Hemos indicado, en conformidad con las insistentes enseñanzas del Papa, criterios válidos para orientarse en medio de la confusión doctrinal.
Tras enfilar hacia puntos fijos, que lucen como faros, señalamos las condiciones que legitiman lo "nuevo": cuando el progreso es hijo de la fidelidad. Y, como una gran tentación actual en la Iglesia es la dictadura ideológica en materias opinables, acotamos las zonas donde se ha de respetar la apreciación libre.
Pero el factor más pernicioso en la confusión es el que registra Pablo VI en su exhortación a los obispos: "Numerosos fieles —dice— se sienten turbados en su fe por una acumulación de ambigüedades".
Aunque a veces sea inevitable atravesar los bancos de niebla de la duda, es preciso rehuir siempre las cortinas de humo de la ambigüedad, del lenguaje de doble sentido, y el chisporroteo de una fraseología enrevesada.
En ocasiones no hay por qué suponer mala fe en los que hablan así. Tal lenguaje será efecto, no deseado, de la impericia, de entrometerse en problemas que desbordan la capacidad o la preparación, de traducir lucubraciones no digeridas, de publicar prematuramente lo que todavía está en fase de tanteo, por legítimo que sea.
Cualquiera que fuere la causa, sería bueno que, al menos, los sacerdotes recordásemos la prevención de San Pablo a Timoteo, cuando le dejó en Éfeso con el encargo de requerir a algunos "que no enseñasen doctrinas extrañas ni se ocupasen en fábulas..., más a propósito para engendrar vanos problemas que para servir al designio de Dios fundado en la fe".
Con San Pablo sintonizan las reiteradas advertencias del Concilio, del Papa y distintos episcopados, que podrían condensarse en esta confesión de un excelente teólogo francés: "Los sacerdotes no tenemos por misión predicar nuestras dudas, sino predicar la fe".
En otros casos, la ambigüedad es intencionada: para dar curso en la Iglesia, al amparo de una significación admisible, a otra que —según repiten en lecciones y escritos— constituye "un nuevo modo de entender la fe". Se dirá, por ejemplo, que "la fe es vida" —lo cual es muy cierto—; pero se dirá para significar una creación espontánea del creyente, desligada de la verdad transmitida por la Iglesia; se hablará de "desmitificar la fe" —lo que sería tolerable, si por mito se entendiesen las adherencias extrañas que pueda haber en algunas personas; pero es para vaciar la fe de los hechos sobrenaturales (Encarnación, Resurrección, etc.), que son su misma entraña.
Algunos se atreven a insinuar que "el nuevo modo de entender la fe" no es aceptado por el pueblo, ni se le puede ofrecer a éste abiertamente, porque el pueblo —dicen— no está "maduro" para entender el sentido auténtico de la fe.
Nada más hiriente para oídos cristianos. Jesús ha dicho: "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios.., y las revelaste a los pequeñuelos". El acceso a la entraña vital de la fe no está más franco para los que presumen de selectos que para el más sencillo de los creyentes. Los que viven como hijos, con docilidad interior, en el seno de la madre Iglesia, ven con los ojos de Dios.
Mi madre, modesta campesina, carecía de la cultura teológica que a mí se me ha dado. Pero, sin duda, su fe era más pura que la mía, tan pura como ‘la de un concilio. Y, como ella, tantas personas, en los distintos niveles sociales del pueblo, para las cuales Jesús, con María, los ángeles y los santos, es una presencia viviente: manantial de luz y fuerza para obrar, padecer y esperar; y, a la vez, llamamiento a la generosidad, el perdón y la paciencia con los demás. ¡Ninguna especulación puede mejorar esta actitud de fe! Cualquier interpretación sabia ha de mantenerse dentro de este ámbito de la fe accesible a todos. La que intentase salirse de él, como si hubiese otro, reservado para ciertos grupos, llevaría a la orgullosa segregación o herejía denunciada desde el comienzo por los Apóstoles.
Porque Dios es el que llama a todos a la fe y sólo El sabe quiénes responden con fe más pura, por eso los pastores tutelan las expresiones legítimas de la fe contra ciertos despotismos ilustrados. Ocurre, por ejemplo, que en nombre de la liturgia se pretenden excluir ciertas formas de devoción popular recomendadas por la Iglesia. A veces el desprecio se extiende a toda forma de culto, y se trata de justificarlo con apelaciones equívocas a objetivos muy buenos: como cuando Judas dijo que el obsequio de María de Betania a Jesús debiera haberse reservado para los pobres.
Deberíamos aprender de Jesús, precisamente cuando se enfrenta con un caso límite, dentro de su invectiva más dura contra los hipócritas; cuando recrimina a los fariseos porque cumplían, hasta en minucias, lo prescrito sobre los diezmos, mientras desatendían lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia, la buena fe. ¿Qué les aconsejará? Si nos fiáramos de algunos profetas de ahora, supondríamos que les diría: ¡Dejaos de diezmos, y practicad la justicia...! Jesús les dice que "hay que hacer lo uno, sin omitir lo otro".
Ante todas las formas de confusión es saludable volverse a Jesucristo. Si creemos que Él, el mismo que murió y resucitó hace veinte siglos, vive con nosotros, a través de los tiempos, creemos también —como Él dice— que "el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán".
He aquí otras palabras suyas: "Se levantarán muchos falsos profetas, que engañarán a muchos...; se enfriará la caridad de muchos; mas el que perseverare hasta el fin, ése será salvo".
José Guerra Campos, obispo