SENTIDO UNITARIO DEL CRISTIANISMO

 

Todos los pueblos del mundo, dicen los profetas con mil expre­siones diferentes de todos conocidas, vendrán, serán convocados y vendrán a esta Jerusalén para así instaurar un reino verdaderamen­te universal. Entonces, y así se aclara, se esclarece para siempre la intención profunda de la revelación en el Antiguo Testamento, a este pueblo nuevo, a este pueblo preparado merced al pueblo esco­gido, pueblo segregado, se pertenecerá no ya por un privilegio hu­mano o histórico ó por un conjunto de circunstancias contingentes sino por la fe. Hijos de Abraham se profesaban orgullosamente los judíos y Juan Bautista les echará en cara irritado esta profe­sión de fe porque Dios puede sacar hijos de Abraham aún de las mismas piedras. Hijos de Abraham somos todos, dirá San Pablo, los que tenemos fe porque Abraham significa algo no por la circun­cisión, no por que le particulariza respecto al pueblo de Israel sino por la fe, por una actitud que nos es posible a todos y que el Espí­ritu Santo que alienta, quiere alentar en todos y suscita y alimenta en todos. La fe entonces se convierte en la clave de pertenencia de los hombres a este pueblo. Hay todavía una posibilidad de división pero no ya por cerrazón amurallada, acorazamiento belicoso de un pueblo sobre sí mismo, sino por el acorazamiento belicoso de cada corazón sobre sí mismo, es decir, por falta de docilidad al mensaje de amor que viene de lo alto.

Sería absurdo que yo ahora gastase minutos recordando que el Evangelio y toda la revelación neotestamentaria por boca de Cristo, de los apóstoles, de la primitiva Iglesia, naturalmente rompió los moldes de este pueblo segregado y se ofreció a todo el universo, a toda la tierra: seréis mis testigos hasta los confines de la tierra.

Pero al llegar este momento y suponiendo todo el mensaje neotestamentario, conviene recordar de nuevo y así el enigma se repite, que el Evangelio, el anuncio alegre que el Señor trajo a la Tierra, tiende a promover una unidad de los hombres que sea visible. La unidad visible de los hombres es la Iglesia. Una unidad estructu­rada, institucionalizada en que la raíz íntima es el espíritu que so­pla donde quiere y como quiere, pero la manifestación operativa es una asociación visible de los hombres.

Como esta unidad visible, a esta unidad institucionalizada que es la Iglesia, todavía no pertenecen, al menos visiblemente, socialmente, institucionalmente todos los hombres, vuelve en el Nuevo Testamento a repetirse la situación del Antiguo. Se conserva todavía una distinción, una diferenciación entre aquellos que están con­gregados, es decir, los que son la Iglesia y aquéllos a quienes se invita pero continúan fuera. Cualquiera que sea la explicación teo­lógica de este estar fuera, explicación en la cual ahora no entro, pero baste constatar que es un estar fuera socialmente un no estar reconocidos como de dentro.

Esto hace que la situación de la Iglesia, portavoz de la unidad círculo de la unificación de los hombres como ella misma acaba de decir en el Concilio Vaticano II, vuelve a ser incógnita y quisiera que todos recordasen una vez más entre paréntesis que una de las evidencias reconocidas por todos los que generosamente, lúci­damente, se preocupan por la unidad, sobre todo entre los cristia­nos, pero también entre todos los hombres es que a la unidad no se llega por caminos fáciles, que a la unidad sólo se llegará reco­nociendo las enormes dificultades. Toda actitud ingenua, toda actitud optimista, es una traición al ideal de la unidad, la uni­dad es fruto de un esfuerzo, nadie nos la va a regalar, a no ser con el regalo íntimo del Espíritu Santo que fecundiza este mismo es­fuerzo. Por eso hay que abrir los ojos ante el hecho innegable y para muchos escandaloso de que la institución de la unidad, la única institución que existe en el mundo con un destino unitario universal que convoca institucionadamente a todos los hombres por mandato de Cristo que es la Iglesia. Sea provisionalmente un fenó­meno particularizado, un fenómeno qua a muchos hombres les se­para, sea una especie de nuevo y gran pueblo de Israel que tiene fronteras y que a través de estas fronteras tiene que comunicarse pacífica o belicosamente según las circunstancias con los hombres que están fuera.

A propósito de esto la reciente constitución conciliar acerca de la Iglesia, especialmente en el capítulo segundo que habla del pue­blo de Dios, dice unas palabras bellísimas y muy eficaces que yo me limito a traducir. Ya había afirmado en el prólogo de toda la constitución, justificar todo lo que se va a decir acerca de la naturale­za y de las funciones de la Iglesia católica en el mundo que la Iglesia es ante todo el sacramento, es decir, el signo y el instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano. Y ahora en el capítulo segundo, recordando esta proclamación del comienzo, quizás un poco inquieto el Concilio por la contradicción fenomenológica de la Iglesia como un factor particular en el ámbito de la humanidad general, el Concilio afirma: «este pueblo mesiánico, aunque no comprende actualmente todavía a todos los hombres y más de una vez aparece como un rebaño, sin embargo es, para todo el género humano como instrumento de redención de todos, y como luz del mundo y sal de la tierra es enviado a todo el mundo.» Y en otro lugar del mismo capítulo: «a este nuevo pueblo de Dios son llamados todos los hombres, por eso este pueblo, permaneciendo uno y único tiene que ser dilatado a todo el mundo y por to­dos los tiempos para que se cumpla el propósito de la voluntad de Dios. En el comienzo hizo una a la naturaleza humana y determi­nó congregar en uno al final a todos sus hijos que estaban disper­sos, según la frase de San Juan. Este carácter de universalidad que condecora al pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el cual la Iglesia Católica tiende perpetua y eficazmente a recapi­tular toda la humanidad, todos sus bienes bajo la cabeza Cristo en la unidad de su espíritu. A esta unidad católica del pueblo de Dios que prefigura y promueve la paz universal son llamados to­dos los hombres.

Y finalmente, cuando ya el Concilio tiende la mirada sobre los que aparentemente están fuera, sobre esos círculos concéntricos que empujó tan espléndidamente el papa Pablo VI en la «Ecclesiam suam» dice: «finalmente los que todavía no han recibido el Evangelio se ordenan de diversas maneras al pueblo de Dios». Y se refiere en especial a los judíos, a los musulmanes. Ya tras­cendiendo estos dos cotos de los judíos y de los musulmanes^ tampoco Dios está lejos de aquellos que le buscan entre sombras e imágenes como a Dios desconocido. No están lejos porque como recuerdan los Hechos, cuya cita acaba de insinuarse, el Señor es el que da a todos la vida y la respiración y todas las cosas. Y el Sal­vador, como afirmó San Pablo en la carta a Timoteo quiere que todos los hombres se salven. Y por último, insinuando una con­sideración muy tradicional, bellísima, la más bella consideración que la Iglesia puede hacer ante este problema de la unidad, de la unidad de todos los seres en su seno, el Concilio vuelve a reafir­mar que todo lo que de bueno y verdadero se encuentra en ellos, en esos hombres es estimado por la Iglesia, como preparación evan­gélica y como dado por Aquél que ilumina a todo hombre para que al fin tenga vida.

Con todo, esta conexión a través de sombras e imágenes de los que están en el ámbito familiar instaurado por Cristo Jesús y de los que buscan al Dios desconocido entre esas mismas sombras no impido, no lo impide en nosotros que muchos caigan en la idolatría, confundan las sombras con Dios y que otros desesperen impotentes para hallar a Dios. Este doble fenómeno permanente de la idolatría y de la desesperación que como ven, sigue sirviendo todavía ahora para un análisis para una clasificación perfectamente científica de todas las actitudes interesantes y profundas de la humanidad.

Esta idolatría y esta desesperación ofrecen a la Iglesia que ya tenía ese mandato de Cristo el gran estímulo acuciante actualísimo ¿para qué? para realizar su labor misionera. Y esta es una conclu­sión muy importante y vuelvo a sintonizar con lo que apunté entre paréntesis hace unos momentos. A la unidad no se va por caminos fáciles. La unidad para la Iglesia no es una tentación de transac­ciones cómodas, es una invitación al esfuerzo misionero. Y sigue un párrafo, el núm. 17 espléndido de ese capítulo segundo de la Constitución sobre la Iglesia en que desarrolla maravillosamente este mandato, esta exigencia inmediata del esfuerzo misionero de 1a Iglesia precisamente en virtud de su vocación a la unidad, es decir, de su vocación católica, universalista.

Sigamos todavía dentro del ámbito provisionalmente reducido al menos en su forma social de la Iglesia asomándonos a través de sus límites, de sus fronteras, si queremos llamarlo así, al mundo que está en torno, al mundo de los que buscan al Dios desconocido entre sombras e imágenes.

Una primera cosa que la Iglesia siente la necesidad de afirmar y acaba de hacerlo por boca del Papa, por boca del Pontífice, para que este distanciamiento que a veces es un enfrentamiento se con­vierta en cauce de unidad es, que la Iglesia como no podía ser me­nos, como hizo Cristo comparte integralmente todos los valores positivos que hay fuera. Comparte para empezar una universalidad de naturaleza, de destino, de origen, de situación, de anhelo por lo menos que es común a todos los hombres. No hay aspiración ínti­ma, religiosa, no hay formulación alguna de valores morales, socia­les, unificantes del hombre que la Iglesia no pueda y no deba hacer suyos porque son suyos, porque ella los sublima todos, como que la Encarnación de Cristo sublima una preexistente situación del hombre.

Este conjunto de aspiraciones más o menos turbias y sobre todo de formulaciones morales, eficaces para la construcción de una vida social más noble, más digna, se expresan preferentemente a través de las múltiples religiones. La Iglesia para situarse junta­mente en su perspectiva misionera, pero sus perspectiva misionera como camino a la unidad reconocerá una vez más —lo ha hecho siempre— aunque no siempre los hijos de la Iglesia lo hayan for­mulado con lucidez y con suficiente serenidad, que en el fondo esas religiones no son propiamente falsas en tanto son tanteos busque das del Dios oculto en las sombras. No se puede calificar de falso al que tantea en la sombra. Estas religiones están, naturalmente tenidas de falsedades como todas las cosas humanas y se convier­ten definitivamente en falsas cuando aquél que busca habiendo encontrado cierra los ojos y rechaza la luz de lo alto que  se le presenta.

Pero como tales son tanteos legítimos, son la búsqueda del Dios desconocido y nadie ignora y la Iglesia no lo puede olvidar nunca eme la técnica misional de los apóstoles maravillosamente ejempli­ficada en San Pablo en el cap. 17 de los Hechos cuando se presenta en Atenas es precisamente insertable el mensaje de la resurrección de Cristo, es decir un hecho nuevo, un hecho que de ningún modo podían conocer y por tanto no tenían culpa en desconocerlo los hombres que tanteaban en la sombra, insertar este hecho nuevo, esta gran noticia, este evangelio, esta gran revelación de la resurrec­ción gloriosa de Cristo en la búsqueda del Dios desconocido. La Iglesia tiene que volver a empalmar con esta actitud originaria de los apóstoles para, como he dicho antes, conjugar simultáneamente su servicio misionero, su intención intransigentemente misionera, san­tamente, humildemente conquistadora y al mismo tiempo su cons­trucción de caminos y métodos que hagan posible el diálogo, el con­tacto humano para que esta predicación misionera caiga en tierra bien preparada. En este sentido la Iglesia, búsqueda de la unidad, cuando lo hace con auténtica perspectiva cristiana revestida del espíritu de Cristo Jesús, al enfrentarse con grupos humanos que a través de la historia han ido cuajando en determinadas ideolo­gías, procurará, procura cuanto le es posible no cometer nunca el error de contraponer de un modo simplista esos sistemas ideoló­gicos con Tos sistemas ideológicos imperantes en un momento dado de la historia en el ámbito mismo de la Iglesia.

La Iglesia vuelve otra vez a apelar a una extraordinaria verdad tradicional a la cual me refería antes, aquélla que ya los apologetas del siglo II precisamente en su intento de comunicación misio­nal, de diálogo con los hombres de la época, expresaron de un mo­do definitivo, a través de los tanteos, a través de las luces rotas de la razón humana quien habla, quien habló siempre, quien iluminó ti todo hombre es el Verbo. Ver una iluminación preparatoria, un preevangelio en todo esfuerzo noble, sincero, de la razón humana es uno de los grandes hallazgos de la táctica misionera santamente inspirada desde los primeros siglos de la Iglesia. Y ahora, como saben, la Iglesia en forma todavía más depurada, más consciente, con mayor conocimiento analítico de las cosas vuelve a situarse otra vez en esta misma dirección para que la unidad sea también fruto de su esfuerzo y no solamente del esfuerzo ajeno.

En definitiva no trataríamos a Dios como Padre si de algún modo no rastreásemos su presencia en todos los hermanos, o lo que es lo mismo, en las ideologías humanas, naturalmente, cargadas de errores como toda cosa humana hay que distinguir todo lo que es ingrediente caprichoso, arbitrario, movido por la precipitación, por el egoísmo orgulloso, etc. de lo quo es auténtica sumisión a la razón, sin negarle –esto sea dicho en honor del esfuerzo cultural de los hombres que hay un modo de someterse a la razón aunque se desconozca a Dios en virtud del cual el individuo, el hombre con­creto se siente de verdad inferior y adivina en las leyes de la razón que El acata que son a la vez luz para la moral y para la con­ducta la manifestación, si quieren confusa de algo superior ¿no es ese el Dios oculto? ¿No es ese el Dios entrevisto, adivinado? ¿No es este el Dios que tiene que ser completado en la conciencia de los hombres con la noticia de  la resurrección? En este sentido, cuando la Iglesia llamada a instaurar la unidad de todos los hom­bres se  siente desconcertadamente cerrada en los estrechos lími­tes de su pequeñez aparente, su vida social, puede mirar hacia afuera con ánimo gozoso y esperanzado, puede no sólo invitar a un esfuerzo de acercamiento a los alejados, sino hacerlo ella misma, incluso previamente para  que así, como he dicho tantas veces y diré todavía alguna más, la unidad no sea cosa fácil. Porque la unidad es lo último, es  el fin de la tarea y mientras tanto los hombres que no sean ingenuos saben que viven camino de la uni­dad pero no en la unidad a no ser una unidad falsa, una herida falsamente cerrada y doblemente peligrosa.

 

Sí, una de las cosas que hacen más difícil, pero al mismo tiem­po más grandiosa y emocionante la acción de la Iglesia a través de la historia es no apearse nunca de esta evidencia, que la comu­nidad de los hombres ha de resultar de una tensión hacia arriba, hacia las cosas superiores, porque, vuelvo a repetir, hay una peli­grosísima  tentación  siempre   renovada  que   trata  de   obtener  la unidad por un concordismo facilón, por un sistema de transaccio­nes, por una reducción al mínimo, por un nivelamiento, por un diluimiento, por la eliminación de todo lo que excede, de todo lo que tiene eminencia, de todo lo que es flecha que apunta más allá o más arriba. Y verdaderamente esta actitud es trágica aunque sea ingenua, y por tanto, en cierto modo simpática. Es trágica, por­que aparte del orden del nivel espiritual que es el auténtico nivel de la unidad como dije al comienzo, porque más abajo no hay uni­dad, hay lucha biológica, pero aun dejando el nivel supremo espi­ritual de la revelación cristiana, de la revelación sobrenatural ¿quién ignora que toda verdadera unificación entre los hombres a cualquier escala con que se emprenda es siempre resultado de esta tensión ascendente de algunos, de este afán de rebasar lo pri­mario, es decir, el círculo estrecho de los egoísmos por ensanchar los horizontes para saber integrar lo que es parcial en una armonía superior. Sólo hay unidad y paz cuando se logra esto; es fruto de una lucidez y es fruto de una buena voluntad. Cuando no, las fa­cetas parciales se absolutizan, se totalizan, entonces chocan y este choque es radicalmente inevitable.

Pero esta tensión ascendente como único camino hacia la uni­dad es una exigencia todavía más implacable cuando ya instauramos la unidad en Cristo. La Iglesia nos lo acaba de recordar: la unidad en Cristo es una unidad tendente a la plenitud. El Señor se encarnó, se hizo hombre, se rebajó a nuestro nivel ¿para qué?, para despegarnos, para elevarnos; muere con nosotros para resu­citar, cosa que nosotros no sabemos hacer. Es el primero que está en el mundo y en este sentido no es del mundo. Y por eso acaba de recordar tan oportunamente el Papa en su encíclica «Ecclesiam fuam» que la Iglesia, por mucho que como dijimos antes comparta la universalidad de la naturaleza humana y se sienta solidaria de todo el caudal de aspiraciones y valores morales, positivos que son patrimonio normal de la humanidad, no puede confundirse con la humanidad.

 

Una exigencia primaria de la Iglesia es ser diferente. Y al dife­renciarse, eso sí, no lo hace para separarse, lo hace para ofrecerse, en este sentido para unirse mediante una comunicación de bienes. Yo tengo dice la Iglesia en boca del Papa, al mundo, lo que voso­tros deseáis pero no tenéis. Este plus, este suplemento que viene de la revelación de Cristo la Iglesia no lo puede escamotear aun­que para muchos sea, como lo es, un factor de división porque es algo que ella ofrece y los demás no tienen o no quieren reconocer. Así de nuevo la unión en la perspectiva de la Iglesia no es sino una exigencia de la misión apostólica, de la caridad, nunca de la transacción. Y por eso el prólogo de la Constitución sobre la Igle­sia a que me refería antes o después de afirmar que ésta es esen­cialmente el sacramento, el signo y el instrumento de la unión íntima de los hombres con Dios y de la unidad del género humano, termina diciendo que, la acción de la Iglesia, acción por tanto esencial mente unificadora, es ahora tanto más urgente cuanto que los hom­bres estancada vez más estrechamente unidos con múltiples vínculos sociales, culturales y técnicos, y necesitan recibir a través de la Iglesia la unidad plena, la unidad de la plenitud en Cristo. Esta unidad de la plenitud es una unidad que exige ascensión, es una unidad de supera­ción porque lo mismo, en definitiva todo lo que haga la Iglesia como factor de unidad en la historia ha de ser una obra de fe, fe (, preparación hacia la fe, unidad en la fe. Y volvamos a repetirlo, señores, no es, no ha sido nunca la simple expresión de unos an­helos más o menos comunes entre los hombres y mucho menos la simple expresión de  una benevolencia afectuosa, indiferente, pragmática que echa pelillos a la mar y se queda sin nada entre sus manos para salvar la unidad.

 

La fe es una fidelidad, una fidelidad al Cristo que nos eleva al Padre y por eso, también lo dije al comienzo, el fruto de nuestra unidad, cuando nuestra unidad es auténtica, cuando nuestra uni­dad es, como decía el concilio un germen firmísimo de la unidad de todos los hombres, es que el mundo crea, no es que el mundo se una de cualquier manera, porque esa unión de cualquier manera a la Iglesia no le interesa nada y a los hombres tampoco, porque es falsa, por tanto no funciona, es una comprobación pragmática, sino que el fruto es que el mundo crea que el Hijo ha sido enviado por el Pudre, es decir, el fruto de la unidad de los cristianos v de la Iglesia en la unificación del mundo precisamente en el Padre, en la fuente de toda unidad, en esa unidad de lo múltiple, en ese Dios Uno y Trino que es el principio y fin de todas las cosas.

En el mismo sentido, si la acción unificante de la Iglesia es acción de fe, es acción de caridad y la caridad —sería absurdo que yo se lo explicase a nadie— no es sólo pasar la mano sobre la es­palda del prójimo, o tener una instintiva actitud compasiva, bene­volente, no. Eso puede ser un ingrediente de la caridad pero eso no es la caridad. La caridad es radicalmente una comunión en la vida que Cristo nos ofrece, todos los aléelos y actitudes que dimanan de esta comunión vital son auténtica caridad, y los demás, aunque se lo parezcan, aunque coincidan en su descripción fenomenológica, incluso en su experiencia interior no son caridad, aunque sean bue­nos. Y la Iglesia está en el mundo para irradiar caridad, no las otras cosas buenas, para las cuales no hacía falta la Iglesia. La ca­ridad es, pues, una comunión en la vida, por tanto exige una tensión de nuevo ascendente para empalmar por medio de Cristo con el Padre.

Terminemos. Esta convicción exigente, en cierto modo intran­sigente es el espíritu auténtico de unidad. Naturalmente es compa­tible, no iba a serlo, como una abertura interior, como una manse­dumbre, un espíritu de servicialidad, con la eliminación de toda actitud orgullosa, comparativa, como si pudiesen compararse mé­ritos nuestros con deméritos de los demás, ya que nadie tiene mé­ritos en este orden, todo en su origen es don de Dios. Pero esta condición ascendente hace que tengamos que plantearnos ahora, aunque sea al final y muy aprisa un problema estremecedor. Yo bien quisiera evitarlo, pero nadie puede evitar la realidad. Reco­nozcamos que el movimiento de unificación mundial que ahora sentimos porque es más fuerte, más acelerado o porque lo cono­cemos mejor, no sé, este movimiento carecería de la mitad de la mayor parte de su carga emotiva si no fuese por su extrapolación, quiero decir, por la proyección del mismo hacia una nieta totali­taria ideal en un futuro remoto. El presente siempre insatisfactorio, nada vale la pena, todos los hombres que hacen algo lo hacen empu­jando este presente hacia un futuro más o menos próximo ideali­zado. Ahora bien, cuál sea esta meta ideal de unidad, esta idealización, esta visión totalitaria de la unidad plenamente conse­guida en el futuro, esto es muy importante para caracterizar inclu­so ahora mismo nuestros esfuerzos hacia la unidad

Todos recuerdan cómo lo que caracteriza, por ejemplo, da su carga, diríamos, mística, su tensión excitante al mundo marxista no son los logros técnicos o económicos que consigue o vaya consi­guiendo. Eso lo utilizarán en la propaganda entre la masa, lo que caracteriza es precisamente esta previsión más o menos ingenua de una posibilidad de realización perfecta del ideal de síntesis entre la libertad del hombre y la estructura social de una sociedad que  no sea límite ni obstáculo para la perfecta expansión de la libertad, sino qué sea la atmósfera en que esta libertad respira, sea el área de expansión de esta misma libertad. Con este ideal que es un ideal paradisíaco, es un ideal divino, naturalmente, entonces todos los esfuerzos actuales, todas las sinuosidades prácticas de camino co­bra nobleza y altura. Y lo mismo les pasa a todos los demás hombres. Volviendo, pues a la que proponíamos. Si los hombres estamos embarcados en la aventura de promover una unificación creciente ¿hacia dónde tendremos en esta búsqueda de la unidad? O dicho más aprisa y más brevemente: A buen entendedor pocas palabras. Podemos esperar que, como advierte el Apóstol en la carta a los de Corinto al pintarnos la irradiación gloriosa, absorbente de la resu­rrección de Cristo, un día Dios será de verdad todo en todas las cosas. Se realizará perfectamente la integración total de todos los hombres con todas nuestras resistencias y disidencias, con todas nuestras cegueras, con todas nuestras rémoras. Se realizará la integración plenaria de todos los hombres en Dios y por tanto en una sociedad en que todos quedamos incorporados en una plenitud co­municativa, espontánea, en ese ideal maravilloso que coincide en mi descripción,  como era lógico, con el que pintan los marxistas. ¿Llegaremos, como soñaban los neoplatónicos y algún teólogo cató­lico de la antigüedad a la apocatástasis, a la superación de todas las divergencias, de todas las oposiciones? Es decir, pensemos un momento en el infierno, esto es la conclusión. Porque y aquí surgen de nuevo el ingrediente irreductible, la santa y humildísima intrasigencia de la verdad en esta búsqueda de la unidad perfec­ta de los hombres hay un límite que no se puede saltar: o se hace con Dios o contra Dios.

 

Los hombres contra Dios son el infierno, los hombres con Dios suponen la eliminación del infierno. En la medida en que algún nombre sea de hecho condenado al infierno, habrá algún sector de la humanidad irreductible a la unidad, tan irreductible que, los que por misericordia de Dios vivamos con el Señor en la vida celeste seremos, tendremos que ser, absolutamente felices, sin que turbe esta felicidad el espectáculo de la angustia de los condenados. En cierto modo, si esto pudiéramos decirlo cuando no entendemos nada, incluso haciendo que este espectáculo sea un factor más de nuestra felicidad sin que seamos santos. Ahora no lo vemos pero el enigma está ahí y el enigma, naturalmente no se puede escamotear con estúpidas declamaciones. Porque, ¡ojalá! nadie vaya nunca al infierno, pero eso no es muy evidente; en cierto modo la evidencia de la historia es el infierno y muchos, no sin razón, en situaciones humana muy normales, por otra parte muy frecuentes, la llaman a boca llena, y hacen muy bien, infierno. Incluso ahora, porque están dotadas de la misma carga de desesperación, falta de aire respirable, de corte de toda posibilidad de razón, de abandono, soledad que en el fondo constituyen el infierno.

 

Esto hace que nuestra marcha en busca de la unidad  no solamente sea difícil, como   afirmé varias veces sino incluso como panorama, como perspectiva luminosa se enturbia. Y repito que quisiera que las cosas fueran más luminosas, pero no tomo en serio o los que las hacen artificiosamente luminosas, porque si al comien­zo de esta charla, ya demasiado larga, destaque no hace falta mucho ingenio para hacerlo el carácter monstruosamente conflictivo, belicoso del desarrollo normal de la vida en su nivel cósmico, ahora destacaré también el carácter monstruosamente conflictivo, belicoso, antiunitario del desarrollo de la humanidad en su conjun­to y sobre todo en la intimidad de cada uno y ante los momentos culminantes en que ningún factor social de ayuda nos puede valer.

 

En todo caso, esta consideración de una dualidad permanente y eterna para los que vivan unidos con Dios y los que puedan vivir separados de Dios en el infierno, de ningún modo, y esto sería una deformación gravísima y podríamos utilizarla nosotros ahora para deslindar campos porque no podemos, basta para evitar toda fácil tentación pensar que cualquiera de los presentes puede ir al infier­no, empezando por el que habla. Entonces, una actitud de fronte­ras que delimitase las áreas, que pusiese en una a los que están predestinados a la salvación y en otras a la condenación, para considerarlos ya como enemigos, para cortar toda comunicación amo­rosa, vital, paternal con ellos, sería sencillamente, absurda. No porque sea absurda en sí, porque lo que no es absurdo es que en el fondo no se puede intentar la unión entre los hombres contra Dios. Es gran drama el del ateísmo. En el fondo no se puede. Y por tanto, cuando decimos y lo decimos de verdad, tenemos que promover la unión en cuanto ésta es posible o buscando los facto­res comunes incluso con los ateos estamos siempre jugando con un equívoco que tiene una parte de verdad, que tiene una parte estremecedora de razón: con Dios o contra Dios. Porque en defini­tiva con el espíritu, con la libertad, con la persona o contra la per­sona. Con libertad que libera o con las fuerzas fatales de la socie­dad, de la historia, de la naturaleza, que esclavizan, sean cuales sean los intentos de los hombres.

 

Y precisamente porque hasta ahora los campos están divididos, porque esa es la posibilidad del futuro que se escapa a nuestra previsión, por eso tiene un contenido realista, el máximo antídoto que el cristianismo ofrece, contra esta peligrosísima tentación, ins­pirándose en el hecho de que pueda haber hombres tan tercos, tan pertinaces, tan ciegos que se muevan contra Dios y por tanto contra mí, yo no puedo estar con nadie que esté contra Dios y por tanto contra mí, esto es estructural, esto es esencial porque si no sé lo que digo, a pesar de eso, repito mantiene todo su contenido el «amad a vuestros enemigos». Amamos a nuestros enemigos porque hasta ahora todos pueden ser nuestros amigos, porque no podríamos no­sotros vivir la vida celeste, la vida feliz y perfecta a no ser sintién­donos amigos de todos aquellos que están llamados a la misma vida por mucho que nos apasione, por mucho que nos zarandeen mo­mentáneamente resultan todos absolutamente risibles.

 

Es verdad que el Señor ha dicho que El con sus apóstoles for­maban un grupo acotado, frente al mundo. Estáis en el mundo y no sois del mundo, el mundo os perseguirá, os acosará, se reirá de vosotros mientras vosotros os entristecéis. Pero también es verdad que cuando se habla de mundo en este sentido contraponiendo a Jesús con el mundo, no se trata necesariamente de la coincidencia del mundo con un grupo dado con unas personas inalterables, se trata más bien de un espíritu, de una fuerza del mal, la fuerza del orgullo, la fuerza de la ambición, la fuerza de la pereza espiritual, y la fuerza del egoísmo, que puede manifestarse de un modo más o menos sistemático en ciertos grupos pero no está vinculado a ningún grupo y por desgracia se infiltra también en nosotros. Fuera de Cristo, los que son de Cristo también llevan al mundo dentro, en cierto modo son el mundo. Entonces la lucha con el mundo que es ingrediente esencial del cristianismo si no queremos convertirlo in agua de borrajas, esta lucha con el mundo no es necesariamente una lucha con los demás, que empieza por ser una lucha consigo misino, una lucha hacia dentro.

 

Termino ya. Estamos diciendo estas cosas, dando estas pincela­das un poco precipitadas, temblonas, acerca del sentido unitario del cristianismo, junto al sepulcro del Apóstol Santiago, que por Apóstol es factor de unidad, es testigo de la resurrección, por tanto el que nos trajo la flecha indicadora de una posibilidad de unirse por arriba, que es la única unión posible.

 

Pero además de esta condición básica del Apóstol del sepulcro apostólico, Santiago es un posible factor de unidad porque es una concreción histórica de cristianos; peregrinos de todos los tiempos, de todas "las partes se han juntado aquí. Esta juntanza, esta fusión qué se conserva todavía como un poso, como un aroma ciertamente nos invita a la unidad. Pero yo quisiera, para que este concepto quedase perfilado que junto a la invitación de la Historia, de la historia y u vivida, de la unidad ya realizada aunque en formas imperfectas a lo largo de los tiempos hay también un invitación a la pureza, a la depuración porque esto es lo que quería decir los factores históricos también pueden ser para el cristianismo lo mismo que son causa de unidad causa de desunión. En definitiva, nosotros en los dos mil años de manifestación social, histórica del cristianismo nos liemos movido en un ámbito cultural, sociológico, geográfico, un ámbito histórico que está vivificado con un alma por el cristianismo pero que no es todo el cristianismo.

 

Pues bien, fuera de este ámbito hay otros desarrollos históricos más o menos autónomos. Cuando se acercan, dialogan, se enfrentan aunque sólo para mirarse curiosamente estos grupos, estas zonas autónomas de evolución histórica, la primera reacción, como saben todos, es de desasosiego, es de incompatibilidad. Los indios, los africanos quizás o los japoneses no tienen porque si no quieren aceptar mil formas de nuestra estructura histórica por que tienen la propia.

 

 

Entonces, junto al reconocimiento de que condición histórica» su condición de mensaje del Verbo Encarnado admitido por los apóstoles, por una geografía, por un tiempo, que es lo que se evoca tan tangible y emocionantemente junto al Sepulcro del Apóstol y de todos los Apóstoles es un factor de unidad, junto a esto el cris­tianismo, la Iglesia que lo encarna reconoce, tiene que reconocer que ha de depurarse continuamente de su propia historia para poder ofrecer a los demás no sus estructuras, como ahora se dice, no su construcción integral sino sus gérmenes, porque eso si coma lo vimos antes en el evangelio está destinado a fructificar en todos los terrenos pero siempre que se le eche a la tierra como semilla, no como planta ya desarrollada porque entonces normalmente no echará raíces. Esto requiere mucho cuidado, mucha generosidad, mucha delicadeza interior, mucho espíritu de misión que no es pro­piamente espíritu de conquista sino espíritu de servicio.

 

Cuando la Iglesia en nombre de Cristo ofrece el Evangelio a todos los pueblos precisamente para no quedarse encerrada ella misma en un acotamiento histórico porque ella es de verdad uni­versal, sabe que tiene que ser causa de unión y hay un modo de pregonar el Evangelio que aun sin culpa por parte de los que lo re­ciben podría convertirse en causa de desunión. Sabe que tiene que dar un testimonio humilde y por tanto intransigente, porque ofre­ce lo que ha recibido y ofrece como un don de Dios Salvador, como la única posibilidad de salvación plenaria para todos los hombres. En ese ofrecimiento es a la vez intransigente, absolutamente intran­sigente hasta el martirio y humilde que no ofrece nada suyo, esta humilde intransigencia es la primera condición de la actitud mi­sionera de la Iglesia precisamente para promover una unificación de los hombres aunque al principio, provisionalmente, muchos se queden en el camino, porque no captan esta invitación superior.

 

Pero, añade en seguida, que para que esta humildad sea autén­tica, es decir, que para que aparezca a los ojos de los hombres que la Iglesia ofrece algo que no es suyo, que viene de arriba, la Iglesia y el cristianismo lo están haciendo ahora en el Concilio tiene que caracterizarse por lo que yo llamaría la nota de la sobriedad, quie­re decir, si reconoce que hay muchos valores, muchos desarrollos racionales que son propios del hombre aunque sean iluminados, por el Verbo y fruto de una acción misteriosa del Espíritu pero que existen antes de su propia existencia y fuera de su marco social actual, entonces la Iglesia tiene que hacer un deslindamiento entre lo que realmente constituye su Evangelio, su aportación y lo que son envolturas lícitas, licitísimas, pero envolturas variables, contin­gentes, culturales, históricas de este mismo Evangelio y no puede fundir en un bloque unitario los valores elementales, escasos cuan­titativamente pero maravillosos cualitativamente que son el fermen­to transformador de toda la masa de su Evangelio con la enorme cantidad de ideología, de sistemas científicos, de sistemas sociales, de datos en construcción del mundo de toda índole que van más o menos inherentes a una determinada fase de la vivencia de este Evangelio pero que no le son necesarios. Esto es una operación difícil es otra vez el esfuerzo que a la Iglesia se le exige y que la Iglesia se exige a sí misma para promover la unidad.

 

Yo bien sé que todo lo que he dicho quizá hubiera sido mejor no decirlo o decirlo de otra manera o en todo caso enmarcarlo en precisiones correcciones, matizaciones sin las cuales queda lleno de aristas. Pero me confío no ya sólo a la buena voluntad sino a las maravillosas entendederas de todos los presentes.

 

José Guerra Campos