Tomás Moro vivió a comienzos de la Edad Moderna
(14781535), cuando toda Europa se sentía arrastrada por la oleada del
humanismo y del Renacimiento. El término "oleada." se aplica
precisamente a ese instante en el que el embate puede lanzarnos hacia arriba o
puede hacer que nos hundamos violentamente.
Se trataba, para entendernos, del humanismo y el Renacimiento intuidos por
Giovanni Pico della Mirandola, considerado en toda Europa como el hombre más
fascinante, culto y sabio de su época. Savonarola decía de él:
"Quizá a ningún mortal le ha tocado en suerte un ingenio tan
grande. Este hombre tiene que ser incluido entre los milagros de Dios y de la
naturaleza, por lo elevado de su espíritu y de su doctrina."
Maquiavelo, que no era amigo suyo, lo definió de todas formas como
"un hombre casi divino".
Estas referencias no deben ser consideradas inoportunas en este lugar, puesto
que precisamente Tomás Moro tradujo al inglés y comentó la vida de Pico della
Mirandola (+ 1494) a los 10 años de la muerte de este humanista, que, en su
célebre Discurso sobre la dignidad del hombre sostenía que el hombre está
situado en el centro del mundo y con su libertad tiene que decidir si desea
elevarse hacia el mundo divino o degradarse hacia el mundo subhumano y animal.
Esta "aventura" que se ofrecía al hombre fue la aventura del
humanismo y del Renacimiento.
Bien es verdad que estos enfervorizadores movimientos hablaban de un hombre que
sentía veneración por la antigüedad clásica grecolatina, por la belleza de
las formas, por la conciencia de su propio valor y de su propia dignidad: un
hombre deseoso de un progreso inmejorable que se abría de par en par ante él.
Pero en cualquier caso tal aventura mantenía al hombre en suspenso: el
humanismo podía suponer, o bien la elevación del hombre hacia la verdadera
revelación de su imagen divina (humanismo cristiano), o bien un proyecto de
divinización humana que exigiría al hombre una creciente concentración en sus
propias fuerzas, en una especie de narcisismo elitista y sofisticado.
El Renacimiento podía ser entendido, o bien como ideal de un "logro"
humano, a modo de acierto impregnado de naturalismo pagano, o bien como ideal de
un auténtico "renacimiento", verdadera síntesis del cristianismo y
de la cultura clásica, a través de una vuelta a las fuentes de uno y de otra,
para lograr una nueva síntesis, para una verdadera renovación.
En el fondo de la cuestión se trataba de saber lo siguiente: si la nueva
cultura tendría que absorber y arrastrar consigo, de forma optimista, incluso
la revelación cristiana, o si sería la revelación de Cristo la que tendría
que absorber, purificar y transfigurar, aunque fuera de forma dolorosa, todas
estas novedades.
En otras palabras, se trataba de decidir si el entusiasmo creativo y el sentido
renovador de la dignidad humana admitirían una comparación con la Cruz de
Jesucristo y con su indestructible significado para la vida humana.
Pico della Mirandola, del que se llegó a esperar que asumiese la función de
guía (y que habría podido modificar la historia), murió cuando contaba
solamente 31 años.
El otro gran humanista del que se esperaba que ejerciera una influencia
determinante, de un auténtico maestro de Europa, fue Erasmo de Rotterdam. En su
honor se compusieron himnos entusiastas, y el adjetivo "erasmiano" se
convirtió incluso en sinónimo de "docto". Pero Erasmo (aunque en la
actualidad está siendo muy revalorizado) era un hombre complejo, al que le
faltaba una auténtica profundidad filosófica, así como una auténtica
profundidad religiosa; y su ironía, violenta en algunas ocasiones, le exponía
a muchas incomprensiones.
El tercer hombre que gozaba de reconocimiento en Europa era Tomás Moro. En
Inglaterra era tan conocido que en 1520 los libros de retórica para los
escolares incluían ejercicios en los que se hablaba de él, y los muchachos
tenían que aprender a traducir al latín, de cuatro formas distintas, la frase:
"Moro es un hombre de ingenio divino y especial erudición". Erasmo le
quería más que a sí mismo y le llamaba "mi hermano gemelo". En la
casa de Moro, Erasmo escribió su célebre Elogio de la locura (cuyo título
griego, en un juego previsto y deliberado, podría ser traducido igualmente como
Elogio de Moro). Actualmente, se dice que para entender a Erasmo es preciso
haber leído a Moro, que para apreciar su ironía es preciso mezclarla con el
humanismo de Moro.
Por su parte, Moro defendía a Erasmo a cualquier precio y, de forma autorizada,
hacía la exégesis correcta de las obras de Erasmo que eran atacadas. En
cualquier caso, Tomás Moro fue el que orientó a Erasmo hacia esos estudios
bíblicos y patrísticos que le hicieron célebre y a través de los cuales
llegó a entender el humanismo sobre todo como una vuelta a las fuentes (neotestamentarias
y patrísticas) del cristianismo.
¿Quién era pues Tomás Moro? Nació en 1478. Como buen humanista, estudió
latín y griego; se especializó en derecho, ejerció como profesor de esta
disciplina, y se convirtió en el prestigioso abogado de los comerciantes
londinenses y de las compañías marítimas más importantes.
En 1504 era viceministro del Tesoro y speaker' de la Cámara de los Comunes. Era
canciller del ducado de Lancaster (administraba lo más sustancioso de la
Corona). En 1528 casi se encontraba en la cumbre de su carrera. Tenía tres
hijas casadas: Cecilia, de 21 años; Isabel, de 22; Margarita, su preferida, de
24, y un varón, John, de 19, que ya estaba comprometido. Tenía otra hija,
también llamada Margarita, una pequeña huérfana a la que había adoptado. Se
casó en dos ocasiones porque enviudó pronto de su primera mujer, cuando los
niños todavía eran muy pequeños.
En 1529 fue llamado a la más alta magistratura británica: se convirtió en
Lord Canciller del Reino de Enrique VIII, en el hombre más cercano al soberano
y su representante directo. Ningún humanista europeo desarrolló una carrera
política tan brillante.
Al mismo tiempo, era un hombre de cultura refinada. Escribió en latín, pero
fue también uno de los fundadores de la más hermosa prosa inglesa, ya que
antes de él todavía era una prosa balbuceante y torpe. Se le considera uno de
los padres de la historiografía inglesa: su historia de Ricardo III en la que
incluso Shakespeare se inspiró sigue siendo un texto clásico.
Cultivó los estudios bíblicos, filosóficos y teológicos, y fue un apasionado
de la música y de la pintura (introdujo en Inglaterra a Holbein el Joven). Su
obra más célebre, Utopía (1516), escrita originalmente en latín, es
"uno de los textos fundamentales y paradigmáticos de la filosofía
política, en una relación dialéctica con su contemporáneo El Príncipe, de
Maquiavelo. Es uno de los pocos libros del humanismo que todavía se mantienen
vivos". Con esta obra, la palabra "utopía" se incorporó a todas
las lenguas europeas.
Las obras en inglés de Tomás Moro ocupan 1.500 páginas en cuarto gótico a
dos columnas, y un volumen similar contiene sus obras en latín. Moro escribió
algunas de sus obras más hermosas en la cárcel de la Torre de Londres.
Su personalidad fue descrita así por Erasmo de Rotterdam:
"Su elocuencia habría logrado la victoria incluso sobre un enemigo;
y es hombre tan querido para mí que si me pidiese que bailara y cantara 'a la
rueda rueda' le obedecería gustoso...
A menos que me engañe el enorme afecto que siento por él, no creo que la
naturaleza haya forjado antes un carácter más hábil, más rápido, más
prudente, más fino, en una palabra, que estuviese mejor dotado que él con toda
clase de buenas cualidades. A ello se agregan un dominio de la conversación que
iguala a su intelecto, una maravillosa jovialidad en el trato, riqueza
espiritual... Es el más dulce de los amigos, aquel con el que me agrada mezclar
con placer la seriedad y el buen humor."
La casa de Moro estaba considerada como una de las más acogedoras y
hospitalarias de Londres. La armonía que en ella reinaba, el buen humor, la
inteligencia de Moro y de sus hijos (¡sus hijas podían corregir ediciones
críticas de textos griegos!), la fe que en ella se vivía y se esparcía,
despertaban fascinación y nostalgia en todos los que se aproximaban a ellos.
Pero Tomás Moro era también el hombre que por la noche recorría los
"barrios bajos" para localizar a los pobres vergonzantes y dejarles
dinero de forma sistemática; el hombre que alquiló una gran casa para recoger
a ancianos y niños enfermos (la llamada "Casa de la Providencia"); el
hombre que oía misa todos los días y que no tomaba ninguna decisión
importante sin haber comulgado previamente; el hombre que escandalizaba a los
nobles cantando en el coro parroquial con una humilde sobrepelliz, aunque era el
Lord Canciller. Cuando se le censuraba por ello, replicaba con fina ironía:
"No es posible que disguste al rey mi señor por rendir público
homenaje al Señor de mi rey."
Igualmente, se negaba a participar montado a caballo según le
correspondía en la procesión de las rogaciones, porque, decía:
"No quiero seguir a caballo a mi Maestro que va a pie."
Pasaba las noches de Navidad y de Pascua rezando con toda su familia. El
Viernes Santo leía y comentaba a los suyos el relato de la Pasión del Señor.
Si le decían que una mujer de su pueblo tenía dolores de parto, interrumpía
sus oraciones hasta que le anunciaban que el niño había nacido. Debajo de sus
vestimentas lujosas, llevaba habitualmente un áspero cilicio, que tan sólo se
quitó cuando se acercaba la hora de su muerte y se lo envió a su hija.
Todos estos detalles tienen por objeto mostrar las múltiples facetas de este
hombre al que se le aplicó la significativa definición de: "omnium
horarum homo", un "hombre para cada hora" (o "para cualquier
momento"), un hombre que siguió siendo tal en todos los momentos de su
vida. Pío Xl, cuando lo santificó en 1935 (cuatro siglos después de su
muerte), exclamó con admiración:
"Ciertamente es un hombre completo."
Y su martirio debe ser entendido sobre este fondo. Los hechos son más o
menos conocidos y no nos podemos extender al respecto. Enrique VIII era amigo de
Tomás Moro: era un rey que también era humanista y que también tenía
cualidades fascinantes, también él era poeta y también él era
"teólogo". Es más, el Papa le otorgó el título de "defensor
de la fe". Desgraciadamente, también tenía
"uno de esos caracteres que quieren tener la alegría de hacer el
bien incluso cuando obran mal... [que] le dan vueltas y vueltas a la ley,
llamando virtud al pecado, para no tener que arrepentirse, y de este modo son
muy peligrosos para ellos mismos y para los demás, por la prolijidad con que
trabajan para justificarse" (D. Sargent).
Cuando Enrique VIII comenzó el proceso de anulación de su matrimonio con
Catalina de Aragón, ciertos aspectos del caso admitían una discusión, pero la
Santa Sede no estaba dispuesta a ceder. Enrique VIII pidió y compró las
opiniones de distintos expertos y de las mejores universidades europeas (el
dictamen favorable de la Universidad de Padua le costó algunos centenares de
libras esterlinas).
En 1532, chantajeando al clero, el rey se hizo proclamar "único protector
y cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra". Este hecho fue aceptado por
las Convocatorias sin excesivas dificultades, porque la votación se realizó
con la cláusula restrictiva: "en cuanto lo permite la ley de Cristo".
Al día siguiente (16 de mayo de 1532), Tomás Moro devolvió al soberano los
sellos símbolos de su cargo y se retiró de la vida pública, preparándose a
hacer frente a una dura pobreza. No había ahorrado nada (todo se le había ido
ayudando a los pobres y en el mantenimiento de su numerosa familia y de las
familias de sus seres queridos), y de pronto perdió toda remuneración de la
Corte y cualquier otro ingreso profesional, por lo que a partir de ese momento
ni siquiera pudo permitirse mucha leña para el fuego.
Decía bromeando que faltaba algún tiempo todavía antes de que tuvieran que
salir todos juntos a pedir limosna, de puerta en puerta, cantando con alegría
el Salve, Regina.
Su negativa a asistir a la ceremonia de coronación de Ana Bolena le granjeó el
odio de la nueva reina. En 1534, se exigió el juramento general del Acta de
sucesión que, a los pocos meses, quedó vinculada al Acta de Supremacía.
Tomás Moro fue el único laico de toda Inglaterra que se negó a realizar el
juramento; un obispo y algunos monjes cartujos fueron los únicos miembros del
clero que se negaron.
Encarcelado en la Torre de Londres, Moro se negó a jurar, pero callaba: no daba
ninguna explicación, no quería dar ningún pretexto para que se le condenara a
muerte. Ni las acusaciones, ni las calumnias, ni las amenazas, ni los halagos,
ni la presión de sus familiares lograron disuadirle: no quería juzgar a nadie,
no quería imponerse a nadie, pero no juró y no explicó nada.
No lograron encontrar motivos jurídicos para condenarlo: con su habilidad de
abogado, destruía de forma sistemática la validez jurídica de las acusaciones
de rebeldía presentadas contra él.
Mientras tanto, en la cárcel escribió uno de los textos
filosóficoespirituales más bellos en lengua inglesa: el Diálogo del consuelo
en la tribulación; después empezó un Comentario a la Pasión de Cristo.
En las actas del proceso, puede leerse:
"Al ser interrogado acerca de si reconocía y aceptaba y consideraba
al rey como cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra... se negaba a dar una
respuesta directa, declarando 'No quiero tener nada que ver con esto, porque he
tomado la firme decisión de dedicarme a las cosas de Dios y meditar sobre su
Pasión y sobre mi paso por esta tierra'. "
Sabía que iba a morir, pero no quería darles ningún pretexto. Cuando
en su comentario de la Pasión llegó a la frase evangélica que dice "le
pusieron las manos encima", el tratado quedó interrumpido porque le
retiraron todos sus útiles de escritura.
El 1 de julio, fue condenado a muerte por alta traición. Sólo entonces, con
toda la claridad jurídica de la que fue capaz, declaró la ilegitimidad del
Acta de Supremacía.
El 6 de julio fue decapitado.
A primera vista, la posición de Tomás Moro tiene algo de desconcertante. ¿Por
qué sólo rindió pleno homenaje a la verdad después de ser condenado?
Al leer su Comentario a la Pasión de Cristo (que se ha publicado en Italia con
el título Nell'Orto degli ulivi En el Huerto de los Olivos, y en español con
el título La agonía de Cristo Editorial RIALP), podemos encontrar una
explicación evidente y de una conmovedora humildad. Moro no se creía digno de
la gracia del martirio: tenía miedo de sí mismo, de su debilidad, de la vida
que había llevado entre las comodidades terrenales.
Sentía envidia de los cartujos, que afrontaban con serenidad aquel terrible
martirio (la pena por alta traición que también estaba prevista para él, si
bien más tarde le fue conmutada por la decapitación, debido a la intervención
del rey era espantosa: el condenado era ahorcado de forma incompleta, hasta
lograr que se desvaneciera; después, le reanimaban y, seguidamente, le
destripaban y lo descuartizaban). Todo esto, para lo que la vida no le había
preparado, le llenaba de terror, y ante el heroísmo que se le pedía se sentía
únicamente como un terrible pecador. La solución que encontró con toda la
precisión aprendida en sus años de profesión jurídica para su drama
personal fue perfecta.
"A los inquiridores que lo escarnecían porque no declaraba
abiertamente las razones por las que disentía, exponiéndose así a la condena
a muerte, replicó que no se sentía tan seguro de sí mismo como para ofrecerse
de forma voluntaria a la muerte 'por el temor de que Dios castigase mi
presunción haciéndome caer. Por esto no doy un paso hacia delante sino que me
quedo atrás. Pero si el mismo Dios me lleva a hacerlo, confío en que, en su
gran misericordia, no dejará de darme gracia y fortaleza'" (Nell'Orto...,
p. 31, nota).
A lo largo de todo el Comentario a la Pasión, al hablar del temor que
Cristo experimentó en Getsemaní, explicaba su postura: tener miedo no es
anticristiano, pero el que siente miedo tiene que seguir a Cristo. Seguir quiere
decir en verdad pisar sobre sus huellas, no querer moverse por sí mismo:
"El que no tiene otra elección que renegar de Dios o afrontar el
suplicio puede estar seguro de que ha sido precisamente Dios el que lo ha puesto
en ese aprieto... " (NelI'Orto..., p. 28; 55; 60).
Para tener la seguridad de que era Dios el que le llamaba, no quería ni
provocar su propio martirio ni huir:
"Si huimos cuando somos conscientes de que para la salvación de
nuestra alma o de la de los que nos han sido confiados Dios nos ordena
mantenernos en nuestro lugar y confiar en su ayuda, cometeremos una tontería,
incluso si lo hacemos para salvar nuestra vida.
Sí, precisamente porque lo hacemos para salvar nuestra vida" (op. cit, p.
132).
Esta era la agonía de Tomás Moro en su Huerto de los Olivos: sabía que
no podía huir, porque su conciencia no se lo permitía; y sabía que no podía
provocar su propio martirio, porque no estaba seguro de que se tratara de
orgullo y presunción por su parte.
A esto se une el hecho de que tal cuestión, que era tan clara para su
conciencia, no lo era tanto, sin embargo, en el panorama teológico de la
época. Tenemos que situarnos en unos años en los que se consideraba que
incluso el poder real tenía un origen divino, en los que el poder del papado de
Roma era simultáneamente espiritual y político (y que por consiguiente podía
chocar con los otros reinos), en los que la institución divina del papado de
Roma no estaba tan clara y definida como lo está en la actualidad. Todavía
eran bastante recientes el gran cisma y sus múltiples papas.
"Yo confiaba Moro a su hija estoy muy decidido a no atar mi alma a
cualquiera, aunque se trate del más santo de nuestro tiempo."
Ni siquiera a ella le hablaba con claridad:
"Deja a los vivos y piensa en los que han muerto y que Dios, así lo
espero, ha recibido en el Paraíso. Estoy seguro de que la mayoría de ellos, si
estuvieran vivos, juzgarían las cosas como yo... y ruego a Dios que mi alma
permanezca en la compañía de aquéllos.
Aún no puedo decírtelo todo. Pero, para terminar, hija mía, como te he dicho
a menudo, yo no me ocupo de definir ni de discutir acerca de estas cuestiones,
no ataco ni condeno la actitud de los demás, nunca he dicho ni una palabra, ni
he escrito una coma en contra de la decisión del Parlamento y no me inmiscuyo
en absoluto en la conciencia de los que piensan o dicen que piensan de forma
distinta a la mía. No condeno a nadie, pero mi conciencia sobre este punto es
tal, que me va en ello la salvación. Estoy tan convencido de esto, Meg, como de
la existencia de Dios."
En la época en que todavía era canciller, y precisamente por cuestiones
relacionadas con su tarea, Moro tuvo que dedicarse a estudiar el problema del
primado de Roma.
"En verdad comentaba ni siquiera yo pensaba entonces que el primado
de la sede romana fuera de origen divino."
Pero 10 años de investigación en los textos de los Padres y de los
Concilios le habían convencido en conciencia para reconocer la verdad de que el
primado había sido establecido por Dios.
En aquellos momentos, la cuestión del primado era objeto de intensa discusión:
algunos no la consideraban como un artículo de fe, sino más bien una cuestión
teológica polémica. El mismo Tomás Moro pensaba que el Concilio era superior
al Papa y que por consiguiente la cuestión de Enrique VIII no estaba definida
del todo.
"Si aunque le costara la vida tenía que negarse a poner en duda la
soberanía pontificia no era porque considerara que esta doctrina era un dogma
de fe impuesto a todo el mundo, sino porque la creía verdadera. No zanjó la
cuestión por los demás, a los que no intentó ganarse, ni siquiera a su hija,
en lo que para él se trataba de una libre opinión, sino que, puesto que sus
investigaciones le habían convencido personalmente del primado del pontífice
romano, él no se reconocía el derecho de hablar a este respecto de una manera
diferente a como pensaba" (H. Bremond, Il B. Tommaso Moro, Roma, 1907).
En este sentido, comentaba:
"En mi corazón no encuentro las fuerzas suficientes para hablar de forma distinta a como me dicta mi conciencia."
Todo esto explica la actitud prudente y aparentemente individualista que
Tomás Moro adoptó en su "confesión de fe".
Como Jesús dice en el Evangelio, una torre no se puede construir sin haberse
puesto antes a echar cuentas de lo que podrá costar. Y Tomás Moro escribió a
su hija:
"En todo esto no he olvidado el consejo de Cristo en el Evangelio y,
antes de ponerme a construir esta fortaleza para la salvaguardia de mi alma, me
he sentado y he echado cuentas de lo que me podría costar. Margarita, he
reflexionado sobre ello durante muchas noches de insomnio y angustia, mientras
mi mujer dormía, creyendo que yo hacía lo mismo. He visto los peligros que
podía correr, y al pensar en ello se me encogía el corazón. Pero, en fin, doy
gracias a Nuestro Señor porque, a pesar de todo eso, me ha concedido la gracia
de no admitir la idea de una capitulación, incluso en el caso de que mis peores
temores se puedan cumplir" (Carta a su hija Margarita).
"Ciertamente, Meg, tú no puedes tener un corazón más débil y más
frágil que el de tu padre... y en verdad y en ello reside mi gran fortaleza
que, a pesar de que mi naturaleza rechaza el dolor con tanta intensidad que
hasta un papirotazo hace que me tambalee, en todas las agonías que he sufrido,
gracias a la piedad y omnipotencia de Dios, nunca he pensado en aceptar ninguna
cosa que fuese en contra de mi conciencia" (Ib.).
Este hombre, este humanista que sentía una estimación extraordinaria por
su propia dignidad, pero también la humildad consciente de su propia debilidad,
se vio colocado por Dios allí donde su grandeza humana tenía que ser confiada
enteramente a Otro para que también pudiera emprender el camino de la cruz.
He aquí una de las páginas más hermosas que Tomás Moro escribió en la
cárcel:
"Cristo sabía que muchos, por su propia debilidad física, se
sentirían aterrorizados ante la idea del suplicio.., y quiso llevarles consuelo
al espíritu con el ejemplo de su dolor, de su tristeza, de su angustia, de su
miedo. Y al que estuviera constituido físicamente de ese modo, es decir, débil
y temeroso, quiso decirle, hablándole casi directamente: 'Ten valor, tú que
eres tan débil; aunque te sientas cansado, triste, atemorizado y agobiado por
el terror de tormentos crueles, ten valor: porque también yo, cuando pensaba en
la pasión tan amarga y dolorosa que se cernía sobre mí, me sentía todavía
más cansado, triste, asustado y oprimido por una angustia interior...
Piensa que sólo tendrás que caminar detrás de mí... Confía en mí, si no
puedes hacerlo en ti mismo. Mira: yo camino delante de ti por este camino que
tanto te asusta; agárrate a un pliegue de mi vestidura y de allí sacarás las
fuerzas que evitarán que tu sangre se disperse en vanos temores y que dará
firmeza a tu ánimo al pensar que estás caminando detrás de mis huellas.
Fiel a mis promesas, no permitiré que seas tentado por encima de tus
fuerzas'" (Nell'Orto..., p. 35).
Cuando fue evidente que Dios había querido que caminara precisamente
sobre sus huellas ensangrentadas, Tomás Moro afrontó la muerte con la sonrisa
en los labios (sus últimas ocurrencias escandalizaron a los bienpensantes).
Puesto que ya no tenía que luchar con nadie, expresó con claridad en sus
cartas la verdad que llevaba en su corazón. En primer lugar, y por última vez,
fue el jurista que definió de forma clara y detallada su pensamiento acerca de
la legitimidad del Acta de Supremacía. Después demostró hasta qué punto la
caridad, incluso hacia sus jueces corruptos, había operado sobre su corazón.
Después de ser condenado, Tomás Moro dijo en su discurso:
"Milord, desde el momento en que esta acusación se fundamenta en un
acta del Parlamento que formalmente está en contradicción con las leyes de
Dios y de la Santa Iglesia, según las cuales ningún príncipe terrenal puede
arrogarse por medio de ley alguna el supremo gobierno o cualquier parte del
gobierno que pertenece de forma legítima a la sede de Roma, por causa de la
preeminencia espiritual que fue concedida como prerrogativa especial de boca de
nuestro Salvador cuando estuvo presente en persona en esta tierra tan sólo a
san Pedro y a sus sucesores, los obispos de esa misma sede, dicha acta es
insuficiente entre los cristianos, pues, como trámite jurídico para perseguir
a cualquier cristiano."
A la objeción de que todos los obispos, todas las universidades y todos
los doctos del reino habían suscrito esa acta, replicó:
"Aun cuando el conjunto de los obispos y de las universidades fuera
tan importante como Su Señoría parece creer, yo no veo en absoluto, Milord,
por qué razón esto tenga que suponer un cambio en mi conciencia, puesto que yo
no pongo en duda que en toda la cristiandad, ya que no en este reino, no son
pocos los que son de mi parecer al respecto.
Pero si hablara de los que ya están muertos, y de los cuales muchos son ahora
santos del cielo, estoy muy seguro de que la mayor parte de ellos, cuando
estaban vivos, pensaban como ahora lo hago yo; es por esto, Milord, por lo que
no me siento obligado a conformar mi conciencia al concilio de un solo reino en
contra del Concilio general de la cristiandad."
Y éstas fueron las palabras finales de Tomás Moro ante sus jueces:
"Nada tengo que agregar, Señores, sino esto: como el apóstol Pablo,
de acuerdo con lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles, asistió lleno de
conformidad a la muerte de san Esteban, e incluso vigiló las ropas de los que
lo estaban lapidando, y sin embargo ahora se encuentra con él, también santo,
en el cielo, y allí estarán unidos para siempre, en verdad, yo espero, de la
misma forma y rezaré por ello con intensidad, que vosotros, Señores, que
habéis sido mis jueces y me habéis condenado en la tierra, y yo podamos
reunirnos todos juntos gozosamente en el cielo para nuestra salvación
eterna" (De la biografía de Tomás Moro, escrita por Roper).
Así fue decapitado.
"Un hombre había dicho Tomás Moro puede ser decapitado sin que se le
haga mucho daño, es más, con un bienestar inexplicable y eterna felicidad por
su parte." Pero Tomás Moro sabía que eso sólo era posible si el corazón
se llenaba de caridad y de la "pasión" de Cristo. Y en esta caridad
él supo acoger incluso a sus perseguidores.
Al finalizar esta meditación, nos parecen necesarias algunas reflexiones y
actualizaciones al considerar la aventura de este "humanista" santo y
mártir.
Ante todo, tenemos que volver a plantearnos el binomio "humanismo y
cruz", ya que también nuestra época se quiere caracterizar por ser la
época de la promoción del hombre y del culto de lo "humano". Es
más, ha aumentado de forma notable la conciencia de la dignidad del hombre y se
han multiplicado los medios a disposición del hombre para que pueda realizar su
destino. Los cristianos se preocupan mucho por ser hombres entre los hombres,
por colaborar, promover, dialogar; es más, insisten en proponer un
"humanismo pleno". En cualquier caso, los cristianos se cuentan entre
los que afirman cada vez con mayor claridad la dignidad humana de todo hombre.
En esta universalidad y concreción, muchos movimientos que se dicen humanistas
trampean a menudo con desenvoltura.
Pero incluso los cristianos sienten la tentación de trampear y lo hacen a
menudo. Afirman el diálogo, el pluralismo, el interés hacia todos los valores,
naturales y sobrenaturales. Pero hay una pregunta pendiente y que es preciso que
les sea formulada: ¿todavía hay algo o Alguien por lo que merezca la pena
morir? ¿Todavía hay algo o Alguien por lo que merezca la pena aceptar el
martirio, es decir, el testimonio de la sangre a partir de todo aquello que la
puede preparar (esto es, testimonio del riesgo, del fracaso aceptado con paz, de
la marginación impuesta a causa de la fe, del empobrecimiento, etc.).
El cardenal Martini escribió en una de sus cartas: "Ante las figuras de
los grandes mártires de la historia, se nos plantea el problema de si nosotros,
con nuestro favorecimiento del diálogo, no nos estaremos convirtiendo en
latitantes, irenistas o incluso en transformistas".
Esta es la primera pregunta, la primera "cuestión seria" que tenemos
que plantearnos a nosotros mismos y a los demás.
La segunda es similar. En nuestro "culto" del hombre
"humano" hemos subrayado cada vez más una cierta contradicción
inevitable: por una parte hablamos de la inviolabilidad de la conciencia
personal (¿quién no defiende hoy su derecho a la libertad de conciencia?),
pero por otra se ha convertido en una actitud normal la de plegar nuestra
conciencia a la de una así llamada "conciencia social".
De este modo, ya no nos causa extrañeza modificar los datos de nuestra
conciencia para adecuarlos a los de una cierta conciencia mayoritaria, y lo que
la mayoría considera que es lícito poco a poco nos lo va pareciendo también a
nosotros, o no tan grave como nos parecía o, en cualquier caso, merecedor de
respeto. Y en muchas ocasiones cuando estamos implicados personalmente tampoco
nos cuesta demasiado modificar o silenciar los dictados de nuestra conciencia.
Si además somos personas con responsabilidades sociales, estaremos dispuestos
sin más a escindir nuestra conciencia: por un lado, consideraremos que una
determinada ley es injusta, que cierto comportamiento es inmoral, etc. Pero, por
otra, como personajes públicos, consideraremos que debemos
"administrar" la opinión de la mayoría y ser los ejecutores de lo
que la conciencia social manifiesta que admite o quiere.
Y ello en mayor medida cuanto más nos consideremos como mejores administradores
que los demás, más morales, más capaces de "gestionar el mal con el
criterio del mal menor". Y, por lo tanto, si la conciencia social quiere
adorar al becerro de oro nosotros construimos para ella el becerro de oro y a
esto lo llamamos tolerancia, respeto de la conciencia ajena, fidelidad a nuestro
deber público, respeto de las leyes democráticas.
Tomás Moro se encontró ante toda una sociedad que proclamaba como lícita una
ley que su conciencia consideraba como contraria al "derecho de Dios".
Ni siquiera tenía la absoluta certeza "teológica" de no estar
equivocado; todos los expertos, ¡incluidos el clero y los obispos!, le decían
que podía "jurar", aceptar y "administrar" una ley admitida
por todos. Se trataba indudablemente del hombre que mejor que ningún otro
podía "mediar" en la situación, y quizá, si hubiera permanecido en
su puesto, los males provocados por esa "ley" votada en el Parlamento
inglés habrían sido menores.
Pero consideró que no podía quedarse en su puesto; consideró que no podía
escindir su conciencia: porque sólo tenía una, que además pertenecía a Dios.
Y se convirtió en un mártir, es decir, en testimonio de Cristo.
¡Cuánto miedo de sufrir, cuánto miedo a la cruz de Cristo, cuánta
respetabilidad burguesa se esconde detrás de tanta habilidad así llamada
cristiana que logra al mismo tiempo gestionar su propia conciencia y la de los
demás (aunque sea contraria), y quizá se convence a sí misma de que ha sido
caritativa!
En el cristianismo, caridad es la del que sabe dar su vida, no la del que la
conserva a toda costa, con la excusa de que así puede interesarse mejor por la
vida de los demás.
Tomás Moro había tornado de su fe y del entusiasmo humanista de su época el
deseo de ser "hombre", hombre en su totalidad. Pero un día
comprendió que hay situaciones en las que un cristiano, precisamente por querer
ser plenamente "hombre", tiene que entregar a Cristo toda su
humanidad; situaciones en las que sólo caben dos alternativas: o la
deshumanización, o la Humanidad del Resucitado. Y por ello "eligió"
morir.