I. LA RELIGIOSIDAD POPULAR CRISTIANA NO SE REDUCE A
SUS FORMAS DEFECTUOSAS
Mis venerados señor Cardenal y señores Obispos, queridos sacerdotes y
religiosos, hermanos:
No sé si es lícito identificar "piedad popular" y "religiosidad cristiana
popular". Acaso la piedad sea como una flor en las ramas y el tronco de la
religiosidad. Pero en todo caso, tanto al hablar de la piedad como de la
religiosidad populares, es notorio que muchas personas en la Iglesia
relacionadas con el quehacer o las preocupaciones pastorales no ocultan su
despego, que en algunas llega hasta la hostilidad: como si esta religiosidad y
esta piedad fuesen un obstáculo para la recuperación de una fe auténtica y de un
cristianismo puro.
Otros, más comprensivos y simpatizantes, estiman que la piedad popular contiene
elementos y predisposiciones muy aprovechables para sembrar o reavivar las
actitudes puras de la fe cristiana. Pero incluso éstos suelen subrayar mucho la
condición imperfecta en relación con las exigencias de la Fe de la piedad y la
religiosidad populares.
DEFECTOS COMUNES A OTRAS FORMAS DE VIDA RELIGIOSA
Yo me resisto a aceptar este enfoque. Porque muchos hablan de los defectos o de
las imperfecciones de la piedad y la religiosidad populares señalando los hechos
de las formas deficientes que existen, y olvidan acaso que, no sólo son posibles
sino que se dan también de hecho formas de religiosidad popular que son
expresión pura de una fe auténtica; olvidan, sobre todo, que las deformaciones
que se le puedan atribuir a la religiosidad popular tienen, todas sin excepción,
su equivalente en las posturas de quienes no participan, muy lejos están de
ello, en las formas de la religiosidad popular. Por tanto, esos defectos no se
pueden aducir como la nota característica de la piedad popular.
No es éste el momento de acometer una descripción de todas las situaciones de
hecho, tan variopintas en el mundo (¿cómo, por ejemplo, confundir la vida
religiosa de algunos de nuestros pueblos, más o menos perfecta pero
perfectamente situada en la atmósfera de la fe y de la liturgia de la Iglesia
romana, con ciertos sincretismos animistas o mágicos de determinados sectores
del Brasil o de Haití?). Voy a evocar, como comienzo de estas consideraciones,
algunos tipos de defectos o deformaciones, muy recordados a propósito de la
religiosidad popular, para indicar al paso que existen igualmente en otras
formas de vida religiosa o de vida espiritual.
Superstición
Muchas veces se habla de una religiosidad con mixtura de supersticiones. Ante
todo habría que distinguir, en cada caso, las supersticiones que afectan a la
relación con Dios y las llamadas supersticiones que llenan vacíos de la ciencia
o son manifestaciones de un patrimonio cultural más o menos discutible pero
legítimo. Por otra parte, es notorio que la calificación "supersticiones"
depende muchísimas veces de las modas científicas de cada momento. Y todavía es
más notorio que las supersticiones florecen por igual, en otras formas, fuera de
lo popular.
Ritualismo
Se recuerda, cuando se habla de la piedad y la religiosidad popular, el vicio
del ritualismo separado de la vida o del comportamiento. Pero ¿cuántas
posiciones espirituales intelectualistas no están igualmente desligadas de la
"vida"? ¡Cuántos cenáculos conocemos todos, saturados de apelaciones al
Evangelio puro, Evangelio que sólo está presente en la hora del parloteo!
Utilitarismo
Se habla en tercer lugar, y en esto con más precisión, del peligro de caer en
una religión utilitaria, que sólo utiliza a Dios y a los Santos como instrumento
para realizar nuestros deseos y proyectos temporales en el orden de la salud, el
éxito, etc. Religión que no apreciaría el auténtico Bien supremo que nos ofrece
el Amor de Dios; religión que carecería de la indispensable docilidad propia de
una actitud evangélica; religión que no tendría en cuenta el "Buscad primero el
Reino de Dios...".
Es cierto que tal utilitarismo fue el gran obstáculo con que tropezó Jesús en su
predicación histórica. Instrumentalizar al Señor es la tentación continua de los
creyentes. Pero no es menos cierto que el obstáculo se da, a veces en formas más
graves, en los que presumen de puros y purificadores. ¿No asistimos ahora mismo
a la reducción del Cristianismo a un factor de acción social, a la reducción de
Cristo a tipo o símbolo del valor de lo humano en la historia? El despego por la
verdadera comunicación con Dios revelado llega, fuera del ámbito popular, a
extremos que —llámese con este término u otro—, constituyen un "ateísmo
cristiano".
Sincretismo
Se habla, especialmente en otros continentes, de sincretismo. Efectivamente se
da; pero nosotros no podemos olvidar que el sincretismo en la historia de la
Iglesia es un producto, si no exclusivo, sí primordial de ámbitos no populares y
aun antipopulares. Sincretismo fue el gran hecho gnóstico en los primeros siglos
de la Iglesia. Sincretismo viven y practican ahora tantos hombres eruditos que
se apartan del vulgo, seguidores devotos o fanáticos de un autor, o movidos por
todo viento de doctrinas; para los cuales la revelación cristiana no es el eje
ni la luz de las perspectivas, sino un elemento más, barajado con otros muchos
de forma inorgánica. Este es el peor de los sincretismos, bastante peor que el
de los espiritistas de la América del Sur.
Descristianización
Otras veces, al referirse a la religiosidad popular, se trata directamente de
las masas descristianizadas, donde naturalmente, si son tales, no hay fe ni
piedad popular ni de ninguna otra especie. Pero es injusto caracterizar la
religiosidad popular por lo que no es religiosidad popular, por los residuos de
la desidia o del alejamiento.
También ocurre que algunos, al hablar de la religiosidad popular, se refieren
casi exclusivamente a la supuesta realidad (que ahora no voy a discutir) de
masas que quizá no han sido nunca cristianizadas, sino que con los elementos
expresivos de la cultura cristiana siguen expresando una religiosidad puramente
natural, de tipo pagano: como un modo de sacralizar los momentos decisivos de la
vida, el nacer, el casarse, el morir.
En resumen: prescindo ahora de todas estas deformaciones y defectos. No voy a
hablar de la piedad popular donde no la hay. Voy a hablar de la piedad popular
donde la hay.
Oposición por principio
Hay otros cuyo despego, cuyas reservas o acusaciones frente a la piedad y
religiosidad popular no brotan directamente de la situación de hecho; son de
principio. Unos por la arbitraria oposición, tan difundida desde focos
protestantes, entre fe y religiosidad, sobre todo entre Fe y el llamado
cristianismo sociológico. Otros porque consideran no solamente diferentes sino
antitéticas la fe y la religión. Estos últimos se aproximan peligrosamente,
aunque desde puntos de partida a veces distantes, al desprecio pseudocientífico
decimonónico de los que veían en lo religioso únicamente formas de incultura
humana, de superstición o de magia, eliminables por la ciencia de la naturaleza
y por la organización racional de las relaciones sociales.
II. LO ESPECÍFICO, POSITIVO E INSUSTITUIBLE DE LA PIEDAD POPULAR
Quisiera fijar la atención en lo que es, a mi parecer, específico, positivo e
insustituible en la religiosidad popular. Porque, repito, no acepto el enfoque
según el cual la religiosidad popular, aun siendo aceptable o tolerable, es sólo
un estadio imperfecto.
Antes de explanar aquellas notas positivas, apuntaré dos observaciones previas,
y perdónenme si son reiterativas.
Observaciones previas: a) La necesidad de purificación nos afecta a todos
Sin duda, cualquiera de las formas de la religiosidad y de la piedad populares
puede incurrir en defectos, de los que hay que estar siempre purificándolas.
Pero esta purificación nos es necesaria a todos y a todas las formas de la vida
espiritual. Y por eso resulta sospechoso, para mí al menos, que la mención de la
necesidad de purificación se reserve muchas veces para referirse a la
religiosidad popular. ¿No late ahí de nuevo el supuesto, anticristiano a más no
poder, de que las formas populares son necesariamente de nivel imperfecto en el
orden de la fe, y de que lo perfecto corresponde a no sé qué grupo de selección?
b) Piedad popular, Teología y Liturgia.
Si hemos de acotar un poco el concepto de religiosidad popular cristiana,
diremos que no nos limitamos a aquella franja de ideas o de prácticas que
parecen estar en cierto modo al margen de la teología oficial o de la liturgia.
Entiendo más bien como religiosidad popular una cierta tonalidad general con que
el pueblo lo vive todo. Y quizá convendría no deslindar demasiado entre formas
populares y formas litúrgicas y teológicas oficiales; pues, gracias a Dios, en
nuestro pueblo, cuando está medianamente atendido, todo está estrechamente
ligado a la enseñanza catequética y a la Liturgia.
elementos característicos
1. La piedad popular es "religiosa"
El primer elemento positivo, específico, insustituible de la piedad popular es
ser religiosa. Y con esto no se dice poco: que el pueblo entiende la religión
como una relación de verdad, una relación personal, con Dios históricamente
manifestado; relación con personas vivientes: Jesús, María, los santos.
¿Oposición entre "religión''' y "Fe"?
No es el momento de abordar ahora la famosa distinción entre religión y fe, que
es muy equívoca. Si se entiende por "religión" el referirse a Dios ciertos actos
sagrados y por "fe" el referir a Dios la totalidad de la vida, naturalmente que
no sería auténtica la religión, ni la popular ni otra, sin esta dimensión de
totalidad. Quizá es más adecuado históricamente entender por "religión" (así lo
hacen muchos autores) lo que hay en el corazón humano de movimiento natural
hacia Dios: expresión de deseos, sentimientos, búsqueda; y entender por "fe" la
recepción de la revelación como don gratuito de Dios, que es una llamada y, al
mismo tiempo, una respuesta a nuestras búsquedas y aspiraciones.
Es indudable —lo sabemos todos los que de algún modo ejercemos responsabilidad
pastoral— que hay que velar para que las comunidades cristianas no degeneren
hasta ser una mera expresión de la religiosidad natural del hombre, un producto
histórico cultural. Hay que salvaguardar lo específico de la Revelación, su
carácter gratuito y trascendente y su relación vital con Jesucristo resucitado.
Pero me apresuro a decir que la religiosidad popular que yo conozco está
centrada en Cristo, Hijo de Dios, nacido de María; y que en ella la fe impregna
los sentimientos religiosos y les da su contenido y su sentido. La separación,
en este caso, entre fe y religiosidad apenas tiene validez alguna. La fe
cristiana es religiosa y la religión cristiana está informada por la fe.
No quisiera, por otra parte, dejar de evocar que la reducción de la fe a
religiosidad genérica natural fue más bien, en sus comienzos y en Europa, una
postura de los ilustrados del siglo XVIII, no del pueblo. Y los que desnudan la
fe de sus connotaciones religiosas, como sucede en muchos sectores protestantes,
en realidad terminan por vaciarla de todo contenido que no sea lo que llaman el
acto existencial, que no sabemos si es algo más que una actitud del sujeto
creyente sin respuesta. Cuando uno piensa cuál es el contenido de la fe en la
Resurrección de Cristo o de la esperanza de una auténtica vida post mortem en
algunos grandes autores protestante o en sus repetidores dentro de nuestra
Iglesia católica, no puede menos de alabar a Dios que hace que el pueblo no
tenga esa "fe", sino "religión": es decir, una fe de auténtica comunicación con
Dios.
Ingredientes de la actitud religiosa
Porque es religiosa de verdad la piedad popular, por eso los hijos del pueblo
viven con tanta espontaneidad (no digo con tanta perfección) los componentes
clásicos de lo religioso: la
adoración, la acción de gracias, la petición, el sentido del pecado y de la
penitencia. No faltan desequilibrios, sobre todo porque muchas veces se acentúa
la oración de petición respecto a necesidades y aspiraciones temporales, con
peligro, por tanto, de incurrir en una fe utilitaria. Hay peligro, pero la
petición es legítima. Suprimirla fomentaría, más que una religiosidad pura, un
espíritu de autonomía o de fatalismo, prácticamente ateo. La religiosidad nutre
los gérmenes de todos los componentes de la actitud religiosa —la adoración, la
acción de gracias, la penitencia— y no sólo la petición. Y el equilibrio se
salva, aunque a veces de manera inestable, cuando gracias a la vigilancia
delicada de aquellos a quienes corresponde se mantiene la petición de lo útil en
el marco de la docilidad: "Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero
hágase tu voluntad y no la mía" 4.
El ateísmo, ¿purifica la fe?, ¿o es reflejo negativo de la transición entre dos
formas de religiosidad natural? La Fe echa raíces en la religiosidad.
Algunos de los que no ocultan su desprecio hacia la piedad y la religiosidad
popular sostienen solemnemente que lo que ha de favorecer en el futuro un
rebrotar de la fe y de un cristianismo más puro y profundo ha de ser
precisamente el ateísmo. La religión es, según ellos, el estorbo de la fe; el
ateísmo sería la salvación de la fe porque la purifica de su ganga religiosa.
Todos conocen las explicaciones luminosas e insistentes que en torno a este tema
publicó en tiempo del Concilio el difunto Cardenal Daniélou5. Recuerdan con qué
vivacidad sostenía que lo que realmente prepara el camino a la fe es la
religiosidad natural, no el ateísmo. El punto de partida para un pueblo
cristiano es el paganismo o la religión natural, no la proclamación de autonomía
en que el ateísmo consiste. Por eso cuando se alega que bajo ritos cristianos a
veces no queda una fe específicamente cristiana, sino sólo otra manera de ser
pagano, viviendo el cristianismo no como revelación, sino como religión en el
sentido malevolente de esta palabra, el autor citado, y con él otros, replica
que, aunque fuera así, eso es muy importante. Es muy importante que un pueblo
sea religioso en vez de ser ateo. Un pueblo cristiano es posible a partir de un
paganismo orientado hacia Cristo. Y el llamado cristianismo sociológico
satisface de un modo muy elevado esa necesidad natural de Dios.
Lo que sí parece cierto es que en muchos sectores, incluso populares, de Europa
se ha pasado de una situación de religiosidad a una situación de indiferencia, y
que se espera que de esta situación broten nuevos gérmenes de fe. Pero no
gracias al ateísmo, sino a pesar del ateísmo. Yo al menos pienso con toda
sinceridad (y esto no es original) que el ateísmo, más que una purificación de
la religiosidad, refleja los elementos negativos de una transición entre dos
religiosidades. Transición quizá inevitable, quizá necesaria; pero el ateísmo es
una rémora, no un impulso, para pasar de una a otra religiosidad.
Son muchos los que sostienen que estamos ahora en esa transición entre una
religiosidad o paganismo —si se quiere llamarla así— de civilización rural, de
acentos excesivamente cosmológicos, y una nueva religiosidad más antropológica,
que correspondería a la civilización industrial. Se da por sabido que en la edad
pretécnica los hombres veían con mucha facilidad los signos de Dios o la
expresión de fuerzas misteriosas en los fenómenos de la naturaleza exterior. La
ciencia y la técnica desacralizan esa visión; remiten al hombre que entiende y
que produce y que manipula, no al hombre que contempla; y convierten al mundo en
expresión del hombre, que eso es el ateísmo.
Pero es claro que esta posición no es humana, no puede ser estable. Lo humano no
está en ver el reflejo de Dios únicamente en los fenómenos exteriores de la
naturaleza, sino más bien en el hombre mismo y en su misma técnica. En la
Sagrada Escritura la imagen de Dios es el hombre. Y de hecho observamos en estos
mismos días que corren cómo la reflexión sincera sobre la persona, sobre la
libertad, sobre la antinomia entre el dominio del hombre y la esclavitud
creciente del mismo, etc., ayudan a descubrir el misterio no fuera —en los
truenos y en los vientos impetuosos—, sino en la entraña misma del pensar y del
sentir y del querer del hombre. Es posible que la religiosidad popular del
futuro en muchos ambientes esté más bien configurada por esta nueva perspectiva.
Pero tendrá que seguir siendo religiosidad, para que pueda haber vida de fe en
el pueblo.
2. La piedad popular asume los valores precristianos
Por ser religiosa, la piedad popular asume los valores religiosos y las
expresiones de la religiosidad precristiana. Y esto es muy legítimo, según la
enseñanza de la Iglesia. Como dijo
el Papa Pío XII, la Iglesia asume esos valores, los purifica y los transfigura.
Los purifica de la idolatría, que detiene la adoración en las creaturas visibles
o en las fuer/as demoníacas y en las pasiones humanas; en niveles más
intelectualizados, los purifica del panteísmo o del antropocentrismo.
El Concilio Vaticano II proclama que la Iglesia favorece y hace suyo "en lo que
tiene de bueno" todo lo que revela la "idiosincrasia de cada pueblo" 7 y respeta
lo que en las religiones hay de verdadero y de santo: destello de la verdad que
ilumina a todos los hombres 8. En el discurso introductorio al Sínodo del año
pasado Su Santidad Pablo VI dijo con toda claridad y precisión: "las religiones
no cristianas no deben ser ya consideradas como rivales o como obstáculos para
la evangelización, sino como zonas de vivo y respetuoso interés y de amistad
futura ya iniciada".
Al oír estas palabras, uno recuerda a tantos autores y prelados que preguntan si
hay derecho a aplicar esta medida a las religiones no cristianas,
considerándolas simpáticamente como no obstáculo, y despreciar con el desdén que
muchos le reservan la religiosidad popular cristiana. En la ponencia dedicada al
tema en la reunión del episcopado de América del Sur en Medellín se hizo notar:
"por cierta paradoja, lo que se admite fácilmente de los grupos étnicos todavía
no totalmente incorporados a la fe y a la civilización, no se admite con igual
facilidad con nuestras grandes masas católicas. So pretexto de que su fe es
impura y mezclada de supersticiones, se rechazan fácilmente actitudes, usos y
tradiciones, sin que haya precedido un verdadero estudio, equilibrado
discernimiento y simpatía humana. Se declara su religiosidad condenada a
desaparecer y no se trabaja en buscar sus elementos permanentemente valiosos,
muchos de los cuales brotan de una fe no ilustrada, pero sincera".
3. Formas sensibles y representaciones imaginativas de lo invisible
La tercera nota —específica y positiva e insustituible— es que la piedad y
religiosidad popular abundan en formas de devoción sensible y en
representaciones imaginativas de lo invisible. Imágenes del Señor, Santa María,
los santos; procesiones, peregrinaciones, medallas, escapularios, exvotos...
¿Que todo esto puede degenerar en superstición? Puede; pero en principio estas
formas de devoción son conformes con la fe. Y de ordinario nuestro pueblo
cristiano sabe muy bien, no menos bien que los sacerdotes, que el poder divino
no está atado a las imágenes, y que la veneración asciende directamente a las
personas representadas.
¿Acaso esta fe, aunque sea legítima, es de calidad inferior porque necesita
apoyos sensibles? Mi respuesta es: no. Estamos ante la expresión de algo
esencial a la fe, a saber, que el creyente cuenta con la presencia viviente de
personas superiores. Sin duda, los modos de expresar esta presencia podrían
variar; pero anularlos sería antivital: denotaría muchas veces una reducción de
la fe a conceptos abstractos, a un sujeto creyente aislado en su autonomía o
vinculado a categorías históricas, a grandes conceptos impersonales. De hecho
muchos de los que desprecian las formas de devoción sensibles en relación con
Dios y con los santos suelen practicarlas luego con multitud de ídolos banales
en su vida social. Por eso me inclino a pensar que, por sí misma, la devoción
sensible y el hecho de necesitarla no supone una fe inferior. Lo que supone más
de una vez es, sencillamente, fe.
En cuanto a las representaciones imaginativas del más allá —donde ciertamente
los datos de la Revelación son tan sobrios (apenas sabemos sino que es "estar
con Cristo")—, tampoco debiéramos olvidar que, si abundan las representaciones
imaginativas en el corazón del pueblo cuando piensa en el cielo o en sus
difuntos, no son menos abundantes y a veces son más estúpidas las
representaciones ideológicas de no pocos intelectuales. Antes recordaba la
vacuidad de ciertas nociones supuestamente existencialistas. Ahora preguntaría:
¿cuántos físicos, cuántos entre los millares de profesores de las universidades
del mundo tienen una idea depurada de lo que significan, por ejemplo, las
representaciones, ya conceptuales, ya imaginativas, de la estructura atómica de
los cuerpos? Muy pocos.
Pero lo más importante es que, lo mismo que la fijación de la devoción en una
imagen admite la conveniente relativización de esa imagen, así también cabe y
existe un empleo relativizado y purificado de las representaciones.
Por lo demás, cuando nos ponemos a analizar y a juzgar las representaciones
populares, los que de algún modo nos consideramos, no sé por qué, más
cultivados, estamos en gran peligro de no entender nada. Porque incluso en el
mundo pagano hay muchas representaciones que parecen muy toscas o físicas, y no
lo son tanto como nuestro "racionalismo" nos induce a pensar. Cuando acusamos de
ingenuo al pueblo que las expresa, los ingenuos podemos ser nosotros. Porque
olvidamos que la imaginación y el lenguaje funcionan necesariamente en un
espacio tridimensional, pero el espíritu, incluso de personas muy sencillas,
trasciende ese espacio.
Recuerdo ahora, porque me produjo en su día gran impresión, lo que leí de un
historiador árabe, Ibn Fadlán, sobre usos y costumbres de los antiguos eslavos
en la alta Edad Media. Por este relato sabemos que, cuando moría alguien, ponían
el cadáver en una nave y le suministraban toda clase de alimentos y utensilios
domésticos, de animales, incluidos los de compañía (el perro, el caballo), etc.
Si se trataba de persona descollante era corriente que una muchacha de la
familia se ofreciese a acompañarle. Para realizar el acompañamiento mataban a
todos los animales y a la muchacha y los ponían junto al otro cadáver en la
nave; después daban fuego a la nave con todo su contenido y cubrían las cenizas
con tierra, y encima del montón de tierra ponían un palo con el nombre del
muerto. Pensaban que gracias a esta incineración era posible el viaje al
Paraíso, mientras que los pueblos del occidente les parecían unos insensatos
porque dejaban pudrirse en la tierra los cadáveres, impidiéndoles ese viaje.
Este relato nos obliga a preguntarnos: ¿los pueblos, de cualquier tiempo, que
preparaban el viaje de los muertos al Paraíso, con tantos abastecimientos de
utensilios y alimentos, imaginaban de veras un desplazamiento espacial ordinario
desde el lugar de la sepultura hasta la meta feliz? ¡Ya tienen trabajo los
analizadores racionalistas para interpretar con acierto qué es lo que pensaba el
pueblo referido por Ibn Fadlán con sus representaciones!
4. La piedad popular es "sociológica'"
La piedad y religiosidad populares se viven en simbiosis con el ambiente social.
Puesto que la vida cristiana se ofrece a todos, es natural que se exprese en
formas sociales; y para que la mayoría pueda desplegar de modo positivo su
propia libertad religiosa, como toda libertad humana, necesita ambiente
propicio. Todos conocen las atinadas consideraciones que sobre este punto ha
emitido el cardenal Daniélou antes citado, principalmente en ese libro cuyo
título sorprende en un primer momento: "La oración, problema político."
"El problema religioso de las masas —dice el Cardenal— es que religión y
civilización son estrechamente interdependientes. La civilización no es
verdadera si no es religiosa. Y la religión de masas no es posible si no la
sostiene una civilización. Carece de sentido, y es pastoralmente ruinoso,
contraponer religión personal y sociedad no religiosa" u. Añadamos lo que consta
por experiencia: no deja de ser auténtico y personal el cristianismo porque las
personas necesiten ambiente propicio para vivirlo. ¿Qué queda de auténtico y
personal, si no? ¿Los que se separan en pequeñas comunidades no van buscando a
su vez un ambiente propicio?
Habría que preguntarse si son sinceros tantos ataques al llamado cristianismo
sociológico. Se han dicho tantas cosas sobre este tema que no me atrevo a
insistir. Pero realmente es pasmoso cómo se acentúa tanto, de una parte, la
fuerza determinante en la vida humana de las estructuras sociales, y se exige
tanto, de otra, un cristianismo personal y a la intemperie. ¿No se confunde a
veces "cristianismo sociológico" con un producto residual, con una masa de
descuidados y alejados, que no representan la religiosidad popular, sino la
falta de la misma? No hace más de cinco días leí en un texto publicano en
órganos oficiales de la Iglesia española una noción de la fe sociológica
verdaderamente incoherente. La describía o definía así: "sus notas principales
son la aceptación total de las verdades de la fe y divorcio entre esta
aceptación y la vida concreta; en consecuencia, una religión sin Dios, una
religión de tipo estético y ético, en donde sólo cuenta lo externo y ritual" n.
El simple hecho de haber juntado sin otras aclaraciones estas dos palabras
tremendas: "ético" y "sólo lo externo", nos mueve a sospechar que ciertas
descripciones no corresponden a la visión de hechos reales, sino a una
misteriosa inquina o al manejo de clichés o tópicos prestados.
Nos ilustra más el Concilio Vaticano II, que, preocupado por la difusión del
Evangelio en el mundo moderno, ha mostrado que se requiere, sí, un clima de
libertad y de responsabilidad personal, pero también y por igual una atmósfera
comunitaria y hasta un derecho al estímulo en el terreno de la educación.
(Derecho que no está recogido en las cartas corrientes de los derechos humanos;
derecho preterido en muchos planteamientos catequéticos y pastorales.)
III. valores de fe en la piedad popular, especialmente
VÁLIDOS AL MATERIALISMO CONTEMPORÁNEO
Esta tercera parte casi reproduce el título del tema que se me ha asignado.
Quede dicho ya, de paso, para no perdernos en disquisiciones innecesarias, que
por "materialismo" entiendo aquí el humanismo autónomo, tanto si es solemnemente
programático y social como si no pasa de ser pragmático y egoísta. Un humanismo
en que la esperanza queda reducida a la "praxis", a los límites de la acción
humana (sobre todo la colectiva): esto es, según la perspectiva que ahora nos
interesa, el materialismo.
1. Profesión de la fe, y oración formal
Primer valor de fe, valor exquisito que se salvaguarda en la religiosidad
popular: la profesión de la fe y la oración formal: contra la tendencia a dar la
prioridad a un cristianismo anónimo y a una supuesta fe implícita, soslayando la
relación intencional con Dios y resbalando hacia una secularización en la que ya
no se distingue entre ser creyente y no serlo.
Sea lo que quiera de la existencia y del valor de la llamada fe implícita, sí
sabemos que la Iglesia tiene por misión el evangelio explícito; si no, no
tendría por qué existir. El pueblo religioso profesa la fe. Ora formalmente a
Dios; es decir, antes de ver a Dios en todas las cosas, lo afirma en Sí mismo:
única manera de poder verlo en las demás cosas sin identificarlo con ellas.
2. Piedad inspirada en la auténtica je cristiana
La piedad popular está muy lejos de ser algo residual o supersticioso. Está
verdaderamente inspirada en los hechos y en las verdades de la Revelación
cristiana. Aun en zonas populares que parecen rutinarias hay muchas personas
sencillas con los dones del Espíritu Santo; sin exquisitez cultural, incapaces
de formularlo, sintonizan profunda y cordialmente con el misterio de Cristo, con
el mundo de la fe. Viven su vida en relación con las tres dimensiones del
misterio cristiano: en relación con Cristo Dios, hijo de María, que se manifestó
históricamente y llevó nuestra vida humana hasta la resurrección, y a quien
recordamos; en relación con Cristo presente, accesible en la oración y en los
sacramentos; en relación con Cristo que ha de venir para vencer a la muerte.
Muchas de esas personas, con más o menos defectos, pasan por el mundo como
peregrinos y, lo que es más impresionante, mueren con esperanza: lo cual
demuestra de modo decisivo que su fe no es sólo utilitaria o una fe ligada
únicamente al desarrollo de proyectos temporales.
En el Sínodo de Obispos 1974 representantes de la América del Sur, de Irlanda,
de África y de Asia han destacado una serie de contenidos de la religiosidad
popular que demuestran una vivencia de fe muy válida. No son válidos los
defectos; pero esto sólo se puede decir si añadimos que tampoco lo son los
nuestros. No voy a leer, aunque las tenga a mano, las manifestaciones de los
obispos mentados, porque también tengo a mano el reloj.
3. Comunicación cordial con las personas celestes y amor al prójimo. Fe
animadora de la vida
La piedad popular, por razón de lo ya dicho, cultiva una comunicación cordial,
como de amigo a amigo, de persona a persona, con personas vivas: Jesús, María,
los Santos. A este hecho elemental no se le da acaso la importancia que tiene:
toca al núcleo esencial de la fe, en contra de las abstracciones más o menos
simbólicas de algunos "intelectuales". Y para que no se diga que se cae en el
confuso animismo pagano, que ve el mundo poblado de espíritus buenos y malos, el
pueblo cristiano cree de verdad que Cristo es el Señor que puede más que esos
espíritus. Ahí está la esencia de la fe, no en las teorías sobre los seres
intermedios.
Se podría decir que la relación cordial con las personas celestes es egoísta por
faltarle la abertura y el amor al prójimo. La piedad popular de las personas que
yo conozco junta muy bien las dos dimensiones: la relación cordial con Jesús y
María y la conciencia de que precisamente esto las obliga a ser buenas con el
prójimo, aunque luego no lo sean siempre, y a renunciar y a servir. Hay que
afirmarlo: una actitud en la que convergen esas dos (creer en la presencia
viviente y salvadora de Jesús y de María, y que esta fe nos impulse, aunque no
siempre sigamos el impulso, a ser generosos con nuestros hermanos) es una
expresión tan pura y perfecta de la fe cristiana que ninguna otra actitud la
puede mejorar.
Y ni siquiera falta la jerarquía de los valores: pues nuestro pueblo cristiano,
cuando se reúne, por ejemplo, en los santuarios marianos, sabe muy bien ascender
por María al Perdón de Dios en el Sacramento y a la Santa Eucaristía.
Muchas acusaciones según las cuales el pueblo carece de una «fe adulta» son poco
claras. ¿No se confunde «adultez de fe» con «adultez gnóstica»? Las personas
para quienes Jesús, María, los Angeles, los Santos, son presencia viviente,
manantial de luz y fuerza para obrar, padecer y esperar, y al mismo tiempo
llamamiento a la generosidad, el perdón, y la paciencia con los demás... tienen
una fe bien adulta. Ninguna especulación puede mejorarla. Tienen inteligencia de
esas realidades y actitudes en grado proporcionado a su desarrollo intelectual:
una visión sintética a la que refieren su vida con confianza.
Si la Gnosis oscurece el carácter personal —objeto de la Fe—, la fe queda
viciada; su ámbito de relaciones personales es suplantado por un cientismo que
todo lo encaja en categorías de «fuerzas», «constantes», evolución»... Ciertas
apelaciones a la «fe adulta» pudieran enmascarar una negación de la Fe.
4. Contemplación
Lo más fino y característico de la vida de fe, lo más saliente en relación con
el materialismo, es la contemplación.
Ser cristiano es ser contemplativo
Parece que se puede afirmar que en cierto modo toda ]a Iglesia y todo cristiano
son esencialmente contemplativos; porque la misma fe es referencia a lo
invisible, supone subordinar toda nuestra vida y nuestros proyectos de acción a
un Ser y un Amor invisibles que se revelan en Cristo. Todo el que piensa un poco
en la relación de lo sucedido a Jesucristo con su propia vida es contemplativo.
Quizá en tiempos en que la contemplación era muy cultivada esto parecería poco.
Ahora parece increíble la dosis de contemplación que hay en la fe elemental de
las personas más sencillas.
Todo el que confía en que por encima de lo casual y lo fatal —que es el mundo de
los hombres adultos sin fe—, y por encima de los conatos impotentes de nuestro
pensar y de nuestro hacer hay una Inteligencia que nos ama, es contemplativo. Y,
sobre todo, con palabras de San Juan de Avila, "creer que Dios nos ama aunque
muestre señales de desamor", aunque nos lleve al hijo o lo tenga paralítico años
y años, creer en ese amor de Dios esperando contra toda esperanza y "contra la
misma desesperación que la razón humana y los sentidos podrían causar...", ¿qué
es esto sino increíble contemplación? 1S. Increíble superación de la "praxis",
es decir, del materialismo. Contemplación, no en el sentido de una teoría
luminosa, platonizante, sino en el sentido de la fe que luce en lo oscuro.
Vivir de la alegría de que Cristo resucitado está con nosotros y acompaña a los
muertos. Vivir como peregrinos, aunque a veces asuste y moleste la idea de la
muerte, "viendo de lejos las promesas y saludándolas", como dice la carta a los
Hebreos I6, y así pregustar de algún modo la vida celeste, remitir la totalidad
de nuestro tiempo con sus inquietudes hacia algo que no es mero futuro, que es
supratiempo. Todo esto lo hacen elementalmente millones de hijos del pueblo; y
esto es contemplación.
Verdadero sentido de la Encarnación
Contemplar es tomar en serio la Encarnación. Es aceptar la imantación de nuestra
vida por la presencia operante de Cristo. Todo esto es el gran antídoto contra
el verdadero peligro de la vida espiritual contemporánea, que ciertamente no es
el "angelismo" —como se dice con una audacia difícil de entender—; porque lo que
predomina ahora es el peligro de que el hombre se encierre en su propio ámbito,
y que se zambulla en el gran río de la vida, en el torbellino de las cosas o de
los planes. No hay, por desgracia, ningún peligro de evasión en la
espiritualidad contemporánea 17. Para que la religión sea de encarnación y de
ascensión, de encarnación para la ascensión, como tiene que ser, es necesario
que haya espíritu contemplativo. Está en juego la esencia misma de lo religioso.
Antídoto contra el falso humanismo
Esta actitud elemental del pueblo, a pesar de las mil tentaciones a las que
sucumbe también en el ambiente de comodidad y de materialismo superficial, es un
gran antídoto contra el humanismo autónomo, prisionero de la praxis. Esta es,
perdonen que lo diga tantas veces, el núcleo del materialismo en su
significación importante, que es la de encerrar al hombre en los límites de sus
proyectos de acción. Muchos en el pueblo cristiano trascienden esos límites con
la esperanza; muchos siguen siendo felices, a pesar de todo, cuando pasa la
etapa activista y creadora de la vida y se ven sumidos en la debilidad, en la
impotencia; y creen que pueden ser felices hasta en la hora del morir. Si esto
no es altísima contemplación, no existe la contemplación.
Sintonía con el misterio de la Iglesia
El Concilio Vaticano II en sus comienzos, en la Constitución sobre la Liturgia,
dice que ésta expresa la naturaleza auténtica de la Iglesia y su misterio por
las siguientes notas o actitudes: "Es característico de la Iglesia ser a la vez
humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción
y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina. Y
todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo
divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a
la ciudad futura que buscamos". Pues yo estoy convencido, porque lo palpo, de
que muchos cristianos en medio del pueblo viven —no diré con perfección, pero
viven—• este equilibrio de valores, realidades y actitudes. Un equilibrio
consciente entre la vertiente utilitaria, apegada a los logros de la eficacia
inmediata, y la vertiente contemplativa. Viven pendientes cordialmente de
realidades que nos desbordan y no dependen de nuestra acción, pero integran e
informan nuestra vida.
5. Asimilación de lo precristiano
La vigencia de una fe auténtica y muchas veces pura explica que abunde tanto en
los pueblos cristianos la asimilación, sin demasiadas escorias, de las formas
paganas puestas a los pies de Cristo. Es una larga historia de la que se ha
hablado muchas veces. Baste ahora una alusión rapidísima. No hace mucho leía
cómo, por ejemplo, Orígenes y San Jerónimo 19 reprobaban acremente la
celebración del natalicio o día del nacimiento; esto era cosa de Heredes y de
los Faraones. Y bien, muchos —entre ellos el que habla— no celebramos el
natalicio, sino el Santo, más relacionado quizá con el día del bautismo. Mas
pregunto: ¿acaso hay algún residuo pagano entre los que en medio de nosotros sí
celebran el natalicio? Yo no lo he visto.
6. Antisuperstición
La piedad popular, por su propia tendencia, es antisupersticiosa. Y es antídoto
contra la exageración cientificista. Todos conocemos la clásica tensión entre
religión y ciencia, que es la tensión entre la afirmación de la persona y la
libertad y la afirmación de la ley, del orden fatal, de la necesidad o la
casualidad. Todos recordamos que frente al animismo y al politeísmo paganos de
otros tiempos hubo un doble movimiento" despersonalizador" del mundo: el de la
ciencia, con su orden de fuerzas y leyes, y el del monoteísmo trascendente. Por
algo a los cristianos se les consideró, en perspectiva pagana, como ateos. Pero
ahora la extrapolación materialista, desbordando los límites metódicos de la
misma ciencia, elimina todo lo personal sobrehumano, con lo cual destruye la
misma persona humana, porque la reduce a ser epifenómeno, accidente, de un todo
impersonal.
Por eso la verdadera religiosidad popular, que es perfectamente armonizable con
la ciencia, mantiene por una parte ese transfondo personal en la consideración
del mundo, que da sentido a la libertad y a la esperanza y, por otra parte,
libera de las nuevas supersticiones a que recurren tantos hombres asfixiados por
el materialismo.
7. Antimasa
Por último, quisiera decir que tampoco me gusta —no sé si pareceré demasiado
abogado del pueblo (en todo caso me defendería a mí mismo y a mi madre)— que a
la religiosidad popular se la llame "religiosidad de masas". Otro término
equívoco. A veces se entiende por "masas" ese sector mayoritario de una sociedad
que tiene menos participación activa en los valores e intereses de ésta y, sin
embargo, los comparte con un cierto sentimentalismo y hasta entusiasmo, con una
cierta inercia tradicional o tradicionalista. No me interesan ahora estas
clasificaciones sociológicas. Lo que sí quería apuntar es que, si al decir
"masas", aludimos al lamentable fenómeno de la masificación y del anonimato, yo
me atrevería a decir que la piedad popular es lo más opuesto a la masa, lo más
distante de una atomización conglomerada; porque está internamente ligada a la
tradición orgánica de las familias. Un pueblo de nuestra patria, con una vida
familiar definida (aunque no perfecta), animado por un sacerdote, ¿puede
considerarse masa? ¿No es mucho más masa la población de una universidad masiva?
a.
IV CONSECUENCIAS PASTORALES
Permítanme que (omitiendo otras consideraciones posibles, pues debo terminar)
enuncie algunas consecuencias pastorales.
1. La piedad popular no es una imperfección de la fe
La piedad popular no debe ser estimada en principio como un grado imperfecto en
la vida de la fe, como si los perfectos se lograsen sólo en no sé qué
invernaderos aparte. Porque en el ámbito de la piedad popular florecen también
los santos. La religiosidad popular por sí misma no denota imperfección ninguna,
ni en relación con la fe ni siquiera en relación con la cultura de la fe.
Como se dijo en Medellín, "no podemos mirarla como simple cizaña que crece entre
el trigo de la fe y condenarla de antemano al fuego; ni como simples expresiones
religiosas de masas subdesarrolladas, epifenómeno de las condiciones
socioeconómicas que desaparecerán con el progreso. Las manifestaciones pasan
con los cambios sociales; pero las motivaciones, enraizadas en el trasfondo
humano, permanecen".
2.1. Pero supone un pueblo atendido pastoralmente
Nota importantísima: todo lo que hemos dicho, con una valoración no solamente
simpatizante, sino algo optimista, de la religiosidad popular, se entiende de un
pueblo cultivado; no de gentes abandonadas a la rutina en un proceso de
degeneración. Por eso no hay nada más injusto que lanzar acusaciones contra la
catequización de otros tiempos porque los pueblos que la recibieron se
encuentran ahora en estado de postración. A los pastores, sacerdotes u obispos,
que compartieran esos juicios, habría que replicarles: ¿pero a quién hay que
acusar?, ¿a los catequistas del siglo XVI, o al abandono y falta de asistencia
en que,
culpable o inculpablemente, vosotros mismos y vuestros predecesores más próximos
habéis dejado al pueblo?
El Cardenal Hoffner dijo muy bien en el Sínodo 1974: "la tradición no significa
conservar las cenizas, sino alimentar la llama". No es un conglomerado de
inercias residuales lo que hace a un pueblo. Hablamos del Pueblo de Dios, es
decir, de un pueblo estructurado, un pueblo con ministerio, un pueblo con
vigilancia sacerdotal, un pueblo en comunión con el obispo y la Santa Sede. Para
que este pueblo esté cultivado y pueda vivir su religiosidad con pureza de fe
(¡no para que supere su religiosidad, que sería saltar sobre su propia sombra!),
hay que cuidar mucho dos condiciones: los gruposfermento y la predicación.
2.2. Gruposfermento, pero no sectas
Conviene hacer brotar del mismo pueblo personas que se dediquen generosamente a
impulsarlo y hacer de fermento. De fermento en la masa; no de grupo segregado,
que pretendiese ser reconocido como la realización perfecta de la Iglesia, como
si los demás recibiesen de ellos el influjo desde un nivel inferior.
La Iglesia es la comunidad de todos los llamados por Dios, no sólo de los
congregados por determinadas afinidades. Los grupos homogéneos, de índole
apostólica o contemplativa, son muy necesarios y legítimos si están al servicio
de la comunidad total. Si desprecian a la comunidad, si se estiman a sí mismos
selectos y superiores a los demás, caen en secta y ejercen el fariseísmo,
apostólicamente estéril. La necesidad o la conveniencia de que algunos sean
instrumentos del Señor para bien de los demás, y el que esto constituya una
altísima vocación, no equivale a que los que sigan esta vocación sean los más
perfectos. Ningún sacerdote ni obispo ni Papa podría presumir de ello. Sólo Dios
sabe quién está más alto: si el que tiene una conciencia muy desarrollada, muy
analizada, y es capaz de expresarla en asambleas hermosa y simpáticamente, o esa
persona sin brillo sociológico y rutinario. (Pensemos en la rutina de una madre
de familia que recibe en la Eucaristía la fuerza para aguantar durante años y
años a un esposo borracho y a unos hijos subnormales, o a su propia madre u otra
persona de la familia paralíticos o impedidos, que frustran todas las
posibilidades de evasión y diversión de quien los cuida. Esa rutina suele
contener más santidad que nuestras brillantes reuniones.)
Recordemos que siempre ha habido en la historia de la Iglesia grupos antipueblo.
Piensen en la multiforme Gnosis heterodoxa, que desde el comienzo suplantaba la
fe de los sencillos, daba a los misterios explicaciones filosóficas que no
respetaban la Revelación o rebajaba el cristianismo a ser una filosofía
religiosa; pero, sobre todo, clasificaba a los creyentes: en el puesto más alto,
ellos, los espirituales, los gnósticos, los sabios, los adultos, los
mentalizados, los elegidos; luego, unos pocos más que podrían ser rescatados
mediante la gnosis, los psíquicos o animados (los animales deberíamos decir, si
esta palabra no estuviese tan degradada); y, por último, los materiales, el
vulgo, la masa insalvable.
Sabemos que tales puros y perfectos de todos los tiempos (los gnósticos, los
cataros, los albigenses, los valdenses, los fraticelli, los alumbrados, tantas
formas de protestantismo y no quiero mencionar ni una sola de las muchas que hay
ahora entre nosotros) empiezan presentándose como reformadores de la Iglesia,
por retorno a su forma pura originaria, en contra de la fe popular que es
también la oficial, con gran exhibición de pureza y de pacifismo; y cuántas
veces degeneran en profetismo anárquico, en pobreza afectada, en libertinaje
sexual, en belicosidad agresiva, en denuncias que no mueven a nadie a la
conversión, en alejamiento de la Revelación, en autoexaltación del propio grupo
como órgano de la revelación contemporánea del Espíritu y, por fin, en una
deificación del hombre, en el humanismo autónomo, es decir, en el ateísmo.
Y mientras los gnósticos —por volver al ejemplo inicial—discrepaban de la fe
popular y pretendían en muchos casos haber recibido de los Apóstoles el secreto
de sus doctrinas, lo característico de los sucesores de los Apóstoles,
principios de unidad en la Iglesia, era coincidir con la fe del pueblo. Nota muy
importante para nosotros los obispos. En principio hemos de sentirnos más a
gusto en medio de la gente sencilla, que no hace cabalas sobre su valer, que en
medio de los teorizantes.
2.3. Predicación pura
La segunda condición —a la que doy la mayor importancia— es que los ministros de
la palabra tenemos que dar al pueblo en el cauce mismo de sus formas de piedad,
y sin atacarlas, una predicación purísima, tan pura como a una comunidad
monástica. En no haberlo hecho siempre creo que ha habido gran error. Una
predicación que en el clima propicio de las formas populares conduzca siempre a
las fuentes, a la luz y al sentido auténtico y fundamental del vivir cristiano.
Entonces se logrará lo que Dios quiere: que las formas, que son variables,
sirvan de cauce para recibir la siembra evangélica, de la que es muy capaz
nuestro pueblo. De mí sé decir que soy incapaz de hablar de modo distinto a un
pueblo en una fiesta patronal y a una comunidad de monjas contemplativas: les
digo más o menos lo mismo, sólo con diferencias de lenguaje exterior.
Se logra, además, que, como las formas son efectivamente variables, las
variaciones de las formas no dañen al núcleo así robustecido. Las formas
populares serán entonces a la vez provechosas y relativas.
3. El espíritu y las formas. Fecundidad de un ministerio respetuoso
Lo que no vale es querer imponer un espíritu sin formas o querer imponer las
formas que uno mismo personalmente prefiere. Los profetas del Antiguo Testamento
exigían implacables la interioridad del culto, pero no destruían el culto. Las
purificaciones que puedan necesitar las situaciones de hecho en la religiosidad
popular no tienen por qué orientarse a que las formas dejen de existir; porque
cualquier forma —sacerdotal, monástica, etc.— necesita purificaciones análogas.
Permítanme decir, resumiendo (y conste que me incluyo), que los clérigos seamos
servidores y padres de la gran familia popular, y no constituyamos una nueva
secta gnóstica. Si somos secta —muchas veces así es—, no tenemos por qué
quejarnos de que no nos entendemos con la gente sencilla; pues todo organismo
tiene sus defensas, y en tal caso los invasores seríamos nosotros.
Pero no quisiera terminar sin una nota consoladora. Y es la comprobación de que
muchas, por no decir todas, las formas y prácticas populares son fruto de
intensas campañas misioneras de sacerdotes y religiosos que hace años o siglos
predicaron para el pueblo y dejaron en él sus propias formas, precisamente
porque respetaban al pueblo y no le imponían un espíritu sectario, sino que
edificaban con los fieles la Iglesia Santa.
José Guerra Campos