno de los momentos de la vida de la comunidad), cuando llegue la hora del fallo inevitable del sistema, la hora de la irrupción de las tiranías y despotismos anónimos y violencias que brotan, incluso sin querer, de tal fallo, tampoco tiene derecho a alzarse con el monopolio del espíritu de fraternidad y mansedumbre, frente a aquellos que buscan el mismo fin tratando de aplicar medios eficaces.
Lo que las actitudes aludidas tienen de anhelo lo compartimos todos. Pero lo que a veces tienen de huida de un servicio, exigido por el mismo amor a los hermanos, no lo podemos compartir, no lo podemos alabar.
En conclusión: un uso recto de la fuerza militar, dentro de una concepción cristiana, no tiene por qué ser colocado en el rincón de lo tolerable, de lo que se permite a regañadientes, de las concesiones transaccionales. No; el soldado cristiano, tiene el deber, el derecho, la posibilidad de realizar en el ejercicio, de su, propia función el ideal cristiano de, amor y mansedumbre. No tiene por qué soltar esta bandera. No hemos de entrar en el juego de los equívocos; ni confundir las vagas aspiraciones ingenuas, pero, irresponsables, con las exigencias de una auténtica responsabilidad servicial. «Servicial»: ésta es la palabra. Servicial, depurándose de las tentaciones insidiosas del egoísmo personal o de grupo, de la propensión al abuso. Servicial, bajo la inspiración del amor. Cuando así es, la fuerza jurídicamente organizada, lejos de oponerse al Evangelio, se encuadra, desde su misma intimidad, en las exigencias del mensaje evangélico.
La Iglesia, que ve al Ejército como una fuerza preparada para una guerra posible, exige al mismo tiempo que los ejércitos, sobre todo en nuestro tiempo, se desarrollen en una atmósfera espiritual que aspire sinceramente a evitar la guerra.
En esa línea se mueve la enseñanza del Concilio Vaticano II. Desea el Concilio que se llegue a la eliminación de las guerras en el mundo. Sabe que, según algunos, este ideal no se podrá realizar del todo a no ser que fuera posible constituir de verdad una autoridad pública universal, reconocida por todos y dotada de poder eficaz para asegurar la justicia, la seguridad de los pueblos, el respeto de todos los derechos. A falta de esto, pide que tanto las asociaciones internacionales como los poderes nacionales se esfuercen por conseguir el mismo objetivo. Que los gobernantes de los pueblos renuncien a las formas obtusas de egoísmo nacional y a la ambición de dominar sobre los demás; que no piensen que la simple posesión de la potencia bélica justifica cualquier empleo militar o político de la misma; que se preocupen tanto del bien de su patria como del bien universal, con un patriotismo abierto, coordinado.
Pero mientras haya riesgo de guerra reconoce el Concilio los gobiernos de cada pueblo tienen el derecho y el deber de proteger su seguridad con una defensa legítima .
Sólo que las dimensiones de la guerra moderna obligan a considerar la gravísima cuestión: ¿es, posible utilizar, como medio para la defensa de un derecho, el sistema de la guerra total? No se puede aceptar la forma de guerra que destruye indiscriminadamente, en su totalidad, territorios, poblaciones, ciudades. En todo caso aunque no se llegue al empleo efectivo del sistema de guerra total, tampoco es tolerable una prolongación indefinida de un sistema de disuasión que consista únicamente en el equilibrio del terror. El Concilio pide que, al mismo tiempo que se prepara el uso legítimo de la fuerza en caso de necesidad, se vayan superando los supuestos de una situación que podría llevar a una guerra que ya no fuese medio para la paz, sino destrucción estéril.
En este contexto en que es legítima la preparación para la guerra, al mismo tiempo que se propugna la eliminación sincera de los supuestos actuales de la guerra, lo que si queda clara es la necesidad y legitimidad del Ejército: el Ejército en sus formas nacionales; el Ejército en, las formas internacionales, y, aun en la hipótesis de una autoridad mundial, el Ejército como fuerza eficaz de esa autoridad, aunque sólo la emplease para evitar la guerra .
Porque conviene subrayarlo el Ejército, encuadrado en un orden moral y jurídico, no es sólo un instrumento legitimo para la guerra. Si es verdad que el Ejército se prepara, técnica y profesionalmente, con miras a la posible necesidad de intervenir en una guerra, también lo es que sus servicios no se agotan en la disponibilidad para una guerra posible. El Ejército, bien concebido, tiene una función actual y continua, que cumple antes de la guerra y que no se frustra, sino todo lo contrario, aunque la guerra no llegase a producirse nunca. En resumen, el Ejército es también artífice de paz. El Concilio Vaticano II contiene unas palabras bien expresivas, redactadas frente a la hostilidad propagandística de grupos mundiales interesados en impedirlas. Las palabras están ahí, y no son, por otra parte, más que el reflejo normal de una actitud permanente de la Iglesia: «Los que, al servicio de la patria, se hallan en el Ejército, considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función, contribuyen realmente a estabilizar la paz» (Gaudium et Spes, n. 79).
Se explica, pues, queridos amigos, que, aunque la Iglesia muestra la mayor comprensión, en orden a su tratamiento humano, con los llamados objetores de conciencia, no admita como actitud general la validez objetiva de la objeción de conciencia . Como actitud general, se entiende; porque ante situaciones concretas puede haber, y a veces hay, gravísimas objeciones de conciencia.
Al término de estas consideraciones, quisiera hacer notar que la doctrina de la Iglesia en torno a la, fuerza militar y a la guerra no es una teoría abstracta. Para valorar la sinceridad y el equilibrio de la misma, recuérdense, por ejemplo, dos circunstancias concretas de los últimos tiempos: 1) las declaraciones de Pío XII, Pablo VI, Concilio Vaticano II, no se hacen para justificar una guerra, sino más bien clamando contra la guerra; 2) la Iglesia supo hablar también en medio de una guerra como la de España, en la que dio su bendición a «cuantos se hablan propuesto la difícil tarea de defender y restaurar los derechos de Dios y de la religión ... ».
EL EJERCITO COMO CAMINO DE PERFECCIÓN CRISTIANA
El Ejército se justifica, desde luego, como medio para una defensa legítima en orden a establecer la paz. En la plenitud de su concepción cristiana debe justificarse, además, como un factor continuo de paz, de convivencia fraternal. Si la concepción del Ejército es cristiana, formará hombres que, por una parte, se abran a la vocación divina, y que, por otra, en virtud de la sumisión filial al Padre, se abran con redoblado esfuerzo y horizonte más amplio a todas las formas del servicio a los hermanos. Sin duda, el Ejército tiene su función especifica, y no ha de ser una institución que supla a todas las demás; pero desde la misma realización auténtica, generosa, cristiana, de su función brotará y redundará en todas direcciones una actitud de servicio abierto, que haga del soldado cristiano no solamente un buen soldado, sino un hombre integralmente cristiano; que, por consiguiente, trasplante espontáneamente las actitudes de servicio de su profesión, cristianamente vivida, a todas las relaciones que vayan surgiendo con el prójimo.
1. A esto me refería al principio, cuando señalé en la reseña histórica la afinidad de unas figuras de soldados con el Evangelio. Os invito, queridos amigos, señores Alumnos, señores Jefes y Oficiales, a destacar como cifra de esta actitud al Centurión de Cafarnaum. Sus palabras son las que decimos los cristianos en el momento más cristiano, cuando vamos a comulgar: «Señor, yo no soy digno, de que entres en mi casa». Aquel soldado, partiendo de sus propias virtudes militares (disciplina, jerarquía), de pronto ensancha el horizonte hacia una disciplina que empalma con Dios; hacia una jerarquía que le absorbe a él mismo,.y le enmarca en una humildad que no es abyección, sino orden. En virtud de un sentido profundo y religioso de la disciplina, aquel soldado se eleva desde su propio poder («Señor, yo mando a uno, y va; le digo a otro: Ven, y viene; le digo a aquél: Haz esto, y lo hace») al poder oculto de Cristo, en quien reconoce el poder de Dios (también Tu puedes hacer lo mismo, y mandar a la enfermedad de mi criado que se vaya, y se irá sin necesidad de que llegues hasta mi casa).
Humildad, reconocimiento de los límites y necesidades, prontitud, sintonía respetuosa y gozosa ante la manifestación del Salvador... Limpieza de ojos, disciplina para acatar la verdad tal como ella quiere presentarse, sin interponer obstáculos, prejuicios, concepciones subjetivas y unilaterales, que causan la ceguera presuntuosa... Apertura a la predicación de la fe. Todo esto es necesario para que se encienda la fe, y para que la fe sea eficaz, alegre, irradiante, transformadora. Todo brilla en el Centurión; como también su magnanimidad, su cariño enternecedor para el criado, a quien trata como a un hijo o un hermano. ¿No hay en todo ello como una transfiguración sublimante de ciertas virtudes típicas de la vida militar, aunque no siempre las alcancen en su plenitud armónica todos los que viven esta vida?
Y junto a la apertura ante la fe, esta otra actitud, militar y evangélica, que hace de la vida entera una lucha constante de purificación íntima, en vigilancia tensa. La liturgia de la Iglesia ha incorporado desde los comienzos palabras características del oficio militar en la antigüedad: por ejemplo, la palabra «estación», puesto de guardia, tiempo de vela. El cristiano, está de guardia, con gozoso vencimiento propio, para conquistar la auténtica libertad, que es la que se da cuando servimos en un orden armónico, que nos engloba y al mismo tiempo nos trasciende, haciendo posible nuestra adecuada realización personal.
2. Con tal actitud se puede entender el hecho, no infrecuente, de que durante el mismo empleo de la fuerza actúe de veras el amor; de que se pueda herir sin odio. Evoquemos a Antonio Ribera, el joven toledano conocido como «Ángel del Alcázar». A los compañeros, apostados en los huecos del Alcázar asediado y semiderruido, les decía: «Tirad, pero tirad sin odio» Lo decía de verdad. Es casi un milagro; quizá haya que experimentarlo para poder creerlo, para poder decirlo en serio. Pero yo lo he vivido, y debo dar testimonio.
3. Pues si se puede llegar a eso, en continua ascensión a través de las propias flaquezas, ¿qué de extraño tiene el hecho de que un hombre dedicado a la profesión de las armas con sus funciones y virtudes características pueda convertirse, precisamente porque las vive en profundidad, en foco irradiante de servicio ilimitado a los demás hombres? ¿Qué de extraño tiene que en el clima de la vida militar se fragüen corazones, no solamente buenos en cuanto militares, sino integralmente buenos, es decir, santos? ¿Qué de extraño tiene el que, en formas variables (una será la forma de los caballeros de la Edad Media, otras las actuales, aunque sustancialmente idénticas), se identifiquen en muchas personas la función y el espíritu militar con la plenitud del llamado «espíritu evangélico», sin excluir la forma de entrega y desprendimiento que significan los votos evangélicos? No tiene nada de extraño.
Esta identificación armoniosa debe convertirse en punto de mira para el que, ya de, modo ocasional, ya de modo, profesional y permanente, vive la vida militar. Objetivo muy alto, que si no es fácil i dar nunca por dominado, está siempre tensándonos en ascensión constante.
Señores Jefes y Oficiales, señores Alumnos: Los que os dedicáis profesionalmente a la vida militar; los que pasáis por ella, con más o menos vocación, por algún tiempo; los que acaso algún día Dios quiera que no llegue, pero no se puede excluir seréis llamados nuevamente para encuadrar a millares de soldados, de hermanos y compañeros nuestros, movilizados en defensa de la patria y de otras patrias; deseo para todos: 1) que aspiréis de veras a realizar personalmente la síntesis de lo militar y de lo evangélico; 2) que, por la colaboración multiplicada de todos, las comunidades de vida militar sean, cada vez más, focos de elevación espiritual de las personas.
Gracias a Dios, muchos cuarteles lo son ya hace tiempo. Los soldados, a vuestras órdenes, aprenderán algo más que la lección de la disciplina externa o del manejo eficaz de unas armas para, fines legítimos. Descubrirán, si no lo habían hecho antes, la profunda liberación, el feliz ensanchamiento que produce en los corazones la auténtica disciplina, considerada como actitud de servicio a Dios y a los hombres. Que no se casan mal entre si disciplina y liberación, porque, como dice la liturgia de la Iglesia, refiriéndose a más alto Señor: "Servir a Dios es reinar.".
Y ahora, perdonadme, y no me llevéis muy a mal haber abusado de vuestra paciencia.
Campamento de «Los Castillejos», 28 de agosto de 1968
José Guerra Campos