BUSCAD PRIMERO EL REINO DE DIOS Y SU JUSTICIA

 

La Asociación de Universitarias Españolas me ha enco­mendado que hable de algo que anuncia con este título: «BUSCAD EL REINO DE DIOS A propósito de las discu­siones sobre la teología de la liberación».

«BUSCAD EL REINO DE DIOS» aparece en mayúsculas, y es el tema. Las discusiones sobre la teología de la liberación son la ocasión. Por si alguno, al leer otros anuncios, hubiera entendido que voy a hablar de las discusiones sobre la teo­logía de la liberación, es conveniente avisar desde el principió que no voy a hablar de la teología de la liberación ni de ­las discusiones sobre la misma; porque lo que se ágil a iras esa denominación, al menos para mí, no es más que un problema prácticopastoral, de importancia evidente. Para los que tienen que acometerlo, ese problema importa: un cono­cimiento de las situaciones, un estudio de las circunstancias, una valoración de los medios y los procedimientos, una cate­quesis doctrinal para orientar a los actores. Y nada tengo que aportar en ese campo. Si me lo permiten, añadiré que no veo que aporten nada en ese campo los que hablan y escriben, al menos en España.

 

La «teología de la liberación», tenia ultraesclarecido

Como «teología», dejando aparte las modas terminológi­cas y si la situamos dentro del marco del Evangelio y la Doc­trina de la Fe, es un tema ultraesclarecido. Yo mismo, como tantos sacerdotes y obispos en la predicación ordinaria, lo he tocado tantas veces durante veinte años, aun sin utilizar el nombre, que la saturación me impide volver sobre él.

Los que quieran conocerlo disponen de Fuentes muy auto­rizadas. Les recuerdo únicamente algunas del Magisterio de la Iglesia. Sobre la relación entre el Evangelio y la justicia o la promoción temporal, ahí está todo el copioso magisterio de la «Doctrina Social de la Iglesia»; la «Profesión de Fe» del Papa Pablo VI, donde la última Instrucción de la Congrega­ción para la Doctrina de la Fe lo ve resumido todo; la «Evangelii Nuntiandi» sobre la evangelización; y tantos otros docu­mentos.

Segunda cuestión. Sobre la necesidad de que la promoción del bien temporal se realice dentro del bien total, según la verdadera vocación de la persona humana, y no a remolque de cualquier movimiento o praxis, y menos si es atea, ahí están: la «Octogésima adveniens» de Pablo VI; el gran dis­curso del Papa Juan Pablo II en Puebla, año 1979, y la Ins­trucción, de agosto del año 1984, de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, en la cual, como es sabido, se re­chaza, por incompatible con la fe, la reducción a la praxis marxista, con sus objetivos meramente intrahistóricos, prác­ticamente atea y por lo mismo negadora de la persona y su trascendencia, y además con su método de violencia sistemá­tica, tal cual la exige la lucha de clases. Esta Instrucción, cuya lectura sería suficiente para repasar el tema, subraya desde el principio lo que quizá es clave de la cuestión y aho­rraría muchas discusiones. Dentro de la liberación cristiana total distingue: lo fundamental, que es la liberación del peca­do, la libertad de los hijos de Dios, profunda y trascendente, y las consecuencias, esto es, la liberación de los efectos so­ciales del pecado. Y exige en nombre del Evangelio que estos dos componentes no se confundan y tampoco se separen.

Conviene aludir a una tercera cuestión, menos atendida en el pensamiento católico reciente y que, sin embargo, tiene mucho que ver con el problema prácticopastoral: sobre la legitimidad, en casos límite, de que los ciudadanos se alcen en armas contra la agresión injusta, contra los mismos go­bernantes. Sobre esto —era sabido, quizá esté también olvi­dado— han dado doctrina en el momento oportuno, refirién­dose a situaciones de una guerra no querida, pero sí legiti­mada: el Obispo Pla y Deniel, el que ha tratado la cuestión de un modo más completo; el Cardenal Isidro Goma con el Episcopado Español, y el Papa Pío XI. (Entonces se llamaba de «liberación» la guerra, no la reflexión teológica sobre la misma.) Mirando a posibilidades de futuro, de modo más doctrinal, el Papa Pío XII. A esta línea de pensamiento, teo­lógico y magisterial, apelaba poco antes de morir el Arzobis­po Oscar Romero.

Propósito de esta charla

 

Dejando, pues, aparte lo que no es asunto de esta charla, mi propósito es muy sencillo: hacer una meditación sobre dos núcleos de la Revelación del Nuevo Testamento. (Natu­ralmente, también tienen algo que ver, y mucho, con la cues­tión teológica que ahora eludimos.)

Siendo Jesús el instaurador del Reino de Dios, que es rei­no de justicia, interesa volver la atención una vez más: pri­mero, sobre la actitud y el comportamiento del mismo Jesús, durante su vida histórica visible, respecto al bien temporal o el problema social; segundo, sobre el criterio que El mismo propone para determinar la actitud de sus discípulos ante el Reino, ante la promoción de los bienes temporales. Volver sencillamente a las fuentes es siempre fecundo y puede ser Orientador.

 

Actitud y comportamiento del mismo Jesús ante el bien temporal

 

Señalemos algunos aspectos de la actitud y comportamien­to de Jesús ante el bien temporal y los problemas consi­guientes.

No se dedicó a la acción política y social

 

Jesús no se dedicó, de ninguna manera, a la reforma es­tructural o institucional, y en el límite de esa línea de refor­ma rechazó la tentación políticosocial, a pesar de que com­parecía ante su pueblo como instaurador del Reino, y no sólo como anunciador.

Quizá no sea inútil recordar que Jesús, a su paso visible por la historia, no contribuyó de un modo directo, por dedi­cación profesional o temática, ni al progreso de la técnica ni al progreso de la ciencia ni al progreso de la organización social. Y era el instaurador del Reino definitivo. Y era Dios. El hecho es evidente: vivió en las condiciones de su tiem­po; si curó enfermos, dejó persistir la enfermedad en el mun­do y no cambió la técnica medicinal.

Pero sin duda lo más significativo es lo tocante a la si­tuación social y política. Que por cierto era en su tiempo no sólo semejante, sino idéntica a alguna de las situaciones más ruidosas de nuestro tiempo: situaciones que todos en­tienden que afectan gravísimamente a la justicia, y en las que no se tolera ahora ni la abstención ni el silencio de la Iglesia, es decir, de los sucesores de los Apóstoles.

Jesús vivió en una situación social derivada de la ocupa­ción de su patria por un poder imperial, el romano; en me­dio de un conflicto apasionado entre los que se rebelaban contra esa «injusticia opresora», con más o menos violencia, tanta como para desembocar a los pocos años en la gran tragedia de la guerra y la destrucción de Jerusalén (los Zelotas, los comprometidos, los luchadores, los contestatarios), y por otra parte los que toleraban esa situación o incluso se acomodaban a ella y colaboraban con ella;

Es innegable que Jesús no quiso entrar, ni quiso que en­trasen sus Apóstoles, en los planes de quienes estimaban justo y urgente reconquistar la independencia política de Pa­lestina. Y bien sabe Dios que era un problema de máxima actualidad, y que no estaba en juego solamente la soberanía de un pueblo o la justicia en las relaciones internacionales. Según el sentir general, estaban en juego las Promesas sobre el Reino de Dios en Israel. Era una cuestión política religiosa. Era la cuestión ante la cual Jesús tenía que comprometer­se. Y no lo hizo. Jesús se desligó. Podríamos decir que ni es­tuvo a favor ni estuvo en contra; pero en todo caso hay que afirmar que no fue revolucionario. Esta evidencia ha sido ensombrecida de tal manera en decenios recientes que hace quince años el mismo Oscar Cullmann, historiador y exegeta protestante muy admirado en el mundo católico, muy pre­sente en el Concilio Vaticano II, estimó imprescindible reca­pitular la cuestión —tiene un librito que lleva exactamente el título «Jesús y los revolucionarios de su tiempo»— para llegar a esa conclusión, que siempre se había tenido por evi­dente, pero que él juzgaba urgentísimo reafirmar a la vista de unas corrientes teológicas demasiado inficionadas de so­ciología política.

¿Se puede decir, por el otro extremo, que fue defensor del orden establecido? Tampoco. Pero sí se puede decir que lo aceptó: eso sí, relativizándolo y tratando de que sus discípu­los viviesen en ese marco con actitudes radicalmente nuevas, que no son de este mundo.

 

El Reino de Dios en el tiempo

Jesús rehuyó la aclamación de Rey, y, sin embargo, había venido para eso, para ser Rey. Jesús no participó en la lucha contra el ocupante romano con el fin de restaurar el reino de Israel, el «Reino de Dios». Si entre sus Apóstoles, elegidos por El, hubo alguno que acaso pudiera tenerse por exzelota, exguerrillero, contestatario más o menos violento (Simón, Judas, hay quien habla del mismo Pedro), también hubo un expublicano, Mateo, que se puede tener sin más por un co­laboracionista. Declaró lícito dar tributo al César (con una migaja de ironía: con tal de no sustraer a Dios lo que le co­rresponde). Explicó a Pilato que El no era rey de los judíos en la acepción de los acusadores, porque su reino no es de los de este mundo, es el de la Verdad. Los suyos, y no sola­mente la muchedumbre, sino los más inmediatos discípulos, le acosan, aun después de la Resurrección: «¿es ahora cuan­do vas a restablecer el reino de Israel?» Y Jesús les dice que no se ocupen de eso, que saber eso es cosa reservada al Pa­dre; no es cosa de ellos, ni siquiera de Él: «Vosotros recibi­réis el Espíritu Santo y seréis mis testigos en todo el mun­do.» Testigos, ¿de qué? En seguida lo mostraron en su pre­dicación: testigos de un Reino cuya característica primordial es el Perdón de los pecados, la amistad de Dios. No el poder ni la eficacia de las soluciones. Un Reino cuya perfección se da «post mortem». Testigos de un Resucitado que sigue con nosotros transfigurando el corazón por la fe y el amor; cuyo Espíritu animará sin duda el esfuerzo humano en la búsque­da del pan, pero no la facilitará. Porque lo que ofrece el Se­ñor bajo Promesa es solamente el Espíritu, el don del Pan celeste.

Cuando Jesús accede a responder a la curiosidad de sus discípulos sobre el porvenir, esquivándola al mismo tiempo, todas sus predicciones sobre el desarrollo del Reino de Dios antes de la última Venida, o triunfo escatológico, indican clarísimamente que las condiciones del tiempo en que hablaba (cruz, incomprensión, engaño, debilitamiento de la fe) van a ser las mismas hasta el final. No hay un solo indicio en la palabra de Jesús de que la historia tenga Siempre, como aho­ra se dice, un desarrollo lineal; que nos permita asegurar que cualquier etapa venidera vaya a ser en el orden espiritual más rica que las pasadas.

 

Transformación social religiosa

De todo esto se puede deducir lo que siempre se ha afir­mado en la Iglesia: que la transformación social que Jesús, ciertamente, introduce en la historia es radicalmente religio­sa, y, por ello, según la expresión del Concilio Vaticano II, profundamente humana.

Todos saben que esto se ve de un modo muy expresivo y paradigmático en la actitud del Nuevo Testamento frente a la esclavitud. La libertad cristiana existe antes de cualquier cambio de la situación externa. Los mártires carecían de li­bertad civil religiosa, pero son los campeones en libertad re­ligiosa.

Asistimos a la prodigiosa transformación en las relaciones entre el amo, Filemón, y el esclavo, Onésimo. San Pablo no tenía por menos libre al esclavo que al amo. Y dijo más: «Cada uno permanezca en el estado en que fue llamado. ¿Fuis­te llamado en la servidumbre? No te dé cuidado; eres liberto en el Señor. Y el libre es siervo en el Señor. En Cristo todos somos uno, no hay siervo o libre.» Pero, ¡atención!, estas pa­labras, tan manoseadas, significan lo mismo que las que si­guen: «No hay varón o hembra.» Claro que los hay, pero eso no afecta al valor religioso y humano de los llamados (éste es el mensaje del Apóstol). Por eso no consideraba in­teresante, en principio, que al hacerse uno cristiano cambia­se de situación jurídica. Y las cartas de Pedro y de Pablo están impregnadas de una extraña armonía, difícil de digerir para el estómago moderno: unas relaciones de fraternidad entre amos y siervos que no dejan de ser relaciones de obediencia.

Es verdad que, atendiendo al conjunto de la predicación (palabras y hechos) ya en tiempo de Jesús y de los Apósto­les y en la historia de la Iglesia, la libertad interior impele a consecuencias sociales por amor; no impide el intento de cambios legítimos; no excluye que en determinados momentos el cooperar a esos cambios sea expresión exigible del amor cristiano. Porque, como ya he apuntado, si Jesús no se com­prometió en la lucha por la liberación política de Israel, tam­poco consta que excluyese la licitud de los que lo hacían; consta, en cambio, que Jesús, aun defendiéndose contra la tentación de los Zelotas y precaviendo a sus discípulos, ata­có mucho menos a los Zelotas que a los Fariseos por razón de las actitudes religiosas. Lo que sí queda claro, en cualquier caso, es que las con­secuencias sociales de esta actitud interior son algo derivado, están en el plano de las consecuencias y por lo mismo son algo variable; no algo absoluto y condicionante. A través de las variantes históricas la posición original de Jesús, que es inequívoca, marca siempre lo que tiene primacía, lo que como ahora se dice es prioritario.

 

Pasó haciendo el bien, pero usó su poder milagroso más como Signo que como Solución

 

Estas distinciones no obstan a que el mismo Jesús sea un manantial impresionante de máxima exigencia en hacer bien al prójimo satisfaciendo sus necesidades. Pasó haciendo el bien. Nos pone el ejemplo del samaritano compasivo. Pro­clama: «lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños a mí me lo hicisteis» o no me lo hicisteis. Y la predicación de los Apóstoles sigue en la misma dirección. Y nunca se exagerará esta exigencia, porque es ilimitada como el amor.

Razón de más para que nos impresione la consideración de un hecho notorio. Sí, el amor exige que nosotros hagamos el bien (en todos los órdenes, también en el orden de las so­luciones temporales), sin límite: sin más límite que el de las posibilidades, el del poder, porque el querer tiene por medida al amor, que se ensancha continuamente. Pero Jesús no empleó su poder en resolver los problemas inmediatos, más que en medida muy escasa. De entrada, jamás se pro­puso cambiar con su poder las condiciones ordinarias de la vida humana, bien tristes y dolorosas. Las aceptó para sí mis­mo. Rechazó la tentación que le inducía a dedicar su poder milagroso a la solución de los problemas temporales. Dijo NO en el comienzo, cuando se le propuso que resolviese el problema de su propia hambre. Dijo NO al final, cuando se le propuso bajar de la cruz para demostrar que era el Hijo de Dios. Dijo NO en la mitad de su vida pública, cuando in­tentaban que el agua y el pan se pudieran obtener por me­dios milagrosos y extraordinarios.

Realmente, la historia evangélica es la historia de un con­flicto constante entre el Reino de Jesús y el utilitarismo dé la fe, que tuvo muchas manifestaciones a las que no voy si­quiera a aludir, cuya consecuencia última fue que Jesús se quedó solo; porque las muchedumbres lo aceptaban en tanto en cuanto quisiera ser instrumento de su expectación y de sus planes. El mismo día de la Resurrección, en el famoso y hermosísimo episodio de los discípulos de Emaús, éstos mostrarán su desilusión: «esperábamos (¡en pretérito!) qué El fuese el liberador de Israel».

Concluyendo: es patente que las intervenciones milagro­sas de Jesús, ocasionales aunque numerosas, no se encamina­ron a modificar las condiciones ordinarias de la vida o el modo de obtener el pan. Su intención era elevar la atención de todos hacia el Pan celeste, hacia el agua que salta hasta la vida eterna. Por eso San Juan, inspirado por Dios, inter­preta muy bien cuando dice que los milagros son Signos: señales o indicios de que en medio del esfuerzo doloroso de la vida no estamos solos, sino que hay Amor. Por eso la cu­ración del paralítico pone de relieve, ante todo, el perdón del pecado. Hay un poder en medio de nosotros que, no obs­tante las apariencias, nos puede conducir a la plenitud de la vida. Los milagros, según la expresión evangélica del mismo Jesús, son manifestación de la gloria de Dios; no un sistema de soluciones temporales.

 

Recapitulación. Posición y aportación social de Jesús

¿Queremos recapitular de otro modo lo ya dicho, pregun­tando cuál fue la postura y la aportación social de Jesús en su tiempo? La respuesta no puede ser más sencilla. Personal­mente, en el orden social, ¿qué fue Jesús? ¿Qué hizo?

Fue artesano. No consta que organizase o acaudillase ningún movimiento sindical o parecido. Fue simplemente un artesano.

Más tarde apareció socialmente —ya lo era desde el prin­cipio— como un consagrado a Dios, y además un predicador itinerante, una especie de religioso mendicante. Por algo los Mendicantes en la historia de la Iglesia se sienten tan próxi­mos no ya al espíritu, sino al estilo de vida de Jesús.

Enemigo del orgullo y de la opresión. Amigo de los pobres, de los dóciles a Dios. Pero, sin sombra de duda, no fue ami­go de la «clase» de los pobres, no fue clasista. Sus pobres no constituyen una clase o una estructura social. Se definen to­dos —o, mejor dicho, cada uno— por su actitud ante Dios. Por eso en el Evangelio desfilan ricos que son pobres y po­bres que son ricos.

Ahora algunos propagandistas de la aplicación del Evan­gelio a los problemas temporales le presentan al pueblo un JesúsChe Guevara. Un Jesús en rebelión contra los domina­dores, que serían el Imperio Romano y las autoridades pales­tinas colaboracionistas. Un Jesús que muere, según la cos­tumbre, ejecutado por esos dominadores. Pero esto, tan re­petido, tiene un pequeño inconveniente: que es falso. En la parábola del Fariseo y el Publicano, el justo y «pobre» para Jesús es el publicano: ¡y éste era el acaudalado y el colabo­racionista! Los adversarios de Jesús son principalmente y radicalmente los fariseos. Y quizá únicamente ellos, pues su espíritu es el que moviliza a los que tienen poder, los sumos sacerdotes y los miembros del Sanedrín o senadores; los cuales por su parte, en virtud de la predicación espiritual del Señor y de su atracción sobre las gentes, ven en peligro su propia posición social, más que nada en el orden de la esti­mación. San Juan lo dice claramente: aquellos que entre los jefes y autoridades creían en El, tenían miedo a los fariseos, miedo de ser expulsados de las sinagogas o mal vistos en ellas. No olvidamos que el pretexto o razón oficial de la condena de Jesús a muerte fue que se había alzado como rey de los judíos, contra el Imperio romano. Así lo decía el cartel o tí­tulo de la cruz: «Jesús Nazareno Rey de los Judíos»; y todos entendían: rebelde contra el César, contra Roma. Pero, si he­mos de atenernos al testimonio de los Evangelios y no nos interesa otro, Roma, es decir, Pilatos no aceptó esa acu­sación. Dijo que no encontraba causa. Y Jesús declaró ante Roma paladinamente que sí, es Rey, pero su reino no es de los de este mundo; no compite con el César, no utiliza los instrumentos coercitivos. Si quisiera, no le faltaría un ejér­cito de ángeles para defenderse e imponerse. Pero El no va por ahí. El trae la Verdad y la Vida.

El objetivo de los acusadores era forzar a Pilatos a decre­tar la muerte de cruz, bien fuera por aplicación de una sen­tencia ya dada, bien, según opinan otros, por la emisión de una sentencia condenatoria. Y como Pilatos no aceptaba la causa que le presentaban, los acusadores tuvieron que confe­sar que había una causa que era religiosa, causa de blasfe­mia, causa de valor inconmensurable para los judíos: Jesús se había profesado igual a Dios, como Hijo de Dios. La ver­dadera causa no era política.

Sin duda los acusadores, los adversarios de Jesús, temían qué éste suscitase un movimiento popular desbordante, de lo que ya había habido muestras; y decidieron presentar este pe­ligro a los romanos como un caso más de rebelión política. Pero el mismo Jesús había rehuido la aclamación popular junto al lago, y si aceptó ser acogido triunfalmente el día de Ramos, lo hizo en asno pacífico, y no en caballo de guerra. Y cuando los acusadores hablaban ante Pilatos, debían saber ya, porque se lo habrían contado los de la patrulla famosa, que Jesús al ser prendido en Getsemaní cortó el conato, qui­zá sólo veleidad, de algunos discípulos que parecían intentar una resistencia armada.

El hecho es que, como no lograban convencer a Pilatos, acudieron habilísimamente a lo único que podía doblegarlo: la amenaza de hacerlo pasar a él mismo por sospechoso o por rebelde: «Este es un rebelde. Todo el que pretende ser rey está contra el César, y nosotros tenemos por César al de Roma. Si tú no condenas a éste, serías traidor al César.» Y esto llevó a la decisión resumida en el cartel o título de la cruz. Pero sigue muy claro que una cosa es el pretexto y otra, muy distinta, la actitud personal de Jesús.

Quizá esto ayude a percibir el valor de reiteradas manifes­taciones, bastante recientes, del Papa Juan Pablo II, cuando, refiriéndose a Mártires de distintas épocas, incluidos los már­tires de los años 19361939 en España, rechaza las objeciones tomadas de pretextos políticos. Porque —como yo mismo, con otros obispos, le oí decir personalmente— habría que eliminar del catálogo de los Mártires al mismo Jesús y a todos los mártires de los primeros siglos.

Espíritu de servicio. Realización de la esperanza por la cruz

La «innovación» de Jesús en materia social es ante todo una actitud interior, fuente y animadora de comportamien­tos sociales proporcionados, alimentada por la revelación del Padre, la vocación filial, la caridad y la libertad de corazón. Actitud espiritual que ha dejado en la historia y en los tex­tos sagrados un rastro de destellos luminosos: «No vine a ser servido, sino a servir».

El espíritu de servicio lleva inmediatamente a pensar que no es cristiano concentrarse en la reclamación de derechos propios; sí en la realización de condiciones favorables a to­dos. Lleva a pensar que el amor funciona como una ley inte­rior que produce el bien superando derechos y deberes.

Pero lleva a pensar también que en medio de los esfuer­zos —por ilusionados que sean y eficaces que aparezcan— hay que aceptar la Cruz. Y la Cruz sigue siendo el escándalo, como siempre: no más ahora que antes; igual antes que ahora. Por­que la Cruz de que habla el Señor no es una resignación estoica; es un camino. Ninguna solución temporal es definiti­va. Jesús comparte nuestra cruz para que, asociados a El, caminemos en obediencia filial hacia una plenitud, tras la muerte.

Esto no lo acepta de buen grado el pensamiento contem­poráneo, ni el de todos los tiempos. No acepta que la muerte de Jesús sea mucho más que la muerte de un «mártir» o un testigo, de los que con su estímulo hacen fructificar en tiem­pos posteriores los esfuerzos de las generaciones venideras. Y es mucho más. El sentido de la Cruz es que Jesús instau­ra el Reino con su muerte; y que el Reino (la salvación) no es sólo para generaciones venideras, sino para la generación que asiste a su muerte. Por eso Jesús durante la última Cena había dicho a sus discípulos: deberíais alegraros de que yo vaya al Padre (de que yo me muera), porque esto es más vida para mí y para vosotros. Por eso el ladrón (o bandido o guerrillero) descubre sorprendentemente que Jesús, desan­grándose y muriendo, está entrando en el Reino. Y Jesús se lo confirma: «Hoy estarás conmigo en el paraíso.» Y por eso se explica que la predicación original de los Apóstoles se resumiese íntegramente en dos temas: la Conversión (per­dón, amistad de Dios) y la Esperanza de la Resurrección. Es­peranza fundada en la presencia de Cristo resucitado. El es el Señor, El es ya la realización del Reino; pero pasando por la muerte (12).

Una pregunta, entre paréntesis. Acabamos de esbozar —porque no hay tiempo para más— la posición de Jesús en el Evangelio. Si es así, ¿por qué tanta insistencia en desfigu­rar o suplantar el Evangelio?

La respuesta parece clara: porque el espíritu revoluciona­rio quiere ser libremente creativo. No acepta a Jesús como norma; sólo como estímulo, como pretexto, como símbolo. Y así entra en el mismo ambiente cristiano, como bien apun­tó el Papa, la teoría de las Relecturas del Evangelio: que no consisten en leerlo mejor para entenderlo tal cual es, sino en aprovecharlo como trampolín para trasponerlo a otra sig­nificación distinta, con la que guarda más o menos semejan­za en algún aspecto.

En nuestros días estamos asistiendo a una apologética al revés. No defendemos a Cristo; nos defendemos a nosotros mismos en el intento de congraciarnos con el mundo, que nos lleva a tropezar ineluctablemente con Cristo, el que pro­clamó y padeció el escándalo de la Cruz. En este momento, para no pocos cristianos, las posturas de Cristo son incómo­das, o causa de vergüenza. Por eso prefieren instintivamente el aire del libro y de la historia del «Éxodo».

De lo que se trata es de rebasar a Jesús (marchando atrás hacia el «Éxodo»), pero sin dejar de referirse a Él. Esto se justifica con el pretexto de que El estuvo condicionado por su momento histórico y hay que trasponerlo para que se ajus­te al momento actual. Digamos en seguida que la trasposi­ción es válida cuando se trata de aplicaciones, ya que el Se­ñor vivió personalmente unas determinadas circunstancias, que no tienen por qué ser en todo las nuestras; pero no vale en cuanto a los criterios y las actitudes, que son precisamen­te la revelación de Jesús para todos los hombres hasta el fin de los tiempos. (Sin olvidar que en el punto más saliente, al que estamos aludiendo, las mismas «aplicaciones» contingen­tes coinciden con las del tiempo de Jesús, pues recurre la misma situación.)

En definitiva, la verdadera cuestión de fondo es si de ver­dad aceptamos a Jesús como norma vigente (9 bis), recono­ciendo la supremacía, el señorío eterno de su actitud, su caudillaje, su presencia ahora a la cabeza de todos los cris­tianos (incluidos los teólogos y los empeñados en luchas más o menos legítimas). Esto se llama fe. Si, por el contrario, sólo utilizamos a Jesús al servicio de nuestros planes autónomos, por mucho tinte cristiano que les demos, esto es negación de la fe. He aquí la cuestión de fondo y única, porque la res­puesta ahorraría muchas discusiones; en todo lo demás no sería difícil ponerse de acuerdo.

José Guerra Campos