. Entre los muchos mártires de la persecución desencadenada
por los «Boxers» de China en 1900, se encuentran siete Franciscanas Misioneras
de María, que son las protomártires de su Congregación. Habían llegado el
año anterior a la misión de Taiyuanfu y allí mismo, junto con San Gregorio
Grassi y compañeros franciscanos, inmolaron sus vidas en testimonio de la fe en
Cristo. Todos ellos fueron beatificados por Pío XII en 1946, y canonizados por
Juan Pablo II el año 2000. Su fiesta se celebra el 8 de julio.
A través de estas páginas queremos acercarnos a la vida de siete misioneras
que sufrieron la muerte, por su fe cristiana, junto con obispos, sacerdotes,
seminaristas y laicos, en la lejana China. Son mártires, es decir, testigos:
dieron su vida por fidelidad a Jesús y a su Evangelio.
Hoy como ayer, la savia que alimenta y une a los mártires de antaño y a los de nuestros días, es la misma: la vida de Jesús, Testigo del Amor del Padre, y su mensaje de fraternidad sin fronteras, fraternidad cimentada en la justicia y la misericordia, fraternidad que construye la paz. Estos hombres y mujeres testigos de hoy y de ayer, tuvieron y tienen las mismas actitudes de fondo: apertura a Dios, disponibilidad al Espíritu, entrega cotidiana al servicio de la gente, amor verdadero.
Por eso, conocer las vidas de siete misioneras siete Franciscanas Misioneras de María, puede ayudarnos a comprender mejor el camino de Dios en nuestras vidas, y suscitar y afianzar en nosotros un compromiso sencillo pero real con el Evangelio.
En 1898, monseñor Francisco Fogolla, obispo coadjutor en ChanSí (China), viene a Roma. Desea llevar una comunidad de religiosas misioneras a su lejana misión de ese inmenso país de Asia, en donde crece un pequeño núcleo de nuevos cristianos. Hace falta la presencia de la mujer para expresar, de alguna forma, el misterio del Amor del Dios revelado en y por Jesús, desconocido aún para ese pueblo numeroso, el más numeroso de nuestro planeta.
Encuentra a María de la Pasión, Superiora general y fundadora de una Congregación nueva y que se dice específicamente misionera, es decir, que su razón de ser es llevar a los lugares más lejanos y difíciles la Buena Noticia de la salvación.
El obispo misionero expone las necesidades: organizar un pequeño hospital para los enfermos, ¡que son tantos...!; hacer del orfanato, que ya recoge varios centenares de niños, un espacio educativo más válido; enseñar y promover a las mujeres en lo referente al hogar, la higiene, la alimentación, la dignidad del trabajo... y, desde luego, la catequesis, la oración, el canto. ¡Tantas cosas muy concretas, urgentes e importantes! Habrá que aprender bien el chino para que la comunicación pueda darse normalmente, las costumbres del pueblo... Esto no será fácil; el camino para llegar al ChanSí es largo, peligroso, toda una aventura.
María de la Pasión escucha, siente que Dios está deseando enviar allá a sus hermanas. Y después de reflexionarlo largamente, su respuesta es afirmativa: acepta el desafío. Busca entre sus hermanas y propone a algunas la nueva misión. Poco a poco, se va formando el "rostro" del grupo, el cual, como siempre que es posible en el Instituto de las Franciscanas Misioneras de María, se verá constituido por hermanas de diferentes nacionalidades.
He aquí el nombre de las siete que llegan al ChanSí:
María Herminia de Jesús, francesa, 33 años, responsable de la comunidad.
María de la Paz, italiana, 24 años, la más joven.
María Clara, italiana, 27 años.
María de Santa Natalia, francesa, 35 años.
María de San Justo, francesa, 33 años.
María Adolfina, holandesa, 33 años.
María Amandina, belga, 27 años.
Martirizadas el 9 de julio de 1900, en Taiyuanfu (China). Beatificadas el 24 de noviembre de 1946, en Roma, por el papa Pío XII. Canonizadas por el papa Juan Pablo II el 1 de octubre del 2000. ¿Quiénes eran?
Siete mujeres, de carne y hueso como nosotros, que salieron de Francia, Bélgica, Italia, Holanda... enviadas a China, al servicio de sus hermanos, por los cuales dieron sus vidas el 9 de julio de 1900.
Siete religiosas con deseos de servir a Dios, a la Iglesia, a la misión... con sus dones, sus límites, su temperamento, su historia.
Siete Franciscanas Misioneras de María que tenían una característica común: el inmenso deseo de abrir sus vidas al Espíritu para responder, hasta el final, a la llamada de Dios.
Santa María Herminia de Jesús
María Herminia de Jesús (Irma Grivot), alias Ermelina, nació el 28 de abril de 1866 en Beaume (Dijon), Francia. Hogar humilde, su padre construía toneles y su madre se dedicaba al hogar. Irma, de salud delicada, se manifestaba como una niña sencilla, recta, vivaz, afectuosa, sensible hacia la naturaleza y las cosas de Dios. Inteligente y estudiosa, terminó la escuela primaria en 1883.
La vocación religiosa de Irma no fue aceptada ni comprendida por sus padres, y creó, poco a poco, una situación, si no cruel, en todo caso muy dura para la joven, que trató de independizarse dando clases particulares. En 1894 se presenta en Vanves y allí inicia su prenoviciado. Al verla tan delicada de salud, la dejan allí un tiempo para comprobar si podrá resistir la vocación misionera. Su exterior frágil oculta una voluntad de hierro que supera todas las dificultades.
Comienza su noviciado en Los Châtelets (Francia) en julio del mismo año, y recibe el nombre de MarieHermine de Jésus. Dicen que el armiño (hermine en francés) es un animal que prefiere la muerte a ensuciarse, y éste será uno de los propósitos de Herminia: «Llevar la fe lejos, siempre intacta, prefiriendo la muerte a la mancha de la deserción». Y así fue su vida y su muerte.
Mujer llena de ternura y firmeza, mujer humilde. Por su paciencia y su caridad supo crear fraternidad por donde iba pasando: en el noviciado, luego en Vanves donde tuvo a su cargo la contabilidad de la casa; más adelante, en Marsella, cuando se preparaba para el cuidado de los enfermos en la misión y, por fin, responsable del grupo en Taiyuanfu, supo conquistar a todos: obispos, sacerdotes, laicas consagradas, niñas, enfermos..., y para sus propias hermanas fue madre, apoyo, animadora... hasta el final.
¿De dónde sacaba esa fortaleza? Una frase suya descubre, en parte, su secreto: «La adoración del Santísimo Sacramento es la mitad de mi vida, la otra mitad consiste en hacer amar a Jesús y ganarle almas».
Misionera ardiente, adoratriz, mujer de un solo amor. Herminia no huyó ante el peligro de una muerte atroz. Supo vivir las palabras del Maestro: «No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Santa María de la Paz
María de la Paz (Marianna Giuliani) nació en L'Aquila (Italia) el 13 de diciembre de 1875. Hogar pobre y, además, con el sufrimiento de un padre de mal carácter que castigaba fácilmente a sus hijos; no permitía la práctica de la religión, y tenían que ir a la Iglesia a escondidas. La madre trabaja, sufre y enseña a sus hijas a amar a María. Pronto la enfermedad hace mella en ella y, a los diez años, Marianna conoce el dolor irreparable de la muerte de su madre.
El padre abandona a sus hijos y los parientes recogen a los huerfanitos. Marianna, inteligente y muy piadosa, es orientada por un tío suyo, religioso franciscano, hacia las Franciscanas Misioneras de María. María de la Pasión la recibe como probanista, es decir, entre las jovencitas que aspiran a ser misioneras. En Francia completa sus estudios y fortalece su vocación.
En 1892 comienza su noviciado. Diversas experiencias en París, donde se encarga de un grupo de jovencitas muy rebeldes, que María de la Paz consigue calmar con su bondad serena, le dan la oportunidad de seguir su proceso de maduración. Luego va a Vanves para hacer sus primeros votos. Más tarde, participa en la fundación de una comunidad en Austria: otra lengua, otras costumbres... Todo esto la va preparando para la partida a la lejana misión china. Allí tendrá a su cargo la organización del orfanato, la parte material de la comunidad y, con su hermosa voz italiana, se encargará también de la música y del coro.
María de la Paz, silenciosa, encontró la fuerza en la unión con Dios, en una oración constante y fiel. La más joven de las siete mártires, tuvo ante la muerte su hora de angustia, de agonía, como Jesús, pero también, como Él, supo decir ¡Sí! Y entregó su vida totalmente. Tenía sólo 24 años.
Santa María Clara
María Clara (Clelia Nanetti) nació el 9 de enero de 1872 en Santa María Magdalena, provincia de Rovigo (Italia). Sus padres la reciben con alegría; en esta hija todo será rápido, precoz, ardiente. Querida, amada por todos en su casa y en su pueblo, de naturaleza impulsiva, exuberante, rica; inteligente y alegre, asimila todo muy rápidamente: en la escuela, sus maestras tratan de disciplinarla. Al terminar la escuela elemental, se dedica a las tareas del hogar. Es encantadora y el mundo la espera, pero Clelia se siente atraída hacia lo religioso. ¿Será el primer indicio de su vocación religiosa? Sus padres la obligan a ir a un baile, pero en su corazón la elección está hecha. Bernabé, su hermano franciscano, le ayuda en el camino de su entrega a Dios. A los 18 años pide a sus padres ser religiosa, pero éstos piensan que es el idealismo de tantas jóvenes de esa edad. Clelia sabe lo que quiere, y comienza la lucha. Toma conciencia de los sufrimientos, la amargura, los odios, la desesperación... toda la miseria del mundo, y se despierta en ella el deseo de entregarse, de servir, de vivir y anunciar el Evangelio.
A través de su hermano conoce el Instituto de las Franciscanas Misioneras de María, y el horizonte de las misiones se abre ante ella. Su fuerte personalidad la impulsa a una firme decisión, y el 24 de enero de 1892 entra al prenoviciado; en abril del mismo año comienza el noviciado y recibe el nombre de María Clara. Así será su vida, su entrega: naturaleza franca, transparente, ardiente, Clara personifica la misionera alegre, generosa, olvidada de sí, tal vez muchas veces demasiado rápida, pero siempre pronta al sacrificio por los demás.
En China, a la propuesta del obispo de alejarse del lugar del peligro, Clara, exclama: «¿Huir, monseñor? ¡Oh, no! Vinimos para dar nuestra vida por Dios, si fuese necesario».
Sin embargo, como el peligro amenaza también a las huérfanas, monseñor hace preparar dos carros que las llevarán a un pueblo cristiano, y Clara debe acompañar al grupo. Pero, la puerta ya está bloqueada y deben volver... Su deber cumplido, la misionera regresa contenta...
En el combate final, dicen que fue Clara la primera en recibir el golpe mortal... tal vez su elevada estatura llamaba la atención... tal vez porque lo que veía como voluntad de Dios lo hacía siempre rápidamente... Su última palabra fue, sin duda, la que constantemente repetía: «¡Siempre adelante!»
Santa María de Santa Natalia
María de Santa Natalia (JeanneMarie Kerguin) nació el 5 de mayo de 1864 en BelleIsleenTerre (Bretaña, Francia). Hija de campesinos sencillos y pobres, la jovencita sabe de esos juegos limpios y serenos de las familias de los pueblos: correr por praderas y montañas, llevar flores a la estatua de la Virgen... Aprende las primeras letras con la maestra del pueblo, y también a tejer, cocinar, cuidar animales en su casa; aprende el catecismo y se prepara con esmero a su Primera Comunión. Poco después pierde a su madre, y la niña debe hacer frente a los trabajos de la casa, pero ya el ideal de entregarse a Dios más totalmente va haciendo camino en su corazón.
En 1887 llama a la puerta del noviciado de Francia, que recibe a la joven bretona de ojos azules, ojos que descubren su alma hasta el fondo. Trabaja ordeñando vacas en la granja, lava la ropa..., su alegría nace de esta convicción muy honda en ella: «Todo es grande para quien lo hace con grandeza de alma». Según ella, dos cosas le bastan para ser santa: unirse íntimamente a Dios y amar al cumplir los pequeños servicios cotidianos. Después del noviciado va a París donde se vive una ruda pobreza. María de Santa Natalia la vive con alegría. Sus hermanas la llaman «Fray León», en recuerdo del amigo entrañable de Francisco de Asís.
Su primera partida misionera fue a Cartago, en África del Norte, pero se enferma y debe volver a Italia. Poco a poco descubre el secreto de la Cruz, y escribe: «Estoy contenta de tener algo que sufrir. Cuando se sufre, uno se desprende de la tierra. Dios quiera que lo ame por encima de todas las cosas, puesto que Él fue tan generoso conmigo y me ha hecho tanto bien desde que estoy en el mundo».
En marzo de 1899 es destinada a la nueva fundación en Taiyuanfu. Poco después de la llegada a la misión, su salud será la gran preocupación de la comunidad. Varios meses en cama, con tifus; sufre sin quejarse, con una paciencia increíble, hasta que poco a poco puede recobrar las fuerzas.
No le falta trabajo a la misionera, pero con todas sus compañeras, el 9 de julio, la bretona de ojos azules, apretando su crucifijo entre los dedos, es decapitada. «No tenemos miedo..., la muerte es sólo Dios que pasa», había dicho varias veces.
Santa María de San Justo
María de San Justo (Anne Moreau) nació el 9 de abril de 1866 en el pueblito de La Faye (Francia). Su padre, agricultor de buena posición, muy caritativo, era conocido en el pueblo por ayudar siempre a los necesitados. La pequeña Anne hereda estas virtudes familiares. Es sensible, valiente, aunque tal vez un poco callada, solitaria, seria. Prefiere estar con su madre a jugar con los demás niños, y así es la preferida y mimada de casa.
Siendo todavía joven pierde a su padre y debe tomar la responsabilidad en la venta de los productos del campo. Pero siente ya la llamada que la empuja a dejar su casa. «Me parece le dice un día a su prima, que lo recordará después que Dios me pide hacer algo grande. Quiero ir a China y dar mi vida por los chinos».
Su madre se opone, quiere casarla con un buen partido, pero Anne se mantiene firme y, sin despedirse de los suyos, se va al noviciado en 1890. Comienza con entusiasmo su vida religiosa, a pesar de que su corazón sangra todavía por el desprendimiento de haber dejado la familia. Después viene la prueba: duda de su vocación, no encuentra ya atractivo ni celo apostólico como sentía antes. El trabajo sencillo, «sin brillo», que se le pide, le parece insoportable.
El futuro le da miedo, los escrúpulos le hacen sufrir, duda de la presencia de Jesús en la Eucaristía... ¿Qué hacer? ¿Abandonar este camino? ¿Volver a su casa?... ¡Esto sería lo más fácil! María de San Justo sufre. Reza. Abre su alma a María de la Pasión, su Superiora General: le revela su tortura con plena lealtad, y le dice: «¡No soy nada y antes no lo sabía!» Las palabras que María de la Pasión le pedirá que repita constantemente son las de Jesús: «¡Padre, que se haga tu voluntad y no la mía!»
Durante varios años, esta joven que no conoce el camino de los grandes místicos, continuará sufriendo... barro amasado por el alfarero. Ayudada por María de la Pasión no se volverá atrás y aprenderá a agarrarse a la cruz con todas sus fuerzas, con fe. Poco a poco, vencerá la tentación y la paz invadirá lo más profundo de su ser.
La muerte de su madre agrega dolor a su dolor, pero la voluntad de Dios se ha vuelto su fortaleza. En Vanves, aprende a manejar las máquinas de la imprenta y, además, hace zapatos para las hermanas, y mil pequeños trabajos que ayudan al sostenimiento económico de la comunidad.
Después de sus votos perpetuos es designada para China. Describe el viaje con mucho humor y, ya en la misión, pone todos sus talentos al servicio de la comunidad y de las niñas huérfanas. Escribe en una de sus cartas a María de la Pasión: «Me parece haber vivido siempre aquí. Se lo agradezco a la Virgen, a quien he rezado siempre, y es para mí un consuelo decirle a usted, Madre, que mis pruebas han terminado». Dios da la paz a su misionera, que pronto dará el testimonio supremo del Amor.
Santa María Adolfina
María Adolfina (Anne Dierkx) nació el 8 de marzo de 1866 en Ossendrecht (Holanda). Hija de un hogar pobre, pierde pronto a su madre, y los seis huerfanitos son recogidos por los vecinos. Anne pasa a vivir con un matrimonio de obreros, más ricos de caridad que de dinero. En la escuela, atenta al estudio, piadosa en la oración, es la primera en el juego, alegre y comunicativa.
Al terminar la escuela primaria, comprende que debe ayudar a su familia adoptiva y se emplea como obrera en la fábrica del pueblo, como empaquetadora de café. Más tarde, pasa a servir en una familia con más posibilidades, y luego, va a la ciudad de Amberes para hacer el mismo trabajo. La joven va madurando su personalidad y su fe: comprende que la alegría verdadera viene de un manantial que no se seca, y que este gozo se obtiene solamente al precio del sufrimiento. Comienza a entrever que un AMOR enorme la llama, y su corazón encuentra paz en el deseo de servir a una fraternidad sin fronteras.
En 1893 entra al noviciado de las Franciscanas Misioneras de María de Holanda, en Amberes. A la pregunta: «¿Cuál es la razón de su deseo de ser religiosa?», responde: «El deseo de sufrir por Nuestro Señor».
Como la mujer fuerte de la Escritura, María Adolfina se entrega sin quejas inútiles a los trabajos más humildes y duros. Derramar su sangre por la fe... Adolfina no se cree digna de ello, pero ¡parte hacia China! «María Adolfina es una hermana a quien se le puede pedir todo», dice su superiora, María Herminia. La propia Adolfina escribe: «Ojalá Jesús me dé la gracia de atraer a su amor a mis ayudantes chinas, pero para ello es necesario que cumpla mi misión como verdadera víctima, entregada totalmente a Dios y a las almas». Y Dios escuchó su deseo. María Adolfina no faltó a la cita con el testimonio de la entrega total de su vida por la fe en Jesús.
Santa María Amandina
María Amandina (Pauline Jeuris) nació el 28 de diciembre de 1872 en HerklaVille (Bélgica). Hija de padres pobres, cristianos valientes que trabajaron duro para sacar adelante a un hijo y seis hijas, cuatro de las cuales se consagraron a Dios.
A los siete años pierde a su madre, y su padre se ve obligado a emigrar a otro pueblo. Allí, una mujer buena acoge en su casa a las dos más pequeñas, y Paulina recibe cariño y protección. La niña, afectuosa y alegre, conquista a sus protectores.
A los quince años, Paulina entra en la Tercera Orden Franciscana. Su hermana Rosalía fue la primera en entrar al noviciado de las Franciscanas Misioneras de María en Amberes, y recibió el nombre de Marie Honorine. Sólo después que Marie Honorine partió como misionera a Ceylán (hoy SriLanka), Paulina se decidió a entrar al noviciado, y poco después la siguió su hermana Matilde.
María Amandina era sencilla, alegre, generosa, verdadera franciscana. Su buen humor y su relación fácil atraía y creaba en torno a ella un ambiente fraterno de serenidad y gozo. Fue enviada a Marsella para prepararse a servir a los enfermos en el hospital de Taiyuanfu. De allí embarca para la misión. El barco pasa por Ceylán y, en Colombo, capital y puerto, se encuentra con su hermana Honorine. La alegría mutua fue bien grande, y luego la despedida: «¡Hasta la vista... en el cielo!»
En la misión, entrega lo mejor de ella misma en el dispensario. Así describe su trabajo a su Superiora General: «Hay 200 huérfanas, entre ellas muchas están enfermas; las cuidamos lo mejor posible. Los enfermos de fuera vienen también para curarse. Si usted viera a estos infelices se quedaría horrorizada. Es difícil imaginar las llagas que tienen, agravadas por la falta de higiene. Gracias a Dios pude aprender algo en Marsella y hago lo que puedo para darles alivio».
El trabajo era grande y continuo. Vida de sacrificio, sin descanso, aceptada con una fortaleza alegre.
«La Hna. Amandina es, por temperamento, la más joven entre nosotras escribe María Herminia, canta y ríe todo el día. No está mal. Al contrario, la cruz de una misionera debe ser llevada con gozo». Los chinos la llaman «la hermana europea que ríe siempre».
Pasó noches y días velando a María de Santa Natalia durante su enfermedad; y siguió con el trabajo constante con los enfermos hasta que, al final, también ella cae enferma, grave... No hay muchos medios, pero poco a poco, su naturaleza sana se rehace, y continúa su servicio.
En una de sus últimas cartas, María Herminia cuenta: «María Amandina decía esta mañana que ella no pedía a Dios que salve la vida a los mártires, sino que les dé fortaleza». Y ella, en efecto, continuaba preparando sus medicinas, cantando como siempre. Su alegría admiraba a los que estaban encarcelados con ella. Con toda seguridad, cantó el «Te Deum» hasta el final, porque el Señor le había regalado la alegría franciscana, alabanza al Señor Dios, Sumo Bien, todo Bien, único Bien, según la oración de Francisco de Asís.