VERDAD, UNIDAD, HUMILDAD

Consideramos la otra semana un alegato contra la profesión de las verdades de la fe, en nombre de la vida; otros se hacen en nombre de la humildad y de la unidad.

En nombre de la humildad: "No está bien presumir de poseer la verdad"; "nadie posee la verdad entera; sería una falsa seguridad"...

Pero la adhesión a las verdades de la fe, cuando es auténtica, es una obediencia humilde, una aceptación de la revelación de Cristo con la actitud de quien recibe un don de Dios. No presumimos de nuestra verdad.

Cuando presentamos la verdad a los demás, no les invitamos a que reconozcan nuestra superioridad mental; sencillamente, les señalamos la presencia de ese don; que a todos se ofrece y que todos debemos acoger con humildad gozosa. Mostrar con solicitud la verdad y estimular a su reconocimiento no es atacar la libertad, es favorecerla, fomentando su movimiento hacia el bien, sin ninguna coacción, sin trabar para nada la iniciativa creadora en el ancho campo de lo opinable, y, además, compatible con la comprensión respetuosa hacia quienes buscan de buena fe.

Se habla mucho, incluso entre los creyentes, del riesgo y la aventura de la fe, como si el paso a la fe fuese a manera de un salto desde un lugar tranquilo y luminoso a una zona de oscuridad y de vacío. Es lo contrario: desde la desorientación y la inseguridad, entre las sombras, en la misma noche, descubrimos una luz que nos guía, que nos permite vislumbrar lo que de verdad somos y podemos esperar. La Carta a los hebreos dice que "la fe es una garantía una firme seguridad de lo que esperamos". Y el apóstol San Pedro, por su parte, explica que la fe es como "una lámpara que luce en lugar tenebroso, hasta que luzca el día y el lucero se levante en nuestros corazones". No es mediodía, pero es mucho más que la noche cerrada.

Cierto que la fe no aclara todos los enigmas y contingencias del camino; no nos resuelve los problemas multiformes ni elimina los riesgos de la vida temporal. Pero ya desde ahora nos orienta, en la confianza de que todo es para nuestro bien. Y esta confianza no avala ningún adormecimiento, porque es exigente y comprometedora. La seguridad de la fe se funda en Dios. Por nuestra parte, debe continuar un humilde temblor a la vista de nuestras flaquezas e infidelidades.

¿Acaso el amor a la unidad entre todos los hombres recomienda que sacrifiquemos las diferencias de pensamiento, para reducirnos todos a un mínimo, que sea como un común denominador?

Evidentemente, para convivir y para cooperar es necesario aprovechar un mínimo de coincidencias máximas. (Incluso, dentro de la coincidencia en lo grande o fundamental, hay que respetar las modalidades diferentes).

Pero la convivencia no puede persistir y desarrollarse sin robustecer la unidad. Y el camino a la unidad es una ascensión, apuntando desde el mínimo hacia lo que constituye de verdad el ser y el sentido del hombre. Si nos rebajásemos hasta el nivel de cualquier idea acerca del hombre, ¡no podríamos amar al hombre! Hay ideas en nombre de las cuales no se puede amar al hombre. Si podemos y debemos amar a todo hombre incluso al enemigo es desde una visión superior a las ideas de algunos.

Hablando de la cooperación social de la construcción de este mundo, a la que todos tienen que arrimar su hombro, Pablo VI ha dicho hace bien poco que la verdad no es indiferente para la acción: porque toda acción lleva implícita una idea del hombre; si ésta no es adecuada, la acción puede llegar a ser nociva y hasta inhumana. De ahí que los cristianos, según el Pontífice, no deban implicarse indiscriminadamente en cooperaciones con sistemas cuya ideología contradice a la fe.

No es posible llegar a la unidad renunciando a la verdad, con el pretexto de que no todos la comparten. Sería ir hacia abajo (como si nos nivelásemos todos, por ejemplo, en la ignorancia); por esa dirección se va a parar fatalmente a la estrechez visual o al egoísmo, que son factores de división. Si se parte de un mínimo, es para ascender hacia el vértice, donde las líneas convergen.

Por eso, la Iglesia se siente obligada a compartir el mínimo, pero sin dejar de ofrecer el don de Dios. Ella suscita una tensión hacia arriba, hacia el Evangelio, ensanchando el horizonte, encuadrando e integrando "las perspectivas parciales en una armonía superior, en una auténtica mirada de conjunto. Porque ella es como dice el Concilio Vaticano II sacramento de Cristo" (señal viva de su presencia); y sólo así puede ser como añade el mismo Concilio "sacramento y germen de la unidad de todo el género humano".

Lo cual significa que es absurdo pretender la unidad por medio de la indiferencia afectuosa o de las transacciones frívolas. La unidad será fruto del amor: amor del verdadero bien del hombre, que fluye del amor de Dios (la caridad); por tanto, se funda en la fidelidad. Sacrificar la verdad "por amor" es una contradicción: no hay amor al hombre sin amor a la verdad.

Pablo VI ha dicho no hace mucho tiempo: "No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas".

Jesús ha afirmado: "La verdad os hará libres". No es lícito renunciar a la confesión de Cristo por complacer a los hombres. Jesús es "signo de contradicción". Pero Él mismo ha advertido que el que se niegue a confesarle delante de los hombres será negado por Él delante de su Padre. Unirse a costa de Él es insensato: Él ha venido a "separar al hombre de los suyos"; "el que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí".

San Juan, el apóstol máximo del amor fraterno tanto que llegó a decir: "El que dice que ama a Dios a quien no ve, y no ama al hermano a quien ve, es un mentiroso", afirma que este amor al hombre está enraizado en el amor de Dios, que se nos manifestó dándonos a su único Hijo. Por tanto, este amor fraterno es inseparable de la confesión de la realidad y doctrina de Jesucristo. Para el apóstol es lo mismo "andar en la caridad" que "andar en la verdad".

(Estoy entreviendo que alguno, al oír hablar de la unidad por la verdad, traerá a la memoria las múltiples discrepancias y confusiones que cree advertir en el seno mismo de la Iglesia. Quizá esté a punto de pronunciar una expresión tempestuosa: Asamblea conjunta.)

Quisiera dejar en alto unas palabras maravillosas de Pablo VI, en la exhortación dirigida a todos los obispos del mundo, al conmemorarse el quinto aniversario del Concilio, para que prediquen la fe pura e íntegra: "Sepamos caminar fraternalmente con todos los que, privados de esa luz que nosotros gozamos, tratan de llegar a la casa paterna a través de la niebla de la duda. Pero si nosotros compartimos sus angustias, que sea para tratar de curarlas. Si les presentamos a Jesucristo, que sea el Hijo de Dios "hecho hombre para salvarnos y hacernos participar de su vida, y no una figura totalmente humana, por maravillosa y atrayente que sea".

(8 de mayo de 1972.)

José Guerra Campos , obispo