La muerte de un ser querido, por nuestra naturaleza
humana, nos llena de pena, cuando no tendría que ser así, pues esta vida es
pasajera; la verdadera vida comienza cuando morimos. En el fondo, la persona que
llora porque alguien se muere es, en cierta manera, egoísta, ya que no quiere
sufrir la despedida de un compañero. Esto lo dijo Israel Sanabria un día que
estaba con el Grupo de Montaña. En ese momento, por estupidez, no prestas la
atención adecuada, y fueron unas palabras más que se dijeron y se olvidaron.
Pero estas palabras, ya olvidadas, volvieron a mí cabeza cuando el jueves diez
de enero veía a la persona que había hecho dar a mi vida un cambio de ciento
ochenta grados tumbado en una cama de un hospital esperando a que Dios se lo
llevase. Sí que estaba triste, es natural, pero en el fondo estaba alegre. El
Padre Alba por fin tenía su recompensa, se iba al Cielo con San Ignacio, el
Obispo Guerra Campos, Alberto Rodríguez de Mier y su mujer Inocencia, y todas
las personas a las que él amó tanto.
Al Padre Alba, como todos los que le hemos conocido, le debo mucho. Aquel día
pensé que, aun sólo para vigilar la puerta, debía quedarme con él, hacerle
la compañía que él nos hacía a los del Grupo de Montaña cuando salíamos de
marcha y podía estar con nosotros.
Los que nos quedamos con él nos repartimos en turnos de una hora cada uno,
correspondiéndome a mí de tres a cuatro de la noche. Cuando estaba a punto de
entrar sabía todo lo que tenía que hacer, en caso de que ocurriese algo, pero
al cruzar la puerta y ver al Padre Alba en la cama, se me olvida todo y
únicamente me viene pensamientos y recuerdos de cuánto te decía o te hacía,
su forma de ser, de cómo se frotaba la cabeza cuando le preocupaba algo o la
sonrisa que ponía cuando le exponías un proyecto. El recuerdo más claro que
tengo de aquello, es el de Isabel dormida en el sillón, Juan María Sellas
sentado en una silla, José Javier García de pie, delante del Padre, a su lado
María del Mar Marcos mojándole los labios y yo apoyado en la mesa. Es curioso,
pero éramos tres chicos despiertos y la única persona que se acercó al Padre
para darle de beber fue una chica. María del Mar fue la única que tuvo el
valor para acercarse y dar al Padre de beber cuando somos los hombres los que
presumimos de valentía. En aquella habitación del hospital sólo se escuchaba
la respiración del Padre, parecía que cada una de aquellas forzosas
respiraciones las ofreciera por todos los que le hemos conocido, por los que
estuvieron con él hasta el final y por aquellos que le abandonaron. Parecía
que cada suspiro era un ofrecimiento ante Dios por todos nosotros, por nuestros
pecados.
Lo único que me salió del fondo del alma aquella noche, fue: "Gracias,
Padre Alba, por todo".
Óscar Úbeda Pairet