LA INMACULADA CONCEPCIÓN,
AURORA DE ESPERANZA
Venerados sacerdotes, muy
queridos hermanos: como
tenemos una Madre a la que
proclamamos con la Iglesia
llena de juventud, es
forzoso que os diga a todos
"queridos jóvenes",
aunque todos concedamos un
cierto lugar de preferencia a
los jóvenes en edad. En
esta noche, iluminados con la
luz interior de la fe, estáis
adorando al Señor que está con
nosotros y, a la vez, estáis
cantando con júbilo la pureza
y la grandeza de la Madre del
Señor y Madre nuestra.
Siempre que los cristianos nos
reunimos a velar junto al Señor
durante la noche, podemos ver
en la noche misma un
signo muy claro de todo lo que
hay de oscuro en nuestra
propia vida humana: todo lo
que hay de pecado, de lejanía
de Dios, de búsqueda
desorientada de nuestra propia
perfección y de nuestro bien,
de impotencia, rebeldías,
fracaso y muerte. En medio de
esa oscuridad, que nos
inquieta y nos atormenta,
sentimos que se ensancha el
corazón con la presencia
misteriosa de la luz y la
alegría que brota de la fe.
Dos noches hay en el año
en las que esta presencia de
la luz y de la alegría se
eleva hasta cotas sublimes: la
noche de Navidad y la noche de
la Resurrección. Entre ambas,
se despliega la manifestación
del Dios invisible que se
muestra haciéndose hermano
nuestro, compartiendo nuestro
vivir humano y conduciéndolo a
esa plenitud maravillosa que
llamamos Resurrección,
pero conduciéndolo
por la cruz,
que es a la vez participar del
dolor de los hermanos: no ser
pecador y sin embargo estar
sufriendo las condiciones
dolorosas del pecado,
transformando la vida en una
actitud de elevación,
de ofrenda, de obediencia a la
Voluntad del Padre y, al mismo
tiempo, en un camino que
asciende a la plenitud del
Padre en la misma
Resurrección.
Esta noche en que velamos
celebrando ya el misterio de
la Concepción
Inmaculada de la Virgen María,
Nuestra Señora, es no
solamente el anuncio de la
noche de Navidad: la
Inmaculada Concepción es la
flor más brillante del
Adviento, de la esperanza, de
la confianza en la
intervención de Dios para
redimirnos, para liberarnos
del pecado y de sus
consecuencias y para elevarnos
a nuestra dignidad de hijos, a
la participación en la vida
del Padre. No sólo es un
anuncio que anticipa las
palabras del ángel el
veinticuatro de diciembre: "Os
traigo una buena nueva, una
gran alegría (...) pues os ha
nacido hoy un Salvador".
Es ya la noche de
Navidad: el Señor que se
manifiesta en Belén actúa ya
en la Virgen María, incluso
antes de ser concebido en su
seno, porque a Él se debe esta
maravilla de la Inmaculada
Concepción que prepara su
venida, su entrada en el mundo
para ser partícipe de nuestra
historia, de nuestra vida
humana.
En Ella comienza la realización
de la esperanza: ya estamos
más allá de la profecía,
estamos en el inicio de la
instauración del Reino de
Dios, y por eso, como sabéis,
la tradición literaria,
expresiva, del pensamiento
cristiano, ha comparado
innumerables veces la
Inmaculada Concepción con una
aurora, y la Navidad con
el nacimiento del sol. Pero
todos sabemos que la luz de la
aurora y la luz del nacimiento
del sol son la misma luz: la
aurora es el sol que se
anticipa a sí
mismo antes de nacer y que,
por tanto, ya nos ofrece su
luz. De ahí que el Misterio de
la Inmaculada Concepción es
inseparable, por no decir que
en cierto modo es idéntico,
del misterio de la Navidad del
Señor.
El Señor
se hace hombre para
transformar nuestra vida
humana en ofrenda al Padre,
liberarnos del pecado y
abrirnos el camino de la
esperanza y de la vida plena.
Ese mismo Señor, antes de ser
hermano nuestro (en previsión
de su vida humana y de sus
méritos ante el Padre, como
dice la oración de la Misa),
ya redimió preventivamente a
una hermana, a María,
haciéndola totalmente limpia,
poniéndola en perfecta
comunión con la voluntad del
Padre, realizando
perfectamente su condición de
hija de Dios desde el primer
instante y preservándola de
caer en el pecado (no por
mérito de Nuestra Señora ni
por un esfuerzo propio de Ella
misma, sino por intervención
divina, como don de Dios).
El Señor
la preparó para todos
nosotros, para que, como dice
la liturgia, fuese al mismo
tiempo la Madre del Hijo de
Dios (ofreciéndole un espacio
limpio por medio del cual Dios
pudiera poner su pie, por
decirlo así, en la tierra, en
medio del barro, del pecado,
sin mancharse), y para que
fuese Madre nuestra, y al
mismo tiempo para que fuese la
realización anticipada y
perfecta de lo que nosotros
debemos ser como hijos de
Dios, como Iglesia, como
comunidad de redimidos o
comunidad de esperanza, inicio
y figura de la Iglesia. Esta
es la doble finalidad del
misterio de
Inmaculada. Porque Ella es, en
medio de este océano
de oscuridad y de pecado, como
un islote admirable aunque no
por ello aislado, sino al
servicio de todos según la
voluntad de Dios.
Por eso, cuando la
contemplamos, jamás
podemos detenernos en el punto
inicial, que es el comienzo
purísimo de su vida, ni en
ningún punto intermedio de su
trayectoria. Así como en la
vida cristiana, en la santa
Eucaristía, celebramos siempre
conjuntamente todo el trayecto
que va desde la Navidad hasta
la Resurrección (porque es ese
recorrido en su totalidad el
que realmente nos ilumina, nos
ofrece un cauce de salvación y
de esperanza), así, cuando
cantamos a Nuestra Señora como
hacemos en esta solemnidad,
contemplamos el misterio, el
don de Dios de su Concepción
Inmaculada, pero ya
tendemos la mirada hacia el
final del trayecto: por
ser limpia, exenta de pecado,
debe ser Reina, debe tener ese
dominio perfecto del universo
que el Señor prometió a todos
los hombres, que todos
ansiosamente intentan
conseguir y que nunca logran,
porque el final de los
esfuerzos humanos es siempre
el fracaso, la esclavitud y la
muerte. Así pues, cantamos a
la Inmaculada, pero ya con los
resplandores de la Asunción
gloriosa, de la Resurrección,
del final de esa trayectoria
que realiza anticipada y
perfectamente la vocación
cristiana, aquella que
queremos que sea la nuestra,
nuestra esperanza: nuestro
destino como hijos de Dios.
Pero mis queridos hermanos,
todo esto, que es grandeza y
resplandor, también
en Ella, la Madre, es
inseparable del camino de la
cruz. Santa María es
privilegiada en el orden de la
vida interior, de la comunión
con Dios. Santa María en la
tierra no disfrutó de ningún
privilegio, ni en el orden
social ni económico. Ella
siguió el camino de la
obediencia en medio de cierta
oscuridad: "He aquí la
servidora,
la esclava del Señor,
hágase en mí según tú Palabra,
aunque no siempre entienda tu
Palabra" .
Santa María
es la Madre del Rey liberador,
la Madre que asiste al pie de
la cruz al espectáculo
horrendo y humanamente
vergonzoso de la crucifixión,
de la condena a muerte de ese
Rey en nombre de una supuesta
justicia que, incluso con el
pretexto de hacer obsequio al
mismo Dios, elimina a aquel
enemigo, según dice
clarísimamente el mismo
Evangelio. Santa María se puso
tan a nuestro nivel en el
orden de las dificultades, del
sufrimiento, en el orden de la
cruz, que la sentimos muy
próxima, como dice el Concilio
Vaticano
II
refiriéndose a la Virgen en el
misterio de Cristo y de la
Iglesia. Ella, sin dejar de
ser Madre, es también, como
toda madre, miembro de la
familia: es hermana, es la
hermana más excelente y más
alta (en una altura
inalcanzable), siendo al mismo
tiempo la más cercana, la que
nos da más confianza. Por eso
le cantamos con una mezcla de
veneración, de alegría filial
y de confianza, porque es
realmente nuestra Madre.
Con esto se nos recuerda que
el misterio de la Concepción
Inmaculada no es un privilegio
en exclusiva para esta hermana
nuestra, aunque Ella es la
única en poseerlo, sino que lo
posee para bien de todos.
O lo que es igual: todos
estamos llamados a participar
de algún modo de esta gracia
de Dios, de esta vocación a
la pureza, a la liberación
del pecado, a la comunión
total con el Padre, con la
Voluntad de Dios. Y quizá esto
último es lo más grande de
este misterio.
Como en todos los misterios
cristianos, la grandeza
espiritual, la grandeza de la
esperanza, la grandeza de los
frutos del amor de Dios, no
está
ligada (como tantas otras
supuestas grandezas de la
Historia humana) a ningún
nivel de progreso técnico o de
desarrollo, a ningún momento o
etapa privilegiada de la
Historia. Por el contrario,
santa María, nuestra hermana,
es la más humilde: una
jovencita arrinconada,
desconocida, de un pueblo
despreciado por sus propios
paisanos.
Todos somos llamados a esa
comunión
con Dios, sea cual sea el
nivel de nuestro progreso
técnico, de nuestra inserción
en la Historia. Tenemos una
vocación universal que es la
razón más íntima de la alegría
profunda e incomparable de un
cristiano. Porque todas las
demás ofertas que se hacen en
el mundo para alimentar la
alegría o la esperanza son
radicalmente engañosas, pues
todas nos ofrecen una
esperanza que se proyecta en
un futuro en el cual no
vamos a participar. De
este modo, todos los que han
vivido en etapas de la
Historia menos desarrolladas
están como condenados,
porque no han logrado ese
nivel. Sin embargo, el nivel
de la Inmaculada Concepción se
ha logrado hace dos mil años y
un poquito más. La cumbre en
la cual está situada santa
María junto a su Hijo
Jesucristo, la más alta de
toda la Historia (incluso por
lo que se refiere a la vida
humana es inalcanzable), jamás
será lograda en lo que resta
de Historia, y eso está en un
pasado que nos acompaña en
el presente, que anticipa
como una garantía, como una
prenda, nuestro propio futuro,
porvenir de nuestra esperanza.
Por eso, la Santa Iglesia,
oportunamente, en el Prefacio
de la Misa de la Inmaculada
proclama a la Virgen María
"llena de juventud y de
limpia hermosura". Hermosa
en proclamación, llena de
juventud. Reitero, por tanto,
lo dicho: si Ella es nuestra
Madre y
está
llena de juventud, nosotros no
podemos ser viejos, aunque lo
seamos en edad. Somos tan
jóvenes como Ella: el hijo no
puede ser mayor que su madre.
Porque todos sabemos qué es la
juventud: la juventud es
una tensión de la vida hacia
un más allá, es una
actitud referida a un futuro
posible o soñado como posible,
es una actitud de
esperanza, es la tensión
que produce en los corazones
eso que llamamos un ideal.
El ideal es algo a lo que
tendemos, que todavía no se ha
realizado, pero que ya
constituye la fuerza que nos
mueve ahora y, por tanto, es
más real que todas las
demás realidades: nos
levanta, nos exige, nos
mantiene tensos, llena de
sentido nuestras vidas.
También las llena de
exigencias: el ideal nos pone
en actitud de servicio y en
actitud de esperanza.
Pues bien, lo que nosotros
cantamos, buscando el inicio
de esta maravilla precisamente
en el misterio de la Concepción
Inmaculada, es el ideal que
debe tensar nuestras vidas,
que las hace jóvenes porque
las llena de esperanza, de
posibilidades que nunca se
agotan sea cual sea el
desgaste momentáneo de la vida
de cada uno, a pesar de la
misma muerte. Este ideal no es
un sueño ni una ilusión, o una
especie de utopía. Ese ideal
está ahí, lo estamos cantando:
Jesús y María son nuestro
ideal realizado y nosotros
caminamos no hacia un fantasma
atrayente del futuro, sino
hacia nuestra Madre, hacia
nuestro Salvador y Hermano,
hacia una realidad viviente
que nos precede, que nos
acompaña a todas las
generaciones, que abre el
camino de nuestra esperanza,
de nuestra realización plena
en eso que llamamos el futuro.
Mis queridos hermanos: la
gratitud y el gozo que brotan
de un corazón
cristiano ante estos misterios
sencillos pero radicales, ante
esta irrupción de luz en la
noche oscura (que eso es el
misterio: lo grande del
misterio no está en la noche,
está en la luz, y nosotros
gozamos de esa luz aunque
todavía
sea luz de noche como
lo es la luz de la fe, no luz
de medio día); esta alegría y
esta gratitud, repito, se
agigantan cuando nos
comparamos, sin pensar en
mérito alguno por nuestra
parte, con la situación en la
que se encuentran tantos otros
hermanos en el mundo.
Porque el mundo, el mundo autónomo,
el mundo que trata de
justificar el pecado, la
independencia frente a Dios, y
que pretende ser como Dios,
siempre ha intentado situar la
juventud esta relación que
nos eleva, nos exige, nos
llena de alegría y de actitud
servicial y esperanzada en la
juventud de la edad.
Pero pronto se descubre que
la juventud de la edad no
merece ese nombre, porque
lo propio de toda edad es
pasar. No me cansaré de
repetirlo: el futuro de la
juventud es bien claro:
dejar de ser joven, el
futuro de la juventud es la
vejez. Recientemente
estamos asistiendo al final de
estos intentos.
Con la llamada Ilustración,
en el siglo
XVIII,
y todo el orgullo de grandes
sectores de la humanidad en el
siglo
XIX
y gran parte del actual, se ha
intentado poner la juventud
(el motivo de la esperanza, la
tensión ideal que nos da
dinamismo, energía y fuerza),
no en el futuro de edad de
cada uno (que es irrisorio
si nos quedamos en él), sino
en el futuro de la
humanidad, una humanidad
que se basta a sí misma, que
es como Dios y que logrará
divinizarse en cierto modo.
Pero hemos dicho muchas veces
en estos dos últimos años
(porque es un hecho al que
estamos asistiendo como
testigos), que esta pretensión
se ha derrumbado.
En este momento no existe
nadie en el mundo que no haya
descubierto lo que era patente
hace mucho tiempo: que el
futuro como ideal para la vida
de la humanidad es un
espejismo. Es
absolutamente irreal, porque
nosotros no vamos a estar en
ese futuro y los que estén
tampoco estarán en ese futuro
porque estarán de paso. El
futuro no tiene consistencia,
el tiempo nos devora y devora
todas las cosas. Por eso,
en este momento, el resplandor
de la Virgen María como morada
digna del Hijo de Dios nuestro
hermano, de Dios hecho hombre,
aparece como la única luz:
porque todos los sectores
de la humanidad que han
cultivado su autonomía, es
decir, que han tratado de
justificar su pecado, que han
renunciado al don de Dios y a
la comunión obediente y
esperanzada con Dios, ahora
conocen su vacío. Hay como una
inmensa decepción que lo llena
todo, y en este sentido, es
evidente que gran parte del
mundo (y tristemente del mundo
cristiano), ha caído en
un proceso de vejez, de
degeneración.
Hoy mismo, como sabéis
todos, el Santo Padre Juan
Pablo
II
nos invita a los cristianos de
Europa (que es la zona del
mundo donde se han producido
con mayor intensidad estos
pensamientos de
autosuficiencia, de
emancipación y donde, por
tanto,
se están experimentando
con mayor dramatismo los
derrumbamientos de esos
castillos en el aire, de esas
torres de Babel), nos pide que
recemos por Europa, para que
estos pueblos cristianos,
hermanos nuestros, una vez que
han comprobado el vacío de sus
pretensiones y su vejez,
vuelvan a recobrar la
juventud, la cual sólo se
puede recobrar yendo a la
fuente de la misma.
Primero, al menos, buscándola.
Lo característico de los
grandes sectores de la
sociedad cristiana de esta
Europa nuestra (sobre todo la
más presuntuosa, la más segura
de sí misma), es que
está
tirada, no busca, está
inapetente y trata de
compensar su vacío con la
prosperidad, con la
irresponsabilidad moral.
Pero eso aumenta todavía más
la sensación de vacío, de
esclavitud y de falta de
sentido: hay como una inmensa
desgana y eso no es propio de
jóvenes. Está claro que si la
juventud es una tensión hacia
un más, hacia algo mejor, algo
que se puede aspirar o
conseguir, no se puede situar
nunca en el futuro el Papa lo
ha recordado muchas veces en
sus encuentros con los jóvenes
a lo largo del mundo ya que
el futuro es como el presente
y el pasado. Esa tensión ha
de situarse en lo eterno.
Y esa eternidad será
posible sólo en comunión con
Dios, como la Virgen María y
gracias a Ella,
que nos lo ha dado a luz, lo
ha hecho hermano nuestro y ha
hecho posible que Dios tenga
Corazón. Porque Dios tenía
amor, pero no tenía Corazón:
no tenía esta sensibilidad
que nos lo hace próximo,
inteligible, asequible,
manifestado y visible, aun
siendo Él invisible. Sólo en
comunión con Dios, los
instantes de nuestra vida que
están en el tiempo y que, por
pasajeros, se van diluyendo,
se convierten en gérmenes de
vida eterna, de una vida
eterna que no está en el
futuro, sino de una vida
eterna que vivimos ahora
mismo. Porque la vida
eterna es el presente de Dios.
En Dios no hay ayer ni mañana,
es un hoy perpetuo.
La vocación
de los cristianos gracias a la
Encarnación del Hijo de Dios y
a la Maternidad de Nuestra
Señora, es poder aspirar
seriamente a insertar nuestro
vivir, que es fugaz, que es un
vivir condenado a muerte, en
este hoy, en este eterno
presente de Dios, y esto
ya desde ahora, aunque todavía
en forma imperfecta y expuesta
al peligro de perderse. Pero
ya ahora la vida eterna
mora en nuestros corazones
porque es Dios quien habita en
ellos y su Santo Espíritu
los llena de luz, de esperanza
y de amor. Así pues, la
juventud está en la
Inmaculada, en la que es
"llena de juventud y de limpia
hermosura".
Por eso, queridos hermanos,
hermanos jóvenes
no sólo vosotros, los que
tenéis la juventud de la edad
unámonos al Papa, a los
Obispos y a los cristianos
fieles y solícitos de toda
Europa para que estas tierras
cristianas viejas (o lo que es
lo mismo: llenas de
tradiciones cristianas y de
sus valores, aunque ahora,
desgraciadamente, envejecidas
por desgaste y traición a su
propia fe), vuelvan a su
propia casa, vuelvan a su
Madre, que aún sigue
persiguiendo (sensiblemente
casi) todos los rincones de
este continente.
Para eso es necesario que
nosotros ofrezcamos al Señor
y a su Santísima Madre el
propósito de intensificar
nuestra propia fidelidad, de
poner muy alto el objetivo de
nuestras miradas, para que
nuestra vida esté tensada
hacia la altura de la
esperanza, de la vocación de
Dios; que aceptemos, como
hizo Nuestra Señora, siendo
Madre del Rey, el camino del
servicio: "He aquí la
esclava del Señor, hágase en
mí según tu palabra",
descubriendo en él nuestra
auténtica libertad,
descubriendo que servir a Dios
es el único modo de reinar.
Y como no bastan las palabras
fáciles,
que cuestan poco, tendríamos
que pedir a Nuestra Señora que
nos ayude a imitarla, en lo
que misteriosamente sugiere la
primera lectura de la Misa de
la Inmaculada tomada del libro
del Génesis 16:
esta maravilla de la victoria
sobre el pecado. Porque la
victoria de la esperanza y de
la juventud es inseparable de
una lucha, de un esfuerzo
constante de purificación. La
serpiente (que induce a la
rebeldía) acosa a la mujer y
la ataca en su talón, en su
calcañal. Pero el pie de la
mujer está vigilante, y fiel a
la Voluntad de Dios, aplasta
su cabeza. Esto mismo tiene
que realizarse con la ayuda de
Nuestra Señora en el
interior de nuestros propios
corazones, día
a día, instante a instante, en
todas las circunstancias
variables de nuestro vivir.
Debemos vivir un esfuerzo
continuo de purificación,
facilitado por la esperanza,
por la presencia del amor
de Dios en nuestros corazones,
por la compañía del mismo
Señor y de Nuestra Señora a
través de todas nuestras
andanzas, llevándonos como de
la mano, siendo compañeros de
nuestra peregrinación mientras
andamos por el mundo.
Y junto a todo esto, como
contribución
(aunque sea modestísima) a ese
objetivo grandioso de
regeneración de la vida y de
la fe cristiana en los pueblos
de Europa, ofrezcamos a
Nuestra Señora el ser testigos
de la esperanza que Ella
representa. Demos razón de
nuestra esperanza a ese mundo
que nos rodea y que no la
tiene, que se zambulle
ansiosamente en el disfrute de
lo inmediato sabiendo que es
pasajero, pero no aspirando ya
a más porque ha renunciado
realmente a la esperanza.
Necesitamos despertar los
corazones para que no
renuncien a la esperanza, para
que no se conformen con
envejecer y morir, para que
pretendan vivir, colaborar al
triunfo de la vida y del amor
auténtico, que es reflejo del
amor de Dios y de la única
libertad posible en medio de
tantas esclavitudes. Nosotros
podemos, cada uno desde su
rinconcito, ser como una
antorcha en la noche que
descubra a los que andan
perdidos y desorientados la
luz de la esperanza, la luz de
la juventud, la luz que brilla
integralmente, pura y perfecta
en nuestra Madre.
José Guerra Campos