Jesús dijo a los Apóstoles: "Como el Padre me ha enviado, así os envío Yo". "Enseñad a todas las gentes". "Seréis mis testigos en toda la tierra". "Quien a vosotros oye a Mí me oye". "Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo".
El Magisterio de la Iglesia, ayudado por la luz del Espíritu, transmite y explica siempre ese testimonio de los Apóstoles. No es obligado que hagamos nuestro todo el contexto cultural del tiempo apostólico o de tiempos posteriores; pero sí el "testimonio": lo que los Apóstoles y la tradición de la Iglesia han dicho como palabra de Dios, en el sentido en que la han expresado, que permanece para siempre.
Si las interpretaciones teológicas, o las maneras variadas de exponer, suplantasen ese sentido, se desvanecería la fe. Y aunque muchos compartiesen las nuevas significaciones, ya no serían Iglesia; porque Iglesia es la comunidad de los llamados por Dios, que responden con la fe a esa llamada. Serían una sociedad por coincidencia de opiniones humanas.
Y así, vemos que se forman a veces grupos en los que la fe no es sino la expresión de actitudes subjetivas, no la correspondencia vital a la revelación de Dios. Y hasta hay quien propone que cada comunidad de éstas formule su propio credo. De ahí, la incapacidad misionera, la incapacidad de suscitar la fe. Ya lo había dicho un escritor del siglo II: estos grupos se preocupan no tanto de convertir a los que están fuera como de pervertir a los que están dentro. Y ahora mismo, aunque se pretende que el lenguaje equívoco acaso sea útil para acercar el mensaje cristiano a los alejados, es fácil comprobar, en general, que la confusión y la ambigüedad prevalecen allí donde se ha interrumpido la acción misionera o donde se difunde un mensaje vaciado de su médula cristiana.
Un modo especial de ser infiel al testimonio apostólico, según nos explica Pablo VI, se da ahora, más que con nuevas especulaciones, con una reducción o selección de las verdades. Reducción a un supuesto núcleo de verdades básicas, con exclusión y olvido de las demás.
Pero el que cae por una escalera está en peligro de no parar hasta la portería: la arbitrariedad cercena sucesivamente ese núcleo hasta terminar por vaciar la fe de todo contenido revelado. ¿Se pone por ejemplo el núcleo en la Santísima Trinidad? Alguien dirá que basta hablar genéricamente de Dios.
¿Se pone en que Cristo es Dios? Alguien dirá que basta ver en el hombre Jesús una manifestación indefinida de lo divino. ¿Se pone en la Resurrección de Jesús? Alguien dirá que no es necesario aceptar una resurrección corpórea; que basta creer en que Cristo vive. Pero ¿vive Él? ¿Vive sólo en nuestro recuerdo? ¿Vive sólo en cuanto que la "idea" o la "causa" sustentada por Él sigue siendo todavía interesante? De escalón en escalón, la revelación de Cristo ya no sería más que una expresión intensa del sentir o conciencia humana. Y al final, hasta la misma existencia de Jesús termina por ser indiferente. Otro escalón más: tampoco interesa ya la relación con Dios.
Esto es lo que a veces se llama espíritu moderno, aunque formulado hace dos siglos, que prescinde de la revelación de un ser personal superior a nosotros y afirma que lo que hay de divino, de más noble y valioso, en el mundo sólo existe y se manifiesta en la historia de la conciencia humana (en nuestros pensamientos, sentimientos, cultura, arte, acción y relaciones sociales). Y otros dirán: ¿Para qué hablar de lo divino?; todo esto es puramente humano. Y así llegamos al humanismo ateo.
Desde hace poco algunos pensadores protestantes que encuentran mucha acogida entre nosotros hablan de "ateísmo cristiano"; según el cual carecería de significado la religión o comunicación consciente con Dios; Cristo interesaría por lo que hace o dice de ‘las relaciones fraternas, no por lo que dice del Padre. Respetando los valores fraternales, no tendría importancia ya la diferencia entre ser creyente o ser ateo. Triste final: se ha vaciado la fe, hemos llegado al fondo de la escalera. (En cuanto al valor religioso que pueda haber en quienes de buena fe viven sin fe, hablaremos otro día.)
Es, pues, esencial a la fe acoger la verdad revelada en su totalidad.
Ahora bien, en un sentido es válida la distinción entre lo fundamental y otras verdades. Como recuerda el Concilio, existe un orden o subordinación orgánica entre las verdades. Éstas no significan sueltas; hay que entenderlas todas enlazadas, referidas a unos núcleos: por ejemplo, la virginidad de María, por relación a la encarnación del Hijo de Dios; la intercesión de los santos, enlazada con la mediación de Cristo. Esto es muy importante para no descomponer la realidad viviente que es el contenido de la verdad revelada.
Pero, precisamente porque es una realidad viviente, hay que tomarla siempre en su unidad y totalidad. No se trata, en modo alguno, de reducirla a los núcleos, excluyendo o despreciando lo demás. Distinguir en un edificio entre los cimientos y elementos sustentantes y las partes sustentadas no es lo mismo que desmantelarlo, quedándose sólo con los cimientos.
La fe pura comporta una adhesión total a Cristo y a su mensaje en la Iglesia, sin recortes arbitrarios. Sin embargo, es posible con distintos grados de comprensión del contenido de este mensaje. No es preciso que todos y cada uno posean un conocimiento desarrollado. En el pensamiento de los fieles no siempre han de estar presentes de modo expreso todas las facetas de la verdad. Hay fe purísima en personas de escasa cultura, como ya indicamos.
Se habla mucho contra la llamada fe del carbonero. No exageremos. Cierto que se ha de procurar, en el mayor grado posible, la ilustración en la fe; en este tiempo más que nunca. Con todo, siempre tendrá aplicación lo del catecismo: "Doctores tiene la Iglesia que os sabrán responder". Todos, sin excluir a los más cultos, nos remitimos a expertos. Aunque hayamos estudiado la estructura científica de la radiofonía o la electrónica, muchos no sabríamos dar razón de los aparatos que manejamos cada día.
La ventaja del creyente es que dispone, en el magisterio, de una garantía infalible para saber que se guía por la palabra de Dios, y no la de los hombres. Y, además, por la vía de la fidelidad y del amor, aun el menos docto alcanzará en la visión de Dios la luz que excede a toda sabiduría humana.
José Guerra Campos, obispo.